De la vida bienaventurada

De la vida bienaventurada
de Séneca

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - XV - XVI - XVII - XVIII
XIX - XX - XXI - XXII - XXIII - XXIV - XXV - XXVI - XXVII - XXVIII - XXIX - XXX - XXXI - XXXII

A Galión

Capítulo I

editar

Todos, oh hermano Galión, desean vivir bienaventuradamente; pero andan a ciegas en el conocimiento de aquello que hace bienaventurada la vida; y en tanto grado no es fácil el llegar a conocer cuál lo sea, que al que más apresuradamente caminare, desviándose de la verdadera senda y siguiendo la contraria, le vendrá a ser su misma diligencia causa de mayor apartamiento. Ante todas cosas, pues, hemos de proponer cuál es la que apetecemos, después mirar por qué medios podremos llegar con mayor presteza a conseguirla, haciendo reflexión en el mismo camino, si fuere derecho, de lo que cada día nos vamos adelantando, y cuánto nos alejamos de aquello a que nos impele nuestro natural apetito. Todo el tiempo que andamos vagando, sin llevar otra guía más que el estruendo y vocería de los distraídos que nos llama a diversas acciones, se consume entre errores nuestra vida, que es breve, cuando de día y de noche se ocupa en buenas obras. Determinemos, pues, a dónde y por dónde hemos de caminar, y no vamos sin adalid que tenga noticia de la parte a que se encamina nuestro viaje: porque en esta peregrinación no sucede lo que en otras, en que los términos y vecinos, siendo preguntados, no dejan errar el camino; pero en ésta el más trillado y más frecuentado es el que más engaña. En ninguna cosa, pues, se ha de poner mayor cuidado que en no ir siguiendo, a modo de ovejas, las huellas de las que van delante, sin atender a dónde se va, sino por dónde se va: porque ninguna cosa nos enreda en mayores males, que el dejarnos llevar de la opinión, juzgando por bueno lo que por consentimiento de muchos hayamos recibido, siguiendo su ejemplo y gobernándonos, no por razón, sino por imitación, de que resulta el irnos atropellando unos a otros, sucediendo lo que en las grandes ruinas de los pueblos, en que ninguno cae sin llevar otros muchos tras sí, siendo los primeros ocasión de la pérdida de los demás. Esto mismo verás en el discurso de la vida, donde ninguno yerra para sí solo, sino que es autor y causa de que otros yerren, siendo dañoso arrimarse a los que van delante. Porque donde cada uno se aplica más a cautivar su juicio que hacerle, nunca se raciocina, siempre se cree; con lo cual el error, que va pasando de mano en mano, nos trae en torno hasta despeñarnos, destruyéndonos con los ejemplos ajenos. Si nos apartáremos de la turba, cobraremos salud, porque el pueblo es acérrimo defensor de sus errores contra la razón, sucediendo en esto lo que en las elecciones, en que los electores, cuando vuelve sobre si el débil favor, se admiran de los jueces que ellos mismos nombraron. Lo mismo que antes aprobamos, venimos a reprobar. Que este fin tienen todos los negocios donde se sentencia por el mayor número de votos.

Capítulo II

editar

Cuando se trata de la vida bienaventurada, no es justo me respondas lo que de ordinario se dice cuando se vota algún negocio: «Esto siente la mayor parte», pues por esa razón es lo peor: porque no están las cosas de los hombres en tan buen estado que agrade a los más lo que es mejor; antes es indicio de ser malo el aprobarlo la turba. Busquemos lo que se hizo bien, y no lo que está más usado; lo que nos coloque en la posesión de eterna felicidad, y no lo que califica el vulgo, errado investigador de la verdad. Y llamo vulgo, no sólo a los que visten ropas vulgares, sino también a los que las traen preciosas; porque yo no miro los colores de que se cubren los cuerpos, ni para juzgar del hombre doy crédito a los ojos; otra luz tengo mejor y más segura con que discernir lo falso de lo verdadero. Los bienes del ánimo sólo el ánimo los ha de hallar; y si éste estuviere libre para poder respirar y retirarse en sí mismo, ¡oh!, cómo encontrará con la verdad, y atormentado de sí mismo, confesará y dirá: «Quisiera que todo lo que hasta ahora hice estuviera por hacer; porque cuando vuelvo la memoria a todo lo que dije, me río en muchas cosas de ello: todo lo que codicié, lo atribuyo a maldición de mis enemigos. Todo lo que temí, ¡oh dioses buenos!, fue mucho menos riguroso de lo que yo había pensado. Tuve amistad con muchos, y de aborrecimiento volví a la gracia (si es que la hay entre los malos), y hasta ahora no tengo amistad conmigo. Puse todo mi cuidado en levantarme sobre la muchedumbre haciéndome notable con alguna particular calidad; ¿y qué otra cosa fue esto sino exponerme a las flechas de la envidia y descubrir al odio la parte en que me podría morder?» ¿Ves tú a estos que alaban la elocuencia, que siguen las riquezas, que lisonjean la privanza y ensalzan la potencia? Pues o todos ellos son enemigos o, juzgándolo con más equidad, lo podrán venir a ser; porque al paso que creciere el número de los que se admiran, ha de crecer el de los que envidian.

Capítulo III

editar

Ando buscando con cuidado alguna cosa que yo juzgue ser buena para el uso y no para la ostentación; porque éstas que se miran con cuidado y nos hacen detener mostrándolas los unos a los otros con admiración, aunque en lo exterior tienen resplandor, son en lo interior miserables. Busquemos algo que sea bueno, no en la apariencia, sino sólido y macizo, y en la parte interior hermoso. Alcancémoslo, que no está muy lejos, y con facilidad lo hallarás si atendieres a la parte a que has de extender la mano; porque ahora pasamos por las cosas que nos están cercanas, como los que andan a oscuras, tropezando en lo mismo que buscan. Pero para no llevarte por rodeos, dejaré las opiniones de otros, por ser cosa prolija referirlas y refutarlas. Admite la nuestra y cuando te digo la nuestra, no me ato a la de alguno de los principales estoicos, que también tengo yo libertad para hacer mi juicio. Finalmente, seguiré algunos de ellos, a otro compeleré a que divida su opinión; y por ventura, después de estar llamado y citado de todos, no reprobaré cosa alguna de lo que nuestros pasados decretaron, ni diré: «Esto siento demás»; y en el ínterin, siguiendo la opinión de los estoicos, me convengo con la naturaleza, por ser sabiduría el no apartarnos de ella, formándonos por sus leyes y ejemplos. Será, pues, bienaventuranza la vida en lo natural que se conformare con su naturaleza; lo cual no se podrá conseguir si primero no está el ánimo sano y con perpetua posesión de salud. Conviene que sea vehemente, fuerte, gallardo, sufridor, y que sepa ajustarse a los tiempos, siendo circunspecto en sí y en todo lo que le tocare, pero sin demasía. Ha de ser asimismo diligente en todas las cosas que instruye la vida, usando de los bienes de la fortuna sin causar admiración a otros y sin ser esclavo de ella. Y aunque yo no lo añada, sabes tú que a esto se seguirá una perpetua tranquilidad y libertad, dando de mano a las cosas que nos alteran o atemorizan; porque en lugar de los deleites y las demás cosas que en los mismos vicios son pequeñas, frágiles y dañosas, sucederá una grande alegría incontrastable, una paz acompañada de concordia de ánimo y una grandeza adornada de mansedumbre; porque todo lo que es fiereza se origina de enfermedad.

Capítulo IV

editar

Podrá asimismo definirse nuestro bien de otra manera, comprendiéndose en la misma sentencia, aunque no en las mismas palabras. Al modo que un mismo ejército unas veces se esparce en mayor latitud y otras se estrecha y reduce a más angosto sitio, unas se pone en forma de media luna, otras se muestra en recta y descubierta frente, pero de cualquier manera que se forme, consta de las mismas fuerzas y está con el mismo intento para acudir a la parcialidad que sigue, así la definición del sumo bien puede unas veces extenderse y estrecharse otras; con lo cual vendrá a ser lo mismo decir que el sumo bien es un ánimo que, estando contento con la virtud, desprecia las cosas que penden de la fortuna, o que es una invencible fortaleza de ánimo sabedora de todas las cosas, agradable en las acciones, con humanidad y estimación de los que le tratan. Quiero, pues, que llamemos bienaventurado al hombre que no tiene por mal o por bien sino el tener bueno o malo el ánimo, y al que siendo venerador de lo bueno y estando contento con la virtud, no le ensoberbecen ni abaten los bienes de la fortuna, y al que no conoce otro mayor bien que el que se pueda dar a sí mismo, y al que tiene por sumo deleite el desprecio de los deleites. Y si tuvieres gusto de esparcirte más, podrás con entera y libre potestad extender este pensamiento a diferentes haces; porque ¿cuál cosa nos puede impedir el llamar dichoso, libre, levantado, intrépido y firme al ánimo que está exento de temor y deseos, teniendo por sumo bien a la virtud y por solo mal a la culpa? Todo lo demás es una vil canalla, que ni quita ni añade a la vida bienaventurada, yendo y viniendo sin causar al sumo bien aumento ni disminución. Forzoso es que al que está tan bien fundado (quiera o no quiera) se le siga una continua alegría y un supremo gozo venido de lo alto, porque vive contento con sus bienes, sin codiciar cosa fuera de sí. ¿Por qué, pues, no ha de poner en balanza estas cosas con los pequeños, frívolos y poco perseverantes movimientos del cuerpo, siendo cierto que el mismo día que se hallare en deleite se hallará en dolores?

Capítulo V

editar

¿No echas de ver en cuán mala y perniciosa esclavitud servirá aquel a quien alternadamente poseyeren, o ya los deleites, o ya los dolores, dueños inciertos y de flacas fuerzas? Conviene, pues, buscar la libertad, y ninguna otra cosa la da sino el desprecio de la fortuna, de que nace un inestimable bien, que es la quietud del ánimo, colocado en lugar seguro, y una sublimidad y un gozo inmóvil, que tiene su origen de conocer la quietud y latitud del ánimo, de quien recibe deleites, no como bienes, sino como nacidos de su bien. Y porque he comenzado a mostrarme liberal, digo que también puede llamarse bienaventurado aquel que, por beneficio de la razón, ha llegado a no desear y a no temer; que aunque las piedras y los animales carecen de temor y tristeza, nadie los llamó dichosos, faltándoles el conocimiento de la dicha. En el mismo número puedes contar y poner aquellos hombres a quien su ruda naturaleza y el no tener conocimiento de sí los ha reducido al estado de los brutos, sin que haya diferencia de los unos a los otros, pues si aquellos carecen de razón, estos otros la tienen mala, siendo sólo diligentes para su propio daño. Y ninguno que estuviere apartado de la verdad se podrá llamar bienaventurado, y sólo lo será el que tuviere la vida estable y firme y el juicio cierto y recto, porque el ánimo estará entonces limpio y libre de todos males, cuando no sólo se apartare de las heridas, sino también de las escaramuzas, esperando a pie quedo a defender el puesto que se le encargó, aunque se le muestra airada y contraria la suerte. Porque aunque el deleite se extienda por todas partes, y por todas las vías influya, y con halagos ablande el ánimo y saque de unas caricias y otras, con que solicite todos nuestros sentidos, ¿cuál de los mortales, en quien se halle rastro de hombre, habrá quien quiera que el deleite esté de día y de noche haciéndole cosquillas, para que desamparando el ánimo venga a servir a las comodidades del cuerpo?

Capítulo VI

editar

Diráme alguno que también el ánimo ha de tener sus deleites. Téngalos en buen hora y siéntese a ser juez árbitro de la lujuria y los demás pasatiempos, y llénese de todo aquello que suele deleitar los sentidos; ponga después los ojos en las cosas pasadas, y acordándose de los antiguos entretenimientos, alégrese de ellos, acérquese a los futuros, disponga sus esperanzas; y mientras su cuerpo está enviciado en la golosina presente, ponga los pensamientos en lo que espera, que con sólo esto lo juzgo por el más desdichado, siendo frenesí abrazar los males en lugar de los bienes. Ninguno sin salud es bien afortunado, y no la tiene el que en vez de lo saludable apetece lo dañoso. Será, pues, bienaventurado el que es su juicio recto, y el que se contentare con lo que posee, teniendo amistad con su estado, y aquel a quien la razón guiare en sus acciones. Advierte en cuán torpe lugar pusieron el sumo bien los que dijeron lo era el deleite; y con todo eso niegan el poderlo apartar de la virtud, y dicen que ninguno que viva bien puede dejar de vivir con alegría; que el que vive en alegría vive juntamente con bien. Yo no veo cómo se puedan unir cosas tan diversas. Decidme: ¿en qué fundáis que no puede separarse la virtud del deleite? ¿Es por ventura porque todo principio de bien nace de la virtud? Pues también de sus raíces nacen las cosas que vosotros amáis y apetecéis; y si no fuesen distintas, no veríamos que algunas son deleitables y no buenas, y otras que, siendo buenas, se han de buscar por asperezas y dolores.

Capítulo VII

editar

Añade también que el deleite alcanza a la más torpe vida, y la virtud no admite esta compañía, y que hay algunos que teniendo deleites son infelices, y antes de tenerlos les nace el serlo, lo cual nos sucedería si el deleite se mezclase con la virtud, careciendo ella muchas veces de él, sin jamás necesitar de su compañía. ¿Para qué, pues, haces unión de lo que no sólo no es semejante, antes es diverso? La virtud es una cosa alta, excelsa, real e infatigable; el deleite es abatido, servil, débil y caduco, cuya morada son los burdeles y bodegones. A la virtud hallarás en el templo, en los consejos y en los ejércitos, defendiendo las murallas, llena de polvo, encendida y con las manos llenas de callos. Hallarás al deleite escondiéndose y buscando las tinieblas, ya en los baños, ya en las estufas y en los lugares donde se recela la venida del juez. Hallarásle flaco, débil y sin fuerzas, humedecido en vino y en ungüentos, descolorido, afeitado y asqueroso con medicamentos. El sumo bien es inmortal, no sabe irse si no le echan, no causa fastidio ni arrepentimiento, porque el ánimo recto jamás se altera, ni se aborrece, ni se muda, porque sigue siempre lo mejor. El deleite cuando está dando más gusto, entonces se acaba, y como tiene poca capacidad, hínchase presto y causa fastidio, marchitándose al primer ímpetu, sin que se pueda tener seguridad de lo que está en continuo movimiento. Y así, no puede tener subsistencia lo que con tanta celeridad viene y pasa para acabarse con el uso, terminándose donde llega y caminando a la declinación cuando comienza.

Capítulo VIII

editar

¿Pues qué diremos si en los buenos y en los malos hay deleite, y no alegra menos a los torpes la culpa que a los buenos la virtud? Y por esta causa nos aconsejaron los antiguos que siguiésemos la vida virtuosa y no la deleitable, de tal modo que el deleite no sea la guía, sino un compañero de la ajustada voluntad. La naturaleza nos ha de guiar; a ésta obedece la razón y con ella se aconseja, según lo cual es lo mismo vivir bien que vivir conforme a los preceptos de la naturaleza. Yo declararé cómo ha de ser esto: Si miráremos con recato y sin temor los dotes del cuerpo y las cosas ajustadas a la naturaleza, juzgándolos como bienes transitorios y dados para solo un día, y si no entráremos a ser sus esclavos, ni tuvieren posesión de nosotros; si los que son deleitables al cuerpo y los que vienen de paso los pusiéremos en el lugar en que suelen ponerse en los ejércitos los socorros y la caballería ligera. Estos bienes sirvan y no imperen, que con éstos serán útiles al ánimo. Sea el varón incorrupto y sin dejarse vencer de las cosas externas; sea estimador de sí mismo; sea artífice de su vida, disponiéndose a la buena o mala fortuna; no sea su confianza sin sabiduría, y sin constancia persevere en lo que una vez eligiere, sin que haya cosa que se borre en sus determinaciones. También se debe entender, aunque yo no lo diga, que este varón ha de ser compuesto, concertado, magnífico y cortés; ha de tener una verdadera razón, asentada en los sentidos, tomando de ella los principios, porque no hay otros en que estribar, ni donde se tome la carrera para llegar a la verdad y volver sobre sí. Porque también el mundo, que lo comprende todo, y Dios, que es el gobernador del Universo, camina y vuelve a las cosas exteriores. Haga nuestro ánimo lo mismo, y cuando, habiendo seguido sus sentidos, hubiere por ellos pasado a las cosas externas, tenga autoridad en ellas y en sí, y (para decirlo en este modo) eche prisiones al sumo bien, que de esta suerte se hará una fortaleza y una potestad concorde, de la cual nacerá una razón fija, no desconfiada, ni dudosa en las opiniones, ni en las doctrinas, ni en la persuasión de sí mismo; y cuando ésta se dispone y se ajusta en sí y, por decirlo en una palabra, cuando hiciere consonancia, habrá llegado a conseguir el sumo bien, porque entonces no le queda cosa mala ni repentina, ni en que encuentre, o con que vacile. Hará todas las cosas por su imperio, y ninguna impensadamente; lo que hiciere le saldrá bien, con facilidad y sin repugnancia; porque la pereza y la duda dan indicios de pelea y de inconstancia. Por lo cual, con osadía has de defender que el sumo bien es una concordia del ánimo, y que las virtudes están donde hubiere conformidad y unidad, y que los vicios andan siempre en continua discordia.

Capítulo IX

editar

Dirásme que no por otra razón reverencio la virtud sino porque de ella espero algún deleite. Lo primero digo, que aunque la virtud da deleite, no es esa la causa porque se busca, que no trabaja para darle; si bien su trabajo, aunque mira a otros fines, da también deleite, sucediendo lo que a los campos, que estando arados para las mieses dan también algunas flores, y aunque éstas deleitan la vista, no se puso para ellas el trabajo, que otro fue el intento del labrador, y sobrevínole éste. De la misma manera el deleite no es paga ni causa de la virtud, sino una añadidura, y no agrada porque deleita, sino deleita porque agrada. El sumo bien consiste en el juicio y en el hábito de la buena intención, que en llenando el pecho y ciñéndose en sus términos, viene a estar en perfección sin desear cosa alguna; porque como no hay cosa que esté fuera del fin, tampoco la hay fuera del todo; y así, yerras cuando preguntas qué cosa es aquella por quien busco la virtud, que eso sería buscar algo sobre lo supremo. ¿Pregúntasme qué pido a la virtud?; pido la misma virtud, porque ella no tiene otra cosa que sea mejor, y es la paga de sí misma. Dirásme: -¿Pues esto poco es cosa tan grande?- ¿No te he dicho que el sumo bien es un vigor inquebrantable de ánimo, que es una providencia, una altura, una salud, una libertad, una concordia y un decoro? ¿Cómo, pues, quieres haya otra cosa mayor a quien éstas se refieran? ¿Por qué me nombras el deleite? Que yo busco el bien del hombre, no el del vientre, pues éste le tienen mayor los ganados y las bestias.

Capítulo X

editar

Disimula (dice) lo que yo digo, porque niego que pueda vivir alguno con alegría, si no vive juntamente con virtud: y esto no puede suceder a los animales mudos, que miden su felicidad con la comida. Clara y abiertamente testifico que esta virtud que llamo alegre no puede conseguirse sin juntarle la virtud. Tras esto, ¿quién ignora que de esos vuestros deleites estén llenos los ignorantes, y que abunda la maldad en muchas cosas alegres, y que el mismo ánimo, no sólo nos pone sugestión en malos géneros de deleites, sino en la muchedumbre de ellos? Cuanto a lo primero, nos pone la insolencia y la demasiada estimación propia, la hinchazón que nos levanta sobre los demás, el amor impróbido y ciego a nuestras cosas, las riquezas transitorias, la alegría nacida de pequeñas y pueriles causas, la dicacidad y locuacidad, la soberanía que con ajenos vituperios se alegra, la pereza y flojedad de ánimo dormido siempre para sí. Todas estas cosas destierra la virtud y amonesta a los oídos, y antes de admitir los deleites los examina, y aun de los que admite hace poca estimación, alegrándose, no con el uso, sino con la templanza de ellos. Luego si ésta disminuye los deleites, vendrá a ser injuria del sumo bien. Tú abrazas el deleite, yo le enfreno; tú le disfrutas, yo le gozo; tú le tienes por sumo bien, yo ni aun le juzgo por bien; tú haces todas las cosas en orden al deleite, yo ninguna. Y cuando digo que no hago cosa alguna en orden al deleite, hablo en persona de aquel sabio a quien sólo concedes el deleite.

Capítulo XI

editar

Y no llamo sabio a aquel sobre quien tiene imperio cualquier cosa, cuanto más si le tiene el deleite, porque el poseído de él, ¿cómo podrá resistir al trabajo, al peligro, a la pobreza y a tantas amenazas que alborotan la vida humana? ¿Cómo sufrirá la presencia de la muerte, cómo la del dolor, cómo los estruendos del mundo y cómo resistirá a los ásperos enemigos si se deja vencer de tan flaco contrario? Éste hará todo lo que le aconsejare el deleite. Atiende, pues, y verás cuántas cosas le aconseja. Dirásme que no le podrá persuadir cosa torpe, por estar unido a la virtud. ¿No tornas a echar de ver las calidades del sumo bien, y las guardas de que necesita para serlo? ¿Cómo podrá la virtud gobernar al deleite, si le sigue, pues el seguir es acción del que obedece, y gobernar del que impera? ¿A las espaldas ponéis al que manda? Gentil oficio dais a la virtud, haciendo que sea repartidora de deleites. Con todo eso hemos de averiguar si en éstos que tratan tan afrentosamente a la virtud, hay alguna virtud, la cual no podrá conservar su nombre si se rindió. Mientras hablamos de esta materia, podré mostrarte muchos que han estado sitiados de sus deleites, por haber derramado en ellos la fortuna sus dádivas, siendo forzoso me confieses fueron malos. Pon los ojos en Nomentano y Numicio, que andaban (como éstos dicen) buscando los bienes del mar y de la tierra, reconociéndose en sus mesas animales de todas las provincias del orbe: míralos, que desde sus lechos están atendiendo a sus glotonerías, deleitando los oídos con músicas, los ojos con espectáculos y el paladar con guisados. Pues advierte que todo su cuerpo está desafiado de blandos y muelles fomentos; y porque las narices no estén holgando, se inficiona con varios hedores aquel lugar donde se hacen las exequias a la lujuria. Podrás decirme de éstos que viven en deleites, pero no que lo pasan bien, pues no gozan del bien.

Capítulo XII

editar

Dirás que les irá mal, porque intervienen muchas cosas que les perturban el ánimo, y las opiniones entre sí encontradas les inquietan la mente. Confieso que esto es así, mas con todo eso, siendo ignorantes y desiguales, y sujetos a los golpes del arrepentimiento, reciben grandes deleites: de suerte que es forzoso confesar están tan lejos del disgusto cuanto del buen ánimo, sucediéndoles lo que a muchos que pasan una alegre locura, y con risa se hacen frenéticos. Pero al contrario, los entretenimientos de los sabios son detenidos y modestos, y como encarcelados y casi incomprensibles porque ni son llamados, ni cuando ellos vienen son tenidos en estimación, ni son recibidos con alegría de los que los gozan, porque los mezclan y entrometen en la vida como juego y entretenimiento en las cosas graves. Dejen, pues, de unir lo que entre sí no tiene conveniencia, y de mezclar con la virtud el deleite, que eso es lisonjear con todo género de males al vicio, con lo cual el distraído en deleites y el siempre vago y embriagado viendo que vive con ellos, piensa que asimismo vive con virtud, por haber oído que no puede estar separado de ella el deleite, y con esto intitula a sus vicios con nombre de sabiduría, sacando a luz lo que debiera estar escondido: con lo cual frecuenta sus vicios, no impelido de la doctrina de Epicuro, sino porque entregado a sus culpas, las quiere esconder en el seno de la filosofía, concurriendo a la parte donde oye alabar los deleites. Y tengo por cierto que no hacen estimación del deleite de Epicuro (así lo entiendo) por ser seco y templado, sino que solamente se acogen a su amparo y buscan su patrocinio, con lo cual pierden un solo bien que tenían en sus culpas, que era la vergüenza, y así alaban aquello de que solían avergonzarse, y gloríanse del pecado, sin que a la juventud le quede fuerzas para levantarse desde que a la torpe ociosidad se le arrimó un honroso nombre.

Capítulo XIII

editar

Por esta razón es dañosísima la alabanza del deleite, porque los preceptos saludables están encerrados en lo interior, y lo aparente es lo que daña. Mi opinión es (diréla, aunque sea contra el gusto de nuestros populares), que lo que enseñó Epicuro son cosas santas y rectas y aun tristes, si te acercares más a ellas, porque aquel deleite se reduce a pequeño y débil espacio, y la ley que nosotros ponemos a la virtud la puso él al deleite, porque le manda que obedezca a la naturaleza, para la cual es suficiente lo que para el vicio es poco. ¿Pues en qué consiste esto? En que aquel (séase quien se fuere) que llama felicidad al abatido oficio, al pasar de la gula a la lujuria, busca buen autor a cosa que es de suyo mala; y mientras se halla inducido de la blandura del nombre, sigue el deleite; pero no es el que oye, sino el que él trae; y como comienza a juzgar que sus vicios son conformes con las leyes, entrégase a ellos, no ya tímida ni paliadamente, sino en público y sin velo, y dase a la lujuria sin cubrirse la cabeza. Así que yo no digo lo que muchos de los nuestros, que la secta de Epicuro es maestra de vicios, antes afirmo que está desacreditada e infamada sin razón: y esto nadie lo puede saber sin ser admitido a lo interior de ella. El frontispicio da motivo a la mentira, y convida a esperanzas malas. Esto es como ver un varón fuerte en traje de mujer: mientras te durare la vergüenza, estará segura la virtud, y para ninguna deshonestidad estará desocupado tu cuerpo; en tus manos está el pandero. Elíjase, pues, un honesto título y una inscripción que levante el ánimo a repeler aquellos vicios que al instante que vienen le enervan las fuerzas. Cualquiera que se llega a la virtud, da esperanzas de generosa inclinación: y el que sigue el deleite descubre ser flaco, y que degenera, y que ha de parar en cosas torpes, si no hubiere quien le distinga los deleites, para que conozca cuáles son los que le han de tener dentro del natural deseo, y cuáles los que le han de despeñar: que siendo éstos infinitos, cuanto más se llenan, están más incapaces de llenarse. Ea, pues, vaya la virtud delante, y serán seguros todos los pasos. El deleite, si es grande, daña; pero en la virtud no hay que temer la demasía, porque en ella misma se encierra el modo, porque no es bueno aquello que con su propia grandeza padece.

Capítulo XIV

editar

Verdaderamente os ha caído en suerte una naturaleza adornada de razón: y así, ¿qué cosa se os puede proponer mejor que ella? Si os agrada el deleite, sea añadidura de la virtud; y si tenéis inclinación de ir con acompañamiento a la vida feliz, vaya delante la virtud: vaya detrás de ella el deleite, y siga como la sombra al cuerpo. Hubo algunos que, siendo la virtud cosa tan excelente, la entregaron por esclava al deleite. Al ánimo capaz no hay cosa que sea grande: sea la virtud la primera, lleve el estandarte, y con todo eso tendremos deleite si, siendo dueños de él, le templáremos. Algo habrá que nos incite, pero nada que nos compela; y al contrario, los que dieron el primer lugar al deleite, carecieron de entrambas cosas, porque pierden la virtud, y no consiguen el deleite, antes ellos son poseídos de él: con cuya falta se atormentan, y con cuya abundancia se ahogan: siendo desdichados si no lo tienen, y más desdichados si los atropella: sucediéndoles lo que a los que se hallan en el mar de las Sirtes, que unas veces se ven en la arena seca, y otras fluctuando con la corriente de las ondas: y esto les acontece, o por demasiada destemplanza, o por ciego amor de las cosas. Que al que en lugar de lo bueno codicia lo malo, el conseguirlo le viene a ser peligroso; como cuando cazamos las fieras con peligro y trabajo, y después de cogidas nos es cuidadosa su posesión, y tal vez despedazan al que las cazó. Así los que gozan de grandes deleites vienen a parar en grandes males, que siendo poseídos se apoderan del poseedor, y cuanto son ellos mayores es menor el que los goza, con que viene a ser esclavo aquel a quien el vulgo llama feliz. Quiero proseguir en esta comparación, diciendo que al modo que el cazador anda buscando las cuevas de las fieras, haciendo grande aprecio de cogerlas en los lazos, cercando con perros los espesos bosques para hallar sus huellas, y para esto falta a cosas más importantes, y desampara sus más legítimas ocupaciones; así el que sigue los deleites lo pospone todo, y desprecia su primera libertad, trocándola por el gusto del vientre; y este tal no compra los deleites, antes él mismo es el que se vende a ellos.

Capítulo XV

editar

Diráme alguno: ¿qué cosa prohibe que no puedan unirse la virtud y el deleite, y hacer un sumo bien, de modo que una misma cosa sea honesta y deleitable? Porque la parte de lo honesto no puede dejar de ser juntamente deleitable, ni el sumo bien puede gozar de su sinceridad, si viere en sí cosa disímil de lo mejor, y el gozo que se origina de la virtud, aunque es bueno, no es parte de bien absoluto, como no lo son la alegría y la tranquilidad, aunque nazcan de hermosísimas causas: porque éstos son bienes que siguen al sumo bien, pero no le perfeccionan. Y así el que injustamente hace unión del deleite y la virtud, con la fragilidad del un bien, debilita el vigor del otro; y pone en servidumbre la libertad, que fuera invencible si no juzgara había otra cosa más preciosa: porque con esto viene a necesitar de la fortuna, que es la mayor esclavitud, y luego se le sigue una vida congojosa, sospechosa, cobarde, temerosa y pendiente de cada instante de tiempo. Tú que haces esto, no das a la virtud fundamento inmóvil y sólido, antes quieres que esté en lugar mudable: porque, ¿qué cosa hay tan inconstante como la esperanza de lo fortuito y la variedad de las cosas que aficionan al cuerpo? ¿Cómo podrá éste obedecer a Dios, y recibir con buen ánimo cualquiera suceso, sin quejarse de los hados? ¿Y cómo será benigno intérprete de los acontecimientos, si con cualesquier picaduras de los deleites se altera? ¿Cómo podrá ser buen amparador y defensor de su patria y de sus amigos el que se inclina a los deleites? Póngase, pues, el sumo bien en lugar donde con ninguna fuerza pueda ser derribado, y donde no tengan entrada el dolor, la esperanza, el temor ni otra alguna cosa que deteriore su derecho: porque a tan grande altura sola puede subir la virtud, y con sus pasos se ha de vencer esta cuesta: ella es la que estará fuerte, y sufrirá cualesquier sucesos, no sólo admitiéndolos, sino deseándolos: conociendo que todas las dificultades de los tiempos son ley de la naturaleza, y como buen soldado sufrirá las heridas, contará las cicatrices, y atravesado con las picas, amará muriendo al emperador por cuya causa muere, teniendo en el ánimo aquel antiguo precepto, Amar a Dios. Pero el que se queja, llora y gime, y hace forzado lo que se le manda, viene compelido a la obediencia: pues ¿qué locura es querer más ser arrastrado que seguir con voluntad? Tal, por cierto, como sería ignorancia de tu propio ser, el dolerte y lamentarte de que te sucedió algún caso acerbo; o admirarte igualmente, o indignarte de aquellas cosas que suceden así a los buenos como a los malos, cuales son las enfermedades, las muertes y los demás accidentes que acometen de través a la vida humana. Todo lo que por ley universal se debe sufrir, se ha de recibir con gallardía de ánimo; pues el asentarnos a esta milicia, fue para sufrir todo lo mortal, sin que nos turbe aquello que el evitarlo no pende de nuestra voluntad. En reino nacimos y el obedecer a Dios es libertad.

Capítulo XVI

editar

Consiste, pues, la verdadera felicidad en la virtud: ¿y qué te aconsejará ésta? Que no juzgues por bien o por mal lo que te sucediere sin virtud o sin culpa, y que después de esto seas inmóvil del bien para el mal, y que en todo lo posible imites a Dios. Y por esta pelea, ¿qué se te promete? Cosas grandes, iguales a las divinas: a nada serás forzado, de ninguna cosa tendrás necesidad; serás libre, seguro y sin ofensa; ninguna cosa intentarás en vano: ninguna hallarás estorbo; todo saldrá conforme a tus deseos; no te sucederá cosa adversa, y ninguna contra tu opinión o contra tu voluntad. ¿Pues qué diremos? ¿Es por ventura la virtud perfecta y divina suficiente para vivir dichosamente? ¿Pues por qué no lo ha de ser? Antes es superabundante, porque ninguna cosa le hace falta al que vive apartado de los deseos de ellas, porque ¿de qué puede necesitar aquel que lo juntó todo en sí? Mas con todo eso, el que camina a la virtud, aunque se haya adelantado mucho, necesita de algún halago de la fortuna, mientras lucha con las cosas humanas, y mientras se desata el lazo de la mortalidad. ¿Pues en qué está la diferencia? En que los unos están asidos, presos y amarrados, y el que se encaminó a lo superior, levantándose más alto, trae la cadena más larga; y aunque no está de todo punto libre, pasa plaza de libre.

Capítulo XVII

editar

Así que si alguno de éstos, que agavillados ladran a la filosofía, me dijere lo que suelen: «¿Por qué hablas con mayor fortaleza de la que vives? ¿Por qué humillas tus palabras al superior? ¿Por qué juzgas por instrumento necesario el dinero? ¿Por qué te alteras con el daño? ¿Por qué lloras con las nuevas de la muerte de tu mujer o de tu amigo? ¿Por qué cuidas tanto de tu fama? ¿Por qué te alteran las malas palabras? ¿Por qué tienes jardines con mayor adorno del que pide el natural uso? ¿Por qué no comes con las leyes que das? ¿Por qué tienes tan lucidas alhajas? ¿Para qué bebes vino de más años que los que tú tienes? ¿Por qué labras casas? ¿Por qué plantas arboledas para sólo hacer sombra? ¿Para qué trae tu mujer en sus orejas la hacienda de una casa rica? ¿Por qué das a tus criados tan costosas libreas? ¿Por qué has introducido que en tu casa sea ciencia el servir, haciendo que los aparadores se dispongan, no a caso, sino con arte? ¿Para qué tienes maestro de trinchar las aves?» Añade si te parece. «¿Para qué tienes hacienda en la otra parte del mar? ¿Para qué posees más de lo que conoces? ¿Por qué eres tan torpe o tan descuidado, que no tienes noticia de tus pocos criados, o vives tan desconcertadamente, que por tener tantos no es suficiente tu memoria a conocerlos?» Yo ayudaré y esforzaré después estos baldones que me das, y me haré otros muchos cargos más de los que tú me pones. Pero por ahora te respondo, no como sabio, sino para dar pasto a tu mala voluntad, y no lo yerro. «Lo que de presente me pido a mí, no es el ser igual a los mejores, sino el ser mejor que los malos. Bástame el ir cercenando cada día alguna parte de mis vicios, y castigando mis culpas. No he llegado hasta ahora a la salud, ni llegaré tan presto: busco para la gota, ya que no remedios, a lo menos fomentos que la disminuyan, contentándome con que venga menos veces, y que me amenace menos fiera: y así, comparado con la ligereza de vuestros pies, soy débil corredor.»

Capítulo XVIII

editar

«No digo esto por mí, que me hallo en el golfo de todos los vicios, sino por el que tiene algo de bueno.» Dirásme que hablo de una manera, y vivo de otra. Esto mismo fue objetado por malísimas cabezas, y enemigas de los buenos, a Platón, a Epicuro y a Zenón, porque todos éstos hablaron, no como vivieron, sino como debieran vivir: «Yo no hablo de mí, sino de la virtud; y cuanto digo injurias a los vicios las digo en primer lugar a los míos. Cuando pudiere, viviré como convenga, y no me apartará de lo bueno esta malignidad teñida con mucho veneno, ni la ponzoñosa (que derramáis en otros, con que os matáis a vosotros mismos) me impedirá el perseverar en alabar la vida (no la que tengo, sino la que conozco debo tener), ni me hará dejar de adorar la virtud, ni de seguirla, aunque tras ella vaya arrastrando largo trecho. ¿He de esperar por ventura a que haya alguna cosa sin mezcla de malevolencia, de la cual no fueron reservados ni Rutilio ni Catón? ¿A quién no tendrán por demasiado rico los que tienen por poco pobre a Demetrio Cínico?» ¡Oh varón fuerte y guerreador contra todos los deseos de la naturaleza, y por esto más pobre que todos los cínicos!, porque con haberse prohibido el poseer se prohibió el pedir. Niegan que fue harto pobre, porque, como ves, no profesó la ciencia de la virtud, sino solamente la pobreza.

Capítulo XIX

editar

Niegan que Diodoro, filósofo epicúreo (que en breves días puso con su propia mano fin a su vida), hizo por doctrina de Epicuro el cortarse la garganta. Unos afirman que aquella acción fue locura: otros que temeridad; y él, entre estas opiniones, dichoso y lleno de buena conciencia, se dio a sí mismo testimonio de la vida pasada y de su loable edad, puesta ya en el puerto y echadas las áncoras, y entonces dijo lo que vosotros oís contra vuestra voluntad: «Viví, y pasé la carrera que me dio la fortuna.» Disputáis vosotros de la vida de uno y de la muerte de otro, y como gozques cuando ven hombres no conocidos, ladráis a la fama de algunos varones señalados por excelentes alabanzas, porque os conviene que nadie parezca bueno, como si la ajena virtud fuese baldón de vuestros vicios. Comparáis envidiosos las cosas limpias con vuestras suciedades, sin atender con cuánto daño vuestro os atrevéis. Porque si decís que aquellos que siguen la virtud son avarientos, deshonestos y ambiciosos, ¿qué sois vosotros que aborrecéis el mismo nombre de la virtud? ¿Negáis haber quien ejecute lo que dice y que no viven al modelo de lo que hablan?; ¿de qué os maravilláis si dicen cosas valientes, grandes y exentas de las humanas tormentas, procurando desasirse de las cruces en que vosotros mismos habéis fijado vuestros clavos?, y cuando son llevados a la muerte, pende cada uno de sola una cruz; pero aquellos que se maltratan a sí mismos están en tantas, cuantos deseos tienen; y siendo mordaces, se muestran donairosos en afrenta ajena. Diérales yo crédito, a no ver que algunos de ellos, puestos en el suplicio, escupieron a los que los miraban.

Capítulo XX

editar

No cumplen los filósofos lo que dicen; pero con todo eso no importa mucho lo que dicen, y lo que con sana intención conciben; porque si con los dichos igualaran los hechos, ¿qué cosa pudiera haber para ellos más feliz? Mientras llegan a esto, no es justo desprecies sus buenos consejos, ni sus entrañas llenas de pequeños pensamientos, que el tratar de estudios saludables premio merece, aunque no llegue a conseguirse el efecto. ¿De qué te maravillas si no llegan a la cumbre los que emprendieron cosas arduas? Considera que, aunque caigan, son con todo eso varones que no mirando a las propias fuerzas, sino a las de la naturaleza, intentan acciones grandes, emprenden cosas altas, concibiendo en el ánimo empresas mayores de las que pueden hacer aun los que se hallan dotados de espíritu gallardo. ¿Qué persona hay que se haya propuesto a sí las razones siguientes?: «Yo con el mismo rostro con que condenaré a otros a muerte oiré la mía. Yo fortificando el cuerpo con el ánimo, obedeceré a los trabajos por grandes que sean. Yo con igualdad despreciaré las riquezas presentes como las ausentes: no me entristeceré de verlas en otro, ni me desvanecerá el poseerlas. Yo no haré caso de que venga o se ausente la fortuna: miraré todas las tierras como si fueran mías, y las mías como si fuesen de todos. Y finalmente viviré como quien sabe que nació para los otros: y por esta razón daré gracias a la naturaleza, que con ningún otro medio pudo hacer mi negocio; pues siendo yo uno solo, me hizo de todos, y con eso hizo que todos fuesen para mí. Todo lo que yo tuviere, ni lo guardaré con escasez ni lo derramaré con prodigalidad; y juzgaré que ninguna cosa poseo mejor que lo que doy bien. No ponderaré los beneficios por el número o peso, ni por alguna estimación más que por la que tengo del que los recibe; y nunca juzgaré hay demasía en lo que se da al benemérito. No haré cosa alguna por la opinión, harélas todas por la conciencia. Creeré que lo que hago, viéndolo yo, lo hago siendo de ello testigo todo el pueblo. El fin de mi comida y bebida será para cumplir la necesidad de la naturaleza y no para henchir y vaciar el estómago. Seré agradable a mis amigos, suave y fácil a mis enemigos. Dejaréme vencer antes de ser rogado: saldré al encuentro a las justificadas intercesiones. Sabré que todo el mundo es mi patria, y que los dioses presiden sobre mí, y que asisten cerca de mí para ser jueces de mis hechos y dichos; y cada y cuando que la naturaleza volviere a pedirme la vida o la razón, la soltaré: saldré de ella, protestando que amé la buena conciencia y las buenas ocupaciones, y que a nadie disminuí su libertad, y ninguno disminuyó la mía.»

Capítulo XXI

editar

El que propusiere, intentare y quisiere hacer esto, hará su camino a los dioses; y si no llegare a conseguirlo, caerá por lo menos de intentos grandes. Pero vosotros, que aborrecéis la virtud y a los que la veneran, no hacéis cosa nueva, porque los ojos enfermos siempre temen al sol, y los animales nocturnos huyen del día claro, y entorpeciéndose con su salida, se van a encerrar en sus escondrijos, metiéndose en las aberturas de las peñas, temerosos de la luz. Gemid, y ejercitad vuestra infeliz lengua en injurias de los buenos: instad y morded, que antes os romperéis los dientes que hagáis presa en ellos. Decís, «¿por qué siendo aquel amador de la filosofía, pasa la vida tan rico? ¿Por qué nos enseña que se han de despreciar las riquezas, y las retiene, que se ha de desestimar la vida, y la conserva, que no se ha de amar la salud, y la procura con tanto cuidado deseando la más robusta? ¿Por qué, diciendo que el destierro es un vano nombre, y que el mudar provincias no tiene cosa que sea mala, se envejece en la patria? ¿Por qué cuando juzga que no hay diferencia de la edad larga a la corta, procura (si no hay quien se lo impida) alargar la suya viviendo contento con vejez larga?» Respóndoos que estas cosas se han de despreciar, no para no tenerlas sino para que el tenerlas no sea con solicitud. No las desechará de sí, antes cuando se le fueren las seguirá seguro. Porque ¿en quién podrá depositar mejor la fortuna sus riquezas que en aquel que, cuando se las pidiere, se las volverá sin quejas? Cuando alababa Marco Catón a Curio y a Corruncano, y el siglo en que se juzgaba por crimen concerniente al Censor el tener algunas pocas medallas de plata, poseía él cuatrocientos sextercios: menos era sin duda de los que tenía Creso; pero mucho más de los que tuvo Catón Censor. Y si se hace comparación, se hallará que Marco Catón se aventajó en más cantidad a la que tuvo su abuelo, que en la que se aventajó a él Creso. Y si hubiera conseguido mayores riquezas, no las hubiera desechado: porque el sabio no se juzga indigno de cualesquier dádivas de la fortuna; y aunque admite las riquezas no pone en ella su amor; y no les da alojamiento en el ánimo, aunque se lo da en su casa: y después de poseídas, si bien las desprecia, no las desecha, antes las guarda, holgándose tener mayor materia para su virtud.

Capítulo XXII

editar

¿Qué duda puede haber de que el varón sabio tendrá más ocasiones para mostrar su ánimo en las riquezas que en la pobreza? Porque en ésta hay un solo género de virtud, que es no abatirse ni rendirse. Pero las riquezas tienen un ancho campo en que poder esparcirse: en la templanza, en la liberalidad, en la diligencia, en la disposición y en la magnificencia. El sabio, aunque sea de pequeña estatura, no hará desprecio de sí, pero con todo eso se holgará ser de gallardo talle, y cuando sea flaco de cuerpo y tuerto de un ojo, se tendrá por sano; pero no obstante esto, deseará tener mayor robustez. Y este deseo será con tal templanza, que aunque sabe que puede haber mayor salud, sufrirá la mala disposición, codiciando la buena. Porque aunque hay algunas cosas que añaden poco a las sumas, y se pueden quitar sin daño del sumo bien, con todo eso aumentan algo al perpetuo contento que nace de la virtud. Aficionan y alegran las riquezas al sabio, al modo que al navegante el quieto y próspero viento, y el buen día, y el lugar abrigado para las lluvias y frío. ¿Cuál de los sabios (de los nuestros hablo, para los cuales la virtud sola es el sumo bien) negará que estas cosas que llamamos indiferentes tienen en sí algo de estimación, y que unas son mejores que otras? A unas de ellas se atribuye alguna parte de honor, a otras mucha. No yerres en esto, advirtiendo que las riquezas se reputan entre las cosas mejores. Dirásme: ¿por qué, pues, te burlas de mí, si ellas tienen cerca de ti el mismo lugar que conmigo? ¿Quieres que te desengañe de que no tienen el mismo lugar? Si a mí se me escaparen las riquezas, no me llevarán más que a sí mismas; pero si te huyeren a ti, quedarás atónito y juzgarás que has quedado sin ti. En mí llegarán a tener alguna estimación, pero en ti la suprema; y finalmente las riquezas serán mías, pero tú serás de las riquezas.

Capítulo XXIII

editar

Deja, pues, de prohibir a los filósofos las riquezas, que nadie condenó a la sabiduría a que fuese pobre. Podrá el filósofo tener grandes riquezas; pero serán no quitadas a otros, ni manchadas con sangre ajena: tendrálas, y serán adquiridas sin injuria de otros y sin ganaricias suyas, y en él será igualmente buena la salida, como lo fue la entrada. Ninguno, sino el envidioso, gemirá por ellas; y por más que las exageres de que no son grandes, has de confesar que son buenas: pues habiendo en ellas muchas cosas que todos desearan fueran suyas, no se hallará alguna de que se pueda decir que lo es. El sabio no apartará de sí la benignidad de la fortuna, y no se desvanecerá ni se avergonzará con el patrimonio adquirido por medios lícitos, antes tendrá de que gloriarse, si haciendo patente su casa, y dando lugar a que en ella entre toda la ciudad, pudiese pregonar que cada uno lleve lo que conociere ser suyo. ¡Oh varón grande, justamente rico, si conformaren las obras con el pregón, y si después de haberlo pregonado le quedaren todos los bienes que antes tenía! Quiero decir, si con toda seguridad, habiendo admitido al pueblo al escrutinio de sus riquezas, no tuviere quien halle en su casa cosa de qué poder echar mano. Este tal con osadía y publicidad podrá ser rico; como el sabio no ha de permitir entre por los umbrales de su casa un maravedí adquirido por malos medios, así tampoco repudiará ni desechará las grandes riquezas que fueren dádiva de la fortuna y fruto de la virtud. ¿Qué razón hay para que él mismo envidie el verlas colocadas en buen lugar? Vengan, pues, y sean admitidas, que ni hará jactancia de ellas, ni las esconderá, que lo primero es de ánimo ignorante y lo otro de tímido y corto, como el del que tiene encerrado en el seno un gran tesoro: no conviene, pues, echarlos de su casa. Porque para hacerlo, ¿qué les ha de decir? ¿Diráles por ventura: «Idos porque sois inútiles, o porque me falta capacidad para usar de vosotras»? Sucederále lo que al que teniendo fuerzas para hacer su viaje a pie, holgaría más de hacerle en un coche. Así el sabio, si pudiere ser rico, holgará de serlo, pero tendrá las riquezas como bienes ligeros y que con facilidad se vuelan, y no consentirá que para sí ni para otros sean pesadas. ¿Qué dará? ¿Alargasteis las orejas para oírlo, y desembarazasteis el seno para recibirlo? Dará, pero será a los buenos o a los que pudiere hacer buenos. Dará con sumo acuerdo, y para dar elegirá los más dignos, como aquel que sabe ha de dar cuenta de lo recibido y de lo gastado. Dará por causas justificadas, conociendo que las dádivas mal colocadas se cuentan entre las torpes pérdidas. Tendrá la bolsa fácil, pero no rota: de la cual saldrá mucho, sin que se caiga nada.

Capítulo XXIV

editar

Yerra el que piensa que el dar es acción fácil: mucho tiene de dificultad el dar con juicio, y no derramar acaso y con ímpetu. Con las dádivas granjeo a éste, pago al otro: a éste socorro, de aquél me compadezco, al otro adorno, haciendo que la pobreza no le destruya ni le tenga impedido. A algunos dejaré de dar, aunque les falte, conociendo que por mucho que les dé, les ha de faltar: a otros les ofreceré, a otros colmaré. No podré en esto ser descuidado, porque nunca con mayor gusto hago obligaciones que cuando reparto dádivas. Dirásme: pues ¿qué haces en eso, si das para volver a recibir, y nunca para pedir? Aunque la dádiva se ha de poner en parte que no se haya de volver a pedir, hase de poner donde ella pueda volver. Colóquese el beneficio como el tesoro escondido en parte secreta, que no le saques sino es cuando la necesidad te obligare. ¡Qué gran cosa es ver la casa de un varón rico! ¡Cuántas ocasiones tiene de hacer bien! ¿Quién llama liberalidad la que sólo se hace con los togados? La naturaleza manda que ayudemos a los hombres: pues ¿qué importa sean esclavos o libres, nobles o libertinos y que éstos lo sean, o por justa libertad, o por la dada entre amigos? Dondequiera que hay hombre, hay lugar de hacer beneficio. Podrá también distribuir su dinero dentro de su misma casa, y ejercitar en ella su liberalidad: la cual no se llama liberalidad, porque se debe a los hombres libres, sino porque el dar sale siempre de ánimo libre; y nunca la ejercitan los sabios con personas torpes e indignas, ni jamás se halla tan agotada que, si llegare algún benemérito, deje de manar como si estuviera llena. No hay, pues, para qué sintáis mal de lo que virtuosa, fuerte y animosamente dicen los amadores de la sabiduría, y ante todas cosas, advertid que es diferente el ser amador de la sabiduría, o haberla ya conseguido. El primero te dirá: «Yo hablo bien; pero hasta ahora estoy envuelto en muchos males: no me pidas que viva conforme a mi doctrina, cuando estoy formándome y levantándome para ser después un grande dechado: si llegare a conseguirlo, como lo he propuesto, pídeme entonces que correspondan los hechos con las palabras.» Pero el que ya llegó a conseguir la perfección del bien humano, tratará contigo de otra suerte, y te dirá que ante todas cosas no te tomes licencia de juzgar a los mejores que tú. Diráte asimismo: «A mí ya me ha tocado el desagradar a los malos, que es argumento de que no lo soy; pero para darte razón de cuán poca envidia tengo a ninguno de los mortales, escucha lo que te prometo, y lo que a cada uno estimo. Niego que las riquezas son bien, porque si lo fueran, hicieran buenos; y como no se puede llamar bien el que asimismo le tienen los malos, niégoles este nombre.» Pero tras todo eso confieso que se han de tener, y que son útiles, y que acarrean grandes comodidades a la vida.

Capítulo XXV

editar

¿Pues qué razón hay para no ponerlas entre los bienes? ¿Y qué cosa les atribuyo más que vosotros, pues todos convenimos en que es bueno tenerlas? Oíd: ponedme en una casa muy rica, y en ella mucho oro y plata para igual uso. No me estimaré por estas cosas, porque aunque están cerca de mí, están fuera de mí. Llevadme asimismo a pedir limosna a la puente de madera, y apartadme entre los mendigos, que no me desestimaré por verme sentado entre los que extienden la mano al socorro. Porque al que no le falte la facultad de poder morirse, ¿qué le importa que le falte un pedazo de pan? Pues ¿qué culpa hay en desear más aquella casa rica, que la miseria de la puente? Ponedme entre alhajas resplandecientes y delicadas, que no por eso, ni porque mis vestidos sean más suaves, ni porque en mis convites se pongan alfombras de púrpura me juzgaré más feliz, ni al contrario me tendré por desdichado si reposare mi cansada cerviz sobre un manojo de heno, o sobre lana circense, que se sale por las costuras de los viejos colchones. Pues ¿qué hay en esto? Que quiero más mostrar mi ánimo estando vestido con ropa pretexta, que no con las espaldas desnudas. Para que todas las cosas me sucedan conformes a mis deseos, vengan unos parabienes tras otros, que no por eso tendré más agrado de mí. Múdese al contrario esta liberalidad del tiempo, y por una y otra parte sea combatido el ánimo, ya con varios acometimientos, sin que haya un instante sin quejas; que no por eso, metido entre miserias, me llamaré desdichado, ni maldeciré el día: porque yo tengo hecha prevención para que ninguno me sea nublado. ¿Cómo ha de ser esto? Porque quiero más templar los gozos que enfrenar los dolores. Diráte Sócrates estas razones: «Hazme vencedor de todas las gentes y desde el nacimiento del Sol, hasta Tebas, me lleve triunfante el delicado coche de Baco: pídanme leyes los reyes de Persia, que con todo eso, cuando en todas partes me reverenciaren como a Dios, conoceré que soy hombre.» Junta luego a esta grande altura una precipitada mudanza, diciendo: «Que he de ser puesto en ajeno ataúd, habiéndome de despojar de la pompa de soberbio y fiero vencedor; que no por eso iré más desconsolado, asido al ajeno coche, de lo que estuve en el mío; pero tras todo eso deseo más vencer que ser cautivo. Yo despreciaré todo el reino de la fortuna; pero si me dieren a escoger, elegiré lo mejor de él. Todo lo que en mi poder entrare, se convertirá en bueno. Pero con todo eso, quiero venga lo más suave y más deleitable, y lo que ha de dar menor vejación al que lo hubiere de pasar.» No juzgues que hay alguna virtud sin trabajo, si bien hay algunas que necesitan de espuelas, y otras de frenos: al modo que el cuerpo cuando baja algunas cuestas se ha de ir deteniendo, y cuando las sube se ha de impeler; así hay unas virtudes que bajan las cuestas, y otras que las suben. ¿Podráse dudar que suben, forcejean y luchan la paciencia, la fortaleza la perseverancia, y cualquiera otra virtud de las que se opinen a las cosas ásperas y huellan a la fortuna? Y por ventura, ¿no es igualmente manifiesto que caminan cuesta abajo la liberalidad, la templanza y la mansedumbre? En éstas detenemos el ánimo para que no caiga; en las otras le exhortamos e incitamos. Arrimaremos, pues, a la pobreza las virtudes más valientes, y las que acometidas son más fuertes; y a la riqueza, las más diligentes, y las que poniendo el paso deteniendo, sustentan su peso.

Capítulo XXVI

editar

Hecha esta división, querría yo más para mí aquellas virtudes que puedo ejercitar con mayor tranquilidad, que no las otras cuyo trato es sangre y sudor. Luego yo (dirá el sabio) no vivo de diferente manera de la que hablo: vosotros sois los que entendéis lo contrario de lo que digo: porque a vuestros oídos llega solamente el sonido de las palabras, y no inquirís lo que significan. Dirásme, pues: ¿qué diferencia hay de mí, que soy ignorante, a ti, que eres sabio, si entrambos codiciamos tener mucho? Que las riquezas que tuviere el sabio estarán en esclavitud, y las que tuviese el ignorante en imperio. El sabio no permite cosa alguna a las riquezas, y ellas os permiten a vosotros todas las cosas. Vosotros os acostumbráis y arrimáis a ellas, como si hubiera alguno que os hubiera concedido su perpetua posesión. El sabio, cuando se halla en medio de las riquezas, medita más en la pobreza. El capitán general jamás confía tanto de la paz, que no se prevenga para la guerra: que si ésta no se hace, está por lo menos intimada. A vosotros os desvanece la hermosa casa, como si no pudiera quemarse o caerse. A vosotros os hacen insolentes las riquezas, como si estuvieran exentas de todos los peligros, y como si fueran tales que faltaran fuerzas a la fortuna para consumirlas. Vosotros, estando ociosos, jugáis con vuestras riquezas, sin prevenir los riesgos de ellas; sucediéndoos lo que a los bárbaros, que encerrados en sus murallas e ignorantes de las máquinas militares, miran perezosos el trabajo de los que los tienen sitiados, sin entender a qué se encamina lo que tan lejos se previene. Lo mismo os sucede a vosotros, que os marchitáis en vuestras cosas, sin atender a los varios sucesos que de todas partes os amenazan, para llevarse muy presto los más preciosos despojos. Al sabio, cualquiera que le quitare sus riquezas, le dejará todos sus bienes, porque vive contento con lo presente, y seguro de lo futuro. Ninguna otra cosa es la que Sócrates, y los demás que tienen el mismo derecho y potestad sobre las cosas humanas, dicen, sino éstas: «Heme resuelto a no sujetar las acciones de mi vida a vuestras opiniones: juntad de todas partes vuestras acostumbradas palabras, que yo no me daré por entendido que me decís injurias, sino que como niños cuitados lloráis.» Esto es lo que dirá aquel a quien cupo en suerte el ser sabio, aquel a quien el ánimo libre de culpas le obliga a reprender a los otros, no por odio, sino por remedio. Diráles: «Vuestra estimación, no en mi nombre, sino en el vuestro, es la que me mueve; porque el aborrecer, y ofender a la virtud, es un apartamiento de toda buena esperanza. Ninguna injuria me hacéis, como no la hacen a los dioses en sus personas los que derriban sus altares, aunque muestran su mala intención y su mal consejo donde no pueden hacer ofensa. De la misma manera sufro vuestros errores, como Júpiter Óptimo Máximo sufre los disparates de los poetas: uno de los cuales le puso alas, otro cuernos, otro lo introduce adúltero y trasnochador: otro lo hace cruel contra los dioses, otro injusto con los hombres, otro arrebatador, y violador de nobles, hasta en sus propios parientes: otro matador de su padre, y conquistador del ajeno y paterno reino. Los cuales en esto no cuidaron de otra cosa mas que de quitar a los hombres la vergüenza de pecar, con creer que habían sido tales sus dioses. Mas aunque todas estas cosas no me hacen lesión, con todo eso por lo que os toca, os amonesto que admitáis la virtud: creed a los que la han seguido mucho tiempo, y dicen a voces que han seguido una cosa grande, y que cada día descubre ser mayor. Reverenciadla como a los dioses, y estimad como a prelados los profesores de ella: y siempre que hicieren mención de letras sagradas, ayudad sus lenguas, y hasta en palabra ayudad; no digo que les deis favor, sino encomendaos en ella el silencio, para que se pueda celebrar dignamente lo sagrado, sin que haya alguna mal voz que lo interrumpa.»

Capítulo XXVII

editar

Y esto es más necesario encargároslo, para que siempre que de aquel oráculo saliere algo, lo oigáis atentos y con silencio. Cuando alguno, tocando el pandero, os miente por ser mandado; y cuando algún artífice de herirse en las espaldas, ensangrienta con mano suspensa los brazos y los hombros; y cuando alguno, caminando de rodillas por las calles, aúlla; y cuando el viejo, vestido de lienzo, sacando en medio del día el laurel y la luz, da voces, diciendo que alguno de los dioses está enojado, concurrís todos, y le oís, y guardando un mudo pasmo, afirmáis que es varón santo. Veis aquí a Sócrates, que desde aquella cárcel (que la purgó con entrar en ella, y la hizo más honrosa que los insignes palacios) clama diciendo: «¿Qué locura es ésta? ¿Qué inclinación tan enemiga de los dioses y de los hombres es infamar las virtudes y con malignas razones desacreditar las cosas santas? Si lo podéis acabar con vosotros, alabad a los buenos, y si no, por lo menos dejadlos. Y si tenéis intento de ejecutar esa mala inclinación, embestíos unos a otros: porque cuando os enfurecéis contra el cielo, no os digo que hacéis sacrilegio, sino que perdéis el trabajo. Alguna vez di yo a Aristófano materia de entretenimiento, y toda aquella caterva de poetas cómicos derramó contra mí sus venenosos dicterios y donaires; y mi virtud se ilustró con lo que ellos pretendieron herirla, porque le está muy a cuento el ser desafiada y tentada; y ninguna conocen cuán grande sea, como los que desafiándola experimentaron su valentía. Ninguno conoce tan bien la dureza del pedernal, como el que le hiere. Yo me entrego a vosotros, no de otra manera que un peñasco destituido y solo en bajo mar, que le están continuamente combatiendo las olas por todas partes alteradas, y no por eso le mueven de su puesto, ni con sus continuos acometimientos en tantos siglos le deshacen. Acometed y asaltad con ímpetu, que con sufriros os he de vencer. Todo aquello que se encuentra con las cosas firmes e insuperables, prueba con daño suyo sus fuerzas: y así buscad alguna materia blanda y sujetable en que se claven vuestras flechas. ¿Halláisos por ventura desocupados para inquirir los males ajenos, y hacer censura de cada uno, diciendo: ¿por qué este filósofo tiene tan grande casa, por qué come tan espléndidamente? Miráis los ajenos lobanillos estando vosotros llenos de llagas: como el que estando atormentado de lepra se ríe de las verrugas o lunares de los cuerpos hermosos. Objetad a Platón que pidió dineros, a Aristóteles que los recibió, a Demócrito que los despreció, a Epicuro que los gastó; y objetadme a mí las costumbres de Alcibíades y Fedro, que cuando llegáredes a imitar nuestros vicios seréis dichosos. Pero mayor inclinación tenéis a los vuestros, que por todas partes os hieren: los unos os cercan por defuera, y otros están ardiendo en vuestras entrañas. No están las cosas humanas en estado (aunque conocéis poco el vuestro) que haya tan sobrado ocio que os dé tiempo para desplegar las lenguas con oprobio de otros.»

Capítulo XXVIII

editar

«Vosotros no entendéis estas cosas, y mostráis el rostro diferente de vuestra fortuna: como sucede a muchos, que estando sentados en el coso, o en el teatro, está su casa con alguna muerte, sin que haya llegado el mal a su noticia. Pero yo mirando desde alto veo las tempestades que amenazan, y poco después han de romper en lluvias tan vecinas, que si se acercaren más, han de arrebatar a vosotros, o a vuestras cosas. ¿Qué diremos de esto? Por ventura, aunque sentís poco, ¿no es un cierto torbellino el que trae en rueda vuestros ánimos, poniéndoos estorbos cuando huís, y arrebatándoos cuando buscáis las mismas cosas, ya levantándoos en alto, y ya derribándoos a los abismos? ¿Por qué, pues, nos abonáis los vicios con el común consentimiento?» Aunque no intentemos cosa alguna que no sea saludable, con todo eso es conveniente el retirarse cada uno en sí mismo, pues retirados seremos mejores. ¿Por qué, pues, no ha de ser lícito allegarnos a algunos varones buenos, y elegir algún buen ejemplar por donde encaminar nuestra vida? Entonces se podrá conseguir lo que una vez agradó, cuando no interviniere alguno que ayudado del pueblo tuerza la inclinación, que está débil; y entonces podrá continuar la vida, que la desmembramos con diversísimos intentos. Porque entre los demás males, es el más pésimo el andar variando de vicios, con lo cual aun nunca nos sucede perseverar en la culpa conocida: un mal nos agrada, y nos fatiga por otro; con lo cual nuestros juicios, no sólo son malos, sino mudables. Andamos siempre fluctuando, y asiendo de unas cosas y de otras; dejamos lo que pretendimos, y pretendemos lo que ya dejamos, andando en continuas mudanzas entre nuestros deseos y nuestro arrepentimiento; y esto nace de que estamos pendientes de ajenos pareceres, y tenemos por bueno aquello a que vemos hay muchos que aspiran y muchos que lo alaban, y no aquello que debiera ser pretendido y alabado; y no juzgamos si el camino que seguimos es bueno o malo, sino por la cantidad de las huellas, sin que en ellas haya alguna de los que vuelven. Dirásme: ¿Qué haces, Séneca? ¿Apártate de tu profesión? Ciertamente nuestros estoicos dicen: Nosotros hasta el último fin de la vida hemos de trabajar, sin dejar de cuidar del bien común, y de ayudar a todos, y de socorrer aun a los enemigos, y de obrar con nuestras manos. Nosotros somos los que a ninguna edad damos descanso, haciendo lo que dijo el otro varón discretísimo, que cubrimos las canas con el morrión. Nosotros somos los que hasta en la muerte no tenemos descanso: de tal manera que si pudiese ser, aun la misma muerte no será ociosa. ¿Para qué nos dices los preceptos de Epicuro en los principios de Zenón? Respóndote, que antes tú con harta diligencia, si te arrepientes de seguir una doctrina, huyes de ella sin hacerla traición. ¿Quieres por ventura más de que yo procure imitar a nuestros capitanes? ¿Pues qué se seguirá de esto? Que iré, no adonde me enviaren, sino adonde me guiaren.»

Capítulo XXIX

editar

Con esto te pruebo que yo no me aparto de los preceptos de los estoicos, ni ellos se apartan de los suyos: y con todo eso estaría excusadísimo si no siguiese su doctrina, sino sus ejemplos. Dividiré lo que digo en dos partes: lo primero, para que cada uno pueda, aun desde su primer edad, entregarse todo a la contemplación de la virtud, y buscar el camino de vivir, siguiéndolo en secreto. Después para que hallándose ya jubilado en la edad cansada, pueda con buen derecho hacer y pasar los ánimos de otros a otras acciones, al modo que las vírgenes Vestales, las cuales, dividiendo sus años en las ocupaciones, aprenden sus cosas sagradas, y después las enseñan.

Capítulo XXX

editar

Haré demostración de que estas cosas agradan también a los estoicos; y no será por haberme puesto ley de no haber de emprender cosa alguna contra la doctrina de Zenón o Crisipo, sino porque la misma materia permite que yo siga su opinión: porque el que se arrima siempre a la doctrina de uno, mira más a bandos que a la vida. Ojalá se manifestasen todas las cosas, y la verdad estuviese sin velo, y sin que alterásemos algo de sus secretos. Ahora andamos buscándola con los mismos que la enseñan. En esto disienten las dos grandes sectas de los epicúreos y estoicos, aunque la una y la otra encaminan al descanso por diferentes vías. Epicuro afirma que el sabio no se ha de allegar a la república si no es con alguna ocasión forzosa; Zenón dice que se allegue, no habiendo causa precisa que se lo impida. El uno busca el descanso en el intento, y el otro en la causa. Pero la causa tiene mucha latitud, como es cuando la república está tan perdida y tan enviciada en males, que no puede ser socorrida; y entonces no ha de porfiar en vano el sabio, ni se ha de consumir en lo que no ha de aprovechar, faltándole autoridad o fuerzas: o si conociere que la república no le ha de admitir, o si se lo impidiere su poca salud; y al modo que no echaría al mar la nave rota, ni se asentaría a la milicia faltándole fuerzas, así tampoco se arrimará a la vida a que no fuere suficiente. Aquel, pues, cuyas cosas están enteras, sin haber experimentado las tormentas, podrá hacer pie en lo firme y seguro, entregándose desde luego a las buenas artes, y procurando aquel dichoso ocio; siendo reverenciador de aquellas virtudes que pueden ser ejercitadas aun de los más retirados. Lo que se pide al hombre es que aproveche a los hombres: si pudiere, a muchos, y si no, a pocos; y si no pudiere a pocos, que sea a sus más cercanos, y si no, a sí mismo: porque cuando se hace útil para los demás, hace el negocio común; y cuando se hace malo, no sólo se daña a sí, sino también a todos aquellos a quien, siendo bueno, pudiera aprovechar. El que vive bien, con sólo eso es útil para otros, porque los encamina a lo que les ha de ser provechoso.

Capítulo XXXI

editar

Consideremos en nuestro entendimiento dos repúblicas, una grande y verdaderamente pública, en la cual son comprendidos los dioses y los hombres, donde no miramos a esta o aquella parte, sino antes medimos con el sol los términos de nuestra ciudad; la otra es aquella en que nos puso el estado de nuestro nacimiento, como el ser ateniense, o cartaginés, o de otra cualquiera provincia que no pertenezca en común a todos los hombres, sino a pocos en particular. Hay algunos que a un mismo tiempo sirven a entrambas repúblicas, mayor y menor; otros a sola la menor, y otros a sola la mayor, y a ésta podemos servir en el ocio; y pienso que mejor en él, para poder averiguar qué cosa sea la virtud, y si es una sola o son muchas, y si es la naturaleza o el arte la que hace buenos a los hombres, si es uno lo que comprende el mar y las tierras y lo contenido en las tierras y en el mar, o si esparció Dios muchos cuerpos de esta calidad. Si la materia de que son engendradas todas las cosas es una; si es continua y llena o dividida; si lo inane y vacío está mezclado con lo sólido; si mira Dios sus obras sentado; si las trata y cerca por defuera o asiste interiormente en ellas; si el mundo es inmóvil, o si se ha de contar entre las cosas caducas que nacieron para tiempo limitado. El que contempla estas cosas, ¿qué es lo que da a Dios? Dale el que tantas y tan soberanas obras salidas de sus manos no estén sin testigos. Solemos decir que el sumo bien es vivir según los preceptos de la naturaleza, y ésta nos engendró para acción y contemplación: hagamos ahora evidencia de lo que al principio propusimos.

Capítulo XXXII

editar

¿Por ventura esto no estará suficientemente probado si cada uno consultare consigo los deseos que tiene de saber lo no conocido, moviéndose con cualesquier nuevas? Algunos navegan y sufren los trabajos de prolijas navegaciones, teniendo por premio el conocimiento de alguna cosa remota y no conocida. Este deseo es el que junta los pueblos en los espectáculos, éste el que obliga a investigar lo más oculto, a inquirir lo más secreto, a revolver las antigüedades, a oír las costumbres de naciones bárbaras. Dionos la naturaleza un ingenio curioso, y como aquella que sabía su grande arte y hermosura, nos engendró para que asistiésemos a los varios espectáculos de las cosas, por no perder el fruto de su trabajo ni dejar que la soledad fuese sola la que gozase de obras tan excelentes, tan sutiles, tan resplandecientes y por tan diferentes modos hermosas. Y para que conozcas que ella no sólo quiso ser mirada, sino atendida con cuidado, advierte el lugar en que nos puso, que fue en medio de sí misma, dándonos la vista de todas las cosas; y no sólo levantó derecho al hombre, sino que, habiéndole criado para contemplación y para que pudiese atender a las estrellas que desde el Oriente corren al Ocaso, y para que con todo el cuerpo pudiese rodear la vista, le formó la cabeza en lo alto y se la puso en cuello flexible. Demás de esto, quiso resplandeciesen seis signos de día y seis de noche, y ninguna cosa encubrió, para que por las que ofreció a los ojos despertase deseos de las demás: que aunque no hemos visto tantas como hay, nuestro entendimiento se abre camino investigando, y echa fundamentos a la verdad, para que la averiguación pase de lo conocido a lo no conocido, y entienda hay alguna cosa más antigua que el mundo, y de dónde salieron estas estrellas, y el estado que tuvo el Universo antes que las cosas fuesen separadas a sus sitios. ¿Cuál razón fue la que dividió las cosas sumergidas y confusas? ¿Quién fue el que les señaló sitios para que las pesadas bajasen por su propensión y las ligeras subiesen; si por el mismo peso de los cuerpos hubo alguna superior fuerza que diese leyes a las cosas; si es verdadera aquella doctrina que yo apruebo, que los hombres son una parte de espíritu divino que, como centellas de lo sagrado, bajaron a la Tierra saliendo de ajeno lugar? Nuestro pensamiento penetra los alcázares del cielo; y sin contentarse con saber lo que se alcanza con la vista, inquiere aquello que está fuera del mundo; si acaso es alguna profunda anchura, o si está también encerrada en límites y términos. Qué ser tienen los excluidos, si son sin forma y confusos, o si gozan cada uno de sitio distinto; y si también aquellas cosas están por ventura asignadas para alguna veneración, si están arrimadas a este mundo o apartadas lejos de él, revolviéndose en parte vacía. Si son individuas aquellas cosas por las cuales se ordena todo lo nacido y todo lo que ha de nacer; si su materia es continua o mudable en todo; si son contrarios entre sí los elementos, o sin hacerse repugnancia conspiran por diversas causas. El que nació para investigar estas cosas, juzgue que no ha recibido mucho tiempo, aunque lo reserve todo para sí, sin consentir que por facilidad o negligencia se le usurpe alguna parte, conservando sus horas con toda avaricia: y aunque lo continúe hasta los últimos términos de la edad humana, sin que la fortuna le desmorone alguna parte de lo que la naturaleza le dio, con todo eso es el hombre con demasía mortal, para poder llegar al conocimiento de las cosas inmortales. Yo vivo según la naturaleza, si me entrego de todo punto a ella y si soy admirador y reverenciador suyo; ella me mandó que atendiese a entrambas cosas, a obrar y a estar desocupado para la contemplación; lo uno y lo otro hago, porque la contemplación no puede subsistir sin acción. Pero dirásme que conviene averiguar si se le arrima por causa del deleite, sin pretender de ella más que una continua contemplación, de la cual no se puede salir, porque es muy dulce y tiene sus halagos. A esto te respondo que importa ver el ánimo con que pasas la vida civil; si es para andar siempre inquieto, sin tomar tiempo necesario para pasar la vista de las cosas humanas a las divinas, no siendo digno de aprobación el apetecer las cosas sin ningún amor de las virtudes y sacando desnudas las obras sin cultura del ingenio, porque todas estas cosas deben mezclarse y unirse. De esta misma manera es la virtud que, recostada en el ocio, es un imperfecto y flaco bien, que jamás dio muestras de lo que aprendió. ¿Quién niega que debe aquél mostrar sus aprovechamientos en las obras? Y no sólo ha de meditar lo que debe hacer, sino que alguna vez ha de ejercitar las manos, reducir a ejecución lo que meditó. Pero ¿qué diremos cuando la dilación no consiste en el sabio, porque muchas veces, sin que falte agente, suelen faltar las cosas en que ha de hacer: permitirásle, por ventura, estarse consigo solo? ¿Con qué ánimo se aparta el sabio al ocio, para que entienda que, aun estando a solas contigo, ha de hacer tales cosas que sean provechosas a los venideros? Nosotros somos ciertamente los que decimos que Zenón y Crisipo hicieron mayores cosas que si hubieran gobernado ejércitos, tenido hombres y promulgado leyes, pues no las hicieron para una ciudad sola, sino para todo el género humano. ¿Por qué, pues, tal ocio como éste no ha de ser decente al varón bueno, que dispone en él el bien de los siglos venideros, y no predica a pocos, sino a todos los hombres de cualesquier naciones? En resolución, ¿te pregunto si Cleantes, Crisipo y Zenón vivieron conforme a su doctrina? Responderáseme, sin duda, que vivieron en la misma forma que dijeron se había de vivir, y tras esto ninguno de ellos gobernó la república. También me dirás que esto fue porque no tuvieron aquella fortuna o estado que suele ser admitido el manejo de las cosas públicas, pero que con todo eso no pasaron la vida ociosa, pues hallaron camino como su ocio fuese a los hombres más provechoso que el trabajo y sudor de otros; según lo cual parece que éstos hicieron mucho, aunque no tuvieron ocupación pública. Demás de esto, hay tres géneros de vida, entre los cuales se suele inquirir cuál sea el mejor: uno está desembarazado para el deleite, otro para la contemplación y otro para la acción. Dejando aparte toda disputa y el odio que intimamos a los que seguían diversa opinión, veamos si estas cosas se ajustan al primer género con uno o con otro título. El que aprueba el deleite no está sin contemplación, ni el que se da a la contemplación está sin deleite; ni el otro, cuya vida está destinada a la acción, carece de contemplación. Dirásme que hay mucha diferencia en que una cosa sea el objeto que se propone o añadidura de él. Grande es, por cierto, la diferencia; pero con todo eso no está lo uno sin el otro; porque ni aquel contempla sin acción, ni éste hace sin contemplación, ni el otro tercero, de quien comúnmente sentimos mal, prueba al deleite holgazán, sino al que con la acción hace firmes a los hombres; según lo cual, aun esta secta de los que buscan el deleite, consiste en acción. ¿Cómo no ha de consentir en acción, si el mismo Epicuro dice que tal vez se apartará del deleite y apetecerá el dolor? Y esto será si amenazare arrepentimiento al deleite, o si, en lugar de un grande dolor, se eligiere otro menor. Para que se vea que la contemplación agrada a todos, unos la buscan, y nosotros la tenemos, y no como puerto. Añade que por la doctrina de Crisipo es lícito vivir en ocio: no digo que éste se padezca, sino que se elija. Dicen los nuestros que el sabio no se ha de arrimar a cualquier república: ¿pues qué diferencia habrá en que el sabio goce de ocio, por no ser admitido de la república, o porque él no la quiere, siendo ordinario faltar a muchos la república, y más continuamente a los que con ansias la buscan? Pregunto: ¿A cuál república se allegará el sabio? ¿Será por ventura a la de los atenienses, en que fue condenado Sócrates, y por no serlo huyó Aristóteles, y donde la envidia oprime las virtudes? Dirás que el sabio no ha de ir a esta república. ¿Irá, pues, a la de los cartagineses, donde es continua la sedición, siendo dañosa la libertad a cualquier varón bueno, donde lo útil es la suma de lo justo, donde hay para los enemigos crueldad inhumana y enemistad con sus mismos naturales? También huirá el sabio de esta república; y si una por una me pongo a contarles todas, no hallaré alguna que admita los sabios, ni que los sabios la sufran. Pues si no se halla aquella república que nosotros fingimos, vendrá a ser necesario a todos el ocio, porque en ninguna parte se halla lo que se debe preferir a él. Cuando alguno afirma que es bueno navegar en mar donde hay tormentas y donde las continuas y repentinas tempestades llevan al piloto a contraria parte, pienso que este tal, mientras me alaba la navegación, me prohíbe el desancorar la nave.