De mala raza: 25
Escena II
editarPAQUITA y DON ANSELMO; ADELINA, por la derecha, en primer término.
ADELINA.-(Deteniéndose.) Perdonen ustedes... Entraba... sólo por saber... si Carlos había vuelto.
PAQUITA.-¡Carlos, ha salido! ¿A qué? ¿Con quién? (Sin poder contenerse.) ¡Ah! ¡Perdona!... (Volviendo en sí.)
ADELINA.-Sí; salió esta tarde, hace mucho tiempo. Vino a buscarle el marqués, con otro amigo a quien no conozco.
PAQUITA.-¿Algún asunto urgente, sin duda? (Con ansia.)
ADELINA.-Lo ignoro.
ANSELMO.-Con el marqués... (Aparte.) ¡A la luz del día! ¡Como buenos amigos! ¡Eso, más que ceguedad, es delirio! (Alto, a ADELINA.) ¿Y usted no pudo impedir que salieran juntos?
ADELINA.-¡Yo! ¿Por qué? Dispense usted; me retiro.
ANSELMO.-No sería justo. Está usted «todavía» en su casa y yo soy quien debe retirarse. (Hace un movimiento para salir.) Tendré con él una última y decisiva explicación. Se lo advierto a usted lealmente. Y después..., después, para siempre; o conmigo, o con usted, señora. Ya sabe usted a qué atenerse respecto a mis intenciones.
ADELINA.-No, don Anselmo; no será..., porque no puede ser. Carlos le quiere a usted con toda su alma. ¡Separarse de usted para siempre! ¡Imposible!
ANSELMO.-Mil gracias, señora.
ADELINA.-Y Carlos le respeta a usted tanto como le quiere, porque ve en usted el prototipo del honor y de la rectitud.
ANSELMO.-Verdaderamente, usted me confunde. Esto traspasa los límites de mi modestísimo entendimiento. Habla usted de rectitud y de honor como pudiera hablar yo mismo.
PAQUITA.-¡Basta, Anselmo!
ANSELMO.-¡No creo que en mis palabras haya ofensa! Me limito a manifestarle mis propósitos. Y si esta señora quiere conocer todo mi pensamiento, a fin de «prepararse», me tiene enteramente a se disposición.
PAQUITA.-¡Para atormentarla más! Ven, Adelina. (Queriendo llevársela.)
ANSELMO.-¡Poco a poco! Yo no atormento a nadie por gusto de atormentar... Digo lealmente..., y hasta respetuosamente, lo que debe decir un padre y un hombre de honor. Ni más ni menos... Y si esta señora se digna oírme por última vez...
ADELINA.-¿Por qué no? Hable usted, don Anselmo. Sus palabras de usted ni me ofenden, porque no pueden ofenderme, ni me enojan, porque las dicta su amor a mi Carlos. (Con mucha dulzura.)
ANSELMO.-(Oyéndola con asombro.) ¡Es, increíble!... De todo punto increíble... (Conteniéndose.) lo conformes que estamos. Muestra usted una dulzura... y una dignidad... que yo no puedo agradecerle bastante..., y a las que sospecho que no podré corresponder debidamente. Más vale así. Conque a lo que importa, y ya que se presta usted a oírme..., óigame usted... Siéntese usted..., siéntese usted... Yo estoy bien... (ADELINA, triste y resignada, se sienta; en pie, junto a ella, cogiéndole una mano, PAQUITA; paseándose, DON ANSELMO.) Antes de conocer a usted, señora, mi hijo era mi cariño y mi esperanza. ¡Y era también mi orgullo, sépalo usted! Soñaba yo con sus triunfos y con su fama. ¡Porque hubiese sido famoso! ¡Porque tiene talento para serlo! Ahora no sé si lo será..., ¡o si llegará a serlo como yo no quiero que lo sea! (Con mucha intención.)
PAQUITA.-¡Anselmo!
ADELINA.-No importa. (A PAQUITA.) Siga usted. (A DON ANSELMO.)
ANSELMO.-No creo haber faltado a ningún respeto. Digo las cosas de la manera más, moderada que puedo decirlas. Y digo que, gracias a usted, he perdido su amor; vaya usted contando. Y que mi mayor orgullo se ha convertido en mi mayor vergüenza; esto también. Y que...
ADELINA.-Considere usted que no puedo defenderme.
PAQUITA.-Te aseguro, Anselmo, que, si continúas en este tono, me llevo a Adelina.
ANSELMO.-¡Si no digo por qué sucede todo eso! Digo que sucede. ¡Si no culpo a nadie! ¡Si no hago más que citar hechos! ¡Ni hechos escuetos puedo recordar ya sin que resulten ofensas y acusaciones contra alguien!... ¡Pues, entonces, la culpa no será mía!
ADELINA.-Tiene usted razón; siga usted; yo le oiré sin interrumpirle.
ANSELMO.-Mejor será, porque, con tantas interrupciones, hasta he perdido el hilo de lo que iba diciendo. Sí; decía que mi hijo, con razón o sin ella, está públicamente deshonrado. ¿Lo niega usted. (A ADELINA.)
ADELINA.-(Dejando caer la cabeza.) No.
ANSELMO.-¡Y que hasta los periódicos hacen chacota de mi Carlos! ¿Lo niega usted también? (Cogiendo un momento el periódico que leía al empezar.)
ADELINA.-No lo niego. (Abrazándose a PAQUITA.)
ANSELMO.-Y que dicen..., dicen... que usted es la causa. ¿Y esto?
ADELINA.-También es verdad. (Llorando.)
ANSELMO.-De suerte que la fatalidad..., llamémosla así, porque no quiero ofender a nadie..., la fatalidad, que sobre usted ha pesado siempre, es la que ahora pesa sobre todos nosotros y la que mancha a su esposo, señora.
ADELINA.-¡Tiene usted razón! ¡Por desgracia, la tiene usted!
ANSELMO.-Pues entonces estamos enteramente conformes.
ADELINA.-¡Pobre Carlos, pobre Paquita, pobre don Anselmo!
ANSELMO.-¿Cómo?... ¿Qué?... ¿Compasión usted!... ¡Y de nosotros!... ¡Ah señora! ¡Usted puede odiarnos, perdernos a todos! Pero ¿compadecerse de nosotros? No; eso, no; eso no lo permito.
ADELINA.-¡Odiar a usted! ¡No lo permita Dios!
ANSELMO.-Nada, nada; que quiero concluir, porque no respondo... de mi prudencia. Usted conviene conmigo en los hechos, en lo triste de nuestra situación, de la de todos, ¿no es esto?
ADELINA.-Sí, señor.
ANSELMO.-Pues yo le pregunto a usted: ¿Tiene usted medios para desvanecer toda esta tormenta de infamias que se nos ha venido encima?
ADELINA.-¿Si tengo...? (Levantando la vista y mirándole.)
ANSELMO.-Sí, señora. ¡Si tiene usted medios de poner muy clara y muy alta su honra!
ADELINA.-(Mira a PAQUITA rápidamente.) ¡No, señor!
ANSELMO.-Pues, entonces los medios y los remedios habré de buscarlos yo mismo. Y oiga usted lo que voy a proponer a mi hijo, para que no acabe de perder mi estimación y recobre la de los demás.
ADELINA.-Ya oigo.
ANSELMO.-Primero, que averigüe quién fue... aquel infame..., el que todos sabemos...; no hay para qué recordar su hazaña. Y el averiguarlo no creo que cueste gran trabajo.
ADELINA.-¡Dios mío!
PAQUITA.-(A parte.) ¿Qué dice?
ANSELMO.-(Gozándose en el espanto de ADELINA.) Después, que le busque, que no será tan difícil. Y, por último, como hacen en estos casos las personas decentes, que cruce con él, en toda regla, un hierro contra otro hierro. Conque, lo dicho: cara a cara y adelante.
PAQUITA.-(Aparte.) ¡Ah! ¡Carlos y Víctor! ¡No! ¡Antes que eso, todo!
ADELINA.-¡Jesús mil veces! ¿No has oído, Paquita? Y usted, que tanto le ama, ¿quiere que mi Carlos exponga su vida?
ANSELMO.-Quiero que la vida sea posible para él. Hoy no lo es. Batirse, sí, señora; y si no es tan afortunado como espero, tras el hijo, el padre, que aún conserva mucho corazón y buenos puños. ¿Va usted entendiéndome?
ADELINA.-¡No, Paquita! ¡Esto ya es demasiado!
PAQUITA.-¡Lo mismo creo, Adelina!
ADELINA.-¡Mi Carlos es lo primero!
ANSELMO.-Justamente: él es el primero. Que ante el mundo quede como le corresponde, y luego que él cumpla como debe en el terreno, ¿eh?, le toca a usted, señora.
ADELINA.-¿A mí?
ANSELMO.-Sí, señora; le toca a usted escoger adónde retirarse. Ya lo dije. Y mi hijo vendrá conmigo, con su padre, que le crió con amor, que le enseñó a tener dignidad y que le sostiene en esta lucha suprema de su vida. Ya conoce usted mi proyectos; ni más ni menos. Como lo he pensado, como lo digo, como ha de ser, como será. Y ahora, a ver si le inspiro a usted tanto cariño, tanta simpatía y tanta compasión como antes.
ADELINA.-Más que nunca, don Anselmo. porque ya veo que ama usted a mi Carlos hasta el delirio! ¡Me estremece usted, y le admiro! ¡Qué cruel, pero qué bueno!
ANSELMO.-¡Eso sí que no lo sufro! ¡Ah señora, está usted haciendo escarnio de mí!... ¡De mí!... Y ¡vive Dios!...
PAQUITA.-Silencio, que viene alguien. ¡Bastante te ha sufrido ella! Sufre tú, Anselmo, y ten prudencia, y calla. (Le lleva a una butaca y le obliga a sentarse. ADELINA, sentada en el lado opuesto; con ella, vuelve PAQUITA.)