Debajo del puente
de Arturo Reyes


Guadalmedina, como casi todos los del año, más parecía arenal que lecho de río el día a que hacemos referencia, y más aún que arenal campamento de gitanos, en el sitio en que uno de los puentes que lo salvan pone en comunicación Puerta Nueva con el Perchel y la Trinidad, dos de los más famosos de nuestros barrios populares.

Nada más pintoresco y peor oliente que el sitio a donde pretendemos llevar a los que nos leen; lugar donde al que, con nosotros, por él se aventure aconsejaremos recate el olfato si no quiere oler a aceite frito, que a esto, y no a nardos y a jazmines, huelen las enormes sartenes, donde alguna sacerdotisa de las dedicadas en otras horas a leerle el porvenir al más vivo en la palma de la mano, confecciona el sabroso tejeringo, o mal fríe el atún y los boquerones, que llegada la hora de hacer por la vida, buscan, pagan, o no pagan y devoran, los menos escrupulosos y adinerados de los de su ilustre abolengo.

Y si los que se aventuren con nosotros por aquel lugar son de los que creen que el arte sólo se viste de riquísimas urdimbres, retírense de aquellos lugares, que allí sólo encontrarán sus ojos hembras, si graciosas y gallardas, no pulcras ni bien vestidas, dedicadas a la venta de ropa fuera de uso, de hierro viejo, de libros adquiridos casi de balde para venderlos casi con dineros encima, y de verduras de la que no osan los revendedores de fuste presentar a su escogida parroquia.

Vengan, pues, conmigo aquellos que quieran por el sitio indicado; arremánguense, los más pulcros y cuidadosos, el pantalón; fumen y háganlo recio y aprisa los de nariz más delicada, y atravesando bañados en sol por entre la alegre multitud, llegaremos casi ensordecidos por el pregonar de los vendedores, el charlotear de los transeúntes y el repicar de las campanas, al lugar preferido para sus transacciones, expansiones y conferencias, por casi todos los que en esta tierra se dedican al manejo de las cachás, lo mismo para dejar al asno de pelo más indócil como si saliera de casa de Carbonell que para realizar alguno de sus sangrientos y frecuentes y heroicos desaguisados.

Y ya sobre el terreno, después de mirar un punto a los cuatro cardinales y saludar por un lado al mar que se une al cielo en una línea azul y esplendorosa; a los montes que recortan el horizonte de zafir con sus cumbres onduladas por otro, y por los otros a la población donde hierve la vida, lléguense conmigo a un grupo donde lucen sus dotes personales tres de los más caracterizados prohombres de la gitanería malagueña, o sean, Currito Heredia, Antonio Alcaide y Joseíto Carmona, más conocidos por el Trompeta, el Guitarrista y el Niño del Calderero.

Fíjense nuestros acompañantes en estas tres cúspides supremas, dos de ellos con la edad en la boca todavía, según aseguran, y todos ellos con las guedejas sobre las sienes y la frente, tirado hacia atrás el sombrero de alas amplísimas, la chaqueta corta de astracán, el pantalón de pana, los zapatos de cuero, color de sangre la faja, pañuelos de seda de vivísimos colores a modo de corbata y apoyados todos tres en enormes báculos y pregonando su origen con sus semblantes bronceados, su fino perfil y sus enormes ojos negrísimos y luminosos.

-Que Dios sus guarde, caballeros -digo yo, colocándole fraternalmente una mano en el hombro al Niño del Calderero, no sin antes ponerme de un choclazo el cordobés en la mismísima coronilla.

-¡Venga osté con Él, pairino!

-¿Aónde tan de mañana?

-Güenos días, don Fulano.

-De qué se trata, caballeros. ¿Qué tiée usté, tío Trompeta, que parece que le han cortao a usté el estornúo? -le pregunto al más viejo de los que formaban el brillantísimo triunvirato.

-Calle osté, hombre, que hay días en que lo debían jacer a uno fideos tallarines y cosas en la vía que jacen más boquetes que un berbiquí y que duelen más que un avispero.

-Pero ¿es que le ha tocao a osté la quinta por casolidá?

-¡Chavó, y qué dexagerao que es usté, tío Trompeta! -exclama escupiendo y matando con el pie la salivilla el Guitarrista, el cual después, volviéndose hacia mí, me dice con acento de hombre convencido:

-Mire osté, ¡que me den una puñalá en un sobaco, si tiée éste razón en naíta de lo que dice!

-Mire osté -exclama el viejo con voz exaltada-: osté va a ser el que me va a dar, si la tengo, la razón y el que me la va a quitar si no la tengo.

-¡Si no la tiée osté, cómo se la van a quitar! Mire osté, pairino, yo le contaré lo que pasa -exclama el Niño colocándose el báculo debajo del brazo.

-Güeno, anda, cuéntaselo tú, pero sin fartarle al rispeto a la verdá, ¿sabes tú?

-Pos verá osté, pairino: este puri, al que ya no le quea más que un raigón y dos dientes delanteros, tiée una gachí...

-¡Un penco! -grita el tío Trompeta con acento despreciativo.

-Güeno, lo que osté quiera..., un penco..., la Taponera..., una jembra que entoavía trota y galopa y se canta unas siguirillas que quitan toas las tapaeras der sentío..., porque eso no me lo negará osté, ¿verdá?

-Pa mí ya ca siguirilla que canta es un martillazo que me pega en er tímpano, y eso te lo sabes tú de corrío.

-Pos bien...: este caballero está ya más jarto de la Taponera que del mal comer, pero como de gusto no hay na escrito, si no le gusta la Taponera, en cambio está prevelicaíto por un burro que tiée el Córdoba...

-Un burro que es una prenda e gala y que vale un Potosí...; un burro más grande que un cerro y con una sangre que es pórvora y sabiendo más que un catedrático. ¡Como que na más que por mirarlo se debiera pagar contribución!

-¿Me dejará osté que arremate?

-¡Es que cuando oigo platicar de ese pasmo se me va er sentío!

-Pos bien, como diba diciendo, éste está prendao der Ceniciento, que asín se llama er burro, y, en cambio, el Córdoba está que tira piedras por la Taponera.

-Y como yo -exclama el tío Trompeta interrumpiendo bruscamente al Niño- nunca le he tenío voluntá a esa gachí, que tiée por cabeza un bolo de billar y por pinreles dos lanchas cañoneras, y si le ha dao ar pico arguna que otra vez ha sío porque a mí me echó mi madre al mundo con el corazón lleno de misericordia, y ya me apesta que me mata, y como a mí el Ceniciento me gusta al perder, y al Córdoba (un divé le valga) le gusta la Taponera, pos el otro día como el hombre me tiée rispeto y no se atreve a meterse en mis aguas sin que yo le vise el ro, pos como el otro día estuvimos un rato de copas y de polos y de jaberas..., pos lo que pasa..., se rodeó la cosa, y como las palabras se enrean y las unas tiran de las otras...

-Miré osté, pairino -dice el Niño interrumpiendo a su vez al viejo-, lo que en resumías cuentas pasó fue que este punto y el otro punto trataron una cosa esaboría, u sea que el Córdoba le diera el Ceniciento a éste, y que éste dejara al Córdoba jonjabarle la Taponera.

-Lo que chanelan sus güesos, camará -digo yo, guiñándole un ojo a los que nos acompañan, que nos miran turulatos, boquiabiertos y casi, casi despavoridos.

-Pos a pesar de to lo que yo chanelo me han salío las contrarias, no le digo a osté que hay cosas en la vía que duelen más que un avispero.

-Pero ¿no se quedó el trato firmao y rubricao por dambos a la vez?

-Vaya, y el Córdoba me dio el Ceniciento jasta con la baticola bordá, pero es que yo creía... que la Taponera, a la que un divé quiera le salga un cangro en ca poro, se ha portao como quien es, y esta mañana, cuando el Córdoba le arremató de platicar der negocio, como la mu mala jembra estaba friyendo unos calamares y como tiée er genio tan súpito y como no le sentó bien er trato, pos la mu pícara, se fue der seguro y según parece le metió un sartenazo al Córdoba que cuando éste vino a contarme lo que pasaba, ¡entoavía estaba er gachó escupiendo calamares!



Y como ya va picando el sol y es llegada la hora de que cada hormiga busque el grano para su troje, si los que nos acompañaron en esta expedición matinal nos lo permiten, nos despedimos hasta otro día del enamorado del Ceniciento y de sus dos ilustres compañeros, tres de los más bizarros representantes, en esta tierra, de los de chaquetas de astracán, pantalón de pana y cachás en la cintura.