De los nombre de Cristo: Tomo 2, Principe de paz
Explícase qué cosa es paz, cómo Cristo es su autor, y, por tanto, llamado Príncipe de paz
-Cuando la razón no lo demostrara, ni por otro camino se pudiera entender cuán amable cosa sea la paz, esta vista hermosa del cielo que se nos descubre ahora, y el concierto que tienen entre sí estos resplandores que lucen en él, nos dan de ello suficiente testimonio. Porque ¿qué otra cosa es sino paz, o ciertamente una imagen perfecta de paz, esto que ahora vemos en el cielo y que con tanto deleite se nos viene a los ojos? Que si la paz es, como San Agustín breve y verdaderamente concluye, una orden sosegada o un tener sosiego y firmeza en lo que pide el buen orden, eso mismo es lo que nos descubre ahora esta imagen. Adonde el ejército de las estrellas, puesto como en ordenanza y como concertado por sus hileras, luce hermosísimo, y adonde cada una de ellas inviolablemente guarda su puesto, adonde no usurpa ninguna el lugar de su vecina ni la turba en su oficio, ni menos, olvidada del suyo, rompe jamás la ley eterna y santa que le puso la Providencia; antes, como hermanadas todas y como mirándose entre sí, y comunicándose sus luces las mayores con las menores, se hacen muestra de amor y, como en cierta manera, se reverencian unas a otras, y todas juntas templan a veces sus rayos y sus virtudes, reduciéndolas a una pacífica unidad de virtud, de partes y aspectos diferentes compuesta, universal y poderosa sobre toda manera.
Y si así se puede decir, no sólo son un dechado de paz clarísimo y bello, sino un pregón y un loor que con voces manifiestas y encarecidas nos notifica cuán excelentes bienes son los que la paz en sí contiene y los que hace en todas las cosas. La cual voz y pregón, sin ruido se lanza en nuestras almas, y de lo que en ellas lanzada hace, se ve y entiende bien la eficacia suya y lo mucho que las persuade. Porque luego, como convencidas de cuánto les es útil y hermosa la paz, se comienzan ellas a pacificar en sí mismas y a poner a cada una de sus partes en orden.
Porque si estamos atentos a lo secreto que en nosotros pasa, veremos que este concierto y orden de las estrellas, mirándolo, pone en nuestras almas sosiego, y veremos que con sólo tener los ojos enclavados en él con atención, sin sentir en qué manera, los deseos nuestros y las afecciones turbadas, que confusamente movían ruido en nuestros pechos de día, se van aquietando poco a poco y, como adormeciéndose, se reposan tomando cada una su asiento, y reduciéndose a su lugar propio, se ponen sin sentir en sujeción y concierto. Y veremos que así como ellas se humillan y callan, así lo principal y lo que es señor en el alma, que es la razón, se levanta y recobra su derecho y su fuerza, y como alentada con esta vista celestial y hermosa, concibe pensamientos altos y dignos de sí, y, como en una cierta manera, se recuerda de su primer origen, y al fin pone todo lo que es vil y bajo en su parte, y huella sobre ello. Y así, puesta ella en su trono como emperatriz, y reducidas a sus lugares todas las demás partes del alma, queda todo el hombre ordenado y pacífico.
Mas ¿qué digo de nosotros que tenemos razón? Esto insensible y esto rudo del mundo, los elementos y la tierra y el aire y los brutos, se ponen todos en orden y se aquietan luego que, poniéndose el sol, se les representa este ejército resplandeciente. ¿No veis el silencio que tienen ahora todas las cosas, y cómo parece que, mirándose en este espejo bellísimo, se componen todas ellas y hacen paz entre sí, vueltas a sus lugares y oficios, y contentas con ellos?
Es, sin duda, el bien de todas las cosas universalmente la paz; y así, dondequiera que la ven la aman. Y no sólo ella, mas la vista de su imagen de ella las enamora y las enciende en codicia de asemejársele, porque todo se inclina fácil y dulcemente a su bien. Y aun si confesamos, como es justo confesar, la verdad, no solamente la paz es amada generalmente de todos, mas sola ella es amada y seguida y procurada por todos. Porque cuanto se obra en esta vida por los que vivimos en ella, y cuanto se desea y afana, es para conseguir este bien de la paz; y este es el blanco adonde enderezan su intento, y el bien a que aspiran todas las cosas. Porque si navega el mercader y si corre los mares, es por tener paz con su codicia que le solicita y guerrea. Y el labrador, en el sudor de su cara y rompiendo la tierra, busca paz, alejando de sí cuanto puede al enemigo duro de la pobreza. Y por la misma manera, el que sigue el deleite, y el que anhela la honra, y el que brama por la venganza, y, finalmente, todos y todas las cosas buscan la paz en cada una de sus pretensiones. Porque, o siguen algún bien que les falta, o huyen algún mal que los enoja.
Y porque así el bien que se busca como el mal que se padece o se teme, el uno con su deseo y el otro con su miedo y dolor, turban el sosiego del alma y son como enemigos suyos que le hacen guerra, colígese manifiestamente que es huir la guerra y buscar la paz todo cuanto se hace. Y si la paz es tan grande y tan único bien, ¿quién podrá ser príncipe de ella, esto es, causador de ella y principal fuente suya, sino ese mismo que nos es el principio y el autor de todos los bienes, Jesucristo, Señor y Dios nuestro? Porque si la paz es carecer de mal que aflige y de deseo que atormenta, y gozar de reposado sosiego, sólo Él hace exentas las almas del temer, y las enriquece por tal manera, que no les queda cosa que poder desear.
Mas, para que esto se entienda, será bien que digamos por su orden qué cosa es paz y las diferentes maneras que de ella hay, y si Cristo es príncipe y autor de ella en nosotros según todas sus partes y maneras, y de la forma en cómo es su autor y su príncipe.
-Lo primero de esto que proponéis -dijo entonces Sabino- paréceme, Marcelo, que está ya declarado por vos en lo que habéis dicho hasta ahora, adonde lo probasteis con la autoridad y testimonio de San Agustín.
-Es verdad que dije -respondió luego Marcelo- que la paz, según dice San Agustín, no es otra cosa sino una orden sosegada o un sosiego ordenado. Y aunque no pienso ahora determinarla por otra manera, porque ésta de San Agustín me contenta, todavía quiero insistir algo acerca de esto mismo que San Agustín dice, para dejarlo más enteramente entendido.
Porque, como veis, Sabino, según esta sentencia, dos cosas diferentes son las de que se hace la paz, conviene a saber: sosiego y orden. Y hácese de ellas así, que no será paz si alguna de ellas, cualquiera que sea, le faltare. Porque, lo primero, la paz pide orden, o, por mejor decir, no es ella otra cosa sino que cada una cosa guarde y conserve su orden. Que lo alto esté en su lugar, y lo bajo, por la misma manera; que obedezca lo que ha de servir, y lo que es de suyo señor que sea servido y obedecido; que haga cada uno su oficio, y que responda a los otros con el respeto que a cada uno se debe. Pide, lo segundo, sosiego la paz. Porque, aunque muchas personas en la república, o muchas partes en el alma y en el cuerpo del hombre conserven entre sí su debido orden y se mantengan cada una en su puesto, pero si las mismas están como bullendo para desconcertarse, y como forcejeando entre sí para salir de su orden, aun antes que consigan su intento y se desordenen, aquel mismo bullicio suyo y aquel movimiento destierra la paz de ellas, y el moverse o el caminar al desorden, o siquiera el no tener en el orden estable firmeza, es, sin duda, una especie de guerra.
Por manera que la orden sola sin el reposo no hace paz; ni, al revés, el reposo y el sosiego, si le falta la orden. Porque una desorden sosegada (si puede haber sosiego en la desorden), pero, si le hay, como de hecho le parece haber en aquellos en quienes la grandeza de la maldad, confirmada con la larga costumbre, amortiguando el sentido del bien, hace asiento; así que el reposo en la desorden y mal, no es sosiego de paz, sino confirmación de guerra; y es, como en las enfermedades confirmadas del cuerpo, pelea y contienda y agonía incurable.
Es, pues, la paz sosiego y concierto. Y porque así el sosiego como el concierto dicen respecto a otro tercero, por eso propiamente la paz tiene por sujeto a la muchedumbre; porque en lo que es uno y del todo sencillo, si no es refiriéndolo a otro, y por respeto de aquello a quien se refiere, no se asienta propiamente la paz.
Pues, cuanto a este propósito pertenece, podemos comparar el hombre, y referirlo a tres cosas: lo primero a Dios; lo segundo a ese mismo hombre, considerando las partes diferentes que tiene, y comparándolas entre sí; y lo tercero, a los demás hombres y gentes con quienes vive y conversa. Y según estas tres comparaciones, entendemos luego que puede haber paz en él por tres diferentes maneras. Una, si estuviere bien concertado con Dios; otra, si él, dentro de sí mismo, viviere en concierto; y la tercera, si no se atravesare ni encontrare con otros.
La primera consiste en que el alma esté sujeta a Dios y rendida a su voluntad, obedeciendo enteramente sus leyes, y en que Dios, como en sujeto dispuesto, mirándola amorosa y dulcemente, influya el favor de sus bienes y dones. La segunda está en que la razón mande, y el sentido y los movimientos de él obedezcan sus mandamientos, y no sólo en que obedezcan, sino en que obedezcan con presteza y con gusto, de manera que no haya alboroto entre ellos ninguno ni rebeldía, ni procure ninguno por que la haya, sino que gusten así todos del estar a una, y les sea así agradable la conformidad, que ni traten de salir de ella, ni por ello forcejeen. La tercera es dar su derecho a todos cada uno, y recibir cada uno de todos aquello que se le debe sin pleito ni contienda.
Cada una de estas paces es para el hombre de grandísima utilidad y provecho, y de todas juntas se compone y fabrica toda su felicidad y bienandanza. La utilidad de la postrera manera de paz, que nos ajunta estrechamente y nos tiene en sosiego a los hombres unos con otros, cada día hacemos experiencia de ella, y los llorosos males que nacen de las contiendas y de las diferencias y de las guerras, nos la hacen más conocer y sentir.
El bien de la segunda, que es vivir concertada y pacíficamente consigo mismo, sin que el miedo nos estremezca ni la afición nos inflame, ni nos saque de nuestros quicios la alegría vana ni la tristeza, ni menos el dolor nos envilezca y encoja, no es bien tan conocido por la experiencia; porque, por nuestra miseria grande, son muy raros los que hacen experiencia de él; mas convéncese por razón y por autoridad claramente.
Porque ¿qué vida puede ser la de aquel en quien sus apetitos y pasiones, no guardando ley ni buena orden alguna, se mueven conforme a su antojo? ¿La de aquel que por momentos se muda con aficiones contrarias, y no sólo se muda, sino muchas veces apetece y desea juntamente lo que en ninguna manera se compadece estar junto: ya alegre, ya triste, ya confiado, ya temeroso, ya vil, ya soberbio? O ¿qué vida será la de aquel en cuyo ánimo hace presa todo aquello que se le pone delante?; ¿del que todo lo que se le ofrece al sentido desea?; ¿del que se trabaja por alcanzarlo todo, y del que revienta con rabia y coraje porque no lo alcanza?; ¿del que lo alcanza hoy, lo aborrece mañana, sin tener perseverancia en ninguna cosa más que en ser inconstante? ¿Qué bien puede ser bien entre tanta desigualdad? O ¿cómo será posible que un gusto tan turbado halle sabor en ninguna prosperidad ni deleite? O, por mejor decir, ¿cómo no turbará y volverá de su calidad malo y desabrido a todo aquello que en él se infundiere? No dice esto mal, Sabino, vuestro poeta:
A quien teme o desea sin mesura, su casa y su riqueza así le agrada como a la vista enferma la pintura, como a la gota el ser muy fomentada, o como la vihuela en el oído, que la podre atormenta amontonada. Si el vaso no está limpio, corrompido, aceda todo aquello que infundieres.
Y mejor mucho, y más brevemente, el Profeta, diciendo: «El malo, como mar que hierve, que no tiene sosiego.» Porque no hay mar brava, en quien los vientos más furiosamente ejecuten su ira, que iguale a la tempestad y a la tormenta que, yendo unas olas y viniendo otras, mueven en el corazón desordenado del hombre sus apetitos y sus pasiones. Las cuales, a las veces, le oscurecen el día, y le hacen temerosa la noche, y le roban el sueño, y la cama se la vuelven dura, y la mesa se la hacen trabajosa y amarga, y, finalmente, no le dejan una hora de vida dulce y apacible de veras. Y así concluye diciendo: «Dice el Señor: no cabe en los malos paz.» Y si es tan dañosa esta desorden, el carecer de ella y la paz que la contradice y que pone orden en todo el hombre, sin duda es gran bien. Y por semejante manera se conoce cuán dulce cosa es y cuán importante es el andar a buenas con Dios y el conservar su amistad, que es la tercera manera de paz que decíamos, y la primera de todas tres. Porque de los efectos que hace su ira en aquellos contra quienes mueve guerra, vemos por vista de ojos cuán provechosa e importante es su paz.
Jeremías, en nombre de Jerusalén, encarece con lloro el estrago que hizo en ella el enojo de Dios, y las miserias a que vino por haber trabado guerra con él: «Quebrantó, dice, con ira y braveza toda la fortaleza de Israel, hizo volver atrás su mano derecha delante del enemigo, y encendió en Jacob como una llama de fuego abrasante en derredor. Fechó su arco como contrario, refirmó su derecha como enemigo, y puso a cuchillo todo lo hermoso, y todo lo que era de ver en la morada de la hija de Sión; derramó como fuego su gran coraje. Volvióse Dios enemigo, despeñó a Israel, asoló sus muros, deshizo sus reparos, colmó a la hija de Judá de bajeza y miseria.» Y va por esta manera prosiguiendo muy largamente.
Mas en el libro de Job se ve como dibujado el miserable mal que pone Dios en el corazón de aquellos contra quienes se muestra enojado: «Sonido, dice, de espanto siempre en sus orejas; y, cuando tiene paz, se recela de alguna celada; no cree poder salir de tinieblas, y mira en derredor, recatándose por todas partes de la espada; atemorízale la tribulación y cércale a la redonda la angustia.» Y, sobre todos, refiriendo Job sus dolores, pinta singularmente en sí mismo el estrago que hace Dios en los que se enoja. Y decirlo he en la manera que nuestro común amigo, en verso castellano, lo dijo. Dice, pues:
Veo que Dios los pasos me ha tomado; cortado me ha la senda, y con oscura tiniebla mis caminos ha cerrado. Quitó de mi cabeza la hermosura del rico resplandor con que iba al cielo; desnudo me dejó con mano dura. Cortóme en derredor, y vine al suelo cual árbol derrocado; mi esperanza el viento la llevó con presto vuelo. Mostró de su furor la gran pujanza, airado, y, triste yo, como si fuera contrario, así de sí me aparta y lanza. Corrió como en tropel su escuadra fiera, y vino y puso cerco a mi morada, y abrió por medio de ella gran carrera.
Y si del tener por contrario a Dios y del andar en bandos con Él nacen estos daños, bien se entiende que carecerá de ellos el que se conservare en su paz y amistad; y no sólo carecerá de estos daños, mas gozará de señalados provechos. Porque como Dios enojado y enemigo es terrible, así amigo y pacífico es liberal y dulcísimo, como se ve en lo que Isaías en su persona de Él dice que hará con la congregación santa de sus amigos y justos: «Alegraos con Jerusalén, dice, y regocijaos con ella todos los que la queréis bien; gozaos, gozaos mucho con ella todos los que la llorabais, para que, a los pechos de su contento puestos, los gustéis y os hartéis, para que los exprimáis, y tengáis sobra de los deleites de su perfecta gloria. Porque el Señor dice así: Yo derivaré sobre ella como un río de paz, y como una avenida creciente la gloria de las gentes, de que gozaréis; traeros han a los pechos, y sobre las rodillas puestos, os harán regalos; como si una madre acariciase a su hijo, así Yo os consolaré a vosotros; con Jerusalén seréis consolados.»
Así que, cada una de estas tres paces es de mucha importancia. Las cuales, aunque parecen diferentes, tienen entre sí cierta conformidad y orden, y nacen de la una de ellas las otras por esta manera. Porque del estar uno concertado y bien compuesto dentro de sí, del tener paz consigo mismo, no habiendo en él cosa rebelde que a la razón contradiga, nace, como de fuente, lo primero el estar en concordia con Dios, y lo segundo el conservarse en amistad con los hombres.
Y digamos de cada una cosa por sí. Porque, cuanto a lo primero, cosa manifiesta es que Dios, cuando se nos pacifica y, de enemigo, se amista, y se desenoja y ablanda, no se muda Él, ni tiene otro parecer o querer de aquel que tuvo desde toda la eternidad sin principio, por el cual perpetuamente aborrece lo malo y ama lo bueno y se agrada de ello, sino el mudarnos nosotros usando bien de sus gracias y dones, y el poner en orden a nuestras almas, quitando lo torcido de ellas y lo contumaz y rebelde, y pacificando su reino y ajustándolas con la ley de Dios, y por este camino, el quitarnos del cuento y de la lista de los perdidos y torcidos que Dios aborrece, y traspasarnos al bando de los buenos que Dios ama, y ser del número de ellos, eso quita a Dios de enojo y nos torna en su buena gracia.
No porque se mude ni altere Él, ni porque comience a amar ahora otra cosa diferente de lo que amó siempre, sino porque, mudándonos nosotros, venimos a figurarnos en aquella manera y forma que a Dios siempre fue agradable y amable. Y así Él, cuando nos convida a su amistad por el Profeta, no nos dice que se mudará Él, sino pídenos que nos convirtamos a Él nosotros, mudando nuestras costumbres. «Convertíos a Mí, dice, y Yo me convertiré a vosotros.» Como diciendo: Volveos vosotros a Mí, que, haciendo vosotros esto, por el mismo caso Yo estoy vuelto a vosotros, y os miro con los ojos y con las entrañas de amor con que siempre estoy mirando a los que debidamente me miran. Que, como dice David en el Salmo: «Los ojos del Señor sobre los justos, y sus oídos en sus ruegos de ellos.»
Así que Él mira siempre a lo bueno con vista de aprobación y de amor. Porque, como sabéis, Dios y lo que es amado de Dios siempre se están mirando entre sí, y como si dijésemos, Dios en el que ama, y el que ama a Dios, en ese mismo Dios tiene siempre enclavados los ojos. Dios mira por él con particular providencia, y él mira a Dios para agradarle con solicitud y cuidado; de lo primero, dice David en el Salmo: «Los ojos del Señor sobre los justos, y sus oídos a sus ruegos de ellos.» De lo segundo dicen ellos también: «Como los ojos de los siervos miran con atención a las manos y a los semblantes de sus señores, así nuestros ojos los tenemos fijados en Dios.» Y en los Cantares pide el Esposo al alma justa que le muestre la cara porque ese es oficio del justo. Y a muchos justos, en las sagradas Letras en particular, para decirles Dios que sean justos y que perseveren y se adelanten en la virtud, les dice así y les pide que no se escondan de Él, sino que anden en su presencia y que le traigan siempre delante.
Pues cuando dos cosas en esta manera juntamente se miran, si es así que la una de ellas es inmudable, y si con esto acontece que se dejen de mirar algún tiempo, eso de necesidad vendrá, porque la otra que se podía torcer, usando de su poder, volvió a otra parte la cara; y, si tornaren a mirarse después, será la causa porque aquella misma que se torció y escondió, volvió otra vez su rostro hacia la primera, mudándose.
Y de esta misma manera, estándose Dios firme e inmudable en sí mismo, y no habiendo más alteración en su querer y entender que la hay en su vida y en su ser, porque en Él todo es una misma cosa, el ser y el querer, nuestra mudanza miserable y las veces de nuestro albedrío, que, como vientos diversos, juegan con nosotros, y nos vuelven al mal por momentos, nos llevan a la gracia de Dios ayudados de ella, y nos sacan de ella con su propia fuerza mil veces. Y mudándome yo, hago que parezca Dios mudarse conmigo, no mudándose Él nunca.
Así que, por el mismo caso que lo torcido de mi alma se destuerce, y lo alborotado de ella se pone en paz y se vuelve, vencidas las nieblas y la tempestad del pecado, a la pureza y a lo sereno de la luz verdadera, Dios luego se desenoja con ella. Y de la paz de ella consigo misma, criada en ella por Dios, nace la paz segunda que, como dijimos, consiste en que Dios y ella, puestos aparte los enojos, se amen y quieran bien.
Y de la misma manera, en tener uno paz consigo es principio ciertísimo para tenerla con todos los otros. Porque sabida cosa es que lo que nos diferencia y lo que nos pone en contienda y en guerra a unos con otros, son nuestros deseos desordenados, y que la fuente de la discordia y rencilla siempre es y fue la mala codicia de nuestro vicioso apetito. Porque todas las diferencias y enojos que los hombres entre sí tienen, siempre se fundan sobre la pretensión de alguno de estos bienes que llaman bienes los hombres, como son, o el interés o la honra o el pasatiempo y deleite; que, como son bienes limitados y que tienen su cierta tasa, habiendo muchos que los pretendan sin orden, no bastan a todos, o vienen a ser para cada uno menores, y así se embarazan y se estorban los unos a los otros aquellos que sin rienda los aman. Y del estorbo nace el disgusto, y de él el enojo; y al enojo se le siguen los pleitos y las diferencias, y, finalmente, las enemistades capitales y las guerras. Como lo dice Santiago, casi por estas mismas palabras: «¿De dónde hay en vosotros pleitos y guerras, sino por causa de vuestros deseos malos?»
Y, al revés, el hombre de ánimo bien compuesto y que conserva paz y buen orden consigo, tiene atajadas y como cortadas casi todas las ocasiones, y, cuanto es de su parte, sin duda todas las que le pueden encontrar con los hombres. Que si los otros se desentrañan por estos bienes, y si a rienda suelta y como desalentados siguen en pos del deleite, y se desvelan por las riquezas, y se trabajan y fatigan por subir a mayor grado y a mayor dignidad adelantándose a todos, este que digo no se les pone delante para hacerles dificultad o para cerrarles el paso, antes, haciéndose a su parte, y rico y contento con los bienes que posee en su alma, les deja a los demás campo ancho, y, cuanto es de su parte, bien desembarazado, adonde a su contento se espacien. Y nadie aborrece al que en ninguna cosa le daña. Y el que no ama lo que los otros aman, y ni quiere ni pretende quitar de las manos y de las uñas a ninguno su bien, no daña a ninguno.
Así que, como la piedra que en el edificio está asentada en su debido lugar, o, por decir cosa más propia, como la cuerda en la música, debidamente templada en sí misma, hace música dulce con todas las demás cuerdas, sin disonar con ninguna, así el ánimo bien concertado dentro de sí, y que vive sin alboroto, y tiene siempre en la mano la rienda de sus pasiones y de todo lo que en él puede mover inquietud y bullicio, consuena con Dios y dice bien con los hombres, y, teniendo paz consigo mismo, la tiene con los demás. Y, como dijimos, estas tres paces andan eslabonadas entre sí mismas, y de la una de ellas nacen, como de fuente, las otras, y ésta de quien nacen las demás es aquella que tiene su asiento en nosotros.
De la cual San Agustín dice bien en esta manera: «Vienen a ser pacíficos en sí mismos los que, poniendo primero en concierto todos los movimientos de su alma, y sujetándolos a la razón, esto es, a lo principal del alma, y espíritu, y teniendo bien domados los deseos carnales, son hechos reino de Dios, en el cual todo está ordenado; así que, mande en el hombre lo que en él es más excelente, y lo demás en que convenimos con los animales brutos no le contradiga; y eso mismo excelente, que es la razón, esté sujeta a lo que es mayor que ella, esto es, a la verdad misma, y al Hijo unigénito de Dios, que es la misma verdad. Porque no le será posible a la razón tener sujeto lo que es inferior, si ella, a lo que superior le es, no sujetare a sí misma. Y esta es la paz que se concede en el suelo a los hombres de buena voluntad, y la en que consiste la vida del sabio perfecto.»
Mas dejando esto aquí, averigüemos ahora y veamos -que ya el tiempo lo pide- qué hizo Cristo para poner el reino de nuestras almas en paz, y por dónde es llamado príncipe de ella. Que decir que es príncipe de esta obra, es decir no sólo que Él la hace, mas que es sólo Él que la puede hacer, y que es el que se aventaja entre todos aquellos que han pretendido el hacer este bien, lo cual ciertamente han pretendido muchos, pero no les ha sucedido a ninguno. Y así hemos de asentar por muy ciertas dos cosas: una, que la religión o la policía o la doctrina o maestría que no engendra en nuestras almas paz y composición de afectos y de costumbres, no es Cristo ni religión suya por ninguna manera; porque, como sigue la luz al sol, así este beneficio acompaña a Cristo siempre, y es infalible señal de su virtud y eficacia.
La otra cosa es que ninguno jamás, aunque lo pretendieron muchos, pudo dar este bien a los hombres sino Cristo y su ley. Por Manera que no solamente es obra suya esta paz, mas obra que Él sólo la supo hacer, que es la causa por donde es llamado su príncipe. Porque unos, atendiendo a nuestro poco saber, e imaginando que el desorden de nuestra vida nacía solamente de la ignorancia, parecióles que el remedio era desterrar de nuestro entendimiento las tinieblas del error, y así pusieron su cuidado y diligencia en solamente dar luz al hombre con leyes, y en ponerle penas que le indujesen con su temor a aquello que le mandaban las leyes. De esto, como ahora decíamos, trató la ley vieja, y muchos otros hombres que ordenaron leyes atendieron a esto, y mucha parte de los antiguos filósofos escribieron grandes libros acerca de este propósito.
Otros, considerando la fuerza que en nosotros tiene la carne y la sangre, y la violencia grande de sus movimientos, persuadiéronse que de la compostura y complexión del cuerpo manaban, como de fuente, la destemplanza y turbaciones del alma, y que se podría atajar este mal con sólo cortar esta fuente. Y porque el cuerpo se ceba y se sustenta con lo que se come, tuvieron por cierto que, con poner en ello orden y tasa, se reduciría a buen orden el alma, y se conservaría siempre en paz y salud. Y así vedaron unos manjares, lo que les pareció que, comidos, con su vicioso jugo, acrecentarían las fuerzas desordenadas y los malos movimientos del cuerpo, y de otros señalaron cuándo y cuánto de ellos se podía comer, y ordenaron ciertos ayunos y ciertos lavatorios, con otros semejantes ejercicios, enderezados todos a adelgazar el cuerpo, criando en él una santa y limpia templanza.
Tales fueron los filósofos indios, y muchos sabios de los bárbaros siguieron por este camino. Y en las leyes de Moisés algunas de ellas se ordenaron para esto también. Mas ni los unos ni los otros salieron con su pretensión, porque, puesto caso que estas cosas sobredichas todas ellas son útiles para conseguir este fin de paz que decimos, y algunas de ellas muy necesarias, mas ninguna de ellas, ni juntas todas, no son bastantes ni poderosas para criar en el alma esta paz enteramente, ni para desterrar de ella, o a lo menos para poner en concierto en ella, estas olas de pasiones y movimientos furiosos que la alteran y turban. Porque habéis de entender que en el hombre, en quien hay alma y hay cuerpo, y en cuya alma hay voluntad y razón, por el grande estrago que hizo en él el pecado primero, todas estas tres cosas quedaron miserablemente dañadas. La razón con ignorancias, el cuerpo y la carne con sus malos siniestros, dejados sin rienda, y la voluntad, que es la que mueve en el reino del hombre, sin gusto para el bien y golosa para el mal, y perdidamente inclinada, y como despojada del aliento del cielo, y como revestida de aquel malo y ponzoñoso espíritu de la serpiente, de quien esta mañana tantas veces y tan largamente decíamos.
Y con esto, que es cierto, habéis también de entender que de estos tres males y daños, el de la voluntad es como la raíz y el principio de todos. Porque, como en el primer hombre se ve, que fue el autor de estos males, y el primero en quien ellos hicieron prueba y experiencia de sí mismos, el daño de la voluntad fue el primero; y de allí se extendió, cundiendo la pestilencia, al entendimiento y al cuerpo. Porque Adán no pecó porque primero se desordenase el sentido en él, ni porque la carne, con su ardor violento llevase en pos de sí la razón, ni pecó por haberse cegado primero su entendimiento con algún grave error, que, como dice San Pablo, en aquel artículo no fue engañado el varón, sino pecó porque quiso lisamente pecar, esto es, porque abriendo de buena gana las puertas de su voluntad, recibió en ella el espíritu del demonio, y, dándole a él asiento, la sacó a ella de la obediencia de Dios y de su santa orden y de la luz y favor de su gracia. Y hecho una por una este daño, luego de él le nació en el cuerpo desorden y en la razón ceguedad. Así que la fuente de la desventura y guerra común es la voluntad dañada y como emponzoñada con esta maldad primera.
Y porque los que pusieron leyes para alumbrar nuestro error mejoraban la razón solamente, y los que ordenaron la dieta corporal, vedando y concediendo manjares, templaban solamente lo dañado del cuerpo, y la fuente del desconcierto del hombre y de estas desórdenes todas no tenía asiento ni en la razón ni en el cuerpo, sino, como hemos dicho, en la voluntad maltratada, como no atajaban la fuente ni atinaban ni podían atinar a poner medicina en esta podrida raíz, por eso careció su trabajo del fruto que pretendían. Sólo aquel lo consiguió que supo conocer esta origen, y, conocida, tuvo saber y virtud para poner en ella su medicina propia, que fue Jesucristo, nuestra verdadera salud. Porque lo que remedia este mal espíritu y este perverso brío con que se corrompió en su primer principio la voluntad, es un otro espíritu santo y del cielo, y lo que sana esta enfermedad y malatía de ella, es el don de la gracia, que es salud y verdad. Y esta gracia y este espíritu sólo Cristo pudo merecerlo y sólo Cristo lo da, porque, como decíamos acerca del nombre pasado -y es bien que se tome a decir para que se entienda mejor, porque es punto de grande importancia- no se puede falsear ni contrastar lo que dice San Juan: «Moisés hizo la ley, mas la gracia es obra de Cristo.» Como si en más palabras dijera: Esto, que es hacer leyes y dar luz con mandamientos al entendimiento del hombre, Moisés lo hizo, y muchos otros legisladores y sabios lo intentaron hacer, y en parte lo hicieron; y aunque Cristo también en esta parte sobró a todos ellos con más ciertas y más puras leyes que hizo, pero lo que puede enteramente sanar al hombre, y lo que es sola y propia obra de Cristo, no es eso -que muy bien se compadecen entendimiento claro y voluntad perversa, razón desengañada y mal inclinada voluntad-, mas es sola la gracia y el espíritu bueno, en el cual ni Moisés ni ningún otro sabio ni criatura del mundo tuvo poder para darlo, sino es sólo Cristo Jesús.
Lo cual es en tanta manera verdad (no sólo que Cristo es el que nos da esta medicina eficaz de la gracia, sino que sola ella es la que nos puede sanar enteramente, y que los demás medios de luz y ejercicios de vida jamás nos sanaron), que muchas veces aconteció que la luz que alumbraba el entendimiento, y las leyes que le eran como antorcha para descubrirle el camino justo, no sólo no remediaron el mal de los hombres, mas antes, por la disposición de ellos mala, les acarrearon daño y enfermedad notablemente mayor. Y lo que era bueno en sí, por la calidad del sujeto enfermo y malsano, se les convertía en ponzoña que los dañaba más, como lo escribe expresamente San Pablo en una parte, diciendo que la ley le quitó la vida del todo; y en otra, que por ocasión de la ley se acrecentó y salió el pecado como de madre; y en otra, dando la razón de esto mismo, porque dice: «El pecado que se comete habiendo ley es pecado en manera superlativa», esto es, porque se peca, cuando así se peca, más gravemente, y viene así a llegar a sus mayores quilates la malicia del mal.
Porque, a la verdad, como muestra bien Platón en el segundo Alcibiades, a los que tienen dañada la voluntad, o no bien aficionada acerca del fin último y acerca de aquello que es lo mejor, la ignorancia les es útil las más de las veces y el saber peligroso y dañoso; porque no les sirve de freno para que no se arrojen al mal -porque sobrepuja sobre todo el desenfrenamiento, y, como si dijésemos, el desbocamiento de su voluntad estragada-, sino antes les es ocasión, unas veces para que pequen más sin disculpa, y otras para que de hecho pequen los que sin aquella luz no pecaran. Porque, por su grande maldad, que la tienen ya como embebida en las venas, usan de la luz, no para encaminar sus pasos bien, sino para hallar medios e ingenios para traer a ejecución sus perversos deseos más fácilmente; y, aprovéchanse de la luz y del ingenio, no para lo que ello es, para guía del bien, sino para adalid o para ingeniero del mal, y, por ser más agudos y más sabios, vienen a corromperse más y a hacerse peores. De lo cual todo resulta que sin la gracia no hay paz ni salud, y que la gracia es obra nacida del merecimiento de Cristo.
Mas porque esto es claro y ciertísimo, veamos ahora qué cosa es gracia o qué fuerza es la suya, y en que manera, sanando la voluntad, cría paz en todo el hombre interior y exterior.
Y diciendo esto Marcelo, puso los ojos en el agua, que iba sosegada y pura, y relucían en ella como en espejo todas las estrellas y hermosura del cielo, y parecía como otro cielo sembrado de hermosos luceros; y, alargando la mano hacia ella, y como mostrándola, dijo luego así:
-Esto mismo que ahora aquí vemos en esta agua, que parece como un otro cielo estrellado, en parte nos sirve de ejemplo para conocer la condición de la gracia. Porque así como la imagen del cielo recibida en el agua, que es cuerpo dispuesto para ser como espejo, al parecer de nuestra vista la hace semejante a sí mismo, así, como sabéis, la gracia venida al alma y asentada en ella, no al parecer de los ojos, sino en el hecho de la verdad, la asemeja a Dios y le da sus condiciones de Él, y la transforma en el cielo, cuanto le es posible a una criatura que no pierde su propia sustancia, ser transformada. Porque es una cualidad, aunque criada, no de la cualidad ni del metal de ninguna de las criaturas que vemos, ni tal cuales son todas las que la fuerza de la naturaleza produce, que ni es aire ni fuego ni nacida de ningún elemento; y la materia del cielo y los cielos mismos le reconocen ventaja en orden de nacimiento y en grado más subido de origen. Porque todo aquello es natural y nacido por la ley natural, mas ésta es sobre todo lo que la naturaleza puede y produce. En aquella manera nacen las cosas con lo que les es natural y propio, y como debido a su estado y a su condición, mas lo que la gracia da, por ninguna manera puede ser natural a ninguna sustancia criada, porque, como digo, traspasa sobre todas ellas, y es como un retrato de lo más propio de Dios, y cosa que le retrae y remedia mucho, lo cual no puede ser natural sino a Dios.
De arte que la gracia es una como deidad y una como figura viva del mismo Cristo, que, puesta en el alma, se lanza en ella y la deifica, y, si se va a decir verdad, es el alma del alma. Porque, así como mi alma, abrazada a mi cuerpo y extendiéndose por todo él, siendo caedizo y de tierra, y de suyo cosa pesadísima y torpe, le levanta en pie y le menea, y le da aliento y espíritu, y así le enciende en calor que le hace como una llama de fuego y le da las condiciones del fuego, de manera que la tierra anda, y lo pesado discurre ligero, y lo torpísimo y muerto vive y siente y conoce; así en el alma, que por ser criatura tiene condiciones viles y bajas, y que por ser el cuerpo adonde vive de linaje dañado, está ella aún más dañada y perdida, entrando la gracia en ella y ganando la llave de ella, que es la voluntad, y lanzándosele en su seno secreto, y, como si dijésemos, penetrándola toda, y de allí extendiendo su vigor y virtud por todas las demás fuerzas del ánimo, la levanta de la afición de la tierra, y, convirtiéndola al cielo y a los espíritus que se gozan en él, le da su estilo y su vivienda, y aquel sentimiento y valor y alteza generosa de lo celestial y divino, y, en una palabra, la asemeja mucho a Dios en aquellas cosas que le son a Él más propias y más suyas, y, de criatura que es suya, la hace hija suya muy su semejante; y finalmente la hace un otro Dios, así adoptado por Dios que parece nacido y engendrado de Dios.
Y porque, como dijimos, entrando la gracia en el alma y asentándose en ella, adonde primero prende es en la voluntad, y porque en Dios la voluntad es la misma ley de todo lo justo (y eso es bien, lo que Dios quiere, y solamente quiere aquello que es bueno), por eso, lo primero que en la voluntad la gracia hace es hacer de ella una ley eficaz para el bien, no diciéndole lo que es bueno, sino inclinándola y como enamorándola de ello.
Porque, como ya hemos dicho, se debe entender que esto que llamamos «o ley o dar ley» puede acontecer en dos diferentes maneras. Una es la ordinaria y usada, que vemos que consiste en decir y señalar a los hombres lo que les conviene hacer o no hacer, escribiendo con pública autoridad mandamientos y ordenaciones de ello, y pregonándolas públicamente. Otra es que consiste no tanto en aviso como en inclinación, que se hace, no diciendo ni mandando lo bueno, sino imprimiendo deseo y gusto de ello. Porque el tener uno inclinación y prontitud para alguna otra cosa que le conviene, es ley suya de aquel que está en aquella manera inclinado, y así la llama la filosofía, porque es lo que le gobierna la vida, y lo que le induce a lo que le es conveniente, y lo que le endereza por el camino de su provecho, que todas son obras propias de ley. Así, es ley de la tierra la inclinación que tiene a hacer asiento en el centro, y del fuego el apetecer lo subido y lo alto, y de todas las criaturas sus leyes son aquello mismo a que las lleva su naturaleza propia.
La primera ley, aunque es buena, pero, como arriba está dicho, es poco eficaz cuando lo que se avisa es ajeno de lo que apetece el que recibe el aviso, como lo es en nosotros por razón de nuestra maldad. Mas la segunda ley es en grande manera eficaz, y ésta pone Cristo con la gracia en nuestra alma. Porque por medio de ella escribe en la voluntad de cada uno con amor y afición aquello mismo que las leyes primeras escriben en los papeles con tinta, y de los libros de pergamino y de las tablas de piedra o de bronce, las leyes que estaban esculpidas en ellas con cincel o buril, las traspasa la gracia y las esculpe en la voluntad. Y la ley que por de fuera sonaba en los oídos del hombre y le afligía el alma con miedo, la gracia se la encierra dentro del seno y se la derrama, como si dijésemos, tan dulcemente por las fuerzas y apetitos del alma, que se la convierte en su único deleite y deseo; y, finalmente, hace que la voluntad del hombre, torcida y enemiga de ley, ella misma quede hecha una justísima ley, y, como en Dios, así en ella su querer sea lo justo, y lo justo sea todo su deseo y querer, cada uno según su manera, como maravillosamente lo profetizó Jeremías en el lugar que está dicho.
Queda, pues, concluido que la gracia, como es semejanza de Dios, entrando en nuestra alma y prendiendo luego su fuerza en la voluntad de ella, la hace por participación, como de suyo es la de Dios, ley e inclinación y deseo de todo aquello que es justo y que es bueno. Pues hecho esto, luego por orden secreta y maravillosa se comienza a pacificar el reino del alma y a concertar lo que en ella estaba encontrado, y a ser desterrado de allí todo lo bullicioso y desasosegado que la turbara, y descúbrese entonces la paz, y muestra la luz de su rostro, y sube y crece, y, finalmente, queda reina y señora.
Porque, lo primero, en estando aficionada por virtud de la gracia en la manera que hemos dicho, la voluntad luego calla, y desaparece el temor horrible de la ira de Dios, que le movía cruda guerra, y que, poniéndosele a cada momento delante, la traía sobresaltada y atónita. Así lo dice San Pablo: «Justificados con la gracia, luego tenemos paz con Dios.» Porque no le miramos ya como a Juez airado, sino como a padre amoroso, ni le concebimos ya como a enemigo nuestro poderoso y sangriento, sino como a amigo dulce y blando. Y como, por medio de la gracia, nuestra voluntad se conforma y se asemeja con Él, amamos a lo que se nos parece, y confiamos por el mismo caso que nos ama Él como a sus semejantes.
Lo segundo, la voluntad y la razón, que estaban hasta aquel punto perdidamente discordes, hacen luego paz entre sí; porque de allí adelante lo que juzga la una parte, eso mismo desea la otra, y lo que la voluntad ama, eso mismo es lo que aprueba el entendimiento. Y así cesa aquella amarga y continua lucha, y aquel alboroto fiero, y aquel continuo reñir con que se despedazan las entrañas del hombre, que tan vivamente San Pablo con sus divinas palabras pintó cuando dice: «No hago el bien que juzgo, sino el mal que aborrezco y condeno. Juzgo bien de la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mi mismo apetito, que contradice a la ley de mi espíritu y me lleva cautivo en seguimiento de la ley de pecado, que en mis inclinaciones tiene asiento. Desventurado yo, quien me podrá librar de la maldad mortal de este cuerpo»?
Y no solamente convienen en uno de allí adelante la razón y la voluntad, mas con su bien guiado deseo de ella y con el fuego ardiente de amor con que apetece lo bueno, enciende en cierta manera luz con que la razón viene más enteramente en el conocimiento del bien, y de muy conformes y de muy amistados los dos, vienen a ser entre sí semejantes y casi a trocar entre sí sus condiciones y oficios; y el entendimiento levanta luz que aficione, y la voluntad enciende amor que guíe y alumbre, y, casi, enseña la voluntad, y el entendimiento apetece.
Lo tercero, el sentido y las fuerzas del alma más viles, que nos mueven con ira y deseos, con los demás apetitos y virtudes del cuerpo, reconocen luego el nuevo huésped que ha venido a su casa, y la salud y nuevo valor que para contra ellos le ha venido a la voluntad, y, reconociendo que hay justicia en su reino y quien levante vara en él poderosa para escarmentar con castigo a lo revoltoso y rebelde, recógense poco a poco, y como atemorizados se retiran, y no se atreven ya a poner unas veces fuego y otras veces hielo, y continuamente alboroto y desorden, bulliciosos y desasosegados como antes solían; y, si se atreven, con una sofrenada la voluntad santa los pacifica y sosiega, y crece ella cada día más en vigor, y creciendo siempre y entrañándose de continuo en ella más los buenos y justos deseos, y haciéndolos como naturales a sí, pega su afición y talante a las otras fuerzas menores, y, apartándolas insensiblemente de sus malos siniestros y como desnudándolas de ellos, las hace a su condición e inclinación de ella misma; y de la ley santa de amor en que está transformada por gracia, deriva también y comunica a los sentidos su parte; y como la gracia, apoderándose del alma, hace como un otro Dios a la voluntad, así ella, deificada y hecha del sentido como reina y señora, casi le convierte de sentido en razón.
Y como acontece en la naturaleza y en las mudanzas de la noche y del día, que, como dice David en el Salmo: «En viniendo la noche salen de sus moradas las fieras, y, esforzadas y guiadas por las tinieblas, discurren por los campos y dan estrago a su voluntad en ellos; mas, luego que amanece el día y que apunta la luz, esas mismas se recogen y encuevan»; así el desenfrenamiento fiero del cuerpo y la rebeldía alborotadora de sus movimientos, que cuando estaba en la noche de su miseria la voluntad nuestra caída, discurrían con libertad y lo metían todo a sangre y a fuego, en comenzando a lucir el rayo del buen amor, y en mostrándose el día del bien, vuelve luego el pie atrás y se esconde en su cueva, y deja que lo que es hombre en nosotros salga a luz, y haga su oficio sosegada y pacíficamente, y de sol a sol.