De las pocas casas que en Valdecines tenían balcón, una era la de don Sotero; pero entre las de esta categoría, era la más vieja y sucia y destartalada. A un lado se le arrimaba una huertecilla mal cercada y al opuesto una casuca baja, a la cual se adhería otra por el estilo y más baja aún; tanto, que las primeras ramas de un breval que la amparaba por el costado descubierto, cuando se zarandeaban sobre las tejas al menor soplo del viento, no las tocaban. Las tres casas tenían una misma corralada, abierta.

En las dos pequeñas todo era ruido, luz y movimiento, como que en ellas hacían vida común los hombres y las bestias; hasta el punto de que por el mismo sarzo pasaban, para salir por entre las tejas, a falta de mejor chimenea, el humo de la cocina y el tufillo del establo, el mugido de las vacas y las voces de la familia. Las puertas sólo se entornaban, y eso, a las horas de dormir. Abiertas de par en par durante el día, cuanto en los pobres hogares se encerraba, lo ponía de manifiesto el primer rayo de sol que llegaba al pueblo. ¡Tan sencillo y tan escaso era, y tan a la vista estaba! Lo propio sucedía con los pensamientos de las honradas gentes que allí moraban: siempre andaban a gritos en el portal, a merced del primer oído que quisiera apoderarse de ellos.

En la casa de don Sotero todo era silencio, oscuridad y misterio. Su puerta no se abría sino para dar paso, muy rara vez en el día, a alguna persona; y en cuanto a las ventanas, de higos a brevas, dejaban un resquicio entre las dos hojas para que entrara el aire o saliera el polvo de la escoba, si es que allí se barría alguna vez. Cito este contraste como disculpa de que la pública curiosidad no apartase nunca los ojos ni el pensamiento de aquella casa.

Habíala comprado don Sotero, ya muy desvencijada, a la testamentaría de un mayorazgo pobre, y nunca quiso gastar un ochavo en repararla. ¡Así estaba ella! Una cuadra, a la sazón destinada a leñera, tres cuartos sin luz ni ventilación, el estragal y un gallinero debajo de la escalera, componían la planta baja, con suelo de tierra, húmedo y desigual. Una sala con dos alcobas, piezas a las que correspondían la puerta y las ventanas abiertas, en la fachada principal, sobre el balcón que la ocupaba de extremo a extremo, se zampaban los dos tercios del piso. El resto se le repartían una mala cocina y dos o tres alcobas oscuras. Las puertas eran macizas y acuarteronadas, con bisagras de perno, desclavadas y herrumbrosas; los tillos, de castaño apolillado y con enormes rendijas; las paredes dobles, mugrientas y jibosas.

Don Sotero ocupaba una de las alcobas de la sala; y sólo había en ella una cama miserable; una mesita de pino con tapete de bayeta descolorida por el tiempo; sobre el tapete un tintero de estaño con plumas de ave; una Semanilla en pasta resobada y pringosa; un Código penal forrado en papel de planas; un cartapacio hecho de periódicos viejos, y un cabo de vela en palmatoria de hoja de lata. Contra la pared, un armario cerrado; y detrás de la cama, un arcón viejísimo con esquineros y cerradura de hierro oxidado; una silla de paja arrimada a la mesa, y a la cabecera de la cama una pililla de agua bendita entre las cuentas de un rosario, colgado en el mismo clavo que ella.

En esta habitación, y como dos horas después de lo que se refiere en el capítulo tercero, vuelvo a presentárselo al lector, que apenas le ha visto la cara todavía. Sentado estaba en la única silla que había allí, exprimiendo con la pluma los cendales del tintero, dispuesto a hacer números con ella en el sobre de una carta, en el que se leía en letra fina, pero como de mano insegura y trémula: Al señor don Plácido Quincevillas.-Treshigares. Cuando oyó fuertes pisadas hacia la escalera, guardó precipitadamente la carta en el pecho; y como perro que olfatea un peligro, alzó la cabeza; dirigió la vista dura y ponzoñosa hacia la sala, y así se quedó, con los anteojos en la frente descansando sobre el fruncido entrecejo. Esta fue una de las pocas ocasiones de su vida en que don Sotero dio la cara. Natural es que la aproveche yo para copiarla.

Aunque grande, muy grande, parecía que estaba llena de narices y de labios; tan inflada, verrugosa y prominente era la una; tan gruesos, separados y corridos eran los otros. Los ojos y la frente, por pequeños y angosta, ocupaban poquísimo terreno allí; y en cuanto a los dientes, si bien eran largos, muy largos, también eran negros, muy negros, y pocos y mal distribuidos; por lo cual se desvanecían en la oscuridad del antro a cuyos bordes asomaban como las piedras mohosas en las cuevas del zorro. La piel, áspera y verdosa; nada más en su lugar; terreno seco, agrietado e infecundo, entre peñas y bardales.

Entre este hombre, tal cual ahora le contemplamos, y el que hemos visto en casa de los Rubárcenas, no cabe comparación, si es cierto que en la cara y en las actitudes del cuerpo se revelan las condiciones del alma. ¿Cuál era la suya, no pudiendo tener dos? Don Lesmes, eco del vulgo de Valdecines, nos ha dicho que la más mala; el interesado trataba de probar lo contrario con su conducta ostensible. Desde que residía en Valdecines no había atravesado otros umbrales ajenos que los de la casa de Dios y los de la otra en que le conocimos. En la calle no saludaba a nadie. No podía darse hombre más indiferente a cuanto le rodeaba. Decíase, sin embargo, que no se movía una mosca en el pueblo sin que lo supiera él. Cuando entraba en el templo, caía de rodillas junto al presbiterio; y allí, doblado el espinazo y humillada la cabeza, turbaba el silencio de los fieles con el plañidero murmurio de sus rezos y el estampido frecuente de los puñetazos que se pegaba sobre el esternón. Solemnidad religiosa sin que él comulgase coram populo, no se concebía. En ausencias o enfermedad del párroco, él rezaba el rosario en la iglesia, y dirigía el Calvario que andaban las mujerucas, y cantaba las vigilias y las misas de encargo, y ayudaba a otras, y pedía para las Ánimas, cepillo en mano, al salir la gente de la iglesia. Pues a pesar de todo esto y de mucho más, la voz pública le ponía de hipócrita y de bribón, que no había por dónde cogerle. La misma fama aseguraba que no había rastro en el pueblo de un acto de caridad de don Sotero. Éste mostraba una pobreza extremada en los menores detalles de su vida; lo que, según las murmuraciones, se compadecía muy mal con la vida regalona y descuidada que llevaba su sobrino, el cual «sobrino» decía, a cada paso, que gastaba de lo suyo, heredado de su madre. Según las gentes, don Sotero era muy rico y tenía el dinero enterrado en la huerta, o en la cuadra, o quizá escondido entre las latas del tejado. Cómo había adquirido tanto caudal un pobre procurador de aldea, nunca pudo averiguarse en Valdecines; y a ese punto oscuro se enderezaban las historias tremebundas que relataban las gentes, siempre dispuestas a ver detrás de personajes como don Sotero, huérfanas esquilmadas, testamentos falsificados, depósitos desconocidos, y hasta poderdantes emparedados.

Yo, por ahora, lector, ni entro ni salgo. Más adelante, veremos.

Entre tanto, vuelvo a tomar el asunto donde quedó pendiente, y digo que los pasos aquellos se fueron acercando a la sala; y que, por último, apareció Bastián a la puerta de la alcoba, no tan retozón ni estrepitoso como cuando se acercó a Macabeo. Verdad que don Sotero estaba terrible en la actitud en que le hemos visto. Detúvose Bastián a respetuosa distancia, y aún continuó aquél un breve rato con la mirada punzante, fija en los desmayados ojos del muchachón.

Cansábase éste de dar vueltas al hongo entre sus manos y de atusarse el pelo, cuando el otro, soltando la pluma, después de limpiarla sobre la haldilla de su chaquetón, le dijo con voz preñada de iras y menosprecio:

-Tan bruto eres, que una sola cosa medio acertada que has hecho en tu vida la has hecho por casualidad.

Asombrado quedó el gaznápiro al ver el poco ruido en que paraba nublado tan imponente. Llenósele de júbilo la caraza y dijo, mientras avanzaba hacia la mesa enseñando todos los dientes:

-¡Tenga usté buenos días, señor tío muy amado!

-¿Oyes lo que te he dicho? -añadió don Sotero, parando a su sobrino con el lanzón de su mirada.

-¡Dios!... ¡ni aunque fuera sordo! -respondió Bastián volviendo a manosear el chambergo. Luego preguntó-: ¿Y se puede saber cuál es la cosa buena que yo he hecho por casualidad?

-Precisamente la que más miedo te daba al ponerte enfrente de mí: el haber venido a Valdecines sin mi permiso.

-Verdad es, tío muy amado, que el venir sin su licencia de usté, dábame acá dentro muchos resquemores; pero de su buen corazón esperaba que tan aina como yo estipulara los motivos...

-Los motivos esos los barrunto y no los trago, por falsos; y en cuanto a los verdaderos, te han de costar a ti disgustos muy gordos, o yo no he de ser quien soy. Digo que sin querer has acertado viniéndote a Valdecines, porque cabalmente estaba pensando yo en mandarte venir.

-Y ¿por qué, tío muy amado?

-¡Menos jarabe, animal, que no cae bien en tu boca! -dijo don Sotero echando por la suya las palabras como latigazos-. Me consta lo que me amas, y mejor te está callarlo, si tienes chispa de vergüenza... Digo que pensaba mandarte venir, porque me convenzo de que es echar margaritas a puercos gastar un ochavo en pulirte esa naturaleza brutal... A ver, date dos pasos por la sala... Párate ahora. Figúrate que pasa a tu lado una persona decente y le haces un saludo... Es una señorita, y te sonríes al mismo tiempo... ¡Cierra esa boca, pedazo de bestia!

Bastián iba ejecutando como un recluta las órdenes de su tío; tan desatinadamente, que éste se tapó los ojos por no verle al decir las últimas palabras que hemos transcrito.

-¡Basta, basta! -añadió.

Su sobrino, encogiéndose de hombros y con las manos en el bolsillo del pantalón y el sombrero encasquetado, volvió a la puerta de la alcoba y allí se plantó.

-No sirves, Bastián..., ¡no sirves! -exclamó don Sotero cuando se descubrió los ojos y volvió a mirar a su sobrino.

Éste, asombrado del dicho, replicó en el acto:

-¿Qué no sirvo? ¡Dios! Y ¿para qué no sirvo, si se puede saber?

-Para tu felicidad, para la mía..., para realizar los propósitos que me han costado tantos desvelos y tanto dinero... ¡y tanta comedia!

-En lo de la comedia y los desvelos usté se entenderá, si a mano viene; respective al dinero, de lo mío gasto.

-¡De lo tuyo..., de lo tuyo, zanguango! -dijo don Sotero con la misma cara que pondría si le sacaran una tira del pellejo-. ¡De lo tuyo! ¿Dónde lo ganaste? ¿De dónde te vino?

-De la herencia. ¿No me lo ha dicho usté cien veces?

-Para que lo divulgues, animal; no para que me lo cuentes a mí. Tú no tienes un ochavo, sábelo bien; ni yo tampoco lo tendré si no te corto las alas que en mal hora te di.

-¿Y por qué me las dio usté?

-Porque esperaba que sabrías volar con ellas; porque pensé que la garlopa de la educación llegaría a pulimentar tu madera, por ingrata y dura que fuese. Por eso te envié dos años hace a la ciudad; por eso te tuve allí hecho un paseante en corte, recibiendo al mismo tiempo enseñanzas que no te han cabido en la cabeza.

-¿Y para qué se empeñaba usté en esos imposibles?

-Ya te lo he dicho, bárbaro; para hacer de ti un hombre capaz de llevar a cabo mis proyectos.

-Pues si se han de lograr dándome a mí tormento en la ciudad, téngalos por finiquitos.

-¡Nunca!

-¿Quiere decir que he de volver allá?

-¡Jamás!

-Pues no lo entiendo.

-Ni lo necesitas. Lo que has de saber es que desde anoche acá, las cosas han cambiado, y que, tal como eres, haces aquí mucha falta... Por eso acertaste en venir hoy, aunque, viniendo, creyeras que obrabas mal... ¿Dónde has estado desde que llegaste?.... porque tú llegaste hace dos horas.

Atarugóse aquí Bastián, y respondió balbuciente:

-Esperando a que usté saliera de casa de la difunta.

-¿En dónde?

-Por ahí.

-¡Mentira!

-¡Dios!

-¡Es preciso que renuncies para siempre a esa inclinación maldita, o te ha de quedar memoria de mí! Desde hoy no darás un paso en el pueblo sin que yo te lo aconseje.

-¡Pues me voy a divertir!

-Es que no trato yo de que tú te diviertas, sino de sacar el jugo, a todo trance, al caudal que me cuestan estas cosas.

-¡Estas cosas!... Siempre está usté con «estas cosas» al retortero; y el demonio que le entienda. ¡Dios! Hable claro de una vez aunque reviente, y medraremos.

Miró don Sotero de alto a bajo a Bastián con un gesto que se resiste a toda pintura, por lo mezclado que anduvo en él lo feo con lo duro, lo irónico, lo amenazador y lo depresivo, y díjole al fin:

-No olvides lo que te he encargado: ¡desde este momento ni un paso tuyo en Valdecines sin que yo le conozca y le autorice! Hay que aprovechar ¡hasta los minutos! Esto es todo lo que te importa saber. Y ahora pedazo de bruto, lárgate de ahí a mudarte esa ropa.

Bastián se dio media vuelta, atravesó la sala de dos zancadas, y entró en la alcoba frontera a la de don Sotero, exclamando al cerrar con ira la desvencijada puerta:

-¡Dios!..., ¡qué hombre!

El tal, cuando se vio solo, sacó del bolsillo la carta que había guardado al acercarse Bastián; tornó a humedecer la pluma en los cendales del tintero; hizo algunos números en la parte no escrita del sobre; luego se entretuvo en despegar el sello, que guardó cuidadosamente entre otros que tenía envueltos en un papel dentro del armario y, por último, rompió la carta en pedacitos muy pequeños, que aún subdividió en otros casi microscópicos.

-¡Que aguarde la respuesta! -murmuró sonriéndose.

Volvió a sentarse, y del cajón de la mesa sacó un libro que, según rezaba el tejuelo de la tapa era de cuentas de su «Administración de las rentas y aparcerías de doña Marta Rubárcena de Quincevillas»; y antes de abrirle, llamó muy recio desde la puerta de la alcoba:

-¡Celsa!

Y al punto apareció en la sala, arrastrando las chancletas, una mujer, ya de años, con no pocos remedos, si es que no era fiel trasunto de aquella piadosísima Pipota, consejera y buscona del archicélebre Monipodio. Y díjola don Sotero en cuanto la vio:

-Avísame cuando oigas tocar a misa, que hoy no es día de perderla.

Con lo cual, la vieja se volvió a su escondrijo, y el hombre a sus papeles.