De los nombre de Cristo: Tomo 3, Hijo de Dios
De cuán propiamente se llama Cristo Hijo de Dios, por hallarse en Él todas las condiciones quese requieren para serlo
-Pues me toca el hablar primero, y está en mi elección lo de que tengo que hablar, paréceme tratar de un nombre que Cristo tiene, demás de los que ayer se dijeron de Él, y de otros muchos que no se han dicho, y éste es el nombre de Hijo, que así se llama Cristo por particular propiedad. Y si hablara de mi voluntad, o no hablara delante de quien tan bien me conoce, buscara alguna manera con que, deshaciendo mi ingenio y excusando mis faltas, y haciéndome opinión de modestia ganara vuestro favor. Mas, pues esto no sirve, y vuestra atención es cual las cosas lo piden, digamos en buen, punto, y con el favor que el Señor nos diere, eso mismo que Él nos ha dado a entender.
Pues digo que este nombre de Hijo se le dan a Cristo las divinas Letras en muchos lugares. Y es tan común nombre suyo en ellas, que por esta causa casi no lo echamos de ver cuando las leemos, con ser cosa de misterio y digna de ser advertida.
Mas entre otros, en el Salmo setenta y uno, adonde, debajo de nombre de Salomón, refiere David y celebra muchas de las condiciones y accidentes de Cristo, le es dado este nombre por manera encubierta y elegante. Porque donde leemos: «Y su nombre será eternamente bendito, y delante del sol durará siempre su nombre», por lo que decimos durar o perseverar, la palabra original a quien éstas responden dice propiamente lo que en castellano no se dice con una voz; porque significa el adquirir uno, naciendo, el ser y el nombre de hijo, o el ser hecho y producido, y no en otra manera que hijo. Por manera que dirá así: «Y antes que el sol, le vendrá por nacimiento el tener nombre de Hijo.» En que David no solamente declara que es hijo Cristo, sino dice que su nombre es ser Hijo. Y no solamente dice que se llama así por haberle sido puesto este nombre, sino que es nombre que le viene de nacimiento y de linaje y de origen; o, por mejor decir, que nace en Él y con Él este nombre, y no sólo que nace en Él ahora, o que nació con Él al tiempo que Él nació de la Virgen, sino que nació con Él aún cuando no nacía el sol, que es decir antes que fuese el sol o que fuesen los siglos.
Y ciertamente, San Pablo, en la epístola que escribe a los Hebreos, comparando a Cristo con los ángeles y con las demás criaturas, y diferenciándole de ellas y aventajándole a todas, usa de este nombre de Hijo y toma argumento de él para mostrar, no solamente que Cristo es Hijo de Dios, sino que, entre todos, le es propio a Él este nombre. Porque dice de esta manera: «Y hízole Dios tanto mayor que los ángeles, cuanto por herencia alcanzó sobre ellos nombre diferente. Porque, ¿a cuál de los ángeles dijo: Tú eres mi Hijo, yo te engendré hoy?» En que se debe advertir que, según lo que San Pablo dice, Cristo no solamente se llama Hijo, sino, como decíamos, se llama así por herencia, y que es heredad suya, y como su legítima, el ser llamado Hijo entre todos. Y que con ser así que en la divina Escritura llama Dios a algunos hombres sus hijos, como a los judíos en Isaías, cuando les dice: «Engendré hijos, y ensalcé los que me despreciaron después»; y en el otro Profeta que dice: «Llamé a mi Hijo de Egipto»; y, con ser también los ángeles nombrados hijos, como en el libro de Job, y en el libro de la Creación, y en otros muchos lugares, dice osadamente y a boca llena San Pablo, y como cosa averiguada y en que no puede haber duda, que Dios a ninguno, sino a sólo Cristo, lo llamó Hijo suyo.
Mas veamos este secreto, y procuremos, si posible fuere entender por qué razón o razones, entre tantas cosas a quien les conviene este nombre, le es propio a Cristo el ser y llamarse Hijo; y veamos también qué será aquello que, dándole a Cristo este nombre, nos enseña Dios a nosotros.
Aquí Sabino:
-Cuanto a la naturaleza divina de Cristo -dice-, no parece, Juliano, gran secreto el por qué Cristo, y sólo Cristo, se llama Hijo, porque en la divinidad no hay más de uno a quien le puede convenir este nombre.
-Antes -respondió Juliano- lo oscuro y lo hondo, y lo que no se puede alcanzar de este secreto, es eso mismo que, Sabino, decís; conviene saber: ¿cómo, o por qué manera y razón, la persona divina de Cristo, sola ella en la divinidad, es Hijo y se llama así, habiendo en la divinidad la persona del Espíritu Santo, que procede del Padre también, y le es semejante, no menos que el Hijo lo es? Y aunque muchos, como sabéis, se trabajan por dar de esto razón, no sé yo ahora si es razón de las que los hombres no pueden alcanzar; porque, a la verdad, es de las cosas que la fe reserva para sí sola. Mas no turbemos la orden sino veamos primero qué es ser hijo, y sus condiciones cuáles son, y qué cosas se le consiguen como anejas y propias; y veremos luego cómo se halla esto en Cristo, y las razones que hay en Él para que sea llamado Hijo a boca llena entre todos.
Y cuanto a lo primero, hijo, como sabéis, llamamos, no lo que es hecho de otro como quiera, sino lo que nace de la sustancia de otro, semejante en la naturaleza al mismo de quien nace, y semejante así que el mismo nacer le hace semejante y le pinta, como si dijésemos, de los colores y figuras del padre, y pasa en él sus condiciones naturales. Por manera que el mismo ser engendrado sea recibir un ser, no como quiera, sino un ser retratado y hecho a la imagen de otro. Y, como en el arte, el pintor que retrata en el hacer del retrato mira al original, y por la obra del arte pasa sus figuras en la imagen que hace, y no es otra cosa el hacer la imagen sino el pasar en ella las figuras originales, que se pasan a ella por esa misma obra con que se forma y se pinta, así en lo natural el engendrar de los hijos es hacer unos retratos vivos que, en la sustancia de quien los engendra, su virtud secreta, como en materia o como en tabla dispuesta, los va figurando semejantes a su principio. Y eso es el hacerlos: el figurarlos y el asemejarlos a sí.
Mas como, entre las cosas que son, haya unas de vida limitada y otras que permanecen sin fin, las primeras ordenó la naturaleza que engendrasen y tuviesen hijos para que en ellos, como en retratos suyos y del todo semejantes a ellos, lo corto de su vida se extendiese y lo limitado pasase adelante, y se perpetuasen en ellos los que son perecederos en sí; mas en las segundas, cuando los tienen, o las que de ellas los tienen, el tenerlos y el engendrarlos no se encamina a que viva el que es padre en el hijo, sino a que se demuestre en él y parezca y salga a luz y se vea.
Como en el sol lo podemos ver, cuyo fruto, o, si lo hemos de decir así, cuyo hijo es el rayo que de él sale, que es de su misma calidad y sustancia, y tan lucido y tan eficaz como él. En el cual rayo no vive el sol después de haber muerto, ni se le dio ni le produce él para fin de que quedase otro sol en él cuando el sol pereciese, porque el sol no perece; mas si no se perpetúa en él, luce en él y resplandece y se nos viene a los ojos; y así, le produce, no para vivir en él, sino para mostrarse en él y para que, comunicándole toda su luz, veamos en el rayo quién es el sol. Y no solamente le veamos en el rayo, mas también le gocemos y seamos particioneros de todas sus virtudes y bienes. Por manera que el hijo es como un retrato vivo del padre, retratado por él en su misma sustancia, hecho en las cosas que son eternas y perpetuas, para el fin de que el padre salga afuera en el hijo, y aparezca y se comunique.
Y así, para que uno se diga y sea hijo de otro, conviene, lo primero, que sea de su misma sustancia; lo segundo, que le sea en ella igual y semejante del todo; lo tercero, que el mismo nacer le haya hecho así, semejante; lo cuarto, que, o sustituya por su padre cuando faltare él, o, si durare siempre, le represente siempre en sí y le haga manifiesto y le comunique con todos. A lo cual se consigue que ha de ser una voluntad y un mismo querer el del padre y del hijo; que su estudio de él y todo su oficio ha de ser emplearse en lo que es agradable a su padre; que no ha de hacer sino lo que su padre hace porque, si es diferente, ya no le es semejante, y, por el mismo caso, en aquello no es hijo; que siempre mire a él como a su dechado, no sólo para figurarse de él, sino para volverle con amor lo que recibió con deleite, y para enlazarse en un querer puro y ardiente y recíproco el hijo y el padre.
Pues siendo esto así, y en la forma que dicho hemos, como de hecho lo es, claramente se ve la razón por que Cristo, entre todas las cosas, es llamado Hijo de Dios a boca llena. Pues es manifiesto que concurren en sólo Él todas las propiedades de hijo que he dicho, y que en ninguno otro concurren. Porque lo primero, Él sólo, según la parte divina que en sí contiene, nace de la sustancia de Dios, semejante por igualdad a Aquel de quien nace, y semejante porque el mismo nacer y la misma forma y manera como nace Dios, le asemeja a Dios y le figura como Él, tan perfecta y acabadamente que le hace una misma cosa con Él; como Él mismo lo dice: «Yo y el Padre somos una cosa», de que diremos después más copiosamente.
Pues según la otra parte nuestra que en sí tiene, ya que no es de la sustancia de Dios, mas, como Marcelo ayer decía, parécese mucho a Dios, y es casi otro Él por razón de los infinitos tesoros de celestiales y divinísimos bienes que Dios en ella puso; por donde Él mismo decía: «Felipe, quien a mí me ve, a mi Padre ve.» Demás de esto, el fin para que las cosas eternas, si tienen hijo, le tienen (que es para hacerse manifiestas en él y, como si dijésemos, para resplandecer por él en la vista de todos), Cristo sólo es el que lo puede poner por obra y el que de hecho lo pone. Porque Él sólo nos ha dado a conocer a su Padre, no solamente poniendo su noticia verdadera en nuestros entendimientos, sino también metiendo y asentando en nuestras almas con suma eficacia sus condiciones de Dios, y sus mañas y su estilo y virtudes. Según la naturaleza divina, hace este oficio; y, según que es hombre, sirvió y sirve en este ministerio a su Padre: que en ambas naturalezas es voz que le manifiesta, y rayo de luz que le descubre, y testimonio que le saca a luz, e imagen y retrato que nos le pone en los ojos.
En cuanto Dios, escribe San Pablo de Él que «es resplandor de la gloria, y figura de su Padre y de su sustancia.» En cuanto hombre, dice Él mismo de sí: «Yo para esto vine al mundo: para dar testimonio de la verdad.» Y en otra parte también: «Padre, manifesté a los hombres tu nombre.» Y conforme a esto es lo que San Juan escribe de Él: «Al Padre nadie lo vio jamás; el Unigénito, que está en su seno, ése es el que nos dio nuevas de Él.» Y como Cristo es Hijo de Dios solo y singular en lo que hemos dicho hasta ahora, asimismo lo es en lo que resta y se sigue. Porque Él solo, según ambas naturalezas, es de una voluntad y querer con Él mismo. ¿No dice Él de sí: «Mi mantenimiento es el hacer la voluntad de mi Padre», y David de Él en el Salmo: «En la cabeza del libro está escrito de Mí que hago tu voluntad, y que tu ley reside en medio de mis entrañas»? Y en el huerto, combatido de todas partes, ¿qué dice?: «No lo que me pide el deseo, sino lo que Tú quieres, eso, Señor, se haga.»
Y por la misma manera, siempre hace y siempre hizo solamente aquello que vio hacer a su Padre. «No puede el Hijo, dice, hacer de sí mismo ninguna cosa más de lo que ve que su Padre hace.» Y en otra parte: «Mi doctrina no es mi doctrina, sino de Aquel que me envía.» Su Padre reposa en Él con un agradable descanso y Él se retorna todo a su Padre con una increíble dulzura, y van y vienen del uno al otro llamas de amor ardientes y deleitosas. Dice el Padre: «Este es mi querido Hijo, en quien me satisfago y descanso.» Dice el Hijo: «Padre, Yo te he manifestado sobre la tierra, ca perfeccionado he la obra que me encomendaste que hiciese.»
Y si el amor es obrar, y si en la obediencia del que ama a quien ama se hace cierta prueba de la verdad del amor, ¿cuánto amó a su Padre quien así le obedeció como Cristo? «Obedecióle, dice, hasta la muerte, y hasta la muerte de cruz», que es decir no solamente que murió por obedecer, sino que, por servir a la obediencia, el que es fuente de vida dio en sí entrada a la muerte, y halló manera para morir el que morir no podía, y que se hizo hombre mortal siendo Dios, y que, siendo hombre libre de toda culpa, y por la misma razón ajeno de la pena de muerte, se vistió de todos nuestros pecados para padecer muerte por ellos; que puso en cárcel su valor y poder para que le pudiesen prender sus contrarios; que se desamparó, si se puede decir, a sí mismo para que la muerte cortase el lazo que anudaba su vida.
Y porque ni podía morir Dios, ni al hombre se le debía muerte, sino en pena de culpa, ni el alma, que vivía de la vista de Dios, según consecuencia natural podía no dar vida a su cuerpo, se hizo hombre, se cargó de las culpas del hombre, puso estanco a su gloria para que no pasase los límites de su alma ni se derramase a su cuerpo, exentándole de la muerte; hizo maravillosos ingenios sólo para sujetarse al morir, y todo por obedecer a su Padre, del cual Él sólo con justísima razón es llamado Hijo entre todas las cosas, porque Él solo le iguala y le demuestra, y le hace conocido e ilustre, y le ama y le remeda, y le sigue y le respeta, y le complace y le obedece tan enteramente, cuanto es justo que el Padre sea obedecido y amado. Esto quede dicho en común. Mas descendamos ahora a otras más particulares razones.
Tiene nombre de Hijo Cristo porque el hijo nace y porque le es a Cristo tan propio y, como si dijésemos, tan de su gusto el nacer, que sólo Él nace por cinco diferentes maneras, todas maravillosas y singulares. Nace, según la divinidad, eternamente del Padre. Nació de la madre Virgen, según la naturaleza humana, temporalmente. El resucitar después de muerto a nueva y gloriosa vida para más no morir, fue otro nacer. Nace, en cierta manera, en la Hostia cuantas veces en el altar los sacerdotes consagran aquel pan en su cuerpo. Y últimamente nace y crece en nosotros mismos siempre que nos santifica y renueva. Y digamos por su orden de cada uno de estos nacimientos por sí.
-Grande tela -dijo al punto Sabino- me parece, Juliano, que urdís; y, si no me engaño, maravillosas cosas se nos aparejan.
-Maravillosas son, sin duda, las que se encierran en lo que ahora propuse -respondió Juliano-, mas ¿quién las podrá sacar todas a luz? Y en caso que alguno pueda, conocido tenéis, Sabino, que yo no seré. De la grandeza de Marcelo, si vos fuereis buen juez, era propiamente este argumento.
-Dejad -dijo Sabino- a Marcelo ahora, que ayer le cansamos y hoy se cansará. Y vos no sois tan pobre de lo que Marcelo con tanta ventaja tiene, que os sea necesaria su ayuda.
Marcelo entonces dijo, sonriéndose:
-Hoy el mandar es de Sabino, y nuestro el obedecer; seguid, Juliano, su voluntad, que el descanso que me ordena a mí, le recibo, no tanto en callar yo, como en oíros vos.
-Yo la seguiré -dijo.
Y tornó luego a callar, y deteniéndose un poco, comenzó a decir así:
-Cristo Dios nace de Dios, y es verdadera y propiamente Hijo suyo. Y así en la manera del nacer, como en lo que recibe naciendo, como en todas las circunstancias del nacimiento, hay infinitas cosas de consideración admirable. Porque aunque parecerá a alguno, como a los fieles parece, que a Dios, siendo como es en el vivir eterno y en la perfección infinito y cabal en sí mismo, ni le era necesario el tener Hijo, ni menos le convenía engendrarlo, pero considerando, por otra parte, como es la verdad, que la esterilidad es un género de flaqueza y pobreza, y que, por la misma causa, lo rico y lo perfecto y lo abundante y lo poderoso y lo bueno, conforme a derecha razón, anda siempre junto con lo fecundo, se ve luego que Dios es fecundísimo, pues no es solamente rico y poderoso, sino tesoro infinito de toda la riqueza y poder, o, por mejor decir, la misma bondad y poderío y riqueza infinita. De manera que, por ser Dios tan cabal y tan grande, es necesario que sea fecundo y que engendre, porque la soledad era cosa tristísima. Y porque Dios es sumamente perfecto en todo cuanto es, fue menester que la manera como engendra, y pone en ejecución la infinita fecundidad que en sí tiene fuese sumamente perfecta, de arte que, no sólo careciese de faltas, sino también se aventajase a todas las otras cosas que engendran, con ventajas que no se pudiesen tasar.
Porque, lo primero, es así que Dios, para engendrar a su Hijo, no usa de tercero de quien lo engendre con su virtud, como acontece en los hombres, mas engéndralo de sí mismo y prodúcelo de su misma sustancia con la fuerza de su fecundidad eficaz. Y porque es infinitamente fecundo Él mismo, como si dijésemos, se es el padre y la madre.
Y así, para que lo entendiésemos en la manera que los hombres podemos (que entendemos solamente lo que el cuerpo nos pinta), la sagrada Escritura le atribuye vientre a Dios; y dice en ella Él a su Hijo en el Salmo, según la letra latina: «Del vientre, antes que naciese el lucero, Yo te engendré.» Para que, así como en llamarle Padre la divina Escritura nos dice que es su virtud la que engendra, así, ni más ni menos, en decir que le engendra en su vientre, nos enseña que lo engendra de su sustancia misma, y que Él basta sólo para producir este bien. Lo otro, no aparta Dios de sí lo que engendra, que eso es imperfección de los que engendran así, porque no pueden poner toda su semejanza en lo que de sí producen, y así es otro lo que engendran. Y el hombre, aunque engendra hombre, engendra otro hombre apartado de sí; que, dado que se le parece y allega en algunas cosas, en otras se le diferencia y desvía, y al fin se aparta y divide y desemeja, porque la división es ramo de desemejanza y principio de disensión y desconformidad.
Por donde, así como fue necesario que Dios tuviese Hijo, porque la soledad no es buena, así convino también que el Hijo no estuviese fuera del Padre, porque la división y apartamiento es negocio peligroso y ocasionado y porque en la verdad, el Hijo, que es Dios, no podía quedar sino en el seno, y, como si dijésemos, en las entrañas de Dios, porque la divinidad forzosamente es una y no se aparta ni divide. Y así dice Cristo de sí que Él está en su Padre, y su Padre en Él. Y San Juan dice de Él mismo que está siempre en el seno de su Padre. Por manera que es Hijo engendrado, y está en el seno del que lo engendra. En que, por ser Hijo engendrado, se concluye que no es la misma persona del Padre que le engendró, sino otra y distinta persona; y por estar en el seno de Él, se convence que no tiene diferente naturaleza de Él ni distinta. Y así el Padre y el Hijo son distintos en personas para compañía y uno en esencia de divinidad para descanso y concordia.
Lo tercero, esta generación y nacimiento no se hace partidamente ni poco a poco, ni es cosa que se hizo una vez y quedó hecha y no se hace después, sino, por cuanto es en sí limitado todo lo que se comienza y acaba, y lo que es Dios no tiene límite, desde toda la eternidad el Hijo ha nacido del Padre y eternamente está naciendo, y siempre nace todo y perfecto, y tan grande como es grande su Padre. Por donde a este nacimiento, que es uno, la sagrada Escritura le da nombre de muchos. Como es lo que escribe Miqueas, y dice: «De ti, Belén, me saldrá capitán para ser rey en Israel, y sus manantiales desde ya antes, desde los días de la eternidad.» Sus manantiales dice, porque manó y mana y manará, o por mejor decir, porque es un manantial que siempre manó y que mana siempre. Y así parecen muchos, siendo uno y sencillo, que siempre es todo, y que nunca se comienza ni nunca se acaba.
Lo otro, en esta generación no se mezcla pasión alguna ni cosa que perturbe la serenidad del juicio; antes se celebra toda con pureza y luz y sencillez, y es como un manar de una fuente y como una luz que sale con suavidad del cuerpo que luce y como un olor que, sin alterarse, expiran de sí las rosas. Por lo cual la Escritura dice de este divino Hijo, en una parte: «Es un vapor de la virtud de Dios y una emanación de la claridad del Todopoderoso, limpia y sincera.» Y en otra: «Yo soy como canal de agua perpetua, como regadera que salió del río, como arroyo que sale del paraíso.» De arte que aquí no se turba el ánimo, ni el entendimiento se anubla.
Antes, y sea lo quinto, el entendimiento de Dios, espejado y clarísimo, es el que la celebra, como los santos antiguos lo dicen expresamente y como las sagradas Letras lo dan bien a entender. Porque Dios entiende, por cuanto todo Él es mente y entendimiento, y se entiende a sí mismo porque en Él sólo se emplea su entendimiento como debe. Y entendiéndose a sí, y siéndole natural, por ser suma bondad, el apetecer la comunicación de sus bienes, ve todos sus bienes, que son infinitos, y ve y comprende según qué formas los puede comunicar, que son también infinitas, y de sí y de todo esto que ve en sí dice una palabra que lo declara, esto es, forma y dibuja en sí mismo una imagen viva, en la cual pone a sí y a todo lo que ve en sí, así como lo ve menuda y distintamente; y pasa en ella su misma naturaleza entendida y cotejada entre sí misma y considerada en todas aquellas maneras que comunicarse puede, y, como si dijésemos, conferida y comparada con todo lo que de ella puede salir. Y esta imagen producida en esta forma es su Hijo.
Porque, como un grande pintor, si quisiese hacer una imagen suya que lo retratase, volvería los ojos a sí mismo primero, y pondría en su entendimiento a sí mismo, y, entendiéndose menudamente, se dibujaría allí primero que en la tabla y más vivamente que en ella, y este dibujo suyo, hecho, como decimos, en el entendimiento y por él, sería como un otro pintor y, si le pudiese dar vida, sería un otro pintor de hecho, producido del primero, que tendría en sí todo lo que el primero tiene y lo mismo que el primero tiene, pero allegado y hecho vecino al arte y a la imagen de fuera, así Dios, que necesariamente se entiende y que apetece el pintarse, desde que se entiende, que es desde toda su eternidad, se pinta y se dibuja en sí mismo; y después, cuando le place, se retrata de fuera. Aquella imagen es el Hijo; el retrato que después hace fuera de sí son las criaturas, así cada una de ellas como todas las allegadas y juntas. Las cuales, comparadas con la figura que produjo Dios en sí y con la imagen del arte, son como sombras oscuras y como partes por extremo pequeñas, y como cosas muertas en comparación de la vida.
Y como, insistiendo todavía en el ejemplo que he dicho, si comparamos el retrato que de sí pinta en la tabla el pintor con el que dibujó primero en sí mismo, aquél es una tabla tosca y unos colores de tierra y unas rayas y apariencias vanas que carecen de ser en lo secreto, y éste, si es vivo como dijimos, es un otro pintor, así toda esta criatura es una ligera vislumbre y una cosa vana y más de apariencia que de sustancia, en comparación de aquella viva y expresa y perfecta imagen de Dios. Y, por esta razón, todo lo que en este mundo inferior nace y se muere, y todo lo que en el cielo se muda y, corriendo siempre en torno, nunca permanece en un ser, en esta imagen de Dios tiene su ser sin mudanza y su vida sin muerte, y es en ella de veras lo que en sí mismo es cuasi de burlas. Porque el ser que allí las cosas tienen es ser verdadero y macizo, porque es el mismo de Dios; mas el que tienen en sí es trefe y baladí, y como decimos, en comparación de aquél es sombra de ser. Por donde ella misma dice de sí: «En mí está la manida de la vida y de la verdad, en mí toda la esperanza de la vida y de la virtud.»
En que, diciendo que está toda la vida en ella, manifiesta que tiene ella en sí el ser de las cosas, y diciendo que está la verdad, dice la ventaja que el ser de las cosas que tiene hace al que ellas mismas tienen en sí mismas: que aquél es verdad y éste, en su comparación, es engaño. Y para la misma ventaja dice también: «Yo moro en las alturas y me asiento sobre la columna de nube; como cedro del Líbano me empiné, y como en el monte Sión el ciprés; ensalcéme como la palma de Gades y como los rosales de Jericó, como la oliva vistosa en los campos y como el plátano a las corrientes del agua.» Y San Juan dice de ella, en el capítulo primero de su Evangelio que «todo lo hecho era vida en el Verbo»; en que dice dos cosas: que estaba en esta imagen lo criado todo, y que, como en ella estaba, no solamente vivía como en sí vive, sino que era la vida misma.
Y por la misma razón, esta viva imagen es sabiduría puramente, porque es todo lo que sabe de sí Dios, que es el perfecto saber, y porque es el dechado y, como si dijésemos, el modelo de cuanto Dios hacer sabe, porque es la orden y la proporción, y la medida y la decencia y la compostura y la armonía y el límite, y el propio ser y razón de todo lo que Dios hace y puede. Por lo cual San Juan, en el principio de su Evangelio, le llama Logos por nombre, que, como sabéis, es palabra griega que significa todo esto que he dicho. Y por consiguiente, esta imagen puso las manos en todo cuando Dios lo crió, no solamente porque era ella el dechado a quien miraba el Padre cuando hizo las criaturas, sino porque era dechado vivo y obrador y que ponía en ejecución el oficio mismo que tiene.
Que, aunque tornemos al ejemplo que he puesto otra y tercera vez, si la imagen que el pintor dibujó en sí de sí mismo tuviese ser que viviese, y si fuese sustancia capaz de razón, cuando el pintor se quisiese retratar en la tabla, claro es que no solamente menearía el pintor la mano mirando a su imagen, mas ella misma, por sí misma, le regiría el pincel, y se pasaría ella a sí misma en la tabla; pues así San Pablo dice de esta imagen divina que hizo el Padre por ella los siglos. Y ella ¿qué dice?: «Yo salí de la boca del Alto, engendrada primero que criatura ninguna; Yo hice que naciese en el cielo la luz que nunca se apaga, y como niebla me extendí por toda la tierra.»
Y, ni más ni menos, de aquesto se ve con cuánta razón esta imagen es llamada Hijo, y Hijo por excelencias, y solo Hijo entre todas las cosas. Hijo porque procede, como dicho es, del entendimiento del Padre, y es la misma naturaleza y sustancia del Padre, expresada y viva con la misma vida de Dios. Hijo por excelencia, no solamente porque es el primero y el mejor de los hijos de Dios, sino porque es el que más iguala a su Padre entre todos. Hijo solo, porque Él solo representa enteramente a su Padre, y porque todas las criaturas que hace Dios, cada una por sí, en este Hijo las parió, como si digamos, primero todas mejoradas y juntas, y así Él solo es el parto de Dios cabal y perfecto, y todo lo demás que Dios hace nació primero en este su Hijo.
Y de la manera que lo que en las criaturas tiene nombre de padre y de primera origen y de primero principio, lo tiene según que el Padre del cielo se comunica con Él, y la paternidad criada es una comunicación de la paternidad eternal, como el Apóstol significa do dice: «De quien se deriva toda la paternidad de la tierra y del cielo»; por la misma manera, cuanto en lo criado es y se llama hijo de Dios, de este Hijo le viene que lo sea; porque en Él nació todo primero, y por eso nace en sí mismo después, porque nació eternamente primero en Él.
¿Qué dice acerca de esto San Pablo?: «Es imagen de Dios invisible, primogénito de todas las criaturas, porque todas se produjeron por Él, así las de los cielos como las de la tierra, las visibles y las invisibles.» Dice que es imagen de Dios, para que se entienda que es igual a Él y Dios como Él. Y porque consideréis el ingenio del Apóstol San Pablo, y el acuerdo con que pone las palabras que pone, y cómo las ordena y las traba entre sí, dice que esta imagen es imagen de Dios invisible, para dar a entender que Dios, que no se ve, por esta imagen se muestra, y que su oficio de ella es, según que decíamos, sacar a luz y poner en los ojos públicos lo que se encubre sin ella. Y porque dice que era imagen, añade que es engendrado, porque, como está dicho, siempre lo engendrado es muy semejante. Y dice que es engendrado primero, o que es primogénito, no sólo para decir que antecede en tiempo el que es eterno en nacer, sino para decir que es el original universal engendrado, y como la idea eternamente nacida de todo lo que puede por el discurso de los tiempos nacer, y el padrón vivo de todo, y el que tiene en sí y el que deriva de sí a todas las cosas su nacimiento y origen. Y así, porque dice esto, añade luego a propósito de ello y para declararlo mejor: «Porque en Él se produjeron todas las cosas, así las de los cielos como las de la tierra, las visibles y las invisibles.» En Él, dice; que quiere decir: en Él y por Él. En Él primero y originalmente, y por Él después como por maestro y artífice.
Así que, comparándolo con todas las criaturas, Él solo sobre todas es Hijo; y comparándolo con la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, sola esta imagen es la que se llama Hijo con propiedad y verdad. Porque aunque el Espíritu Santo sea Dios como el Padre, y tenga en sí la misma divinidad y esencia que Él tiene, sin que en ninguna cosa de ella se diferencie ni desemeje de Él, pero no la, tiene como imagen y retrato del Padre, sino como inclinación a Él y como abrazo suyo; y así, aunque sea semejante, no es semejanza según su relación particular y propia, ni su manera de proceder tiene por blanco el hacer semejante, y, por la misma razón, no es engendrado ni es hijo.
Quiero decir que, como yo me puedo entender a mí mismo, y me puedo amar después de entendido, y como del entenderme a mí nace de mí una imagen de mí, y del amarme se hace también en mí un peso que me lleva a mí mismo, y una inclinación a mí que se abraza conmigo, así Dios desde su eternidad se entiende y se ama, y, entendiéndose, como dijimos, y comprendiendo todo lo que su infinita fecundidad comprende engendra en sí una imagen viva de todo aquello que entiende; y de la misma manera, amándose a sí mismo, y abrazando en sí a todo cuanto en sí entiende, produce en sí una inclinación a todo lo que ama así, y produce, como dicho hemos, un abrazo de todo ello.
Mas diferimos en esto: que en mí esta imagen y esta inclinación son unos accidentes sin vida y sin sustancia, mas en Dios, a quien no puede advenir por accidente ninguna cosa, y en quien, todo lo que es, es divinidad y sustancia, esta imagen es viva y es Dios, y esta inclinación o abrazo que decimos es abrazo vivo y que está sobre sí.
Aquella imagen es Hijo, porque es imagen, y esta inclinación no es hijo porque no es imagen, sino Espíritu, porque es inclinación puramente. Y estas tres personas, Padre y Hijo y Espíritu Santo, son Dios y un mismo Dios, porque hay en todos tres una naturaleza divina sola, en el Padre de suyo, en el Hijo recibida del Padre, en el Espíritu recibida del Padre y del Hijo. Por manera que esta única naturaleza divina, en el Padre está como fuente y original, y en el Hijo como en retrato de sí misma, y en el Espíritu como en inclinación hacia sí. Y en un cuerpo, como si dijésemos, y en un bulto de luz, reverberando ella en sí misma por inefable y diferente manera, resplandecen tres cercos. ¡Oh sol inmenso y clarísimo!
Y porque dije, Sabino, sol, ninguna de las cosas visibles nos representa más claramente que el sol las condiciones de la naturaleza de Dios y de esta su generación que decimos. Porque así como el sol es un cuerpo de luz que se derrama por todo, así la naturaleza de Dios, inmensa, se extiende por todas las cosas. Y así como el sol, alumbrando, hace que se vean las cosas que las tinieblas encubren y que, puestas en oscuridad, parecen no ser, así la virtud de Dios, aplicándose, trae del no ser a la luz del ser a las cosas. Y así como el sol de suyo se nos viene a los ojos, y, cuanto de su parte es, nunca se esconde porque es él la luz y la manifestación de todo lo que se manifiesta y se ve, así Dios siempre se nos pone delante y se nos entra por nuestras puertas si nosotros no le cerramos la puerta, y lanza rayos de claridad por cualquiera resquicio que halle. Y como al sol juntamente le vemos y no le podemos mirar (vémosle, porque en todas las cosas que vemos, miramos su luz; no le podemos mirar, porque, si ponemos en él los ojos, los encandila), así de Dios podemos decir que es claro y oscuro, oculto y manifiesto. Porque a Él en sí no le vemos y, si alzamos el entendimiento a mirarle, nos ciega; y vémosle en todas las cosas que hace, porque en todas ellas resplandece su luz.
Y (porque quiero llegar esta comparación a su fin) así como el sol parece una fuente que mana y que lanza claridad de continuo con tanta prisa y agonía que parece que no se da a manos, así Dios, infinita bondad, está siempre como bullendo por hacemos bien, y enviando como a borbollones bienes de sí sin parar ni cesar. Y, para venir a lo que es propio de ahora, así como el sol engendra su rayo (que todo este bulto de resplandor y de luz que baña el cielo y la tierra, un rayo sólo es que envía de sí todo el sol), así Dios engendra un solo Hijo de sí, que reina y se extiende por todo. Y como este rayo del sol que digo tiene en sí toda la luz que el sol tiene y esa misma luz que tiene el sol, y así su imagen del sol es su rayo, así el Hijo que nace de Dios tiene toda la sustancia de Dios, y esa misma sustancia que Él tiene, y es, como decíamos, la sola y perfecta imagen del Padre. Y así como en el sol, que es puramente luz, el producir de su rayo es un enviar luz de sí, de manera que la luz, dando luz, le produce, esto es, que le produce la luz figurándose y pintándose y retratándose, así el Padre Eterno, figurándose su ser en sí mismo, engendra a su Hijo. Y como el sol produce siempre su rayo, que no lo produjo ayer y cesó hoy de producirlo, sino siempre le produce y, con producirle siempre, no le produce por partes, sino siempre y continuamente sale de él entero y perfecto, así Dios siempre, desde toda su eternidad, engendró y engendra y engendrará a su Hijo, y siempre enteramente. Y como, estándose en su lugar, su rayo nos le hace presente, y, en él y por él, se extiende por todas las cosas el sol, y es visto y conocido por él, así Dios, de quien San Juan dice que no es visto de nadie, en el Hijo suyo que engendra nos resplandece y nos luce, y, como Él lo dice de sí, Él es el que nos manifiesta a su Padre. Y finalmente, así como el sol, por la virtud de su rayo, obra adonde quiera que obra, así Dios lo crió todo y lo gobierna todo en su Hijo, en quien, si lo podemos decir, están como las simientes de todas las cosas.
Mas oigamos en qué manera, en el libro de los Proverbios, Él mismo dice aquesto mismo de sí: «El Señor me adquirió en el principio de sus caminos. Antes de sus obras, desde entonces. Desde siempre fui ordenada, desde el comienzo, de enantes de los comienzos de la tierra. Cuando no abismos, concebida Yo; cuando no fuentes, golpes grandes de aguas. Enantes que se aplomasen los montes, primero Yo que los collados formada. Aún no había hecho la tierra, los tendidos, las cabezas de los polos del mundo. Cuando aparejaba los cielos, allí estaba Yo; cuando señalaba círculo en redondo sobre la haz del abismo. Cuando fortificaba el cielo estrellado en lo alto, y ponía en peso las fuentes del agua. Cuando Él ponía su ley a los mares, y a las aguas que no traspasasen su orilla. Cuando establecía el cimiento a la tierra. Y junto con Él estaba Yo componiéndolo; y un día y cada día era dulces regalos. Jugando delante de Él de continuo, jugando en la redondez de su tierra; y deleites míos con hijos de hombres.»
En las cuales palabras, en lo primero que dice, que la adquirió Dios en la cabeza de sus caminos, lo uno entiende que no caminara Dios fuera de sí, quiero decir, que no hiciera fuera de sí las criaturas que hizo, a quienes comunicó su bondad, si antes y desde toda la eternidad no engendrara a su Hijo que, como dicho tenemos, es la razón y la traza, y el artificio y el artífice de todo cuanto se hace. Y lo otro, decir que la adquirió, es decir que usó de ella Dios cuando produjo las cosas, y que no las produjo acaso o sin mirar lo que hacía, sino con saber y con arte. Y lo tercero, pues dice que Dios la adquirió, da bien a entender que ni la engendró apartada de sí, ni, engendrándola en sí, le dio casa aparte después, sino que la adquirió, esto es, que, nacida de Él, queda dentro del mismo.