De los nombre de Cristo: Tomo 2, Brazo de Dios (II)

De los nombres de Cristo: Tomo 2
de Fray Luis de León
Brazo de Dios (II)

Brazo de Dios (II)

¿Levántoselo ahora yo, o no se lo dijo por Isaías Dios mucho antes? «Cegaré el corazón de este pueblo y ensordecerles he los oídos, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan, y no se conviertan a Mí ni los sane Yo.» Y que sirviese para esta ceguedad y sordez el hablarles Dios en figuras y en parábolas, manifiéstalo Cristo, diciendo: «A vosotros es dado conocer el misterio del reino; pero a los demás en parábolas, para que viéndolo no lo vean, y oyéndolo no lo oigan.»

Mas pues éstos son ciegos y sordos, y porfían en serlo, dejémoslos en su ceguedad y pasemos a declarar la fuerza de este brazo invencible. Y diciendo esto Marcelo, y mirando hacia Sabino, añadió:

-Si a Sabino no le parece que queda alguna otra cosa por declarar.

Y dijo esto Marcelo porque Sabino, en cuanto él hablaba, ya por dos veces había hecho significación de quererle preguntar algo, inclinándose a él con el cuerpo y enderezando el rostro y los ojos en él.

Mas Sabino le respondió:

-Cosa era lo que se me ofrecía de poca importancia, y ya me parecía dejarla; mas, pues me convidáis a que la diga, decidme, Marcelo: si fue pena de sus pecados en los judíos el hablarles Dios por figuras, y se cegaron en el entendimiento de ellas por ser pecadores; y si, por haberse cegado, desconocieron y trajeron a Jesucristo a la muerte, ¿podréisme por ventura mostrar en ellos algún pecado primero tan malo y tan grande que mereciese ser causa de este último y gravísimo pecado que hicieron después?

-Excusado es buscar uno -respondió Marcelo- adonde hubo tan enormes pecados y tantos. Mas, aunque esto es así, no carece de razón vuestra pregunta, Sabino; porque, si atendemos bien a lo que por Moisés está escrito, podremos decir que en el pecado de la adoración del becerro merecieron (como en culpa principal) que, permitiéndolo Dios, desconociesen y negasen a Cristo después. Y podremos decir que de aquella fuente manó esta mala corriente, que, creciendo con otras avenidas menores, vino a ser un abismo de mal.

Porque si alguno quisiere pesar, con peso justo y fiel, todas las cualidades de mal que en aquel pecado juntas concurren, conocerá luego que fue justamente merecedor de un castigo tan señalado como es la ceguedad en que están, no conociendo a Jesús por Mesías, y como son los males y miserias en que han incurrido por causa de ella.

No quiero decir ahora que los había Dios sacado de la servidumbre de Egipto, y que les había abierto con nueva maravilla el mar, y que la memoria de estos beneficios la tenían reciente; lo que digo para verdadero conocimiento de su grave maldad es esto: que en este tiempo y punto volvieron las espaldas a Dios cuando le tenían delante de los ojos presente encima de la cumbre del monte, cuando ellos estaban alojados a la falda del Siná, cuando veían la nube y el fuego, testigos manifiestos de su presencia; cuando sabían que Moisés estaba hablando con Él; cuando acababan de recibir la ley, la cual ellos comenzaron a oír de su misma boca de Dios, y, movidos de un temor religioso, no se tuvieron por dignos para oírla del todo, y pidieron que Moisés por todos la oyese.

Así que, viendo a Dios, se olvidaron de Dios; y mirándole, le negaron; y, teniéndole en los ojos, le borraron de la memoria.

Mas ¿por qué le borraron? No se puede decir más breve ni más encarecidamente que la Escritura lo dice: ¡Por un becerro que comía heno! Y aun no por becerro vivo que comía, sino por imagen de becerro que parecía comer, hecha por sus mismas manos en aquel punto. A aquél los desatinados dijeron: Éste, éste es tu Dios, Israel, el que te sacó de la servidumbre de Egipto.

¿Qué flaqueza, pregunto, o qué desamor habían hallado en Dios hasta entonces? O ¿qué mayor fortaleza esperaban de un poco de oro mal figurado? O ¿qué palabras encarecen debidamente tan grande ceguedad y maldad? Pues los que tan de balde y tan por su sola malicia y liviandad increíble se cegaron allí, justísimo fue, y Dios derechamente lo permitió, que se cegasen aquí en el conocimiento de su único bien.

Y porque no parezca que lo adivinamos ahora nosotros, Moisés en su cántico y en persona de Dios, y hablando de este mismo becerro de que hablamos, tan mal adorado, se lo profetiza y dice de esta manera: «Estos me provocaron a Mí en lo que no era Dios; pues Yo los provocaré a ellos, conviene a saber, a envidia y dolor, llamando a mi gracia y a la rica posesión de mis bienes a una gente vil, y que en su estima de ellos no es gente.» Como diciéndoles que, por cuanto ellos le habían dejado por adorar un metal, Él los dejaría a ellos y abrazaría a la gentilidad, gente muy pecadora y muy despreciada. Porque sabida cosa es, así como lo enseña San Pablo, que el haber desconocido a Cristo aquel pueblo fue el medio por donde se hizo este trueque y traspaso, en que él quedó desechado y despojado de la Religión verdadera, y se pasó la posesión de ella a las gentes.

Mas traigamos a la memoria y pongamos delante de ella lo que entonces pasó y lo que por orden de Dios hizo Moisés; que el mismo hecho será pintura viva y testimonio expreso de esto que digo. ¿No dice la Escritura en aquel lugar que, abajando Moisés del monte, habiendo visto y conocido el mal recaudo del pueblo, quebró, dando en el suelo con ellas, las tablas de la ley que traía en las manos y que el tabernáculo adonde descendía Dios y hablaba con Moisés le sacó Moisés luego del real y de entre las tiendas de los hebreos, y lo asentó en otro lugar muy apartado de aquél? Pues ¿qué fue esto sino decir y profetizar figuradamente lo que, en castigo y pena de aquel exceso, había de suceder a los judíos después? Que el tabernáculo donde mora perpetuamente Dios, que es la naturaleza humana de Jesucristo, que había nacido de ellos y estaba residiendo entre ellos, se había de alejar, por su desconocimiento, de entre los mismos, y que la ley que les había dado, y que ellos con tanto cuidado guardan ahora, les había de ser, como es, cosa perdida y sin fruto, y que habían de mirar, como ven ahora, sin menearse de sus lugares y errores, las espaldas de Moisés, esto es, la sombra y la corteza de su Escritura. La cual, siendo de ellos, no vive con ellos, antes los deja y se pasa a otra parte delante de sus ojos, y mirándolo con grave dolor. Así que por sus pecados todos, y, entre todos, por este del becerro que digo, fueron merecedores de que ni Dios les hablase a la clara, ni ellos tuviesen vista para entender lo que se les hablaba.

Mas, pues hemos dicho acerca de esto todo lo que convenía decir, digamos ya la calidad de este brazo, y aquello a que se extiende su fuerza.

Y como se callase Marcelo aquí un poco, tornó luego a decir:

-De Lactancio Firmiano se escribe, como sabéis, que tuvo más vigor escribiendo contra los errores gentiles que eficacia confirmando nuestras verdades, y que convenció mejor el error ajeno que probó su propósito. Mas yo, aunque no le conviene a ninguno prometer nada de sí, confiado de la naturaleza de las mismas cosas, oso esperar que si acertare a decir con palabras sencillas las hazañas que hizo Dios por medio de Cristo, y las obras de fortaleza; por cuya causa se llama su brazo, que por Él acabó, ello mismo hará prueba de sí tan eficaz, que sin otro argumento se esforzará a sí mismo y se demostrará que es verdadero, y convencerá de falso a lo contrario. Y para que yo pueda ahora, refiriendo estas obras, mostrar la fuerza de ellas mejor, antes que las refiera, me conviene presuponer que a Dios, que es infinitamente fuerte y poderoso, y que para el hacer le basta sólo el querer, ninguna cosa que hiciese le sería contada a gran valentía, si la hiciese usando de su poder absoluto y de la ventaja que hace a todas las demás cosas en fuerzas.

Por donde lo grande y lo que más espanto nos pone, y lo que más nos demuestra lo inmenso de su no comprensible poder y saber, es cuando hace sus cosas sin parecer que las hace, y cuando trae a debido fin lo que ordena, sin romper alguna ley ordenada y sin hacer violencia; y cuando sin poner Él en ello, a lo que parece, su particular cuidado o sus manos, ello de sí mismo se hace; antes con las manos mismas y con los hechos de los que lo desean impedir y se trabajan en impedirlo, no sabréis cómo ni de qué manera viene ello casi de suyo a hacerse. Y es propia manera ésta de la fortaleza a quien la prudencia acompaña. Y en la prudencia, lo más fino de ella y en lo que más se señala, es el dar orden cómo se venga a fines extremados y altos y dificultosos por medios comunes y llanos, sin que en ellos se turbe en los demás el buen orden. Y Dios se precia de hacerlo así siempre, porque es en lo que más se descubre y resplandece su mucho saber. Y entre los hombres, los que gobernaron bien, siempre procuraron, cuanto pudieron, avecinar a esta imagen de gobierno sus ordenanzas. La cual imagen apenas la imitan ni conocen los que el día de hoy gobiernan. Y con otras muchas cosas divinas, de las cuales ahora tenemos solamente la sombra, también se ha perdido la fineza de esta virtud en los que nos rigen, que, atentos muchas veces a un fin particular que pretenden, usan de medios y ponen leyes que estorban otros fines mayores, y hacen violencia a la buena gobernación en cien cosas, por salir con una cosa sola que les agrada.

Y aun están algunos tan ciegos en esto, que entonces presumen de sí, cuando con leyes, que cada una de ellas quebranta otras leyes mejores, estrechan el negocio de tal manera, que reducen a lance forzoso lo que pretenden. Y cuando suben, como dicen, el agua por una torre, entonces se tienen por la misma prudencia y por el dechado de toda la buena gobernación, como, si sirviera para nuestro propósito, lo pudiera yo ahora mostrar por muchos ejemplos.

Pues quedando esto así, para conocer claramente las grandezas que hizo Dios por este brazo suyo, convendrá poner delante los ojos la dificultad y la muchedumbre de las cosas que convenía y era necesario que fuesen hechas por Dios para la salud de los hombres. Porque, conocido lo mucho y lo dificultoso que se había de hacer, y la contrariedad que ello entre sí mismo tenía, y conocido cómo las unas partes de ello impedían la ejecución de las otras, y vista la forma y facilidad, y, si conviene decirlo así, la destreza con que Dios por Cristo proveyó a todo y lo hizo como de un golpe, quedará manifiesta la grandeza del poder de Dios y la razón justísima que tiene para llamar a Cristo brazo suyo y valentía suya.

Decíamos, pues, hoy, que Lucifer, enamorado vanamente de sí, apeteció para sí lo que Dios ordenaba para honra del hombre en Jesucristo. Y decíamos que saliendo de la obediencia y de la gracia de Dios por esta soberbia, y cayendo de felicidad en miseria, concibió enojo contra Dios y mortal envidia contra los hombres. Y decíamos que, movido y aguzado de estas pasiones, procuró poner todas sus mañas e ingenio en que el hombre, quebrantando la ley de Dios, se apartase de Dios; para que, apartado de Él, ni el hombre viniese a la felicidad que se le aparejaba, ni Dios trajese a fin próspero su determinación y consejo. Y que así persuadió al hombre que traspasase el mandamiento de Dios, y que el hombre lo traspasó; y que, hecho esto, el demonio se tuvo por vencedor, porque sabía que Dios no podía no cumplir su palabra, y que su palabra era que muriese el hombre el día que traspasase su ley.

Pues digo ahora (añadiendo sobre esto lo que para esto de que vamos hablando conviene) que, destruido el hombre, y puesto por esta manera en desorden y en confusión el consejo de Dios, y quedando contento de sí y de su buen suceso el demonio, pertenecía al honor y a la grandeza de Dios que volviese por sí y que pusiese en todo conveniente remedio; y ofrecíase juntamente grande muchedumbre de cosas diferentes y casi contrarias entre sí, que pedían remedio.

Porque, lo primero, el hombre había de ser castigado y había de morir, porque de otra manera no cumplía Dios ni con su palabra ni con su justicia. Lo segundo, para que no careciese de efecto el consejo primero, había de vivir el hombre y había de ser remediado. Lo tercero, convenía también que Lucifer fuese tratado conforme a lo que merecía su hecho y osadía, en la cual había mucho que considerar: porque, lo uno, fue soberbio contra Dios; lo otro, fue envidioso del hombre. Y en lo que con el hombre hizo, no sólo pretendió apartarle de Dios, sino sujetarle a su tiranía, haciéndose él señor y cabeza por razón del pecado. Y demás de esto, procedió en ello con maña y engaño, y quiso, como en cierta manera, competir con Dios en sabiduría y consejo, y procuró como atarle con sus mismas palabras y con sus mismas armas vencerle.

Por lo cual, para que fuese conveniente el castigo de estos excesos, y para que fuesen respondiendo bien la pena y la culpa, la pena justa de la soberbia que Lucifer tuvo era que, al que quiso ser uno con Dios, le hiciese Dios siervo y esclavo del hombre. Y, asimismo, porque el dolor de la envidia es la felicidad de aquello que envidia, la pena propia del demonio, envidioso del hombre, era hacer al hombre bienaventurado y glorioso. Y la osadía de haber cutido con Dios en el saber y en el aviso no recibía su debido castigo sino haciendo Dios que su aviso y su astucia del demonio fuese su mismo lazo, y que perdiese a sí y a su hecho por aquello mismo por donde lo pensaba alcanzar, y que se destruyese pensando valerse.

Y en consecuencia de esto, si se podía hacer, convenía mucho a Dios hacerlo: que el pecado y la muerte que puso el demonio en el hombre para quitarle su bien, fuesen, lo uno, ocasión y, lo otro, causa de su mayor bienandanza; y que viviese verdaderamente el hombre por haber habido muerte, y por haber habido miseria y pena y dolor, viniese a ser verdaderamente dichoso; y que la muerte y la pena, por donde a los hombres les viniese este bien, la ordenase y la trajese a debida ejecución el demonio, poniendo en ella todas sus fuerzas, como en cosa que, según su imaginación, le importaba. Y, sobre todo, cumplía que, en la ejecución y obra de todo esto que he dicho, no usase Dios de su absoluto poder ni quebrantase el suave orden y trabazón de sus leyes; sino que, yéndose el mundo como se va y sin sacarle de madre, se viniese haciendo ello mismo. Esto, pues, había en la maldad del demonio y en la miseria y caída del hombre, y en el respeto de la honra de Dios; y cada una de estas cosas, para ser debidamente o castigada o remediada, pedía el orden que he dicho, y no cumplía consigo misma y con su reputación y honor la potencia divina si en algo de eso faltaba, o si usaba en la ejecución de ello de su poder absoluto.

Mas, pregunto: ¿qué hizo? ¿Enfadóse, por ventura, de un negocio tan enredado, y apartó su cuidado de él enfadándose? De ninguna manera. ¿Dio, por caso, salida y remedio a lo uno, y dejó sin medicina a lo otro, impedido de la dificultad de las cosas? Antes puso recaudo en todas. ¿Usó de su absoluto poder? No, sino de suma igualdad y justicia. ¿Fueron, por dicha, grandes ejércitos de ángeles los que juntó para ello? ¿Movió guerra al demonio a la descubierta, y, en batalla campal y partida, le venció y le quitó la presa? Con sólo un hombre venció. ¿Qué digo un hombre? Con sólo permitir que el demonio pusiese a un hombre en la cruz, y le diese allí muerte trujo a felicísimo efecto todas las cosas que arriba dije juntas y enteras.

Porque verdaderamente fue así: que sólo el morir Cristo en la cruz, adonde subió por su permisión, y por las manos del demonio y de sus ministros, por ser persona divina la que murió, y por ser la naturaleza humana en que murió inocente y de todo pecado libre, y santísima y perfectísima naturaleza, y por ser naturaleza de nuestro metal y linaje, y naturaleza dotada de virtud general y de fecundidad para engendrar nuevo ser y nacimiento en nosotros, y por estar nosotros en ella por esta causa como encerrados; así que aquella muerte, por todas estas razones y títulos, conforme a todo rigor de justicia, bastó por toda la muerte a que estaba el linaje humano obligado por justa sentencia de Dios, y satisfizo, cuanto es de su parte, por todo el pecado; y puso al hombre, no sólo en libertad del demonio, sino también en la inmortalidad y gloria y posesión de los bienes de Dios.

Y porque puso el demonio las manos en el inocente y en aquel que por ninguna razón de pecado le estaba sujeto, y pasó ciego la ley de su orden, perdió justísimamente el vasallaje que sobre los hombres por su culpa de ellos tenía; y le fueron quitados, como de entre las uñas, mil queridos despojos; y él mereció quedar por esclavo sujeto de aquel que mató; y el que murió, por haber nacido sin deber nada a la muerte, no sólo en su persona, sino también en las de sus miembros, acocea, como a siervo rebelde y fugitivo, al demonio.

Y quedó de esta manera, por pura ley, aquel soberbio, y aquel orgulloso, y aquel enemigo y sangriento tirano, abatido y vencido. Y el que mala y engañosamente al sencillo y flaco hombre, prometiéndole bien, había hecho su esclavo, es ahora pisado y hollado del hombre, que es ya su señor por el merecimiento de la muerte de Cristo. Y para que el malo reviente de envidia, aquellos mismos a quienes envidió y quitó el paraíso en la tierra, en Cristo lo ve hechos una misma cosa con Dios en el cielo. Y porque presumía mucho de su saber, ordenó Dios que él por sus mismas manos se hiciese a sí mismo este gran mal, y con la muerte que él había introducido en el mundo, dándola a Cristo, dio muerte a sí y dio vida al mundo. Y cuando más el desventurado rabiare y despechare, y, ansioso, se volviere a mil partes, no podrá formar queja si no es de sí sólo que, buscando la muerte a Cristo, a sí se derrocó a la miseria extrema; y al hombre, que aborrecía, sacándole de esta miseria, le levantó a gloria soberana, y esclareció y engrandeció por extremo el poder y saber de Dios, que es lo que más al enemigo le duele.

¡Oh grandeza de Dios nunca oída! ¡Oh sola verdadera muestra de su fuerza infinita y de su no medido saber! ¿Qué puede calumniar aquí ahora el judío, o qué armas le quedan con que pueda defender más su error? ¿Puede negar que pecó el primer hombre? ¿No estaban todos los hombres sujetos a muerte y a miseria, y como cautivos de sus pecados? ¿Negará que los demonios tiranizaban al mundo? O ¿dirá, por ventura, que no le tocaba al honor y bondad de Dios poner remedio en este mal, y volver por su causa, y derrocar al demonio, y redimir al hombre, y sacarle de una cárcel tan fiera? O ¿será menor hazaña y grandeza vencer este león, o menos digna de Dios, que poner en huida los escuadrones humanos, y vencer los ejércitos de los hombres mortales? O ¿hallará, aunque más se desvele, manera más eficaz, más cabal, más breve, más sabia, más honrosa, o en quien más resplandezca toda la sabiduría de Dios, que ésta de que, como decimos, usó, y de que usó en realidad de verdad, por medio del esfuerzo y de la sangre y de la obediencia de Cristo? O, si son famosos entre los hombres, y de claro nombre, los capitanes que vencen a otros, ¿podrán negar a Cristo infinito y esclarecidísimo nombre de virtud y valor, que acometió por sí solo una tan alta empresa, y al fin le dio cima?

Pues todo esto que hemos dicho obró y mereció Cristo muriendo. Y después de muerto, poniéndolo en ejecución, despojó luego el infierno, bajando a él, y pisó la soberbia de Lucifer y encadenóle; y, volviendo el tercer día a la vida para no morir más, rodeado de sus despojos subió triunfando al cielo, de donde el soberbio cayera; y colocó nuestra sangre y nuestra carne en el lugar que el malvado apeteció, a la diestra de Dios. Y hecho señor, en cuanto hombre, de todas las criaturas, y juez y salud de ellas, para poner en efecto en ellas y en nosotros mismos la eficacia de su remedio, y para llevar a sí y subir a su mismo asiento a sus miembros y para, al fuerte tirano (que encadenó y despojó en el infierno), quitarle de la posesión malvada y de la adoración injusta que se usurpaba en la tierra, envió desde el cielo al suelo su Espíritu sobre sus humildes y pequeños discípulos; y, armándolos con él, les mandó mover guerra contra los tiranos y adoradores de ídolos, y contra los sabios vanos y presuntuosos que tenía por ministros suyos el demonio en el mundo.

Y como hacen los grandes maestros, que lo más dificultoso y más principal de las obras lo hacen ellos por sí, y dejan a sus obreros lo de menos trabajo, así Cristo, vencido que hubo por sí y por su persona al espíritu de la maldad, dio a los suyos que moviesen guerra a sus miembros. Los cuales discípulos la movieron osadamente, y la vencieron más esforzadamente; y quitaron la posesión de la tierra al príncipe de las tinieblas, derrocando por el suelo su adoración y su silla.

Mas ¡cuántas proezas comprende en sí esta proeza! Y esta nueva maravilla, ¡cuántas maravillas encierra! Pongamos delante de los ojos del entendimiento lo que ya vieron los ojos del cuerpo; y lo que pasó en hecho de verdad en el tiempo pasado, figurémoslo ahora.

Pongamos de una parte doce hombres desnudos de todo lo que el mundo llama valor, bajos de suelo, humildes de condición, simples en las palabras, sin letras, sin amigos y sin valedores; y, luego, de la otra parte, pongamos toda la monarquía del mundo, y las religiones o persuasiones de religión que en él estaban fundadas por mil siglos pasados, y los sacerdotes de ellas, y los templos, y los demonios que en ellos eran servidos, y las leyes de los príncipes, y las ordenanzas de las repúblicas y comunidades, y los mismos príncipes y repúblicas: que es poner aquí doce hombres humildes y allí todo el mundo y todos los hombres y todos los demonios con todo su saber y poder.

Pues una maravilla es, y maravilla que, si no se viera por vista de ojos, jamás se creyera, que tan pocos osasen mover contra tantos. Y ya que movieron, otra maravilla es que, en viendo el fuego que contra ellos el enemigo encendía en los corazones contrarios, y en viendo el coraje y fiereza y amenaza de ellos, no desistiesen de su pretensión. Y maravilla es que tuviese ánimo un hombre pobrecillo y extraño de entrar en Roma (digamos ahora que entonces tenía el cetro del mundo, y era la casa y morada donde se asentaba el imperio), así que osase entrar en la majestad de Roma un pobre hombre, y decir a voces en sus plazas de ella que eran demonios sus ídolos, y que la religión y manera de vida que recibieron de sus antepasados era vanidad y maldad. Y maravilla es que una tal osadía tuviese suceso; y que el suceso fuese tan feliz como fue, es maravilla que vence el sentido.

Y si estuvieran las gentes obligadas por sus religiones a algunas leyes dificultosas y ásperas, y si los Apóstoles los convidaran con deleite y soltura, aunque era dificultoso mudarse todos los hombres de aquello en que habían nacido, y aunque el respeto de los antepasados de quien lo heredaron, y la autoridad y dichos de muchos excelentes en elocuencia y en letras que lo aprobaron, y toda la costumbre antigua e inmemorial, y, sobre todo, el común consentimiento de las naciones todas, que convenían en ello, les hacía tenerlo por firme y verdadero; pero, aunque romper con tantos respetos y obligaciones era extrañamente difícil, todavía se pudiera creer que el amor demasiado con que la naturaleza lleva a cada uno a su propia libertad y contento, había sido causa de una semejante mudanza.

Mas fue todo al revés: que ellos vivían en vida y religión libre, y que alargaba la rienda a todo lo que pide el deseo; y los Apóstoles, en lo que toca a la vida, los llamaban a una suma aspereza, a la continencia, al ayuno, a la pobreza, al desprecio de todo cuanto se ve. Y en lo que toca a las creencias, les anunciaban lo que a la razón humana parece increíble, y decíanles que no tuviesen por dioses a los que les dieron por dioses sus padres, y que tuviesen por Dios y por Hijo de Dios a un hombre a quien los judíos dieron muerte de cruz. Y el muerto en la cruz dio vigor no creíble a esta palabra.

Por manera que este hecho, por dondequiera que le miremos, es hecho maravilloso. Maravilloso en el poco aparato con que se principió, maravilloso en la presteza con que vino a crecimiento, y más maravilloso en el grandísimo crecimiento a que vino; y, sobre todo, maravilloso en la forma y manera como vino. Porque si sucediera así, que algunos persuadidos al principio por los Apóstoles, y por aquellos persuadiéndose otros, y todos juntos y hechos un cuerpo y con las armas en la mano se hicieran señores de una ciudad, y de allí, peleando, sujetaran sí la comarca, y, poco a poco, cobrando más fuerzas, ocuparan un reino, y como a Roma le aconteció, que, hecha señora de Italia, movió guerra a toda la tierra, así ellos, hechos poderosos y guerreando vencieran el mundo y le mudaran sus leyes; si así fuera, menos fuera de maravillar. Así subió Roma a su imperio: así también la ciudad de Cartago vino a alcanzar grande poder muchos poderosos reinos crecieron de semejantes principios: la secta de Mahoma, falsísima, por este camino ha cundido; y la potencia del Turco, de quien ahora tiembla la tierra, principio tuvo de ocasiones más flacas; y, finalmente, de esta manera se esfuerzan y crecen y sobrepujan los hombres unos a otros.

Mas nuestro hecho, porque era hecho verdaderamente de Dios, fue por muy diferente camino. Nunca se juntaron los Apóstoles y los que creyeron a los Apóstoles para acometer, sino para padecer y sufrir; sus armas no fueron hierro, sino paciencia jamás oída. Morían, y muriendo vencían. Cuando caían en el suelo degollados nuestros maestros, se levantaban nuevos discípulos; y la tierra, cobrando virtud de su sangre, producía nuevos frutos de fe; y el temor y la muerte, que espanta naturalmente y aparta, atraía y acodiciaba a las gentes a la fe de la Iglesia. Y, como Cristo muriendo venció, así, para mostrarse brazo y valentía verdadera de Dios, ordenó que hiciese alarde el demonio de todos sus miembros, y que los encendiese en crueldad cuanto quisiese, armándolos con hierro y con fuego. Y no les embotó las espadas, como pudiera, ni se las quitó de las manos, ni hizo a los suyos con cuerpos no penetrables al hierro, como dicen de Aquiles, sino antes se los puso, como suelen decir, en las uñas, y les permitió que ejecutasen en ellos toda su crueza y fiereza; y, lo que vence a toda razón, muriendo los fieles, y los infieles dándoles muerte, diciendo los infieles «matemos», y los fieles diciendo «muramos», pereció totalmente la infidelidad y creció la fe y se extendió cuanto es grande la tierra.

Y venciendo siempre, a lo que parecía, nuestros enemigos, quedaron, no sólo vencidos, sino consumidos del todo y deshechos, como lo dice por hermosa manera Zacarías, profeta: «Y será éste el azote con que herirá el Señor a todas las gentes que tomaren armas contra Jerusalén; la carne de cada uno, estando él levantado y sobre sus pies, deshecha se consumirá; y también sus ojos, dentro de sus cuencas sumidos, serán hechos marchitos, y secaráseles la lengua dentro de la boca.»

Adonde, como veis, no se dice que había de poner otro alguno las manos en ellos para darles la muerte, sino que ellos de suyo se habían de consumir y secar y venir a menos, como acontece a los éticos; y que habían de venir a caerse de suyo, y esto, al parecer, no derrocados por otros, sino estando levantados y sobre sus pies. Porque siempre los enemigos de la Iglesia ejecutaron su crueldad contra ella, y quitaron a los fieles, cuantas veces quisieron, las vidas, y pisaron victoriosos sobre la sangre cristiana; mas también aconteció siempre que, cayendo los mártires, venían al suelo los ídolos y se consumían los martirizadores gentiles; y, multiplicándose con la muerte de los unos la fe de los otros, se levantaban y acrecentaban los fieles, hasta que vino a reinar en todos la fe.

Vengan ahora, pues, los que se ceban de sólo aquello que el sentido aprende, y los que, esclavos de la letra muerta, esperan batallas y triunfos y señoríos de la tierra, porque algunas palabras lo suenan así. Y si no quieren creer la victoria secreta y espiritual y la redención de las almas (que servían a la maldad y al demonio), que obró Cristo en la cruz, porque no se ve con los ojos y porque ni ellos para verlo tienen los ojos de fe que son menester; esto, a lo menos, que pasó y pasa públicamente y que lo vio todo el mundo: la caída de los ídolos y la sujeción de todas las gentes a Cristo, y la manera como las sujetó y las venció.

Pues vengan, y dígannos si les parece este hecho pequeño o usado o visto otra vez, o siquiera imaginado como posible el poder de este hecho antes que por el hecho se viese. Dígannos si responde mejor con las promesas divinas, y si las hinche más este vencimiento, y si es más digno de Dios que las armas que fantasea su desatino. ¿Qué victoria, aunque junten en uno todo lo próspero en armas y lo victorioso y valeroso que ha habido, traída con esta victoria a comparación, tiene ser? ¿Qué triunfo o qué carro vio el sol que iguale con éste? ¿Qué color les queda ya a los miserables, o qué apariencia para perseverar en su error?

Yo persuadido estoy para mí (y téngolo por cosa evidente), que sola esta conversión del mundo, considerada como se debe, pone la verdad de nuestra Religión fuera de toda duda y cuestión, y hace argumento por ella tan necesario, que no deja respuesta a ninguna infidelidad, por aguda y maliciosa que sea, sino que, por más que se aguce y esfuerce, la doma y la ata y la convence, y es argumento breve y clarísimo, y que se compone todo él de lo que toca al sentido.

Porque ruégoos, Juliano y Sabino, que me digáis (y si mi ingenio por su flaqueza no pasa adelante, tended vosotros la vista aguda de los vuestros, quizá veréis más); así que decidme: hablando ahora de Cristo y de las cosas y obras suyas que a todas las gentes, así fieles como infieles, fueron notorias, así las que hizo Él por sí en su vida, como las que hicieron sus discípulos de Él después de su muerte, decidme: ¿No es evidente a todo entendimiento, por más ciego que sea, que aquello se hizo por virtud de Dios, o por virtud del demonio, y que ninguna fuerza de hombre, no siendo favorecido de alguna otra mayor, no era poderosa para hacer lo que, viéndolo todos, hicieron Cristo y los suyos? Evidente es esto, sin duda; porque aquellas obras maravillosas que las historias de los mismos infieles publican, y la conversión de toda la gentilidad, que es notoria a todos ellos y fue la más milagrosa obra de todas, así que, estas maravillas y milagros tan grandes necesaria cosa es decir que fueron, o falsos, o verdaderos milagros; y, si falsos, que los hizo el demonio, y, si verdaderos, que los obró Dios.

Pues siendo esto así, como es, si fuere evidente que no los hizo el poder del demonio, quedará convencido que Dios los obró. Y es evidente que no los hizo el demonio; porque por ellos, como todas las gentes lo vieron, fue destruido el demonio, y su poder, y el señorío que tenía en el mundo, derrocándole los hombres sus templos y negándole el culto y servicio que le daban antes, y blasfemando de él.

Y lo que pasó entonces en toda la redondez del orbe romano pasó en la edad de nuestros padres y pasa ahora en la nuestra, y por vista de ojos lo vemos en el mundo nuevamente hallado; en el cual, desplegando por él su victoriosa bandera, la palabra del Evangelio destierra por doquiera que pasa la adoración de los ídolos.

Por manera que Cristo, o es brazo de Dios, o es poder del demonio; y no es poder del demonio, como es evidente, porque deshace y arruina el poder del demonio; luego, evidentemente, es brazo de Dios.

¡Oh, cómo es la luz de la verdad, y cómo ella misma se dice y defiende, y sube en alto y resplandece, y se pone en lugar seguro y libre de contradicción! ¿No veis con cuán simples y breves palabras la pura verdad se concluye? Que torno a decirlo otra y tercera vez. Si Cristo no fue error del demonio, de necesidad se concluye que fue luz y verdad de Dios, porque entre ello no hay medio. Y si Cristo destruyó el ser y saber y poder del demonio, como de hecho le destruyó, evidente es que no fue ministro ni fautor del demonio.

Humíllese, pues, a la verdad la infidelidad; y, convencida, confiese que Cristo, nuestro bien, no es invención del demonio, sino verdad de Dios y fuerza suya, y su justicia, y su valentía, y su nombrado y poderoso brazo. El cual, si tan valeroso nos parece en esto que ha hecho, en lo que le resta por hacer y nos tiene prometido de hacerlo, ¿que nos parecerá cuando lo hiciere, y cuando, como escribe San Pablo, dejare vacías, esto es, depusiere de su ser y valor a todas las potestades y principados, sujetando a sí y a su poder enteramente todas las cosas para que reine Dios en todas ellas cuando diere fin al pecado, y acabare la muerte, y sepultare en el infierno para nunca salir de allí la cabeza y el cuerpo del mal?

Mucho más es lo que se pudiera decir acerca de este propósito; mas, para dar lugar a lo que nos resta, basta lo dicho y aun sobra, a lo que parece, según es grande la prisa que se da el sol en llevarnos el día.

Aquí Juliano, levantando los ojos, miró hacia el sol que ya se iba a poner, y dijo:

-Huyen las horas, y casi no las hemos sentido pasar, detenidos, Marcelo, con vuestras razones; mas para decir lo demás que os placiere, no será menos conveniente la noche templada que ha sido el día caluroso.

-Y más -dijo encontinente Sabino- que como el sol se fuere a su oficio, vendrá luego en su lugar la luna, y el coro resplandeciente de las estrellas con ella, que, Marcelo, os harán mayor auditorio; y, callando con la noche todo, y hablando solo vos, os escucharán atentísimas. Vos mirad no os halle desapercibido un auditorio tan grande.

Y diciendo esto y desplegando el papel, sin atender más respuesta, leyó: