De las traducciones
De la introducción del «vaudeville francés» en el teatro español. «La viuda y el seminarista», «Los guantes amarillos», piezas nuevas en un acto

de Mariano José de Larra


Varias cosas se necesitan para traducir del francés al castellano una comedia. Primera, saber lo que son comedias; segunda, conocer el teatro y el público francés; tercera, conocer el teatro y el público español; cuarta, saber leer el francés; y quinta, saber escribir el castellano. Todo eso se necesita, y algo más, para traducir una comedia, se entiende, bien; porque para traducirla mal no se necesita más que atrevimiento y diccionario: por lo regular, el que tiene que servirse del segundo no anda escaso del primero.

Sabiendo todas estas cosas, no se ignora que el gusto en teatros es variable; que en tanto hay efectos teatrales, en cuanto se establece entre el autor y el espectador una comunidad de afectos y de sensaciones; que de diversidad de costumbres nace la diferente expresión de las ideas; que lo que en un país y en una lengua es una chanza llena de sal ática puede llegar a ser en otros una necedad vacía de sentido; que un carácter nuevo en Francia puede ser viejo en España; no se ignora en fin que el traducir en materias de teatro casi nunca es interpretar: es buscar el equivalente, no de las palabras, sino de las situaciones. Traducir bien una comedia es adoptar una idea y un plan ajenos que estén en relación con las costumbres del país a que se traduce, y expresarlos y dialogarlos como si se escribiera originalmente; de donde se infiere que por lo regular no puede traducir bien comedias quien no es capaz de escribirlas originales. Lo demás es ser un truchimán, sentarse en el agujero del apuntador y decirle al público español: «Dice monsieur Scribe», etc., etc.

Esto con respecto a la comedia; por lo que hace al drama histórico, a la tragedia, o cualquiera otra composición dramática cuya base sea un hecho heroico, o una pasión, o un carácter célebre conocido, éstos ya son cuadros igualmente presentables en todos los países. La historia es del dominio de todas las lenguas; en ese caso basta tener una alma bien templada y gusto literario ejercitado para comprender las bellezas del original; no se necesita ser Víctor Hugo para comprender a Víctor Hugo, pero es preciso ser poeta para traducir bien a un poeta.

La tarea, pues, del traductor no es tan fácil como a todos les parece, y por eso es tan difícil hallar buenos traductores; porque cuando un hombre se halla con los elementos para serlo bueno, es raro que quiera invertir tanto trabajo sólo en hacer resaltar la gloria de otro. Entonces es preciso que sea muy perezoso para no inventar, o que su país tenga establecida muy poca diferencia entre el premio de una obra original y el de una traducción, que es precisamente lo que entre nosotros sucede.

Nuestro teatro moderno no carece de buenos traductores. Entre todos se distingue Moratín: nótese cómo en El médico a palos españoliza una comedia, producción no sólo de otro país, pero hasta de una época muy anterior; hace con ella el mismo trabajo que Molière había hecho con Terencio y Plauto, y que Plauto y Terencio habían hecho sobre Menandro. No era Marchena tan superior en este trabajo, porque no era Marchena poeta cómico, pero merece un lugar distinguido entre los traductores. Gorostiza fue menos delicado, si tan buen traductor, porque alcanzó un tiempo en que era más fácil revestirse de galas ajenas; y así, sin que queramos decir que siempre fue plagiario, muchas veces no vaciló en titular originales sus piraterías.

Posteriormente la traducción fue entre nosotros una necesidad: careciendo de suficiente número de composiciones originales, hubo de abrirse la puerta al mercado extranjero, y multitud de truchimanes con el Taboada en la mano y valor en el corazón se lanzaron a la escena española.

El vaudeville, género de composición dramática puramente francés, fue una mina inagotable; género complexo, verdadero melodrama en miniatura, así participa de la ópera como de la comedia; hijo de las costumbres francesas, bástale su diálogo diestramente manejado y erizado de puntas epigramáticas; esto, y algunos casos monótonos que giran casi siempre sobre temas semejantes, bastan a adornar una idea estéril que pocas veces produce más de una o dos escenas medianamente cómicas. El pueblo francés, tan cantor como mal músico, se paga de eso, y tiene razón, porque no le da más importancia que la que tiene, y porque, rico el teatro de cómicos excelentes, el juego mímico y la perfección del arte prestan interés del otro lado de los Pirineos a la composición más desnuda de mérito y de originalidad.

Pero aquí donde el vaudeville empieza por perder la mitad de su ser, es decir, la parte música, aquí donde no es la expresión de las costumbres, aquí donde el público ha menester de composiciones más llenas, de más ingenio y enredo, su introducción debía de ser muy arriesgada, y sólo se le podía admitir en cuanto a comedia y a cuenta de comedias. Son sólo admisibles, pues, en la escena española aquellos vaudevilles que giran sobre un argumento y un enredo cómico de algún bulto, y aquellos en que queda material para llenar una pieza en un acto aun después de suprimida la música, y eso sin darle gran importancia, sin tratar de llenar con ellos una función entera. La empresa que todavía tiene los teatros emprendió esto y trató de sustituirles a nuestros sainetes, piezas verdaderamente cómicas nacionales y populares, pero cuya muerte era próxima desde que los ingenios se desdeñaban de componerlas, y que, por lo repetidos y sabidos que están ya del público, apenas podían ser ya de utilidad. Otra mira se llevó en esto: los sainetes tienen el inconveniente de halagar casi siempre las costumbres de nuestro pueblo bajo, por los términos en que están escritos, en vez de tender a corregirlas y suavizarlas, poniéndolas en ridículo; todo lo que fuese proponerse ese fin, sustituyendo a los palos, a las alcaldadas y a las sandeces de los payos rasgos agudos y delicados de ingenio, era laudable.

Pero esto no podía conseguirse sin revestir los vaudevilles de la misma nacionalidad y popularidad de que aquéllos gozaban: sólo así se podía introducir un género nuevo, y eso fue lo que se descuidó. De aquí que todo el triunfo que han podido conseguir los vaudevilles ha sido pasajero y efímero, y son muy pocos los que han quedado en el caudal, y no han pasado rápidamente después de unas cuantas noches de representación.

¿Y cuáles son los que han quedado? Aquéllos que tenían más analogía con nuestras costumbres, o aquéllos en que una idea verdaderamente cómica y original se hallaba bien adoptada y desarrollada por un traductor hábil.

Ocasión es ésta de hacer justicia a quien la merece: uno de los que mejor han traducido vaudevilles, uno de los que hubieran podido españolizar el género nuevo, es don Manuel Bretón de los Herreros. Seguramente, si todos los vaudevilles que se han adoptado hubiesen sido y se hubiesen traducido como La familia del boticario, como No más muchachos, y otros del mismo traductor, verdaderos modelos de esa clase de trabajo, sólo elogios tendrían que salir de nuestra pluma. Son sólo comparables con las traducciones del señor Bretón algunas de otro joven bien conocido: ya nuestros lectores habrán adivinado que hablamos del señor de Vega; y decimos algunas, porque no las ha cuidado todas igualmente; pero siempre le harán honor El gastrónomo sin dinero, El cambio de diligencias, Quiero ser cómico y otras, en algunas de las cuales, sobre todo, está tan bien hecha la traducción, que puede llamarlas casi originales.

Tanto nos hemos remontado, que apenas sabemos ahora pasar de los señores Bretón y Vega a los traductores o truchimanes de La viuda y el seminarista y de Los guantes amarillos.

Parece que de las dos cosas que hemos dicho ser necesarias para traducir mal una comedia, los traductores de estas dos novedades no han tenido más que una, esto es, el atrevimiento, porque a haber tenido también diccionario, imposible es que hubiesen hecho tan mezquinos truchimanes.

La viuda y el seminarista es una comedia (algún nombre le hemos de dar) de pobrísima intriga, y donde sólo campea una escena medianamente cómica, producida por la situación del seminarista, mozalbete sin experiencia, de quien la viuda y su amante se valen para anudar sus rotas relaciones. No merece un análisis, y nos contentaremos con decir que reprobamos altamente la especie de compromiso que se impone de algún tiempo a esta parte al público con la coplita final: bueno que el traductor pida perdón cuando lo hace tan mal; pero malo es, y malísimo, que el público le conceda. La desaprobación del público es el mejor correctivo de la abyección en que vemos caer de día en día al teatro, y la indulgencia mal entendida es la muerte del arte.

Aconsejaremos al señor Lombía que se vista mejor, y que tenga más calor, que finja el amor en papeles de enamorado, para lo cual no sería inútil que se enamorara, si fuese posible; con eso formaría él una idea y nos la podría dar a los demás; otrosí, le aconsejamos que pregunte al señor Latorre, o a cualquiera otro de los actores que lo saben, qué uso se debe hacer de los guantes, los cuales sirven generalmente para ponérselos en las manos, y al mismo tiempo sabría cómo se deben tener cuando no se llevan puestos; no los reuniría en forma de hacecillo, ni los agarraría a dos manos; hay actores a quienes parece que estorban los guantes; cualquiera tendría tentaciones de deducir que no están acostumbrados a ellos.

Los guantes amarillos, que hemos visto estrenar en el teatro del Vaudeville de París al inimitable Arnal, para quien se escribieron, es uno de los más ingeniosos juguetes que pueden presentarse en la escena y ha gustado en cuantos teatros de Italia y de Inglaterra se ha traducido. La prueba de su mérito es el éxito mismo que ha tenido en Madrid, donde no se nos ha dado ni una sombra del original: repetimos que estas piezas necesitan una traducción atinada. Necesitan además tales composiciones dramáticas muchos ensayos y suma viveza en la representación. El papel del maestro de baile debiera haberse reservado a toda costa para el señor Guzmán; el señor Lombía entiende tanto de representar a un maestro de baile como de fingir el amor: ni agilidad en sus movimientos, ni gracia, ni una ligera muestra de que es maestro de baile. ¿Dónde ha visto el señor Lombía maestro de baile que se vista de luto riguroso a las ocho de la mañana, sin habérsele muerto padre ni madre, y de frac y pantalón colán, como si fuese a asistir a un baile de corte? ¿Dónde ha visto pantalón colán negro con carreras de botones de metal, a manera de botín manchego? En una palabra, el teatro español es una confusión; algún autor, algún actor, algún traductor; fuera de esas excepciones todo es caos y un completo olvido, por mejor decir una ignorancia completa del arte, del teatro y de la declamación.

Diga usted esto sin embargo y verá usted levantarse en contra de la crítica autores, actores y traductores en masa; y en realidad, ¿quién tiene razón? ¿De parte de quién está el público? Lo ignoramos; el público pesa por todo, ni silba un autor, ni un actor, ni una traducción; ¡es posible que haya teatros en semejante apatía, con tan lastimosa indiferencia! No. Si ha de seguirse nuestra opinión, ciérrense los teatros; porque no hay reforma ni mejora posible donde no hay por parte de nadie amor al arte.