De la moral y de la literatura

De la moral y de la literatura (19 jul 1921)
de Álvaro Alcalá-Galiano
Nota: «De la moral y de la literatura». (ABC, 19 de julio de 1921, p. 3)
DE LA MORAL
Y DE LA LITERATURA

¿Será tarde para decir algo sobre los libros y la pornografía...? Cuando salí de Madrid hacia las playas del Norte andaban ciertos editores y escritores muy alborotados por la actualidad y trascendencia de lo que pudiéramos llamar la "ola verde" en el mercado literario. Milagro será que a estas horas no tenga ya redactado el señor Millán de Priego su correspondiente bando indicando a los madrileños cuáles son los libros que les permite leer, o sea comenzando la obra por el principio y terminando por el final. Yo únicamente sé decir que cuando me daba una vuelta por los escaparates de las librerías en la villa y corte, la ola verde o pornográfica parecía inundar o ahogar a la verdadera literatura. ¡Y qué cubiertas, Dios mío! Un plato de ensalada rusa o la paleta de un pintor resultan pálidos e incolores junto a las visiones tétricas o eróticas de estos dibujantes e ilustradores, que, ante todo, parecen requerir la asistencia de un buen oculista.

Ninfas esqueléticas, modistillas neurasténicas, efebos melenudos; de todo hay en estas cubiertas llamaticas, hechas "a todo color", según reza el anuncio, y casi añadiremos que dibujadas bajo la angustiosa impresión de una pesadilla. Los títulos suelen ser, casi siempre, tan llamaticos como los esperpentos que pretenden ilustarlos, y así leemos a lo mejor: Lulú ingenua y perversa, caso psicológico de indiscutible complejidad; Mary los vuelve locos, éxito, cuya fórmula querrán leer todas las coquetas; El buscador de sensaciones raras, que es ya todo un programa para los aburridos; Confesiones de una modistilla madrileña y romántica (¿por qué no ha de ser compatible?); Los amiguitos de Alfredo, y otras obras maestras por el estilo de Los andróginos, La morfina y demás producciones llamativas que ahora parecen detener, desde los escaparates, al transeunte, como esos carteles que en las carreteras anuncian ¡peligro! antes de una revuelta. Y como el hombre es débil por naturaleza, siente al leer estas cosas una irreprimible tentación de asomarse al huerto del pecado con la misma curiosidad malsana que impulsó a nuestra madre Eva a probar la fruta del árbol prohibido, después de haber disipado los temores de nuestro venerable padre Adán. Yo mismo, ¿por qué no he de confesarlo?, he anhelado muchas veces abrir las páginas de estos libros, que nos llaman con voz tentadora de sirena. La vida corriente es tan prosaica—me decía interiormente—, las costumbres sociales tan anodinas, el placer tan vulgar, los vicios tan parecidos, que acaso encuentre un remedio a estas desdichas en la evocación literaria de esos paraísos artificiales creados por la morfina, el éter, el opio y el alcohol, o en la cruda descripción de eróticos refinamientos castigados por el Código. Cuando al fin me decidía a entrar en una librería aumentaba mi expectación al oirle decir al librero: "Estos libros son los que más se venden. Mejor dicho, es la única clase de literatura (!) que hoy tiene un gran público. Las cosas serias no gustan." Y mientras hojeaba yo los volúmenes con cierto sentimiento de humillación, el librero se atrevía a insinuar: "Por qué no escribe usted una novela de éstas; algo atrevido, fuerte; en fin, del género verde? Es lo que más gusta. Yo le auguro a usted que tendría la venta asegurada, y que la novela pornográfica es, en librería, el mejor negocio."

Y volvía yo a mi casa con un montón de libros bajo el brazo, sintiendo desvanecerse todos mis escrúpulos literarios al pensar en la palabra mágica negocio: un negocio que fuese una gran tienda de libros insinuantes y perversos, en cuya trastienda se vendieran: píldoras reconstituyentes, cinturones eléctricos, postales sicalípticas y otras cosas que nada tienen que ver con el arte ni la estética, aun cuando el venderlas constituye, desde luego, un negocio seguro.

Mas ¡ay!, mi ilusión y mi optimismo sólo duraban el tiempo suficiente para enterarme del contenido de esos libros tentadores. No era un sentimiento de rubor ni de indignación el que me embargaba al recorrer sus páginas, sino la amarga decepción de haber sido engañado. Porque, en efecto, esta clase de literatura no peca por exceso de perversión o de amoralidad, sino por exceso de tontería. Quiere ser experta en corrupciones y es de una candidez en la crudeza de sus procedimientos, que sólo debiera ser capaz de sugestionar al estudiante incauto o a la modistilla soñadora. Quedábame, pues, con ganas de gritar: ¡Que me devuelvan el dinero!, como el público de teatros, cuando ha sido defraudado por la función anunciada. ¿Y estos son los autores que quieren pasar por peligrosos con sólo describir cuuatro porquerías? ¿Son estos los libros calificados de malsanos por los que temen, ante todo, los efectos de la inmoralidad en nuestra juventud? ¡Oh!, yo opino que se exagera mucho al señalarlos a la pública vergüenza desde el púlpito, desde el periódico y desde la revista literaria. Además, se les hace a sus autores un reclamo inmerecido. Se habla con demasiado aspaviento de rubor acerca de esta "literatura inmoral" que nada tiene de literatura y muy poco nuevo respecto a inmoralidad. En efecto, fuera de la descripción de los llamados "paraísos artificiales", esos recursos de la civilización para la neurosis de los pueblos agotados, ¿qué atrevimientos respecto al amor o al erotismo nos descubren estas obras absurdas que no hayan abordado ya los antiguos autores clásicos? Las teorías más avanzadas de los que en libertinaje creen haber dado un gran paso hacia el progreso, alardeando de amoralidad, suelen ser tímidas e inofensivas si se comparan a las que van exponiendo por turno los comensales del Banquete de Platón. Sólo que la belleza insuperable del diálogo cubre las audaces paradojas que en él expone Pausanias de Esparta. Y así por la magia de su estilo y de su arte literario pueden perdurar eternamente, al través de dogmas religiosos y de civilizaciones, los refinamientos sensuales que vibran en las estrofas de Catulo y de Tibulo. En fin, hasta la sátira de costumbres tiene en la Grecia de Aristófanes y en la Roma de Juvenal y de Petronio escandalosas crudezas que no se atreverían a abordar los más audaces confeccionadores de libros verdes hoy día, y ciertas escenas del Satiricón dejan en mantillas a cuanto nos brindan los aventajados discípulos del Sr. Belda. Pero hay, además, otra notable diferenca. Aquellas obras se redimen por su valor literario. Estas se degradan por su falta total de estética y sus abyectos halagos a la más grosera sensualidad del público. Por eso las consideramos sin rubor y con desdén. No es un exceso de inmoralidad lo que nos ofende en ellas, sino sus pretensiones literarias y su total ausencia de ingenio y de belleza. Pero aún queda mucho por decir respecto a la moral y a la literatura, y algo hablaré de ello en la próxima ocasión.

Alvaro ALCALA GALIANO