De los nombre de Cristo: Tomo 3, Jesús (II)

Jesús
De los nombres de Cristo
Tomo 3 de Fray Luis de León
Jesús (II)
Indice

Jesús (II)

Y como debemos condenar a los herejes que condenan contra toda la razón esta muestra de santidad exterior, la cual ella en sí es hermosa y dispone el alma para su verdadera hermosura, y es agradable a Dios y merecedora del cielo cuando nace la hermosura de dentro; así, ni más ni menos, debemos avisar a los fieles que no está en ella el paradero de su camino, ni menos es su verdadero caudal, ni su justicia, ni su salud; la que de veras sana y ajusta su alma, y la que es necesaria para la vida que siempre dura, y la que, finalmente, es propia obra de Cristo Jesús. Que sería negocio de lástima que, caminando a Dios, por haber parado antes de tiempo, o por haber hecho hincapié en lo que sólo era paso, se hallasen sin Dios a la postre; y, proponiéndose llegar a Jesús, por no entender qué es Jesús, se hallasen miserablemente abrazados con Solón o con Pitágoras, o, cuando más, con Moisés; porque Jesús es salud, y la salud es la justicia secreta y la compostura del alma que, luego que reina en ella, echa de sí rayos que resplandecen de fuera, y serenan y componen y hermosean todos los movimientos y ejercicios del cuerpo.

Y como es mentira y error tener por malas, o por no dignas de premio, estas observancias de fuera, así también es perjuicio y engaño pensar que son ellas mismas la pura salud de nuestra alma, y la justicia que formalmente nos hace amables en los ojos de Dios, que esa propiamente es Jesús, esto es, la salud que derechamente hace dentro de nosotros, y no sin nosotros, Jesús. Que es lo que hemos dicho, y por quien San Pablo, hablando de Cristo, dice que «fue determinado ser hijo de Dios en fortaleza, según el espíritu de la santificación en la resurrección de los muertos de Jesucristo.» Que es como si más extendidamente dijera que el argumento cierto y la razón y señal propia por donde se conoce que Jesús es el verdadero Mesías, Hijo de Dios prometido en la ley, como se conoce por su propia definición una cosa, es porque es Jesús; esto es, por la obra de Jesús que hizo, que era obra reservada por Dios, y por su ley y profetas, para sólo el Mesías. Y ésta ¿qué fue? Su poderío, dice, y fortaleza grande. Mas ¿en que la ejercitó y declaró? En el espíritu, dice, de la santificación; conviene a saber: en que santifica a los suyos, no en la sobrehaz y corteza de fuera, sino con vida y espíritu. Lo cual se celebra en la resurrección de los muertos de Jesucristo, esto es, se celebra resucitando Cristo sus muertos, que es decir, los que murieron en Él cuando Él murió en la cruz, a los cuales Él después, resucitado, comunica su vida. Que como la muerte que en Él padecimos es causa que muera nuestra culpa cuando, según Dios, nacemos, así su resurrección, que también fue nuestra, es causa que, cuando muere en nosotros la culpa, nazca la vida de la justicia, como ayer mañana dijimos.

Así que, según que decía, el condenar la ceremonia es error, y el poner en ella la proa y la popa de la justicia es engaño. El medio de estos extremos es lo derecho, que la ceremonia es buena cuando sirve y ayuda a la verdadera santificación del alma, porque es provechosa, y cuando nace de ella es mejor porque es merecedora del cielo, mas que no es la pura y la viva salud que Cristo en nosotros hace, y porque se llama Jesús.

Digo más. No se llama Jesús así porque solamente hace la salud que decimos, sino porque es Él mismo esa salud. Porque aunque sea verdad, como de hecho lo es, que Cristo en los que santifica hace salud y justicia por medio de la gracia que en ellos pone asentada y como apegada en su alma, mas sin eso, como decíamos ayer, Él mismo, por medio de su espíritu, se junta con ella y, juntándose, la sana y agracia; y esa misma gracia que digo que hace en el alma, no es otra cosa sino como un resplandor que resulta en ella de su amable presencia. Así que Él mismo por sí, y no solamente por su obra y efecto, es la salud.

Dice bien San Macario. Y dice de esta manera: «Como Cristo ve que tú le buscas y que tienes en Él toda tu esperanza siempre puesta, acude luego Él y te da caridad verdadera, esto es, dásete a sí; que, puesto en ti, se te hace todas las cosas paraíso, árbol de vida, preciosa perla, corona, edificador, agricultor, compasivo, libre de toda pasión, hombre, Dios, vino, agua vital, oveja, esposo, guerrero y armas de guerra, y, finalmente, Cristo, que es todas las cosas en todos.» Así que el mismo Cristo abraza con nuestro espíritu el suyo y, abrazándose, le viste de sí, según San Pablo dice: «Vestíos de nuestro Señor Jesucristo.» Y, vistiéndole, le reduce y sujeta a sí mismo, y se cala por él totalmente.

Porque se debe advertir que, así como toda la masa es desalada y desazonada de suyo, por donde se ordenó la levadura que le diese sabor, a la cual con verdad podremos llamar, no sólo la sazonadora, sino la misma sazón de la masa, por razón de que la sazona no apartada de ella, sino junta con ella, adonde ella por sí cunde por la masa y la transforma y sazona, así, porque la masa de los hombres estaba toda dañada y enferma, hizo Dios un Jesús, digo una humana salud que, no solamente estando apartada, sino juntándose, fuese salud de todo aquello con quien se juntase y mezclase, y así Él se compara a levadura a sí mismo. De arte que, como el hierro que se enciende del fuego, aunque en el ser es hierro y no fuego en el parecer es fuego y no hierro, así Cristo, ayuntado conmigo y hecho totalmente señor de mí, me apura de tal manera de mis daños y males, y me incorpora de tal manera en sus saludes y bienes, que yo ya no parezco yo, el enfermo que era, ni de hecho soy ya el enfermo, sino tan sano, que parezco la misma salud que es Jesús.

¡Oh bienaventurada salud! ¡Oh Jesús dulce, dignísimo de todo deseo! ¡Si ya me viese yo, Señor, vencido enteramente de Ti! ¡Si ya cundieses, oh salud, por mi alma y mi cuerpo! ¡Si me apurases ya de mi escoria, de toda esta vejez! ¡Si no viniese, ni pareciese, ni luciese en mí sino Tú! ¡Oh, si ya no fuese quien soy! Que, Señor, no veo cosa en mí que no sea digna de aborrecimiento y desprecio. Casi todo cuanto nace de mí, son increíbles miserias; casi todo es dolor, imperfección, malatía y poca salud.

Y como en el libro de Job se escribe: «cada día siento en mí nuevas lástimas; y, esperando ver el fin de ellas, he contado muchos meses vacíos, y muchas noches dolorosas han pasado por mí. Cuando viene el sueño me digo: ¿si amanecerá mi mañana? Y cuando me levanto, y veo que no me amanece, alargo a la tarde el deseo. Y vienen las tinieblas, y vienen también mis ages y mis flaquezas, y mis dolores más acrecentados con ellas. Vestida está y cubierta mi carne de mi corrupción miserable; y de las torpezas del polvo que me compone, están ya secos y arrugados mis cueros. Veo, Señor, que se pasan mis días, y que me han volado mucho más que vuela la lanzadera en la tela; acabados casi los veo, y aún no veo, Señor, mi salud. Y si se acaban, acábase mi esperanza con ellos. Miémbrate, Señor, que es ligero viento mi vida, y que si paso sin alcanzar este bien, no volverán jamás mis ojos a verle. Si muero sin Ti, no me verán para siempre en descanso los buenos. Y tus mismos ojos, si los enderezares a mí, no verán cosa que merezca ser vista.» Yo, Señor, me desecho, me despojo de mí, me huyo y desamo, para que no habiendo en mí cosa mía, seas Tú sólo en mí todas las cosas: mi ser, mi vivir, mi salud, mi Jesús.

Y dicho esto, calló Marcelo, todo encendido en el rostro; y, suspirando muy sentidamente, tornó luego a decir:

-No es posible que hable el enfermo de la salud, y que no haga significación de lo mucho que le duele el verse sin ella. Así que me perdonaréis, Juliano y Sabino, si el dolor, que vive de continuo en mí, de conocer mi miseria, me salió a la boca ahora y se derramó por la lengua.

Y tornó a callar, y dijo luego:

-Cristo, pues, se llama Jesús porque Él mismo es salud; y no por esto solamente, sino también porque toda la salud es sólo Él. Porque siempre que el nombre que parece común se da a uno por su nombre propio y natural, se ha de entender que aquel a quien se da tiene en sí toda la fuerza del nombre; como, si llamásemos a uno por su nombre Virtud, no queremos decir que tiene virtud como quiera, sino que se resume en él la virtud. Y por la misma manera, ser Salud el propio nombre de Cristo, es decir que es por excelencia salud, o que todo lo que es salud y vale para salud está en Él. Y como haya en la salud, según los sujetos, diferentes saludes (que una es la salud del alma y otra es la del cuerpo, y en el cuerpo tiene por sí salud la cabeza y el estómago y el corazón y las demás partes del hombre), ser Cristo por excelencia salud y nuestra salud, es decir que es toda la salud, y que Él todo es salud, y salud para todas enfermedades y tiempos. Es toda la salud porque, como la razón de la salud, según dicen los médicos, tiene dos partes (una que la conserva y otra que la restituye; una que provee lo que la puede tener en pie, otra que receta lo que la levanta si cae); y como así la una como la otra tienen dos intenciones solas a que enderezan como a blanco sus leyes: aplicar lo bueno y apartar lo dañoso; y como en las cosas que se comen para salud, unas son para que críen sustancia en el cuerpo, y otras para que le purguen de sus malos humores; unas que son mantenimiento, otras que son medicina; así esta salud, que llamamos Jesús, porque es cabal y perfecta salud, puso en sí estas dos partes juntas: lo que conserva la salud, y lo que la restituye cuando se pierde; lo que la tiene en pie, y lo que la levanta caída; lo que cría buena sustancia, y lo que purga nuestra ponzoña.

Y como es pan de vida, como Él mismo se llama, se quiso amasar con todo lo que conviene para estos dos fines: con lo santo, que hace vida, y con lo trabajoso y amargo, que purga lo vicioso. Y templóse y mezclóse, como si dijésemos, por una parte, de la pobreza, de la humildad, del trabajarse, del ser trabajado, de las afrentas, de los azotes, de las espinas, de la cruz, de la muerte (que cada cosa para el suyo, y todas son tósigo para todos los vicios), y, por otra parte, de la gracia de Dios, y de la sabiduría del cielo, y de la justicia santa, y de la rectitud, y de todos los demás dones del Espíritu Santo, y de su unción abundante sobre toda manera, para que, amasado y mezclado así, y compuesto de todos aquestos simples, resultase de todos un Jesús de veras y una salud perfectísima que allegase lo bueno y apartase lo malo, que alimentase y purgase. Un Pan verdaderamente de vida, que, comido por nosotros con obediencia y con viva fe, y pasado a las venas, con lo amargo desarraigase los vicios y con lo santo arraigase la vida. De arte que, comidas en Él sus espinas, purgasen nuestra altivez; y sus azotes, tragados en Él por nosotros, nos limpiasen de lo que es muelle y regalo; y su cruz, en Él comida de mí, me apurase del amor de mí mismo; y su muerte, por la misma manera, diese fin a mis vicios. Y al revés, comiendo en Él su justicia, se criase justicia en mi alma, y, traspasando a mi estómago su santidad y gracia, se hiciese en mí gracia y santidad verdadera, y naciese en mí sustancia del cielo, que me hiciese hijo de Dios, comiendo en Él a Dios hecho hombre, que, estando en nosotros, nos hiciese a la manera que es Él, muertos al pecado y vivos a la justicia, y nos fuese verdadero Jesús.

Así que es Jesús porque es toda la salud. Es también Jesús porque es salud todo Él. Son salud sus palabras; digo, son Jesús sus palabras, son Jesús sus obras, su vida es Jesús y su muerte es Jesús. Lo que hizo, lo que pensó, lo que padeció, lo que anduvo, vivo, muerto, resucitado, subido y asentado en el cielo, siempre y en todo es Jesús. Que con la vida nos sana y con la muerte nos da salud, con sus dolores quita los nuestros, y, como Isaías dice, «Somos hechos sanos con sus cardenales.» Sus llagas son medicina del alma, con su sangre vertida se repara la flaqueza de nuestra virtud. Y no sólo es Jesús y Salud con su doctrina, enseñándonos el camino sano y declarándonos el malo y peligroso, sino también con el ejemplo de su vida y de sus obras hace lo mismo. Y no sólo con el ejemplo de ellas nos mueve al bien y nos incita y nos guía, sino con la virtud saludable que sale de ellas, que la comunica a nosotros, nos aviva y nos despierta y nos purga y nos sana.

Llámase, pues, con justicia Jesús, quien, todo Él, por dondequiera que se mire, es Jesús. Que como del árbol de quien San Juan en el Apocalipsis escribe se dice que estaba plantado por ambas partes de la ribera del río de agua viva que salía de la silla de Dios y de su cordero, y que sus hojas eran para salud de las gentes, así esta santa humanidad, arraigada a la corriente del río de las aguas vivas, que son toda la gracia del Espíritu Santo, y regada y cultivada con ellas, y que rodea sus riberas por ambas partes, porque las abraza y contiene en sí todas, no tiene hoja que no sea Jesús, que no sea vida, que no sea remedio de males, que no sea medicina y salud.

Y llevaba también este árbol, como San Juan allí dice, doce frutas, en cada mes del año la suya, porque, como decíamos, es Jesús y Salud, no para una enfermedad sola, o para una parte de nosotros enferma, o para una sazón o tiempo tan solamente, sino para todo accidente malo, para toda llaga mortal, para toda apostema dolorosa, para todo vicio, para todo sujeto vicioso, ahora y en todo tiempo es Jesús. Que no solamente nos sana el alma perdida, mas también da salud al cuerpo enfermo y dañado. Y no los sana solamente de un vicio, sino de cualquiera vicio que haya habido en ellos, o que haya, los sana. Que a nuestra soberbia es Jesús, con su caña por cetro; y con su púrpura, por escarnio vestida, para nuestra ambición es Jesús. Su cabeza, coronada con fiera y desapiadada corona, es Jesús en nuestra mala inclinación al deleite; y sus azotes y todo su cuerpo dolorido, en lo que en nosotros es carnal y torpe, es Jesús. Eslo, para nuestra codicia, su desnudez; para nuestro coraje, su sufrimiento admirable; para nuestro amor propio, el desprecio que siempre hizo de sí.

Y así la Iglesia, enseñada del Espíritu Santo y movida por Él, en el día en que cada año representa la hora cuando esta Salud se sazonó para nosotros en el lugar de la cruz, como presentándola delante de Dios y mostrándosela enclavada en el leño, y conociendo lo mucho que esta ofrenda vale y lo mucho que puede delante de Él, ¿qué bien o qué merced no le pide? Pídele, como por derecho, salud para el alma y para el cuerpo. Pídele los bienes temporales y los bienes eternos. Pídele para los papas, los obispos, los sacerdotes, los clérigos, para los reyes y príncipes, para cada uno de los fieles según sus estados. Para los pecadores penitencia, para los justos perseverancia, para los pobres amparo, para los presos libertad, para los enfermos salud, para los peregrinos viaje feliz y vuelta con prosperidad a sus casas.

Y porque todo es menos de lo que puede y merece esta Salud, aun para los herejes, aun para los paganos, aun para los judíos ciegos que la desecharon, pone la Iglesia delante de los ojos de Dios a Jesús muerto, y hecho vida en la cruz para que les sea Jesús. Por lo cual la esposa, en los Cantares, le llama racimo de copher, diciendo de esta manera: «Racimo de copher mi Amado a mí en las viñas de Engadí.» Y ordenó, a lo que sospecho, la providencia de Dios que no supiésemos de copher qué árbol era o qué planta, para que, dejándonos de la cosa, acudiésemos al origen de la palabra, y así conociésemos que copher, según aquello de donde nace, significa aplacamiento y perdón y satisfacción de pecados. Y, por consiguiente, entendiésemos con cuánta razón le llama racimo de copher a Cristo la Esposa, diciéndonos en ello por encubierta manera que no es una salud Cristo sola, ni un remedio de males particular, ni una limpieza o un perdón de pecados de un solo linaje, sino que es un racimo que se compone, como de granos, de innumerables perdones, de innumerables remedios de males, de saludes sin número, y que es un Jesús en quien cada una cosa de las que tiene es Jesús. ¡Oh salud, oh Jesús, oh medicina infinita! Pues es Jesús el nombre propio de Cristo, porque sana Cristo y porque sana consigo mismo, y porque es toda la salud, y porque sana todas las enfermedades del hombre, y en todos los tiempos y con todo lo que en sí tiene, porque todo es medicinal y saludable, y porque todo cuanto hace es salud.

Y por llegar a su punto toda esta razón, decidme, Sabino: ¿vos no entendéis que todas las criaturas tienen su principio de nada?

-Entiendo -dijo Sabino- que las crió Dios con la fuerza de su infinito poder, sin tener sujeto ni materia de qué hacerlas.

-¿Luego -dice Marcelo- ninguna de ellas tiene de su cosecha y en sí alguna cosa que sea firme y maciza, quiero decir, que tenga de sí, y no recibido de otro, el ser que tiene?

-Ninguna -respondió Sabino-, sin duda.

-Pues decidme -replicó luego Marcelo-: ¿puede durar en un ser el edificio que o no tiene cimientos o tiene flacos cimientos?

-No es posible -dijo Sabino- que dure.

-Y no tiene cimiento de ser, macizo y suyo, ninguna de las cosas criadas -añadió luego Marcelo-; luego todas ellas, cuanto de sí es, amenazan caída y, por decir lo que es, caminan cuanto es de suyo al menoscabo y al empeoramiento, y, como tuvieron principio de nada, vuélvense, cuanto es de su parte, a su principio y descubren la mala lista de su linaje, unas deshaciéndose del todo, y otras empeorándose siempre. ¿Qué se dice en el libro de Job? De los ángeles dice: «Los que le sirven no tuvieron firmeza, y en sus ángeles halló torcimiento.» De los hombres añade: «Los que moran en casas de lodo, y cuyo apoyo es de tierra, se consumirán de polilla.» Pues de los elementos y cielos, David: «Tú, Señor, en el principio fundaste la tierra, y son obras de tus manos los cielos; ellos perecerán y Tú permanecerás, y se envejecerán todos, como se envejece una capa.» En que, como vemos, el Espíritu Santo condena a caída y a menoscabo de su ser a todas las criaturas. Y no solamente da la sentencia, sino también demuestra que la causa de ello es, como decimos, el mal cimiento que todas tienen. Porque si dice de los ángeles que se torcieron y que caminaron al mal, también dice que les vino de que su ser no era del todo firme. Y si dice de los hombres que se consumen, primero dijo que eran sus cimientos de tierra. Y los cielos y tierra, si dice que envejecen, dice también cómo se envejecen, que es como el paño, de la polilla que en ellos vive, esto es, de la flaqueza de su nacimiento y de la mala raza que tienen.

-Todo es como decís, Marcelo -dijo Sabino-; mas decidnos lo que queréis decir por todo ello.

-Dirélo -respondió-, si primero os preguntare: ¿No asentamos ayer que Dios crió todas las criaturas, a fin de que viviese en ellas y de que luciese algo de su bondad?

-Así se asentó -dijo Sabino.

-Pues -añadió Marcelo- si las criaturas, por la enfermedad de su origen, forcejan siempre por volverse a su nada y, cuanto es de suyo, se van empeorando y cayendo para que dure en ellas la bondad de Dios, para cuya demostración las crió, necesario fue que ordenase Dios alguna cosa que fuese como el reparo de todas y su salud general, en cuya virtud durase todo el bien, y lo que enfermase, sanase. Y así lo ordeno, que, como engendró desde la eternidad al Verbo, su Hijo, que como ahora se decía, es la traza viva y la razón y el artificio de todas las criaturas, así de cada una por sí como de todas juntas, y como por Él las trajo a la luz y las hizo así cuando le pareció, y en el tiempo que Él consigo ordenado tenía, le engendró otra vez hecho hombre Jesús, o hizo hombre Jesús en el tiempo, aquel a quien por toda la eternidad comunica el ser Dios, para que Él mismo, que era la traza y el artífice de todo según que es Verbo de Dios, fuese, según que es hombre, hecho una persona con Dios, el reparo y la medicina, y la restitución y la salud de todas las cosas; y para que Él mismo, que por ser, según su naturaleza divina, el artificio general de las criaturas, se llama, según aquella parte, en hebreo Dabar, y en griego Logos, y en castellano Verbo y Palabra, ese mismo, por ser, según la naturaleza humana que tiene, la medicina y el restaurativo universalmente de todo, sea llamado Jesús en hebreo, y en romance Salud.

De manera que en Jesucristo, como en fuente o como en océano inmenso, está atesorado todo el ser y todo el buen ser: toda la sustancia del mundo; y, porque se daña de suyo, y para cuando se daña, todo el remedio y todo el Jesús de esa misma sustancia; toda la vida y todo lo que puede conservar eternamente la vida sana y en pie. Para que, como decía San Pablo, «en todo tenga las primerías», y sea «el alfa y el omega, el principio y el fin»; el que las hizo primero, y el que, deshaciéndose ellas y corriendo a la muerte, las sana y repara. Y, finalmente, está encerrado en Él el Verbo y Jesús, esto es, la vida general de todos y la salud de la vida. Porque de hecho es así, que no solamente los hombres, mas también los ángeles que en el cielo moran, reconocen que su salud es Jesús; a los unos sanó, que eran muertos, y a los otros dio vigor para que no muriesen.

Esto hace con las criaturas que tienen razón, y a las demás que no la tienen les da los bienes que pueden tener; porque su cruz lo abraza todo, y su sangre limpia lo clarifica, y su humanidad santa lo apura, y por Él tendrán nuevo estado y nuevas cualidades, mejores que las que ahora tienen, los elementos y cielos, y es en todos y para todos Jesús. Y de la manera que ayer, al principio de estas razones, dijimos que todas las cosas, las sensibles y las que no tienen sentido, se criaron para sacar a luz este parto (que dijimos ser parto de todo el mundo común, y que se nombra por esta causa Fruto o Pimpollo), así decimos ahora que el mismo para cuyo parto se hicieron todas, fue hecho, como en retorno, para reparo y remedio de todas ellas, y que por esto le llamamos la Salud y el Jesús.

Y para que, Sabino, admiréis la sabiduría de Dios: para hacer Dios a las criaturas no hizo hombre a su Hijo, mas hízole hombre para sanarlas y rehacerlas. Para que el Verbo fuese el artífice bastó sólo ser Dios, mas para que fuese el Jesús y la salud convino que también fuese hombre. Porque para hacerlas, como no las hacía de alguna materia o de algún sujeto que se le diese -como el escultor hace la estatua del mármol que le dan, y que él no lo hace-, sino que, como decíais, la fuerza sola de su no medido poder las sacaba todas al ser, no se requería que el artífice se midiese y se proporcionase al sujeto, pues no le había. Y, como toda la obra salía solamente de Dios, no hubo para qué el Verbo fuese más que sólo Dios para hacerla; mas para reparar lo ya criado y que se desataba de suyo, porque el reparo y la medicina se hacía en sujeto que era, fue muy conveniente, y conforme a la suave orden de Dios necesario, que el reparador se avecinase a lo que reparaba y que se proporcionase con ello, y que la medicina que se ordenaba fuese tal, que la pudiese actuar el enfermo, y que la Salud y el Jesús, para que lo fuese a las cosas criadas, se pusiese en una naturaleza criada que, con la persona del Verbo junta, hiciese un Jesús. De arte que una misma persona en dos naturalezas distintas, humana y divina, fuese criador en la una y médico y redentor y salud en la otra; y el mundo todo, como tiene un Hacedor general, tuviese también una salud general de sus daños, y concurriesen en una misma persona este formador y reformador, esta vida y esta salud de vida, Jesús.

Y como en el estado del paraíso, en que puso Dios a nuestros primeros padres, tuvo señalados dos árboles, uno que llamó del saber y otro que servía al vivir, de los cuales en el primero había virtud de conocimiento y de ciencia, y en el segundo fruta que, comida, reparaba todo lo que el calor natural gasta continuamente la vida; y como quiso que comiesen los hombres de éste, y del otro del saber no comiesen, así en este segundo estado, en un supuesto mismo, tiene puestas Dios estas dos maravillosísimas plantas: una del saber, que es el Verbo, cuyas profundidades nos es vedado entenderlas, según que se escribe: «Al que escudriñare la majestad, hundirálo la gloria»; y otra del reparar y del sanar, que es Jesús, de la cual comeremos, porque la comida de su fruta y el incorporar en nosotros su santísima carne, se nos manda, no sólo no se nos veda. Que Él mismo lo dice: «Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida.» Que como sin la luz del sol no se ve, porque es fuente general de la luz, así sin la comunicación de este grande Jesús, de este que es salud general, ninguno tiene salud.

Él es Jesús nuestro en el alma, Él lo es en el cuerpo, en los ojos, en las palabras, en los sentidos todos, y sin este Jesús no puede haber en ninguna cosa nuestra Jesús; digo, no puede haber salud que sea verdadera salud en nosotros. En los casos prósperos, tenemos Jesús en Jesús, en lo miserable y adverso, tenemos Jesús en Jesús; en el vivir, en el morir, tenemos Jesús en Jesús. Que, como diversas veces se ha dicho, cuando nacemos en Dios por Jesús, nacemos sanos de culpas; cuando, después de nacidos, andamos y vivimos en Él, Él mismo nos es Jesús para los rastros que el pecado deja en el alma; cuando perseveramos viviendo, Él también extiende su mano saludable y la pone en nuestro cuerpo malsano, y templa sus infernales ardores, y lo mitiga y desencarna de sí, y casi le transforma en espíritu. Y finalmente, cuando nos deshace la muerte, Él no desampara nuestras cenizas, sino, junto y apegado con ellas, al fin les es tan Jesús, que las levanta y resucita, y, las viste de vida que ya no muere, y de gloria que no fallece jamás.

Y tengo por cierto que el profeta David, cuando compuso el Salmo ciento dos, tenía presente a esta salud universal en su alma; porque, lleno de la grandeza de esta imagen de bien, y no le cabiendo en el pecho el gozo de que contemplarla sentía, y considerando las innumerables saludes que esta salud encerraba, y mirando en una tan sobrada y no merecida merced la piedad infinita de Dios con nosotros, reventándole el alma en loores, habla con ella misma y convídala a lo que es su deseo, a que alabe al Señor y le engrandezca, y le dice: «Bendice, oh alma mía, al Señor.» Di bienes de Él, pues Él es tan bueno. Dale palabras buenas, siquiera en retorno de tantas obras suyas tan buenas. Y no te contentes con mover en mi boca la lengua y con enviarle palabras que diga, sino tómate en lenguas tú y haz que tus entrañas sean lenguas, y no quede en ti parte que no derrame loor: lo público, lo secreto, lo que se descubre y lo íntimo; que, por mucho que hablen, hablarán mucho menos de lo que se debe hablar. Salga de lo hondo de tus entrañas la voz, para que quede asentada allí y como esculpida perpetuamente su causa; hablen los secretos de tu corazón loores de Dios para que quede en él la memoria de las mercedes que debe a Dios, a quien loa, para que jamás se olvide de los retornos de Dios, de las formas diferentes, con que responde a tus hechos. Tú te convertías en nada, y Él hizo nueva orden para darte su ser. Tú eras pestilencia de ti y ponzoña para tu misma salud, y Él ordenó una salud, un Jesús general contra toda tu pestilencia y ponzoña; Jesús, que dio a todos tus pecados perdón; Jesús, que medicinó todos los ages 111 y dolencias que en ti de ellos quedaron; Jesús, que, hecho deudo tuyo, por el tanto de su vida sacó la tuya de la sepultura; Jesús, que tomando en sí carne de tu linaje, en ella libra a la tuya de lo que corrompe la vida; Jesús, que te rodea toda apiadándose de ti toda; Jesús, que en cada parte tuya halla mucho que sanar, y que todo lo sana; Jesús y salud, que no solamente da la salud, sino salud blanda, salud que de tu mal se enternece, salud compasiva, salud que te colma de bien tus deseos, salud que te saca de la corrupción de la huesa, salud que, de lo que es su grande piedad y misericordia, te compone premio y corona; salud, finalmente, que hinche de sus bienes tu arreo, que enjoya con ricos dones de gloria tu vestidura, que glorifica, vuelto a vida, tu cuerpo; que le remoza y le renueva y le resplandece y le despoja de toda su flaqueza y miseria vieja, como el águila se despoja y remoza.

Porque dice: Dios, a la fin, es deshacedor de agravios y gran hacedor de justicias. Siempre se compadece de los que son saqueados, y les da su derecho; que si tú no merecías merced, el engaño con que tu ponzoñoso enemigo te robó tus riquezas, voceaba delante de él por remedio. Desde que lo vio se determinó remediarlo, y les manifestó a Moisés y a los hijos de su amado Israel su consejo, el ingenio de su condición, su voluntad y su pecho, y les dijo: soy compasivo y clemente, de entrañas amorosas y pías, largo en sufrir, copioso en perdonar; no me acelera el enojo, antes el hacer bienes y misericordias me acucia; paso con ancho corazón mis ofensas, no me doy a manos en el derramar mis perdones; que no es de mí el enojarme continuo, ni el barajar siempre con vosotros no me puede aplacer. Así lo dijiste, Señor, y así se ve por el hecho que no has usado con nosotros conforme a nuestros pecados, ni nos pagas conforme a nuestras maldades. Cuan lejos de la tierra está el cielo, tan alto se encumbra la piedad de que usas con los que por suyo te tienen. Ellos son tierra baja, mas tu misericordia es el cielo. Ellos esperan como tierra seca su bien, y ella llueve sobre ellos sus bienes. Ellos, como tierra, son viles; ella, como cosa del cielo, es divina. Ellos perecen como hechos de polvo; ella como el cielo es eterna. A ellos que están en la tierra los cubren, y los oscurecen las nieblas; ella, que es rayo celestial, luce y resplandece por todo. En nosotros se inclina lo pesado como en el centro; mas su virtud celestial nos libra de mil pesadumbres. Cuanto se extiende la tierra y se aparta el nacimiento del sol de su poniente, tanto alejaste de los hombres sus culpas. Habíamos nacido en el poniente de Adán; traspusístenos, Señor, en tu Oriente, Sol de justicia. Como padre que ha piedad de sus hijos, así, Tú, deseoso de darnos largo perdón, en tu Hijo te vestiste para con nosotros de entrañas de padre. Porque, Señor, como quien nos forjaste, sabes muy bien nuestra hechura cuál sea. Sabes, y no lo puedes olvidar; muy acordado estás que soy polvo. Como yerba de heno son los días del hombre: nace, y sube, y florece, y se marchita corriendo. Como las flores ligeras parece algo, y es nada; promete de sí mucho, y para en un flueco que vuela; tócale a malas penas el aire, y perece sin dejar rastro de sí.

Mas cuanto son más deleznables los hombres, tanto tu misericordia, Señor, persevera más firme. Ellos se pasan, mas tu misericordia sobre ellos dura desde un siglo hasta otro siglo y por siempre. De los padres pasa a los hijos y de los hijos a los hijos de ellos, y de ellos, por continua sucesión, en sus descendientes, los que te temen, los que guardan el concierto que hiciste, los que tienen en sus mientes tus fueros. Porque tienes tu silla en el cielo, de donde lo miras; porque la tienes afirmada en él, para que nunca te mudes; porque tu reino gobierna todos los reinos, para que todo lo puedas. Bendígante, pues, Señor, todas las criaturas, pues eres de todas ellas Jesús. Tus ángeles te bendigan: tus valerosos, tus valientes ejecutores de tus mandamientos, tus alertos a oír lo que mandas; tus ejércitos te bendigan, tus ministros que están prestos y aprestados para tu gusto. Todas las obras tuyas te alaben; todas cuantas hay por cuanto se extiende tu imperio, y con todas ellas, Señor, alábete mi alma también.

Y como dice en otro lugar: Busqué para alabarte nuevas maneras de cantos. No es cosa usada, ni siquiera hecha otra vez la grandeza tuya que canta; no la canté por la forma que suele. Hiciste Salud de tu brazo, hiciste de tu Verbo Jesús; lo que es tu poder, lo que es tu mano derecha y tu fortaleza, hiciste que nos fuese medicina blanda y suave. Sacaste hecho Jesús a tu Hijo en los ojos de todos; pusístelo en público. Justificaste para con todo el mundo tu causa. Nadie te argüirá de que nos permitiste caer, pues nos reparaste tan bien. Nadie se te querellará de la culpa, para quien supiste ordenar tan gran medicina. ¡Dichoso, si se puede decir, el pecar que nos mereció tal Jesús!

Y esto llegue hasta aquí. Vos, Sabino, justo es que rematéis esta plática como soléis.

Y calló, y Sabino dijo:

-El remate que conviene, vos le habéis puesto, Marcelo, con el salmo que habéis referido; lo que suelo haré yo, que es deciros los versos.

Y dijo luego:

       Alaba, ¡oh alma!, a Dios; y todo cuanto 

encierra en sí tu seno
celebre con loor su nombre santo,
de mil grandezas lleno.

Alaba, ¡oh alma!, a Dios, y nunca olvide
ni borre tu memoria
sus dones, en retorno a lo que pide
tu torpe y fea historia.

Que Él solo por sí solo te perdona
tus culpas y maldades,
cura lo herido y desencona
de tus enfermedades.

Él mismo de la huesa, a la luz bella
restituyó tu vida;
cercóla con su amor, y puso en ella
riqueza no creída.

Y en eso que te viste y te rodea
también pone riqueza;
así renovarás lo que te afea,
cual águila en belleza.

Que al fin hizo justicia y dio derecho
al pobre saqueado;
tal es su condición, su estilo y hecho,
según lo ha revelado.

Manifestó a Moisés sus condiciones
en el monte subido;
lo blando de su amor y sus perdones
a su pueblo escogido.

Y dijo: «Soy amigo, y amoroso,
soportador de males;
muy ancho de narices, muy piadoso
con todos los mortales.»

No riñe, y no se amansa; no se aíra,
y dura siempre airado.
No hace con nosotros ni nos mira
conforme a lo pecado.

Mas cuanto al suelo vence, y cuanto excede
el cielo reluciente,
su amor tanto se encumbra, y tanto puede
sobre la humilde gente.

Cuan lejos de do nace el sol, fenece
el soberano vuelo,
tan lejos de nosotros desparece
por su perdón el duelo.

Y con aquel amor que el padre cura
sus hijos regalados,
la vida tu piedad y el bien procura
de tus amedrentados.

Conoces a la fin que es polvo y tierra
el hombre, y torpe lodo;
contemplas la miseria que en sí encierra,
y le compone todo.

Es heno su vivir, es flor temprana,
que sale y se marchita:
un flaco soplo, una ocasión liviana
la vida y ser le quita.

La gracia del Señor es la que dura,
y firme persevera,
la vida tu piedad, y el bien procura
en quien en Él espera.

En los que su ley guardan y sus fueros
con viva diligencia,
en ellos, en los nietos y herederos
por larga descendencia.

Que así do se rodea el sol lucido
estableció su asiento,
que ni lo que será, ni lo que ha sido,
es de su imperio exento.

Pues lóente, Señor, los moradores
de tu rica morada,
que emplean valerosos sus ardores
en lo que más te agrada.

Y alábete el ejército de estrellas
que en alto resplandecen,
que siempre en sus caminos claras, bellas,
tus leyes obedecen.

Alábente tus obras todas cuantas
la redondez contiene;
los hombres y los brutos y las plantas,
y lo que las sostiene.

Y alábete con ellos noche y día
también el alma mía.

Y calló.

Y con este fin, le tuvieron las pláticas De los nombres de Cristo, cuya es toda la gloria por los siglos de los siglos. Amén.