Decían las gentes de Perojales que los Peñarrubia eran como los vencejos: aparecía uno, arreglaba el nido, formaba una familia y desaparecía con ella, sin saberse adónde ni por qué. Al cabo de los tiempos, volvía un nuevo Peñarrubia, restauraba el caserón de abolengo y etc. Así hasta nuestro doctor.

Todos los de Peñarrubia, según la tradición perojaleña, parecían fundidos en un mismo troquel. Todos eran misteriosos, huraños, poco afectos a la tierra nativa, y señaladamente irreligiosos. Esa cualidad era la que podía llamarse, como ninguna de las otras, el sello de raza. De manera que no tenían número las horrendas historias y los pavorosos relatos que, a propósito de la insigne familia, pasaban de padres a hijos entre el vulgo del país, gente sencilla y cristiana y, por contera, suspicaz y maliciosa.

Apenas hay aldea en la Montaña que no tenga su Casa correspondiente; casa infanzona y de prosapia, no siempre rica, pero muy a menudo tan rica como empingorotada. Esa casa pertenece al pueblo, como el son de las campanas de la iglesia, como la fama de ciertos frutos peculiares a su suelo, la de la altura del monte comunal o la de las truchas del río; y no porque provee de pan a los menesterosos, de consejos a los atribulados, de cartas a los que se van, de padrinos a casi todos los recién nacidos, y hasta de materia de difamación a los ingratos y malévolos, sino por cuestión de vanidad. Que diga un montañés: «¡Los Cuales de mi pueblo! Gran casa, gente de lustre, de mucha hacienda y de buena entraña». No faltará quien replique, royendo la colilla y echándose sobre el palo: «No diré que no; pero ¡cuidado con los Tales de mi lugar! Nada les debo, la verdad sea dicha; pero sin ofensa de nadie, donde está esa casa, que no alce ninguna chimenea. En punto a posibles y señoríos, reyes pueden entroncar con ella, y saldrán muy honrados».

Pues Perojales es la excepción de esta regla. «¡Los Peñarrubia! -dicen allí-. ¡El demonio que cargue con todos ellos! Ni un canto les deben estas callejas, ni un maquilero de borona los necesitados, ni una cabezada el nombre de Dios, ni los buenos días los hombres de bien. Si ese palación se arrasara, los males de este lugar daban fin y remate».

Sobre lo que haya de disculpable en este deseo, y de cierto en los corrientes relatos, no he de hablar yo aquí una palabra. Mi jurisdicción no alcanza más allá de los Peñarrubia de mi cuento, y de ellos voy a tratar sin nuevas digresiones.

El padre del doctor a quien conocemos llegó al caserón solariego en lo más crudo de una invernada que dejó nombre en los fastos montañeses. Acompañábanle su señora, muy próxima a dar a luz el primer fruto de su matrimonio, un médico viejo y la necesaria servidumbre. Según unos, venían de las Indias; según otros, del infierno; y esta opinión fue la más aceptada, teniéndose en cuenta que los señores entraron en el pueblo entre rayos y centellas, y pisando una capa de nieve de media vara de espesor.

A los pocos días llamó el señor al párroco para advertirle que por la tarde enviaría su hijo primogénito, recién nacido, para que le bautizara. Serían padrinos el médico de la familia y la Iglesia. Se le pondrían los nombres de Augusto, César, Juan, Jacobo y Martín.

Así se hizo. Una sirviente llevó el niño debajo del chal, y el médico le acompañó. Pagó éste los seis reales justos de derechos del cura, y dio cuatro cuartos a los muchachos ayudantes. Sentóse la partida de bautismo en los libros parroquiales; recogió el padrino una certificación de ella; pagóla según rezaba el arancel, ni ochavo más ni ochavo menos, y agur del alma.

Mientras la señora se reponía, su marido, como si en ello cumpliera un precepto tradicional en los de su casta, hizo algunas reparaciones en las entrañas del caserón, no costosas ni de buena gana; y transcurrido un mes, desapareció la familia Peñarrubia con todos sus sirvientes y adherentes, cerrando los portones, que no habían de volver a abrirse en muchos años.

Nuevos comentarios: si se los llevó el demonio, o si se fueron a ejercer por el mundo sus malas artes. A mí me toca poner en claro la duda.

El misterioso personaje venía, en efecto, de otro mundo, cuando apareció en su pueblo natal. Había ido a Méjico con una comisión oficial, tan honorífica como lucrativa; y allí se casó con una mejicana. Era ésta, como casi todas las de por allí, muy devota y muy indolente; pero tenía buena dote; y su novio, de anchas tragaderas en materias religiosas, puso enfrente de ambos defectos (que a sus ojos eran a cual más gordo) la virtud de las sonoras macuquinas de la dote, y halló que se podía vivir en tan mala compañía con tan buenas protectoras. En cuanto notó síntomas de primogenitura, activó las hasta entonces descuidadas comisiones, y se trajo a España la mujer y las talegas de su dote. Detúvose en Madrid el tiempo necesario, y vínose a la Montaña con el intento que le hemos visto realizar.

Cuando dejó su casa solariega, volvió a Madrid. Allí se estableció definitiva y ostentosamente, a expensas de lo propio y de lo aportado al matrimonio por la mejicana. A decir verdad, las rentas de todo ello no alcanzaban a sostener el lujo de que se rodeó el vanidoso Peñarrubia; y hubo que comer de la olla grande, como dicen en mi tierra.

En medio de este fausto corrieron los primeros años de la vida de nuestro doctor.

Como la mejicana era devota, cuidaba de enseñar al rapazuelo piadosas leyendas y muchas oraciones; mandábale a la iglesia, y le cargaba de medallas y escapularios. Pero como también era indolente, no hacía maldito el caso de la doctrina que le imbuían el cochero, el ayuda de cámara, los marmitones y toda la legión de tunos que pululaban en aquella casa al amparo de la vanidad de su marido y de su propia dejadez.

Corrieron cinco años más, y con ellos lo mejor del caudal de la mejicana, que acabó por morirse, sin poder incomodarse con los despilfarros de su marido y las crecientes rebeldías del primogénito, muchacho, a la sazón, de diez años, sin conocer todavía la O, aunque le sobraba despejo natural.

No sé si por el bien de éste o por librarse su padre del único cuidado que sobre sí tenía, púsole bajo la férula de un instructor de su gusto, con encargo de que, por de pronto, le domara, y después le enseñara lo que mejor le pareciese, ajustándose en lo posible a las inclinaciones libérrimas del educando.

Pronto conoció el joven Peñarrubia que eran inútiles sus protestas contra la esclavitud a que se le había sometido. Hallábase como potro cerril, entre la espuela del padre y el freno del preceptor, y bajo el peso de cinco asignaturas. No podía moverse sin sentir, o el hierro que le espoleaba, o el hierro que le detenía. Resolvióse a llevar la carga del mejor modo posible, y acabó por aficionarse a ella. Estaba domado, y se le puso en libertad completa. Así pudo tomar en el campo de la enseñanza el rumbo más de su agrado.

Dicho se está con ello que se lanzó, con los bríos de la juventud, a lo nuevo y a lo cómodo, poniendo todo su empeño en romper trabas, en salvar obstáculos a la carrera y en desembarazar de estorbos a su razón y a sus pasiones, que se llevaban como la uña y la carne, aunque a él no le parecía así. Talento investigador y práctico, diose a las ciencias físicas, y comenzó a escarbar en todas, atento sólo, como trapero en su oficio, a acumular en el cesto de su memoria cuanto coloreaba y relucía, lo mismo el trapo sucio, que el metal sospechoso, que el oro fino.

Con este acopio en las alforjas, sin escogerle ni depurarle, ingresó en la escuela de Medicina, adonde le llamaban sus aficiones, y no tardó en distinguirse entre todos sus camaradas de carrera por sus atrevimientos científicos, con más que puntas y ribetes de materialistas. Por entonces le asaltaron las mientes los recuerdos de aquellos poéticos relatos de su madre sobre la vida futura y los milagros de la fe, cosas tan opuestas a las verdades que el dedo de la ciencia le iba señalando en las páginas que devoraba con creciente avidez; y sin detenerse a considerar si aquellas pequeñeces infantiles y candorosas eran el rayo tibio de la aurora, cuyo otro extremo llega hasta el Sol, foco de la luz y del calor del mundo, y pálido reflejo y hechura de otra Luz más grande; si con esta Luz por guía y aquel rayo por senda se podría llegar a ver las cosas del revés de como él las contemplaba o, por lo menos, en perfecta conformidad las unas con las otras, arrojó de su memoria con burlesco desdén los candorosos recuerdos que, aunque de flores, parecíanle trabas puestas a su razón soberana, y se entregó por entero a la manía que a la sazón le subyugaba en el terreno de sus investigaciones. Esta manía era buscar el alma, o el punto de su residencia, o siquiera sus huellas, en el cuerpo humano; y no, ciertamente, porque le atormentase la sospecha de que en el suyo no la había, sino por tener la científica satisfacción de exclamar a la postre de sus ímprobas tareas: «¿Ven ustedes cómo todo esto es materia pura?». «¿Se convencen ustedes de que el hombre no es otra cosa que una bestia, con mejor instinto que otras, por obra y gracia de un poco más de fósforo en la mollera?». Por eso no salía del anfiteatro; y allí cortaba, rajaba, pesaba y medía en los cadáveres de sus congéneres, como el ambicioso minero en las entrañas de la tierra, buscando el filón perdido; y luego compraba gatos y perros, y los hacía añicos con el bisturí, y cotejaba sus organismos con el del hombre para convencerse de que entre el uno y los otros no cabía el canto de una peseta.

Cada conquista que el estudiante hacía en estas regiones la aseguraba en su razón con el dictamen del sabio más de su agrado; y así reunió en poco tiempo un caudal inapreciable de atrevidas negaciones, que le crearon una fama ruidosísima en aulas, ateneos y casinos.

En honor de la verdad, debo decir que no era Peñarrubia de los más llevados del aura popular a todo trance. Gustábale como a cualquiera; pero la quería merecida; y por merecerla, recorría y arañaba hasta los sótanos de la ciencia heterodoxa, por cuyas lobregueces llegó al extremo de sostener, a las barbas del Claustro, congregado para ceñirle la amarilla borla, que el pensamiento y la voluntad son funciones cerebrales; tesis que, impresa y repartida con profusión, dio mucho que hablar a las Revistas científicas, a los papeles diarios, y algo que escribir a los Tribunales de justicia, pues por entonces, aunque esto sucedió ayer, como quien dice, el Código penal lo hilaba muy delgado en esas materias.

Que todo este ruido se resolvió en chaparrones de gloria para el atrevido sustentante, no hay que decirlo. La Escuela le otorgó el diploma de sabio, y nadie se atrevió a dudar que lo fuese; nadie sino el mismo glorificado. Porque es de saberse que un hombre que tantas dificultades había vencido con una dialéctica bien manejada, en sus reposadas y tranquilas meditaciones no desconocía que había algo que no se dejaba vencer de sus armas, ni pactaba alianzas con lo fundamental de sus teorías; algo cuya vulgaridad misma hacía más irritante la resistencia. Este algo era el buen sentido, que no contento con reprochar las conclusiones del filósofo, complacíase en hacerle carantoñas y en remedar la voz de su conciencia para decirle, como ella diría si Peñarrubia se hubiera decidido alguna vez a llamar las cosas por sus nombres:

-«Hay fenómenos palpables, cuyas causas, por muy elevadas, no penetrará jamás la razón humana. El conocimiento de esta verdad deja al hombre subordinado a una fuerza superior e inteligente, de la cual es hechura. Pero, como el hombre debe campar por sus respetos y vivir sin cortapisas, unos cuantos sabios y yo hemos convenido en dar por no hecho o no existente cuanto no explique la razón humana, o se oculte a la investigación científica. No toco, no veo el alma, aunque la siento en mí; pues la niego. No concibo al autor de las maravillas del universo, aunque las palpo y soy yo mismo una de ellas; pues le niego. Me repugna declarar que existe un Creador con poder tan asombroso; pues otorgo ese poder y esa sabiduría a la materia vil, al átomo imponderable; es decir, a algo que yo domine y esté bajo mis plantas, y no pueda meterse en mi conciencia para pedirme cuentas del uso que hago de una vida perecedera y de un espíritu inmortal que he recibido, sin saber de quién, pero que, indudablemente, yo no he creado.

»¡He aquí ilustre sabio, toda tu ciencia, desbrozada del fárrago sectario! Ahora, pavonéate con la borla, y embriágate con el incienso de los aplausos».

A las cuales voces cerraba Peñarrubia los oídos, y saltaba por encima del obstáculo, no pudiendo separarle, y continuaba caminando sin volver los ojos atrás, para forjarse la ilusión de que no había en toda la senda un solo guijarro en que tropezar.

Libre, pues, de lo que llamaba el flamante doctor la tiranía del dogma, y con una naturaleza agradecida y saludable. -Veamos -se dijo un día- lo que dura un cuerpo bien tratado.

Y con estos propósitos, esas ideas y aquellos laureles, comenzó Peñarrubia a ejercer su profesión.

En breve le sobraron los quehaceres que ésta le daba, pues a lo popular de su nombre, por los citados motivos, uníase la circunstancia, y no fuera justo callarla, de que en el arte de curar pocos le igualaban y no le aventajaba ninguno. Pudo elegir, entre lo mucho, lo mejor, y se hizo médico de ricos. Pocas visitas y bien retribuidas; y como tenía cosas también, porque su carácter era abierto, desengañado y hasta zumbón, logró en muy pocos años que los enfermos le visitaran a él, siempre que les fuera posible y, por de contado, no pasar una mala noche, aunque le llamaran para asistir al Preste Juan de las Indias.

Los periódicos celebraban a menudo sus milagros; las Academias científicas le abrían sus puertas de par en par; y en los procesos de ruido jamás faltaba su dictamen inapelable; y, por último, usaba carruajes de su invención con caballos de fantasía y cocheros de Guinea.

Ya para entonces era huérfano; y del caudal de sus padres sólo llegaron a él las rebañaduras de lo de Méjico y el solar de la Montaña, contratiempo que no le afligió gran cosa, porque con lo del oficio le sobraba para darse buena vida y acopiar para el invierno. No era tentado de la codicia, ni siquiera de la vanidad. Su complexión robusta y su carácter campechano le tenían a cubierto de todo género de tiranías, incluso la del amor.

La única mujer que lo esclavizó un tanto fue una viuda joven, a quien asistió durante una larga aunque no grave enfermedad. Era afable, ingeniosa y muy linda; dejóse arrastrar dulcemente hacia ella; y sin que pueda decirse quién amansó a quién, la viuda reclamó un día un nombre para el primer fruto, ya en flor, de sus mutuas simpatías de puro entretenimiento; pero no era hombre de malas entrañas y, en buena justicia, la reclamación de la viuda era pertinentísima. Declarólo así, y amparó a la querellante con su nombre, llevándosela a su casa después de formalizado el matrimonio.

No fue la cruz de ésta muy pesada para el doctor, pues con toda su ciencia, no logró averiguar si fue viudo antes que padre: ¡tan unidos anduvieron el suceso feliz y el desgraciado!

Lo que vino al mundo al salir de él la infortunada compañera de Peñarrubia fue un niño, a quien se puso el nombre de Fernando. Una alcarreña le amamantó; luego le zagaleó un muchacho, y un mozo de pelo en pecho le acompañó en sus juegos y travesuras. Su padre le curaba las indigestiones y le prescribía el régimen que más le convenía para ser robusto y fuerte; y como a la edad en que a otros niños se les enseñaba el «¿quién es Dios?», ya estaba él cansado de saber que no existía, no tuvo que preocuparse lo más mínimo de esas cosas que cuentan a los rapaces las dueñas impertinentes y las madres aprensivas.

El ejemplo del padre forma el modo de ser de los hijos; lo que éstos ven siendo niños, en el hogar, eso hacen en el mundo cuando hombres; porque lo que piensa, lo que dice y lo que hace un padre, siempre es lo mejor en concepto del hijo que a su lado crece, mayormente si lo que piensa, lo que dice y lo que hace el uno halaga los instintos irreflexivos del otro.

Quiero decir que al modelo de su padre se ajustó Fernando cuando llegó la hora de dejar de ser niño y comenzar a ser hombre, con la ventaja de haber pasado éste como una seda por angosturas en que aquél se vio a punto de salir desollado. Y así tenía que suceder, por la lógica irresistible de los hechos. En el doctor germinaban de vez en cuando, entre los recuerdos de su infancia, las enseñanzas de su madre; en la memoria de Fernando no había semillas de esa especie: nada podía brotar allí en daño de otro cultivo; lo que en el padre fueron dudas, en el hijo, negaciones terminantes. Éste tomó las cosas donde y como el otro las dejó hechas, no sin fatigas ni desvelos. El padre construyó la senda; el hijo no tuvo más que caminar sobre ella. Hallábase en aquel terreno como el pez en el agua, convencido de que en otro elemento no se podía vivir. Como no tuvo dudas, no estudió las cuestiones más que por una cara: la de sus simpatías; y así, sin obstáculos ni contradicciones que le detuvieran, antes bien, aguijoneado por el estímulo de los aplausos que nunca faltan a los atrevidos, si por contera son brillantes, como Fernando, llegó éste a ser en Madrid una de las glorias militares de la secta que preparó en España el actual desbarajustado filosofismo que tanta saliva ha costado y ha de costar, sin que sus propios adeptos se convenzan de que bien pudiera estudiarse a fondo lo de casa antes de proclamar como inconcluso lo de fuera. Pero es achaque muy viejo en el libre examen al empeño de contradecirse, no examinando sino lo de su gusto.

Una cuestión de etiqueta separó al doctor Peñarrubia del cuerpo profesional a que pertenecía en la Escuela; otro asunto de parecido género, relacionado con ella, fue causa de que se decidiera a ahorcar los libros y retirarse a vivir tranquilamente a expensas de lo ahorrado. La prensa, metiéndose, como siempre, en todo lo que no le importa, empezando por lamentarse del suceso, en nombre de la doliente humanidad y de la gloria de la ciencia, concluyó por llamarle ingrato, y hasta por poner en duda el derecho con que un hombre semejante hacía lo que le daba la gana. Pero el doctor supo reírse grandemente, así de los sahumerios como de las reconvenciones de esa oficiosa intercesora; y aprovechó los días en que el debate se hallaba en su grado máximo para hacer un viaje a la Montaña y visitar su casa solariega. Le encantó el país, no le disgustó el solar, vio que podría realizarse allí el proyecto que tenía meditado, y se volvió a Madrid para liquidar sus cuentas con el mundo a que hasta entonces había pertenecido.

Pocos meses después, y bien pertrechado de cuanto un hombre de sus necesidades podía apetecer en la soledad, se estableció en la Montaña con el firme propósito de no salir de ella jamás.

Desde aquel rincón del mundo fue siguiendo paso a paso los de su hijo en la carrera que éste emprendió al dar él por terminada la suya. ¡Con qué ansia aguardaba en cada año el verano para abrazar al estudiante y tenerle algunos meses a su lado! Desde que había arrojado de sí el amor a la gloria, todo su corazón le ocupaba Fernando. ¡Con qué avidez observó las primeras evoluciones de su talento en el espacio de las ideas! ¡Con qué orgullo le veía más tarde batir las alas y cernirse descuidado en la región de las tempestades! Lo que no aseguraré es si al doctor le entusiasmaban, a la sazón, lo mismo la fuerza y el valor de su hijo, que el rumbo que llevaba; sólo Dios y él saben si alguna vez se estremeció viéndole tan atrevido; porque también en los sabios cabe el absurdo de romper los diques por sistema, y asustarse luego al contemplar los estragos de las aguas desbordadas. Pudiera ser Peñarrubia uno de estos sabios imprudentes. Si lo fue, no lo confesó entonces; dato que nada resuelve tampoco, pues de sabios es también soplar en el fuego de una consecuencia que les horroriza, por respeto a los principios que proclaman.

Vivía, entre tanto, en su casa solar, sin trato alguno con las gentes del país. Si paseaba, a pie o a caballo, hacíalo por montes y campos solitarios, o dentro de sus propios dominios, en los cuales se entretenía mucho cultivando el arbolado y las flores. En su cuarto de estudio pasaba largas horas, ya con sus libros y papeles, ya haciendo experimentos de física o de química, ya in anima vili, para todo lo cual contaba con una hermosa colección de aparatos en su gabinete, y con un corral bien provisto de víctimas de pluma y de pelo.

Sabían algo de estas matanzas y de aquellas brujerías los vecinos de Perojales, y como se trataba de un Peñarrubia que, como todos los de su casta, nunca iba a misa, ni quería tratos con ningún cristiano, y además se veían por las vidrieras de sus balcones en ciertas noches luces muy raras, algunas de las cuales se escapaban en un rayo verdoso, largo, largo, largo, que llegaba hasta el campanario, a cuyo resplandor salían bufando todas las lechuzas de la iglesia, como si el diablo las llamara a capítulo, y otras veces se oían en el palacio, entre el cacareo de las gallinas y el aullido lastimero de algún can sacrificado, inexplicables estampidos, no quedó la menor duda de que el último de la raza de aquellos señores misteriosos y abominables, era el mismísimo demonio. Pusiéronle por nombre Pateta, y aunque eran bien corridas sus habilidades de médico, ninguno de sus convecinos las solicitó jamás, teniéndolas por cosas reprobadas por la ley de Dios. De otros pueblos tan lejanos, donde la fama del doctor no olía tan mal como en Perojales, acudieron muchas veces en busca de su ciencia; pero siempre se resistió a prestarla. Tengo para mí que su mayor pesadumbre consistió en no poder extender por toda la provincia la fama que tenía en Perojales. Así hubiera vivido completamente aislado y a su gusto.

Diez años iban corridos de esta suerte, cuando nosotros le vimos en la hoz acompañado de Macabeo.

Y ahora que conocemos a los pájaros, digamos cuatro palabras del nido.

Era éste, y debe ser aún si no se ha desplomado en pocos años, un edificio cuadrado, más alto que ancho, con un torreón agregado en el ángulo del norte, y de mayor altura que la casa. Álzase este conjunto, pesado y ennegrecido por el tiempo, en el centro de una meseta de suave acceso por todas partes, y a un cuarto de legua del caserío más próximo. Una viejísima y sólida muralla, coronada por cortos pilares, circunda el edificio. Entre éste y aquélla, a la parte de atrás, están las cuadras, la leñera y el gallinero. Sobre los pilares de la cerca tiéndese el rugoso tronco de una parra que dirige sus vástagos hacia adentro, donde son sostenidos por un armazón de hierro y madera, sostenida a su vez por altos postes paralelos al muro en todo su perímetro. Fuera de él corre una ancha faja de terreno destinado a huerta y jardín. La parte correspondiente a éste se enlaza por el norte, con un bosque bravío que ocupa toda la vertiente del mismo lado, y algo de las dos contiguas. Lo restante de éstas, así como el espacio de la llanura, no cultivado, es una pradera natural, acá verde y lozana, allá áspera y pedregosa, con grupos de castaños a trechos, árgomas y bardales, tal cual álamo disperso y algún roble solitario; todo ello en caprichoso y artístico desorden, como obra de la naturaleza.

Exornan la fachada principal del palacio un balcón de púlpito sobre el claro ojival de la puerta de ingreso; dos ventanas no grandes, y las armas de la familia debajo de la imposta del desván. Otra fachada es por el estilo; las dos restantes sólo tienen algunos ventanillos en desorden y menguados por respeto a las celliscas del invierno.

De la puerta que abre al patio en la muralla, sale un camino que en el mismo llano de la meseta se divide repentinamente en dos, echando el uno hacia la hoz, y el otro en dirección contraria; caminos que parecen los brazos de aquel gigante, extendidos para cerrar, por los términos de sus dominios, toda salida a la aldea, que le contempla desde allá abajo, a la sombra de la montaña, sobre rústico y fragante tapiz de flores y entre verdes maizales, con el oído atento a las murmuraciones del río, que por detrás de ella se desliza alejándose, como si huyera de manchar sus aguas con las tierras de aquel abominable señorío.