De tal palo, tal astilla/Capítulo XXVI


Dejamos a Fernando en camino de su pueblo, más abatido con el peso de la última inclemencia de Águeda, que ufano con los frutos de su entrevista con el párroco de Valdecines. Según iba profundizándose la herida de su corazón, menos se prometía de los remedios para cicatrizarla. Cada paso que retrocedía, le alejaba una inmensidad del término de su jornada. Condición es ésta que se cumple con rigor extremo en las grandes fatigas del espíritu.

Como ya no era nuestro personaje el hombre de los ímpetus apasionados, hijos de las primeras contrariedades de la vida, sino un desdichado más, sujeto a la cadena de un imposible, iba arrastrándola poco a poco, atento sólo a medir las escasas fuerzas que le quedaban, no a buscar en el desierto de imaginación un punto donde arrojar la pesada carga, refrescar las sedientas fauces y alentar el fatigado pecho con aguas cristalinas y aires embalsamados.

En tal grado de desaliento llegó a su casa. Continuaba huyendo de su padre; pero éste hallaba modo de observarle desde lejos, y medía con el diestro compás de su experiencia y de su amor los estragos producidos en su alma por la tempestad que le combatía. Rara vez conversaban; y en estos casos el doctor no respondía con chanzonetas a las escasas palabras de su hijo; antes medía y pesaba las suyas, como se pesa y se mide la sustancia que así puede dar la vida como quitarla, según la dosis en que se emplee.

Con este tacto consiguió el padre que su hijo le refiriese cuanto acababa de sucederle en Valdecines.

-Ese modo de proceder -dijo el doctor, aludiendo al de Águeda-, te pone en el caso de no volver a llamar a aquellas puertas; pero no quiero decir con esto que desistas de tu empeño de que se te abran.

-No te comprendo -replicó Fernando.

-Yo llamaré y tú entrarás.

-¡Tú!

-Yo, sí, hijo mío. Y cuenta que días ha lo hubiera hecho, si tú hubieras sido capaz de comprender la importancia de este acto, en el frenesí de tu pasión. Ahora que la veo más en reposo, te lo propongo. ¡Déjame llamar a aquella puerta, cerrada para ti! ¡Soy viejo, soy tu padre; hablaré sin pasión y con verdad; disputaré tu terreno palmo a palmo; y si no hay otro remedio, imploraré de rodillas la compasión del enemigo invencible; y lo que no consigan mis razones, lo alcanzarán mis canas!

Conmovíase el doctor al decir esto; y aunque trató de ocultarlo con la fuerza de su carácter, lo observó Fernando, y más bien por respeto a la pesadumbre que la emoción revelaba, que por confianza en el fruto del indicado propósito, respondió a su padre, después de reflexionar unos momentos:

-Hazlo en buen hora; pero déjame ver antes qué resultado me da la entrevista que debo tener mañana con ese humilde cura, cuya discreción excede a todo encarecimiento.

Al otro día sintió Fernando el cuerpo perezoso y quebrantado; se acordó del compromiso empeñado con el cura de Valdecines; pero la serenidad de su razón, después del breve sueño de la noche, le hizo ver la última repulsa de Águeda con tan sombríos colores, que apartó con espanto su consideración de aquel camino tantas veces y bajo tan diversas impresiones por él recorrido. Permaneció en la cama hasta muy entrado el día, y cuando horas después le halló su padre discurriendo maquinalmente por las arboledas del parque, se asombró de la profundidad que habían adquirido en su cara, en una sola noche, las huellas de aquel dolor sin consuelo.

Siguió el tiempo su inalterable marcha, y amaneció otro día y Fernando oyó que las campanas de Perojales repicaban a fiesta. Esto le hizo recordar que en Valdecines se celebraba con gran solemnidad, por ser la del santo patrono del pueblo; juzgó la ocasión poco adecuada al objeto de su prometida visita al cura, y la aplazó hasta el día siguiente. Cuando el término de una jornada es oscuro y remoto, ¡qué grandes nos parecen los más pequeños estorbos del camino!

Al fin tomó Fernando el de Valdecines, poco a poco y a caballo, el día siguiente al de San Juan. Quien no le hubiera visto desde que andaba por aquellos mismos lugares suelto y vigoroso, con el calor de su alma juvenil y apasionada reflejándose en sus ojos negros y en la tersura de sus mejillas, no le conociera a la sazón, vencida la altiva cabeza al peso de las ideas, triste y ojeroso el semblante, desmayado el antes gallardo cuerpo, y abandonado al antojo de la bestia que, fiada en el escaso vigor de la mano que la regía, más se cuidaba de caminar a gusto que de llegar pronto. Pero llegó al cabo; no porque la espuela ni el freno le trazaran el rumbo, sino porque le tenía bien conocido; y preciso fue que diera con las narices en las primeras casas de Valdecines, para que el jinete se percatara de ello. ¡Y eso que no había arrojado un punto a Águeda de su memoria!

Cuando tan cerca se vio de ella, sintió otra vez la vida en su corazón y la luz en sus ojos, tan acostumbrados a las negras visiones de su fantasía, desde la última vez que recorrió aquellos mismos parajes. Orientóse en ellos, como si acabara de salir de un sueño fatigoso, y castigó a la perezosa cabalgadura, resuelto a llegar cuanto antes a la casita del párroco y a resistir la tentación, que ya le asaltaba, de llamar otra vez a las puertas guardadoras de aquel raro tesoro, que era, al mismo tiempo, sostén de su vida y causa de su muerte. Y Dios sabe si la tentación le hubiera vencido al fin, a no ocurrir lo que ocurrió.

Y fue que pasó un transeúnte con la azada al hombro, y se le quedó mirando con una curiosidad harto inexplicable, pues para ninguno de aquellos campesinos era nueva la estampa de Fernando. Dos mujerucas se detuvieron luego delante de él, y no solamente le miraron y con torcido gesto, sino que le dijeron, aunque muy entre dientes, algo que no sonó bien en los oídos del joven. Más adelante sucedió otro tanto con unas salladoras que iban a la mies; y un muchacho, que le seguía de puntillas, le tiró una piedra, que dio en las ancas del caballo; le llamó a voces perro judío, y apretó a correr: acto que mereció el aplauso de las salladoras, las cuales no se contentaron con ensalzarle, sino que añadieron nuevas perradas a la perrada del muchacho.

Todo esto valía ya la pena de detenerse; y Fernando se detuvo, no sin miedo, dicho sea en honor a la verdad, de que le viniera un cantazo por cualquiera de las encrucijadas inmediatas. Volvióse hacia las salladoras; pero éstas se alejaron camino de la mies. La fortuna le puso delante de Macabeo, que se dirigía a casa de Águeda. ¡Cosa más rara! También el locuaz y regocijado espolique le miró de mal talante; y fue preciso que Fernando le llamara para que se acercase a él.

-¿Qué significa todo esto, Macabeo? -le preguntó con más aire de sorpresa que de enojo.

-¿Qué es «todo esto», si se puede saber? -respondió el hombre, extrañamente comedido y receloso.

-Este modo de mirarme las gentes; sus palabras y ademanes; la insolencia de los muchachos... tu misma actitud conmigo...

-Pues ahí verá usté... ¡qué caráspitis! -dijo Macabeo, por decir algo que no fuera la verdad.

-Eso es dejarme en la misma duda, y tú puedes sacarme de ella; te lo conozco en la cara.

-¡Sea todo por el amor de Dios! -repuso el buen hombre muy contrariado e indeciso. Pero le venció la fuerza de su locuacidad constitutiva, si la ciencia me pasa el adjetivo, y añadió luego-: Ya sabe usté, señor don Fernando, que en este pueblo todos somos, gracias a Dios, cristianos a machamartillo.

-Bien, ¿y qué?

-Ítem más, es público y notorio que a los señores de esta casa los miramos aquí, chicos y grandes, con mucho respeto y mayor estimación.

-Nada más justo...

-Siendo aquí todos cristianos, claro es que las gentes se han de amañar muy mal con los herejes... y amañándose mal con los herejes, resulta la consonancia al respective del caso.

-O lo que es lo mismo: yo soy un hereje, y por hereje me reciben hoy de mala gana en Valdecines.

-Justo y cabal, ¡qué caráspitis!

-¿Y hasta ahora no habéis caído en la cuenta de mis herejías, Macabeo? Esto no es creíble. Algo más que no quieres decirme, hay en el asunto... ¡Quiero saberlo todo, Macabeo!

Como estas palabras las dijera Fernando en tono asaz resuelto, Macabeo se juzgó descargado de escrúpulos y miramientos, y habló así:

-Parece ser también que usté estuvo el otro día en casa del señor cura.

-Cierto que estuve; y ¿qué mal hay en ello?

-Estando usté en casa del señor cura, díjole que quería hacerse cristiano.

-Tanto más en mi abono, si eso fuera cierto.

-¡Vaya si lo es, caráspitis!

-¿Quién puede asegurarlo?

-Todo el pueblo que le oyó, señor don Fernando.

-Hombre, a no contárselo el cura desde el altar mayor...

-¡A buena parte va usté!... El señor cura es un santo de Dios, y como en confesión, oye y guarda cuanto se le dice pero aquella casa es una pura oreja y una pura lengua, y cuanto en ella se habla que valga dos cuartos lo sabe «ce por be» todo el lugar al otro día. Así se supo aquí cuanto pasó entre usté y el señor cura.

-Pues insisto en lo dicho, Macabeo: si lo que se oyó de mis labios fue lo que tú aseguras, ¿qué más habéis de pedir a un hereje?

-Cierto parece así; pero salió la conversación a la calle, y... púsose el sayo en concejo, metiéronle el diente tijeras que lo entendían y aclaróse, al decir de todo el pueblo a una (pues yo en él me lo encontré al volver de un viaje largo), que si usté entró en aquella casa a la luz del mediodía, y dijo lo que dijo al señor cura, fue con su cuenta y razón.

La curiosidad de Fernando trocóse aquí en alarma grave, y exclamó impaciente:

-¡Dime cuanto sepas; pero claro y pronto!

-Pues claro y pronto lo diré, señor don Fernando, que hasta la caridá me lo ordena; porque, a pesar de los pesares, ley le tengo, ¡qué caráspitis!, y bueno es que el hombre sepa lo que la importa, por si no es todo lo que reluce.

-¿Quieres concluir de una vez?

-Concluyo, y finiquito... Pues sépase usté que si esas gentes le miran hoy de mal ojo, y le maltratan de palabra, y mañana le apedrean (que todo podría ser), es motivado a que se asegura que no queriéndole a usté la señorita doña Águeda por hereje, hace usté la pamema de que se convierte, porque... porque... porque no se le escapen de entre las uñas las riquezas de esta casa.

El dolor y el frío de una puñalada sintió Fernando en el corazón; y a la luz sulfúrea, infernal, en que se creyó envuelto, vio desfilar ante sus ojos, en un segundo, horrenda muchedumbre de fantasmas que las palabras de Macabeo hicieron brotar de los negros abismos, como escuadrón de demonios a la voz del réprobo que las evoca. El amor, el orgullo, los recuerdos, las esperanzas... todo lo sintió herido, pisoteado, muerto a un mismo tiempo; y tan puro, tan alto, tan grande era el linaje de su pasión; tan enorme, tan inmotivada le parecía la calumnia que, aunque con el dolor de un mártir, preguntó a Macabeo con la sinceridad de un niño:

-¿Pero es rica Águeda?

-¡Señor! -respondió Macabeo con asombro-. ¿Quién puede ignorarlo?

-¡Yo!... ¡Yo te juro que ésta es la primera vez que reparo en ello!

Era recto y sano de corazón Macabeo; creyó en la sinceridad de las palabras de Fernando; y no quiso ahondar más sus heridas con el relato que también había pensado hacerle de la segunda parte de la historia que corría por el pueblo.

-¡Qué lenguas! -exclamó, hondamente compadecido del joven.

Éste había caído en un sombrío atolondramiento: miraban sus ojos, pero no veían.

De pronto revolvió el caballo hacia la sierra, y como si aquel suelo, y aquellas casas, y aquellas mieses encubrieran un volcán dispuesto a devorarle, castigó al dócil bruto con la espuela y el látigo, y desapareció como un rayo de la presencia del aturdido Macabeo.

El cáliz estaba lleno: una gota bastó para desbordar las hieles que contenía.