La sala número seis (1920)
de Antón Chéjov
traducción de Nicolás Tasín
De madrugada
 
DE MADRUGADA


Nadia Zelenina volvió, con su mamá, del teatro, donde se había representado Eugenio Oneguin, de Puchkin.

Cuando se halló sola en su cuarto, se desnudó de prisa, deshizo sus trenzas, y con la larga cabellera rubia cubriéndole la espalda, se sentó, en saya y peinador, ante la mesa. Quería escribir una carta parecida a la que Tatiana, la heroína de la obra que acababa de ver, escribe a Eugenio Oneguin.

«Le amo a usted—escribió—; pero usted no me ama.» Quería poner cara triste, compungida; pero sus esfuerzos fueron vanos, y se echó a reír.

Tenía no más diez y seis años, y no amaba a nadie. Sabía que era amada por el oficial Gorny y por el estudiante Grusdiev; pero entonces, al volver del teatro, quería dudar de su amor. ¡Es tan interesante ser desgraciada! Hay algo de poético en el amor no compartido. Si dos se aman y son felices, no ofrecen interés alguno; ¡eso es tan corriente y tan vulgar!

«No me hará usted creer nunca que me ama—escribía, el pensamiento puesto en Gorny—. No puedo creerle a usted... ¡Es usted tan inteligente, instruido y seri!... Tiene usted mucho talento, y, sin duda, le está reservado un envidiable porvenir; mientras que yo soy una joven poco instruída, sin talento ninguno y nada interesante. Sólo puedo ser un obstáculo en su camino, y no quiero serlo. Ya sé que le gusto, y que hasta se cree un poco enamorado de mí, en quien piensa haber hallado su media naranja; pero se da usted, al cabo, cuenta de su error y se dice, quizá, amargamente: «Dios mío, ¿por qué habré encontrado en mi camino a esta muchacha?» Estoy segura de que lo piensa usted, aunque es demasiado bueno para decírmelo con franqueza... Al escribir las últimas líneas, Nadia tuvo lástima de sus propias desgracias, lloró un poquito y continuó, haciendo pucheros: «No puedo abandonar a mamá ni a mi hermano. A no ser por eso, me retiraría a un convento, y procuraría ocultar mi dolor bajo un hábito negro. De ese modo quedaría usted libre, y encontraría, de seguro, su felicidad al lado de otra. Hay momentos en que la tristeza me abruma hasta tal punto, que quisiera morirme.»

Nadia lloraba tan copiosamente, que no podía ya distinguir las líneas. Ante sus ojos se agitaban todos los colores del arco iris, y lo veía todo como a través de un prisma. Se reclinó en su sillón y se absorbió en sus pensamientos. ¡Dios mio, cuan interesantes son los hombres! Pensó en la bella y dulce expresión del rostro de Gorny cuando hablaba de música, arte que él adoraba. Hacía visibles esfuerzos para hablar con calma; pero la pasión se imponía y vibraba en su voz. Ea sociedad, donde la indiferencia y la fría reserva son reputadas de buen tono, hay que ocultar el entusiasmo. El oficial Gorny lo ocultaba, más, a su pesar, no siempre del todo, y nadie ignoraba su pasión por la música. Tocaba admirablemente el piano, y, de no ser militar, sería, de seguro, un virtuoso célebre.


Recordaba que Gorny le había hecho una declaración de amor durante un concierto sinfónico.

Las lágrimas de Nadia se secaron, y siguió escribiendo: «Me alegro mucho de que haya conocido usted al estudiante Grusdiev. Es un hombre muy inteligente, y estoy segura de que le querrá usted. Ayer estuvo con nosotros hasta las dos de la mañana, e hizo nuestras delicias. Es lástima que usted no estuviese. Grusdiev dijo muchas ingeniosidades.»

Nadia colocó las manos en la mesa y apoyó la cabeza en ellas. Su cabellera, suelta, se desparramó sobre la carta. Recordó que Grusdiev la amaba también, y pensó que tenía el mismo derecho a su carta que el oficial Gorny. ¿No seria, en efecto, mejor escribirle al estudiante?

De pronto, una inmensa y serena alegría llenó todo su ser, y le pareció que flotaba en la suavidad de unas ondas acariciadoras. Una risa gozosa sacudió sus hombros, y experimentó la sensación de que todo reía también en torno suyo, incluso la mesa y la lámpara. Para justificar ante sí misma su regocijo inexplicable, procuró pensar en algo cómico. Y recordó a Grusdiev, jugando el día anterior con su perro, cuyos graciosos saltos hacían reír a todos.

—¡No; amaré más bien a Grusdiev!—decidió.

Y rompió la carta escrita al oficial.

Se esforzó en no apartar su imaginación de Grusdiev, de su amor; pero, a pesar de todo, su imaginación propendía a otras cosas distintas de aquéllas, como su mamá, sus paseos, sus clases de música, sus trajes nuevos, y se complacía evocándolas. Todo le era propicio a Nadia, feliz hasta donde una niña de diez y seis años cabe que lo sea. Presentía que, en lo futuro, su vida sería aún más interesante. La primavera se acercaba; después llegaría el verano y se iría toda la familia a la casa de campo. Gorny y Grusdiev también irían y le harían la corte. Le contarían mil cosas divertidas, y jugarían con ella al «tennis». Se pasearían, a la luz de la luna, en su vasto jardín, bajo el cielo estrellado. De nuevo, una risa gozosa la sacudió toda, y no sabiendo ya qué hacer con su enorme, con su desbordante alegría, se sentó en la cama, alzó los ojos hacia el viejo icono, y murmuró:

—¡Dios mío, qué hermosa es la vida!