De la ira/Libro tercero

De la ira
de Séneca
Libro tercero

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Intentaremos hacer ahora, querido Novato, lo que más deseabas, es decir, arrancar la ira, o al menos refrenarla y moderar sus ímpetus. Algunas veces es necesario atacarla de frente y al descubierto, cuando lo permite la debilidad del mal otras por modo indirecto, cuando su excesivo ardimiento se exaspera y recrudece ante los obstáculos. Importa mucho saber si goza de grandes fuerzas y si está en su plenitud; si es necesario azotarla y rechazarla, o ceder al primer ímpetu de la tempestad que arrastraría el dique con ella. Consultar debemos la índole de cada cual; porque algunos se dejan vencer por súplicas, otros contestan a la sumisión con insultos y violencias. Unos se calman ante el terror, otros con reconvenciones; aquéllos con una concesión, éstos con la vergüenza; algunos con el aplazamiento, remedio muy lento para mal tan activo, y al que no debemos resignarnos sino en último caso. Las otras pasiones admiten dilación y su curación puede diferirse; pero ésta, violenta, impetuosa y excitándose a sí misma, no crece insensiblemente, sino que nace completa. No emplea, como los otros vicios, la seducción; arrastra y empuja al hombre fuera de sí, apasionado por el mal al mismo tiempo que lo sufre. Su furor no cae solamente sobre aquel a quien persigue, sino sobre todo lo que encuentra al paso. Los otros vicios impulsan al ánimo, la ira lo precipita; y aunque no sea posible resistir a sus impulsos, al menos las mismas pasiones pueden detenerse; ésta, parecida al rayo, a las tempestades y demás azotes, no puede detenerse, porque avanza cayendo, y la caída aumenta incesantemente sus fuerzas. Los otros vicios alteran la razón; éste la salud; los otros presentan agradable pendiente, que nos oculta sus progresos; la ira es el precipicio del alma. Nada nos persigue como esta pasión, aturdida en sus fuerzas, soberbia después del triunfo, loca después del engaño; el fracaso no la desalienta; si la fortuna le sustrae su adversario, revuelve contra sí misma su furiosa mordedura; no importa cuál sea su origen; nacida de poca cosa, desenvuélvese de un modo inmenso.


Ninguna edad perdona; a ningún hombre exceptúa. Pueblos hay que, por su extremada pobreza, no conocen el lujo; otros que, gracias a su vida nómada y activa, se libran de la ociosidad; los que tienen costumbres campestres y vida sencilla no conocen el amojonamiento de los campos, el fraude y los males que nacen del foro. Pero no hay pueblo al que no atormente la ira, tan poderosa entre los Griegos como entre los Bárbaros, tan funesta a los que temen la ley como a los que miden el derecho por la fuerza. Además, las otras pasiones corrompen a los individuos; ésta es la única que a las veces se apodera de toda una nación. Nunca ardió en amor un pueblo entero por una mujer; jamás una ciudad entera cifró su esperanza en el dinero y la ganancia; la ambición domina en pechos aislados; el orgullo no es enfermedad pública. Pero frecuentemente produce la ira levantamientos en masa. Hombres, mujeres, ancianos, niños, jefes y pueblos se encuentran unánimes, y la multitud, agitada por algunas palabras, va más lejos que el agitador. Córrese en el acto al hierro y al fuego; declárase la guerra a los pueblos vecinos; se hace a los conciudadanos; quémanse casas con toda una familia; y el orador querido, colmado de honores en otro tiempo, cae bajo la ira del tumulto que ha producido; legiones vuelven sus armas contra su General; el pueblo entero se separa del Senado; el Senado, ese oráculo de los pueblos, sin esperar las elecciones, sin nombrar un General, improvisa los ministros de su ira, y persiguiendo en las casas nobles jóvenes, él mismo se hace ejecutor de suplicios. Ultrájase a los embajadores, con menosprecio del derecho de gentes, y rabia criminal enardece a la ciudad; no se da tiempo a la ira pública para que se calme, sino que en el acto se lanzan flotas al mar cargadas de soldados que se amontonan apresuradamente en ellas. Nada de formalidades, nada de auspicios: el pueblo se precipita sin otro guía que su ira, sin otras armas que las que le proporciona la casualidad y el pillaje, para expiar después con sangrienta derrota la temeraria audacia de su rabia.


Esto es lo que acontece a los Bárbaros que se lanzan ciegamente a la pelea. Cuando la injuria más ligera hiere a estos espíritus móviles, se irritan en seguida, y hacia donde la ira les impulsa caen sobre los pueblos como el huracán, sin orden, sin temor, sin previsión; ávidos de peligros, gloríanse de los golpes recibidos, de arrojarse sobre las espadas, de chocar contra los dardos y de abrirse paso a pesar de las heridas. «Indudable es, dices, que la ira es una fuerza poderosa y destructora; muéstrame, pues, cómo debe curarse». Sin embargo, como dije en libros anteriores, Aristóteles se muestra defensor de la ira, y no prohíbe extirparla. Dice que ella es el aguijón de la virtud; arrancada, queda desarmada el alma, embotada e impotente para las cosas grandes. Necesario es, pues, presentarla en toda su deformidad, en toda su ferocidad, y hacer patente a los ojos qué clase de monstruo es el hombre enfurecido contra el hombre, con cuánta ceguedad se lanza tan funesto para sí mismo como para los demás, y sumergiendo aquello que no puede sumergirse sino con el mismo que lo sumerge. ¡Cómo! ¿podemos llamar sensato al que, arrebatado por un torbellino, antes es empujado que no caminante, se hace esclavo de furioso delirio, y temiendo encargar a otros su venganza, la realiza por sí mismo; es cruel a la vez con la mano y el corazón, verdugo de los que más quiere, de aquellos cuya pérdida ha de llorar muy pronto? ¿Quién querría dar por auxiliar y compañera a la virtud esta pasión que destruye todo consejo, sin el cual nada hace la virtud? Las fuerzas que la fiebre despierta en el enfermo son falaces y pasajeras, y solamente sirven para aumentar el mal. No debes creer que pierdo el tiempo en discusiones inútiles, cuando repruebo la ira como si las opiniones de los hombres estuviesen divididas acerca de ella; puesto que hay un filósofo, y de los más ilustres, que le señala sus funciones, considerándola como útil auxiliar del valor en los combates, de la actividad en los negocios y de todo lo que reclama cierta energía en la ejecución. Para que nadie se engañe suponiendo que puede servir en algún momento, en algún punto, necesario es presentar desnuda esta rabia, loca y desenfrenada; necesario es devolverle todo su aparato, sus potros, sus cuerdas, sus calabozos, sus cruces, las hogueras que enciende alrededor de los cuerpos enterrados vivos, los ganchos para arrastrar los cadáveres, las cadenas de toda forma, los suplicios de toda especie, látigos para desgarrar, estigmas candentes, jaulas de rieras. En medio de estos instrumentos coloca la ira, lanzando roncos y siniestros rugidos y más espantosa aún que todos los elementos de sus torturas.


Aunque se dudase de sus otros caracteres, es muy cierto que ninguna pasión tiene aspecto más horrible, como lo describimos en libros anteriores: áspero, acre; en tanto pálido por la repentina retirada de la sangre; en tanto rojo y como ensangrentado; acudiendo a la superficie todo calor y vida; hinchadas las venas; los ojos ora extraviados y convulsos, ora fijos y concentrados en una sola mirada. Añado a esto los dientes rechinando y buscando presa, no siendo otro su ruido que el que produce el jabalí al aguzarse los colmillos. Añade también los crujidos de las articulaciones cuando se retuerce las manos, las redobladas palpitaciones del corazón, la respiración anhelosa, los suspiros que brotan del fondo del pecho, la desordenada agitación del cuerpo; palabras entrecortadas, bruscas exclamaciones, los labios temblorosos y por momentos comprimidos, de los que brota como un silbido. A fe mía, que la fiera irritada por el hambre o por el dardo que queda clavado en cuerpo, tiene aspecto menos repugnante hasta cuando, en su agonía, alcanza al cazador con el último mordisco, que el hombre ardiendo en ira. ¿Te agradará ahora escuchar sus vociferaciones, sus amenazas, los acentos del alma torturada por ella? ¿No querrá cada cual huir de esta pasión cuando sepa que comienza por su propio suplicio? ¿No quieres que amoneste a aquellos que desde la cumbre del poder ejercitan la ira, viendo en ella una prueba de fuerza, que cuentan entre los mayores bienes de gran fortuna tener la venganza a sus órdenes, diciéndoles que no puede llamarse poderoso, ni siquiera libre, al hombre dominado por la ira? ¿No quieres que se lo diga a fin de que todos sean más vigilantes y observadores de sí mismos, cuando si los otros vicios son propios de las almas perversas, la ira se desliza hasta en el corazón de hombres ilustrados y en los más puros, hasta el punto de que algunos filósofos pretenden que la ira es indicio de sencillez, creyéndose vulgarmente mejores a los que están sujetos a ella?


«Pero ¿a dónde, dirás, nos lleva todo esto?». A que nadie se crea seguro de este vicio, que lleva a la violencia y crueldad, hasta a los caracteres tranquilos y apáticos. De la misma manera que el vigor del cuerpo y las precauciones mejor observadas no preservan de la peste, que indistintamente ataca a los débiles y a los fuertes, así también han de temer la ira los caracteres activos, como los fríos y moderados, a los que prepara tanta más vergüenza y peligro cuanto más los modifica. Pero como nuestro primer deber es evitar la ira, el segundo reprimirla y el tercero curarla en los demás, diré ante todo qué debemos hacer para no caer en ella; en seguida, cómo nos libraremos de su dominio, y últimamente cómo contendremos, cómo calmaremos al iracundo, cómo le devolveremos la tranquilidad. Conseguiremos no encolerizarnos si nos representamos más de una vez todos los vicios de la ira, si la apreciamos en su justo valor. Necesario es que la acusemos y condenemos; necesario es escudriñar todas sus deformidades y presentarlas a la luz, y para que aparezca tal como es, debemos compararla con las pasiones peores. La avaricia adquiere y amontona para que lo aproveche otra mejor que ella; la ira destruye, siendo muy pocos los que no han perdido algo por ella. Un amo violento obliga al esclavo a la fuga; otro a la muerte: ¿no pierde por la ira mucho más que vale lo que la provocó? La ira trae el luto a los padres, el divorcio a los esposos, el odio a los magistrados, a los candidatos el fracaso. Es mucho peor que la lujuria, porque ésta goza con sus propios placeres, aquélla con los sufrimientos ajenos. Sobrepuja a la envidia y a la malevolencia, porque ésta desea el mal, aquélla lo realiza; las primeras se complacen con las desgracias fortuitas, la segunda no espera los reveses de la fortuna; no se contenta con ver padecer al que odia, quiere hacerlo sufrir por sí misma. Nada hay más triste que las enemistades; la ira las provoca. Nada hay más funesto que la guerra; la ira de los grandes la origina; y hasta esas iras individuales y plebeyas no son otra cosa que guerras sin armas ni soldados. Además, aunque prescindamos de los daños que deben seguirla, de las asechanzas y perpetuas inquietudes que dan origen a mutuas luchas, la ira se castiga a sí misma al castigar, porque abdica la naturaleza humana. Esta nos invita al amor, aquélla al odio; la una ordena hacer el bien, la otra el mal. Añade que la ira, aunque pretenda proceder de muy alto y tenga cierto aspecto de grandeza, es sin embargo baja y pequeña; porque no hay nadie que no se crea superior a aquel por quien se cree despreciado. Pero el ánimo levantado que se aprecia en lo que vale, no venga la injuria porque no la siente. Así como las saetas rebotan sobre el cuerpo duro y los golpes descargados sobre masa sólida producen dolor en la mano que hiere, así también ninguna injuria causa impresión en el ánimo noble, sino que se rompe sobre aquello a que ataca. ¡Cuán hermoso es mostrarse impenetrable a todos los dardos, despreciando toda injuria, toda ofensa! Confesarla, es conceder que nos ha herido, y no es alma fuerte la que cede ante el ultraje. El que te ofende es más fuerte o más débil que tú: si es más débil, perdónale; si es más fuerte, perdónate.


No hay señal más cierta de verdadera grandeza que la imparcialidad ante todo lo que pueda acontecer. La región del universo más elevada y mejor ordenada, la vecina a los astros, no amontona nubes, no estalla en tempestades, no rueda en torbellinos; está libre de todo huracán, siendo más abajo donde se forma el rayo. De la misma manera, el ánimo levantado, sereno siempre, colocado en esfera tranquila, sofoca en él todos los gérmenes de la ira, siendo ejemplo de moderación, de orden y majestad: nada de esto encontrarás en el iracundo. ¿Quién es el que entregado a su ofensa y furor no prescinde desde luego de todo comedimiento? ¿Quién en el ímpetu de su rabia y al caer sobre alguno no abandona todo pudor? ¿Quién, una vez irritado, recuerda el número y orden de sus deberes?¿Quién sabe moderar su lengua, contener alguna parte de su cuerpo y dirigirse una vez suelta la rienda? Mucho nos aprovechará aquel saludable precepto de Demócrito: «Nos aseguraremos la tranquilidad si no emprendemos en particular ni en público negocios múltiples o superiores a nuestras fuerzas». El que reparte el día entre multitud de ocupaciones, nunca lo pasará tan felizmente que no encuentre una ofensa por parte de los hombres o de las cosas y que no lo impulse a la ira. El que circula por los barrios más populosos de la ciudad, necesariamente habrá de chocar con muchas personas, siendo arrojado al suelo aquí, detenido allá, salpicado de barro más lejos; y así también en la móvil actividad de agitada vida, encuéntranse muchos obstáculos y muchos contratiempos. Uno defrauda nuestras esperanzas, otro las aplaza, el tercero interrumpe sus frutos; los proyectos no siguen la dirección que se les da, porque a nadie le es tan favorable la fortuna que le complazca en todo lo que intenta. Síguese de esto que el que fracasa en alguna empresa, se impacienta contra los hombres y las cosas; por ligeras causas se irrita con las personas, con los negocios, acusa a los lugares, a la fortuna y a sí mismo. Así, pues, para que el alma esté tranquila, necesario es no agitarla ni fatigarla, lo repito, en el desempeño de múltiples negocios, importunos y superiores a nuestras fuerzas. Fácil es llevar al hombro carga ligera, y pasarla sin peligro de uno a otro; pero nos cuesta mucho trabajo soportar la que nos imponen manos extrañas: agobiados en seguida, la echamos sobre el primero que llega, y mientras permanecemos bajo la carga, su peso nos hace vacilar.


Conviene que sepas que lo mismo sucede en los negocios civiles y domésticos. Los sencillos y expeditos marchan por sí mismos; los graves y superiores a nuestro alcance no se dejan alcanzar fácilmente; y si se llega a ellos, sobrecargan y arrastran al que los maneja, que creyendo haberles dominado, cae bajo ellos. Muchas veces se agota de esta manera la energía, cuando en vez de emprender cosas fáciles, se quiere encontrar fácil lo que se ha emprendido. Siempre que intentes algo, examina tus fuerzas, la naturaleza de tu proyecto y la de tus medios, porque el disgusto del fracaso te producirá despecho. El espíritu ardiente y el frío y sin elevación se diferencian en que el fracaso despierta la ira en el altivo, y la tristeza en el blando e inerte. Deben, pues, ser nuestras acciones ni mezquinas, ni temerarias, ni culpables; que nuestras esperanzas no vayan más allá de nuestro alcance: nada intentemos que, hasta después del triunfo, pueda asombrarnos haberlo conseguido.


Cuidemos mucho de no exponernos a una injuria que no podríamos soportar, Rodeémonos de personas amables y complacientes, y todo lo menos posible de ásperos y morosos. Adquiérense las costumbres de los que con frecuencia se trata, y así como se trasmiten por el contacto ciertas enfermedades del cuerpo, así también el alma comunica sus pasiones a los que están próximos. El beodo arrastra a sus comensales al amor del vino; la compañía de los libertinos blandea al fuerte y, si puede, al héroe; la avaricia infecta con su veneno a los que se le acercan. Por razón contraria, igual es la acción de las virtudes; dulcifican todo lo que tocan, y favorable clima, saludable aire no hicieron jamás tanto por la salud como el comercio con amigos mejores hizo por un alma vacilante. Comprenderás cuánto puede esta influencia si observas que las mismas fieras se domestican viviendo en nuestra compañía, y que el monstruo más agreste pierde todo su cruel instinto si por largo tiempo habita bajo el techo del hombre. Las asperezas se embotan y desaparecen poco a poco al rozamiento de las almas tranquilas. Además, no solo el ejemplo mejora al que vive entre los varones pacíficos, sino que no encuentra ocasión ninguna de ira, y no cede a su viciosa inclinación. Así, pues, deberá huir de todos aquellos que sabe han de irritar su irascibilidad. «Pero ¿quiénes son? preguntas». En todas partes se encuentran, y por causas distintas, producen igual efecto. El orgulloso te ofenderá con sus desprecios, el rico con sus altiveces, el impertinente con sus injurias, el envidioso con su malignidad, el disputador con sus contradicciones, el vanidoso con sus mentiras e hinchazón. No podrás soportar que te tema el suspicaz, que te venza el obstinado, que te deprima el fatuo. Elige personas sencillas, afables, morigeradas, que no irriten tu ira y la soporten; y mejor aún debes preferir índoles flexibles, humanitarias y suaves que no lleguen, sin embargo, a la adulación; porque la ira se ofende con excesivas lisonjas. Nuestro amigo era ciertamente varón bueno, pero demasiado propenso a la ira, recibiendo tan mal la adulación como la ofensa. Sabido es que el orador Celio era muy irascible. Dícese que una noche cenaba con un cliente suyo, hombre de rara paciencia; pero era muy difícil a éste, estando solo con el orador, evitar una discusión con él. Consideró, por tanto, que lo mejor sería aplaudir cuanto dijese, y desempeñar el papel de lisonjero. No pudiendo Celio soportar la aprobación, exclamó: «Hazme la contra, para que seamos dos». Pero aquel hombre que se encolerizaba porque no se irritaba el otro, se calmó en seguida careciendo de adversario. Si, pues, tenemos conciencia de nuestra irascibilidad, elijamos con preferencia amigos que se acomoden con nuestro carácter y conversación: verdad es que nos harán susceptibles, que nos harán adquirir la mala costumbre de no escuchar nada que contraríe nuestros caprichos, pero en cambio gozaremos la ventaja de otorgar a la pasión aplazamientos y descanso. El más áspero e indominable se dejará acariciar, y nada es rudo e intratable para la mano ligera. Cuantas veces se prolonga y agria una discusión, es necesario cortarla antes de que llegue a ser violenta. La disputa se alimenta de sí misma; una vez lanzada, nos empuja hacia adelante. Mas fácil es abstenerse de combatir que separarse de la lucha.


El iracundo debe abstenerse también de estudios demasiado serios, o al menos no entregarse a ellos hasta la fatiga; no repartir el espíritu entra muchas cosas, sino dedicarle a las artes amenas. Deléitese con los versos y los fabulosos relatos de la historia; trátese con dulzura y cuidados. Pitágoras calmaba a los acordes de la lira las turbulencias de su alma. Nadie, por el contrario, ignora que el clarín y la trompeta excitan, mientras que ciertos cánticos llevan tranquilidad al espíritu. El color verde conviene a los ojos débiles, y existen matices que dan descanso a la vista fatigada, en tanto que otros deslumbran con su brillo; así también los estudios agradables deleitan la mente enferma. Evitemos el foro, los pleitos, los tribunales y todo lo que puede enconar nuestro mal; huyamos también de la fatiga corporal, porque destruye todo lo que en nosotros hay de tranquilo y quieto, sublevando los humores acres. Así, pues, aquellos que no tienen seguridad de su estómago, antes de tratar algún negocio importante, templen con algún alimento su bilis, que el cansancio hace fermentar en seguida, sea porque la dieta reconcentre el calor, altere la sangre y detenga su curso en las venas debilitadas, sea porque la extenuación y debilidad del cuerpo embote el ánimo. Sin duda por esta razón los muy trabajados por los años o las enfermedades son más irascibles. Por las mismas causas conviene evitar el hambre y la sed, que exasperan y enardecen los ánimos.


Viejo es el refrán «el cansado busca pendencia»: y puede aplicarse a todos los que se encuentran atormentados por el hambre, la sed o cualquier otro padecimiento. Porque así como se experimenta dolor al contacto más leve de la llaga, y hasta a la idea sola del contacto, así también se ofende de las cosas más pequeñas el espíritu enfermo: un saludo, una carta, una pregunta, a ser algunas veces motivo de porfía. No se toca una herida sin producir gemidos. Lo más conveniente es curarse desde los primeros síntomas del mal; para esto es necesario dejar a nuestras palabras la menor libertad posible, y contener los ímpetus. Fácil es sin duda dominar la pasión en el momento en que nace: la enfermedad tiene señales precursoras. Así como existen presagios que anuncia de antemano la tempestad y la lluvia, existen también ciertas señales para la ira, el amor y todas esas tempestades que agitan el alma. Los que padecen accesos de epilepsia sienten la proximidad del mal cuando el calor abandona las extremidades, cuando se extravía la vista, cuando se contraen los nervios, cuando se turba la memoria, cuando gira la cabeza. Así es que atacan al mal en su origen por medio de los preservativos ordinarios; oponen perfumes y medicinas a la misteriosa causa que les impulsa al vértigo; combaten con fomentos el frío y la rigidez; o bien, si la medicina es impotente, evitan la multitud y caen sin testigos. Conveniente es conocer la enfermedad que se padece y sofocarla antes de que se desarrolle su fuerza: investiguemos cuáles sean las causas que nos irritan más. Aquél se irrita por una palabra ultrajante, el otro por acción; uno quiere que se respete su nobleza, otro su hermosura; éste desea pasar por elegante, aquél por sabio; uno se subleva contra el orgullo, otro contra la resistencia; quién no cree digno de su ira al esclavo, quién cruel en su casa, es sumamente afable fuera de ella; solicitar, lo considera uno envidia; no solicitar, lo considera otro desprecio. No son todos vulnerables por el mi lado.


Conveniente es pues que conozcas tu punto débil para protegerlo más que los otros. No es bueno verlo todo, oírlo todo; que pasen inadvertidas muchas injurias: ignorarlas equivale a no recibirlas. ¿No quieres ser iracundo? no seas curioso. El que averigua todo lo que se dice de él, el que va a desenterrar las palabras malévolas, hasta las más secretas, se persigue a sí mismo. Frecuentemente lleva la interpretación a ver injurias imaginarias. Cosas hay que conviene aplazar, otras que deben despreciarse, y muchas que hay que perdonar. Por todos los medios debe restringirse la ira, y las más veces pueden convertirse las cosas en risa y broma. Refiérese de Sócrates que habiendo recibido un bofetón se limitó a decir: «Que era cosa molesta ignorar cuándo debía salirse con casco». No importa cómo se ha hecho la injuria, lo importante es la manera con que se ha recibido. Ahora bien; no veo por qué ha de ser difícil la moderación cuando veo tiranos envanecidos con su fortuna y su poder, reprimir su violencia habitual. He aquí lo que se refiere de Pisistrato, tirano de Atenas: Un comensal suyo, dominado por la embriaguez, prorrumpió en denuestos contra su crueldad; no carecía el tirano de amigos complacientes dispuestos a ayudarlo, y quiénes por un lado, quiénes por otro, le excitaban a la venganza; pero él, soportando la injuria con tranquilidad, contestó a los provocadores: «Que no estaba más conmovido que si alguien hubiese tropezado con él llevando los ojos vendados». La mayor parte se forman por sí mismos ofensas, por falsas sospechas o exagerando cosas leves.


Algunas veces nos asalta la ira; con más frecuencia salimos nosotros a su encuentro; pero lejos de, provocarla nunca, debemos rechazarla cuando se presenta. Nadie se dice: Esto por que me irrito lo he hecho o he podido hacerlo. Nadie juzga la intención, sino el acto solo y, sin embargo, es necesario tenerla en cuenta y apreciar si ha mediado voluntariedad o accidente, coacción o error, odio o interés: ¿siguieron el propio impulso o ayudaron la pasión de otro? Debe tenerse consideración a la edad y posición del delincuente, con objeto de aprender a tolerar por humanidad y a sufrir por humildad. Pongámonos en el lugar de aquel contra quien nos irritamos; algunas veces nos hace iracundos falsa apreciación de nosotros mismos, y no podemos soportar lo que quisiéramos hacer. Nadie quiere imponerse aplazamientos; y, sin embargo, el remedio más eficaz de la ira es el tiempo, que enfría su primer ardor y disipa o al menos esclarece la nube que oscurece el ánimo. No diré que basta un día, sino una hora, para dulcificar esos arrebatos que arrastran, o para dominarlos por completo. Si nada se consigue con el aplazamiento, al menos se aprenderá a ceder a la reflexión y no a la ira. Deja al tiempo todo aquello que quieras apreciar bien, porque nada se ve con claridad en la primera agitación. Irritado Platón contra su esclavo, no puede aplazar la ira; mándale despojarse en el acto de la túnica y presentar la espalda a las varas, disponiéndose a golpearlo con su propia mano. Observando, sin embargo, que estaba encolerizado, permanecía con el brazo alzado en la actitud del que va a descargar el golpe. Un amigo que casualmente llegó, le preguntó qué hacía. «Castigo, contestó, a un hombre iracundo». Como estupefacto, permanecía en la actitud del hombre que va a castigar, actitud tan impropia del sabio, habiendo olvidado ya al esclavo porque había encontrado otro a quien debía castigar antes. Renunció, pues, a sus derechos de amo, y sintiéndose muy conmovido por falta tan ligera: «Ruégote, oh Speusippo, dijo, que castigues a ese mal esclavo, porque yo estoy encolerizado», absteniéndose de azotar por la razón misma que otro hubiese azotado. «Estoy irritado, dijo; haría más de lo necesario, lo haría con pasión: que este esclavo no caiga bajo las manos de un amo que no es dueño de sí mismo». ¿Quién querría confiar su venganza a la ira cuando Platón se prohíbe este derecho? No te permitas nada mientras estés irritado: ¿por qué? porque querrías permitírtelo todo. Combate contigo mismo. Si no puedes vencer la ira, ella comienza a vencerte. Si permanece encerrada, si no se le da salida, deben ocultarse todas sus señales, y mantenerla, en cuanto sea posible, oculta y secreta.


Grandes esfuerzos nos costará esto. La ira pugna por brotar al exterior, inflamar los ojos y trastornar el semblante, haciendose superior a nosotros desde el momento en que se la permite salir de nuestro interior. Sepúltesela en las profundidades del pecho; domínesela y no domine, o, mejor aún, inclinemos en sentido contrario todas sus señales exteriores. Que se dulcifique nuestro rostro, suavícese la voz y sea tranquilo nuestro paso; el interior se conformará poco a poco con el exterior. En Sócrates era señal de ira bajar la voz, encontrarse sobrio de palabras: conocíase entonces que se violentaba. Sus familiares lo conocían y se lo reprendían, no ofendiéndole aquellas censuras por una ira que estaba oculta. ¿No debía alegrarse de que todos conociesen una pasión, sin que nadie experimentase sus efectos? y los hubiesen experimentado de no conceder a sus amigos el derecho de censura que él tomaba sobre ellos. ¿No debemos hacer nosotros lo mismo con mayor razón? Roguemos a nuestros mejores amigos que usen de toda libertad, especialmente cuando menos dispuestos estamos a soportarla; que no tengan tolerancias con nuestra ira, y, contra un mal poderoso que tiene siempre deleite para nosotros, invoquemos su auxilio mientras vemos aún y somos dueños do nosotros mismos.


Los que llevan mal el vino y temen las imprudencias y arrebatos de la embriaguez, encargan a sus criados que los retiren del banquete; los que han padecido por su intemperancia en las enfermedades, prohíben que se les obedezca cuando tienen alterada la salud. Lo mejor es oponer de antemano obstáculos a los vicios conocidos ,y, ante todo, disponer el ánimo de manera que, hasta en las conmociones más repentinas y violentas, no experimente ira, o que si recibe de improviso grave injuria, encierre en lo más profundo la pasión sublevada y la impida estallar. Verás que puede hacerse esto, si, entre considerable número de ejemplos, te cito alguno que te servirá para aprender dos cosas: primero, cuántos males encierra la ira cuando tiene por instrumento toda la fuerza de un poder ilimitado; segunda, cuánto puede dominarse cuando la comprime temor mayor. El rey Cambises era muy aficionado al vino: uno de sus favoritos, PrSxapes, le aconsejaba beber con moderación, haciéndole ver que la embriaguez era vergonzosa en un rey, que atraía la atención de todos los ojos y oídos. A esto contestó: «Para convencerte de que nunca pierdo la razón, y de que, hasta después de beber, mis ojos y mis manos desempeñan bien sus funciones, voy a darte una prueba». En seguida bebió más copiosamente y en copas más grandes que de ordinario; y cuando se encontraba ya repleto y vacilante, mandó al hijo de su censor que se colocase en la puerta de la sala, de pie y con la mano izquierda sobre la cabeza. En seguida preparó el arco y atravesó (como había anunciado de antemano) el pecho del joven; abriéndole después el pecho, mostró el dardo clavado en medio del corazón, y mirando al padre: «¿He tenido nunca más segura la mano?» preguntó. Este aseguró que Apolo no hubiese apuntado mejor. ¡Maldigan los Dioses a aquel hombre, más esclavo por el alma que por la condición! Alabó lo que ya era demasiado haber presenciado: encontró ocasión de adulaciones en aquel pecho partido de un hijo, en aquel corazón palpitando bajo el hierro. Debía haberle disputado la gloria y comenzado de nuevo la prueba, para que el Rey hubiese podido mostrar mano más segura aún sobre el padre. ¡Oh, Rey cruel, verdaderamente digno de que las flechas de todos sus súbditos se tornasen contra él! Pero excusando al que terminaba sus orgías con suplicios y asesinatos, convengamos en que mayor crimen fue alabar aquel dardo que lanzarlo. No investigaremos cuál debió ser la conducta del padre ante el cadáver de su hijo, en presencia de aquel asesinato del que fue testigo y causa: demostrado queda lo que tratamos ahora, esto es, que pude sofocarse la ira. Aquel padre no profirió ni una injuria contra el Rey, ni una palabra de las que arranca la desgracia, cuando tenía el corazón traspasado por la misma flecha que el de su hijo. Podrá sostenerse que tuvo razón para devorar sus palabras; porque de decir algo como hombre ultrajado, nada hubiera podido hacer después como padre. Podrá parecer, repito, que obró con más prudencia en este caso que cuando hablaba en contra de la embriaguez; porque mejor era dejar beber a aquel Rey vino que sangre: mientras tenía en la mano la copa daba tregua al crimen. Así es que Proexapes aumentará el número de aquellos que atestiguan con terribles desgracias cuánto cuestan los buenos consejos los amigos de los reyes.


No dudo que tal sería el consejo que dio Harpago a su señor y rey de los Persas. Ofendido éste, le hizo servir a la mesa la carne de sus hijos, preguntándole más de una vez si le agradaba el condimento. Después, cuando le vio saciado de aquella vianda de dolor, hizo presentarle las cabezas, y le preguntó si estaba contento del agasajo. El desgraciado no perdió la palabra, no cerró la boca: «En la mesa de un re, dijo, too manjar es agradable». ¿Qué ganó con esta adulación? Que no lo invitase a comer los restos. No niego a un padre que condene la acción de su rey, no te niego que busque la venganza que merece tan atroz monstruosidad; pero entre tanto deduzco que puede dominarse una ira que nace de espantosa desgracia y obligarla a tener lenguaje contrario a su naturaleza. Si es necesario dominar el resentimiento, lo es especialmente a los cortesanos y a aquellos que se sientan a la mesa de los reyes. Así es como se come con ellos, así es como se bebe, así es como se responde: necesario es reír en los propios funerales. ¿Debe pagarse tan cara la vida? Lo veremos; esta es otra cuestión. No llevaremos consuelos a calabozo tan triste: no les exhortaremos a soportar los mandatos de sus verdugos: mostrarémosles, en toda servidumbre, un camino abierto a la libertad. Si el alma está enferma y padece por sus propios vicios, por sí misma puede terminar sus miserias. Diré al que cae en manos de un tirano, cuyas saetas apuntan al corazón de sus amigos; a aquel, cuyo señor alimenta a los padres con las entrañas de sus hijos: ¿por qué gimes, insensato, por qué esperas a que un enemigo acuda a vengarte con la ruina de tu país, o a que llegue poderoso rey de lejanas comarcas? A cualquier parte que mires encontrarás fin a tus males. ¿Ves aquel precipicio? por allí se baja a la libertad. ¿Ves esa mar, ese río, ese pozo? en el fondo de sus aguas tiene asiento la libertad. ¿Ves aquel árbol pequeño, retorcido, siniestro? en él está suspendida la libertad. ¿Ves tu cuello, tu garganta, tu corazón? salidas son para huir de la esclavitud. Pero te mostramos caminos demasiado penosos, y que exigen mucho valor y fuerza. ¿Buscas fácil vía a la libertad? en cada vena de tu cuerpo la tienes.


Aunque no encontramos nada tan intolerable que nos haga repudiar la existencia, en cualquier estado en que nos encontremos, rechacemos la ira. Perniciosa es para los que obedecen, porque la indignación aumenta los tormentos, y los mandatos son tanto más pesados, cuanto con mayor impaciencia se les soporta. Así es que la fiera que lucha, aprieta el lazo, el pájaro que se remueve y agita, se extiende el visco por las plumas. No hay yugo tan estrecho que no hiera menos al que lo arrastra que al que lo rechaza. El único alivio para los grandes males, es la paciencia y sumisión a las necesidades. Pero si es útil a los que obedecen contener sus pasiones, y especialmente, esta tan furiosa y desenfrenada, más útil es todavía a los reyes. Todo está perdido cuando la fortuna permite realizar lo que aconseja la ira; y el poder que se ejerce en detrimento de considerable número, no puede durar mucho, y peligra en cuanto el terror común reúne a aquellos que separadamente sufrían. Muchos tiranos han perecido, ora a manos de un hombre solo, ora a las de un pueblo entero, al que el dolor público obligaba a hacerse un arma de todas las iras. ¡Y cuántos, sin embargo, han usado la ira, como privilegio de su poder! Testigo es Darío, que una vez derribado Mago, fue el primer llamado al trono de Persia y de mucha parte del Oriente. Como hubiese declarado la guerra a los Scitas, que lo estrechaban por el lado oriental, el noble anciano OEbazo le suplicó le dejase uno de sus tres hilos para consuelo de su paternidad, y se quedase con los otros dos a su servicio. Prometiendo el Rey más de lo que se le pedía, contestó que se los enviaría, y haciéndoles matar delante de su padre, se los entregó: ¡muy cruel habría sido si se los hubiese llevado!


¿Fue más clemente Xerxes? Pythio, padre de cinco hijos, le pidió la exención de uno de ellos, y le permitió elegir el que quisiese; después hizo partir por medio al elegido, colocando cada mitad en un lado del camino, siendo esta la víctima lustral del ejército. Por esto tuvo la suerte que merecía: vencido y agobiado por todos lados, vio desaparecer los restos de su poder, y volvió por en medio de los cadáveres de los suyos. Esta ferocidad en la ira es propia de los reyes bárbaros, en quienes no ha penetrado instrucción ni cultura literaria. Pero te presentaré, saliendo de las manos de Aristóteles, a Alejandro, que mata con su propia mano, en medio del festín, a su querido Clito, compañero suyo de la infancia, que se mostraba poco dispuesto a adularle y a pasar de la libertad macedoniana a la esclavitud persa. Lysimaco, que le era igualmente querido, fue expuesto a la ferocidad de un león. ¿Y acaso este Lysimaco, que por tan rara fortuna escapó de las mandíbulas del león, fue más benigno cuando llegó a reinar? Mutiló a su amigo Telesforo de Rodas, haciéndole cortar la nariz y las orejas, guardándole por mucho tiempo en una jaula como a animal nuevo y extraordinario: aquel rostro destruido, deforme, nada tenía del aspecto humano. Añade a esto los tormentos del hambre y la repugnante suciedad de aquel cuerpo, que se arrastraba sobre su propio excremento, con las rodillas y las callosas manos que lo estrecho de la prisión convertía en pies; los costados llenos de llagas por el roce; espectáculo espantoso y terrible a la vista. El suplicio había hecho de aquel hombre un monstruo que repelía hasta la compasión; sin embargo, por desemejante que fuese del hombre el que tales penas padecía, más desemejante aún era el que las mandaba.


¡Ojalá que tales ejemplos solamente se encontrasen entre extranjeros, y que su crueldad no hubiese trascendido a las costumbres romanas, con la barbarie de los suplicios y de las venganzas! A M. Mario, a quien el pueblo había alzado en todas las encrucijadas estatuas a las que se dirigían plegarias con libaciones e incienso, L. Sila mandó romperle las piernas, sacarle los ojos, cortarle las manos, y, como si hubiese de sufrir tantas muertes como heridas, fue desgarrado lentamente por todas las articulaciones. ¿Quién era el ejecutor de estas órdenes? ¿quién sino Catilina, que ejercitaba ya la mano en todos los crímenes? Este mismo despedazaba a Mario ante la tumba de Q. Catulo, ultrajando así en sus cenizas al hombre más afable, y sobre aquellas cenizas cayó gota a gota la sangre de un hombre de funesto ejemplo, pero popular, y que antes fue demasiado querido que indigno de serlo. Sin duda merecía Mario aquel suplicio, Sila mandarlo y Catilina ejecutarlo; pero la República no merecía que le clavasen la espada en el pecho sus enemigos y sus vengadores a la vez. Mas ¿por qué buscar ejemplos antiguos? En otro tiempo mandó C. César, en el mismo día, azotar a Sexto Papino, hijo de varón consular, a Betilíeno Basso, cuestor suyo e hijo de su intendente, y a otros muchos, caballeros romanos o senadores, sometiéndoles después a la tortura, no para interrogarles, sino para divertirse. En seguida, impaciente por todo lo que aplazaba sus placeres, que las exigencias de su crueldad pedían sin tregua, paseando entre las alamedas del jardín de su madre, que se extiende entre el pórtico y la ribera, hizo llevar algunas víctimas de aquellas con matronas y otros senadores, para decapitarles a la luz de las antorchas. ¿Quién le instaba? ¿de qué peligro público o privado lo amenazaba una sola noche? ¿qué le importaba, en fin, esperar la luz para no matar con sandalias a los senadores del pueblo romano?


Conveniente es a nuestro propósito dar a conocer cuánta fue la insolencia de su crueldad, aunque parezca tal vez que nos extraviamos y separarnos en digresiones; pero estas locuras de la soberbia dependen de la ira cuando se desencadena desenfrenadamente. Al verlo entregar al látigo los senadores, podía decirse con él: Suele hacerse: había agotado para los suplicios todos los tremendos recursos de la tortura, cuerdas, borceguíes, fuego, su propia cara. Y en este punto se me contestará: ¡Qué cosa tan grande hacer pasar bajo el látigo y entre las llamas, como malvados esclavos, a tres senadores, cuando meditaba degollar a todo el Senado, cuando deseaba que el pueblo romano no tuviese más que una cabeza, para poder consumar en un solo día y de un solo golpe todos los crímenes que había multiplicado en tantas veces y en tantos parajes! ¿Qué cosa más inaudita que un suplicio nocturno? el ladrón se oculta en las tinieblas para cometer su delito; pero el castigo legal, cuanto más público sea, mejor sirve para ejemplo y represión. También se me contestará aquí: Esos excesos que tanto te sorprenden son la ocupación diaria de ese monstruo: para eso vive, para eso despierta, para eso medita durante la noche. Verdad es que no se encontrará ningún otro que haga tapar con una esponja la boca de aquellos a quienes hacía ejecutar, para que no pudiesen emitir la voz. ¿A quién se prohibió gemir al acercarse a la muerte? Temía sin duela que los supremos dolores arrancasen alguna palabra demasiado libre; temía escuchar lo que no quería; no ignoraba que existían muchas cosas que solamente un moribundo se hubiese atrevido a censurarle. Cuando no se encontraba esponja, mandaba rasgar las ropas de aquellos desgraciados y taparles la boca con los jirones. ¿A qué este refinamiento de crueldad? que al menos sea permitido lanzar el último suspiro: da salida al alma; que pueda escapar por otro camino que las heridas.


Demasiado largo sería añadir que aquella misma noche fueron muertos los padres de las víctimas por mano de centuriones mandados a las casas: indudablemente aquel hombre tan compasivo quería librarles del dolor. Pero no me he propuesto descubrir la crueldad de Cayo, sino los males de la ira, que no se desencadena solamente contra los individuos, sino que desgarra naciones enteras y cae sobre las ciudades, los ríos; y los objetos destituidos de todo sentimiento de dolor. Así, pues, un rey de Persia hace cortar la nariz a todo un pueblo de la Siria; de aquí el nombre de Rhinocolura que se dio a aquella comarca. ¿Crees que fue indulgente por no haber cortado otras tantas cabezas? deleitose con nuevo género de suplicio. Cosa parecida amenazaba a los Etiopes, por cuya longevidad se les llamó Macrebios. Porque no presentaron humildemente la cerviz a la esclavitud; porque contestaron a sus legados con libertad que los reyes llaman insolencia, Cambises avanzaba enfurecido contra ellos; pero sin provisiones, sin haber hecho reconocer los caminos, arrastraba consigo, por ásperas soledades, todo el material de guerra: desde la primera jornada careció de lo necesario, sin encontrar recurso alguno en aquella región estéril, inculta y jamás hollada por la humana planta: primeramente combatieron el hambre con las hojas tiernas y retoños de los árboles; en seguida con cuero blandeado al fuego y todo aquello que la necesidad convertía en alimento; más adelante, cuando en medio de las arenas faltaban también las hierbas y raíces y se descubrió inmensa soledad desprovista hasta de animales, los soldados se diezmaron para obtener alimentación más horrible que el hambre. La ira, sin embargo, impulsaba hacia adelante al Rey, hasta que, perdida una parte del ejército, comida otra, temió se le llamase también al sorteo: entonces dio al fin la señal de retirada. Durante este tiempo reservaban para él aves delicadas, y camellos llevaban todo el material de sus cocinas, mientras los soldados preguntaban a la suerte quién había de morir miserablemente y quién había de vivir peor aún.


Cambises se irritó contra un pueblo desconocido e inocente, pero digno; Ciro, contra un río. Cuando corría apresuradamente al cerco de Babilonia, porque en la guerra la oportunidad da el triunfo, quiso vadear el Gynden, desbordado entonces, cosa peligrosa hasta cuando el río, merced a los ardores del verano, se encuentra en su nivel más bajo. Arrastrado por la corriente uno de los blancos caballos que tiraban de la carroza real, indiguose profundamente Ciro, y juró que aquel río que arrastraba sus caballos quedaría reducido al punto de que las mujeres pudiesen atravesarlo y pasear en él. Trajo a aquel punto, en efecto, todo su material de guerra y puso a la obra a sus soldados, hasta que cada orilla quedó cortada por ciento ochenta canales, y desparramadas las aguas se dividieron por trescientos sesenta arroyos, dejando en seco el lecho del río. Perdió, pues, el tiempo, cosa muy grave en las grandes empresas; el ardor de los soldados, agotado con inútiles trabajos, y la ocasión de sorprender a gente desprevenida, mientras hacía al río la guerra declarada al enemigo.


Esta locura (¿cómo llamarla de otra manera?) se apoderó también de los Romanos. C. César destruyó cerca, de Herculano una quinta bellísima porque su madre estuvo presa en ella algún tiempo, eternizando por este medio aquel suceso; porque, mientras estuvo en pie, se pasaba junto a ella, y ahora se pregunta la causa de su ruina. Necesario es meditar en estos ejemplos para huir de ellos; y por el contrario, deben seguirse los de templanza Y moderación que dieron aquellos que no carecieron de motivos de ira ni de medios para vengarse. ¿Qué había, en efecto, más fácil para Antígono que mandar al suplicio dos soldados que, apoyados en la tienda real, hacían lo que los hombres hacen con mucho gusto, aunque con mucho peligro, murmurar de su rey? Antígono lo había oído todo, porque solamente le separaba de los murmuradores un lienzo, y moviéndolo ligeramente, les dijo: «Retiraos más lejos, no sea que os oiga el Rey». De la misma manera, durante una marcha nocturna, habiendo oído a algunos soldados maldecir al Rey porque les había hecho entrar en un camino cenageso y difícil, acercose a los más apurados, y después do ayudarles a salir, sin darse a conocer: «Ahora, les dijo, maldecid a Antígono, que os ha traído a este mal paso; pero desead el bien para el que os ha sacado del lodazal». Con igual mansedumbre soportó las imprecaciones de sus enemigos que las de sus súbditos. En el sitio de no sé qué castillejo, confiando los Griegos que lo defendían en la resistencia de la fortaleza, insultaban a los sitiadores, burlándose de la fealdad de Antígono, de su corta estatura y de su aplastada nariz: «Me alegro, dijo; y algo bueno espero, teniendo a Sileno en mi campamento». Habiendo reducido a aquellos burlones por el hambre, he aquí cómo obró con los prisioneros: repartió entre las, cohortes a los que eran útiles para el servicio y a los demás los vendió en subasta; lo que dijo no hubiera hecho a no ser útil dar amo a gentes que tenían mala lengua. Nieto de este Rey fue Alejandro, que arrojaba su lanza contra sus convidados; que de los dos amigos que antes cité, entregó uno al furor de un león y el otro al suyo. De ellos, sin embargo, vivió el arrojado al león.


No había heredado este vicio de su abuelo ni de su padre. Porque si existió en Philipo otra virtud, también tuvo la paciencia para soportar las injurias, poderoso medio para proteger un reino. Demochares, llamado Parrhesiastes a causa de la excesiva intemperancia de su lengua, vino a él con otros legados atenienses. Philipo, después de escucharles con benevolencia: «Decidme, añadió, qué puedo hacer que sea grato a los Atenienses. -Ahorcarte». contestó Demochares. Estalló la indignación de los presentes al escuchar tan brutal contestación, y calmándoles Philipo, mandó que se dejase marchar a. aquel Thersita sano y salvo. «En cuanto a vosotros, dijo a los demás legados, decid a los Atenienses que son mucho más soberbios los que tales cosas dicen que los que las oyen sin castigarlas». Muchas cosas dijo e hizo el divino Augusto que merecen ser referidas, y que demuestran que la ira no imperaba en él. El historiador Timogenes habla dicho del Emperador, de su esposa y de su familia cosas que no quedaron perdidas, porque el chiste las hace circular más y las pone en todas las bocas. Frecuentemente le amonestó el César para que fuese más moderado en su lenguaje, y como persistiera, le negó la entrada en palacio. Desde entonces pasó Timogenes su vejez en casa de Asinio Polión, y toda la ciudad se lo disputaba. La expulsión del palacio del César no le cerró ninguna puerta. Más adelante recitó y quemó las historias que había escrito, y entregó al fuego los libros que contenían los anales de César Augusto. Enemigo era del César y nadie temió su amistad; nadie de alejó de él como de hombre herido por el rayo, encontrando, quien le abriese los brazos cuando caía de tan alto. César, como he dicho, lo soportaba con paciencia, y no se conmovió porque hubiese destruido los anales de su gloria y de sus bellas acciones. Jamás censuró al que hospedaba a su enemigo, y solamente dijo una vez a Asinio Polión: «». Como éste se preparaba a excusarse, se le adelantó diciéndole: «Goza, querido Polión, goza de tu hospitalidad». Y cuando Polión replicó: «Si lo mandas, César, lo expulsaré de mi casa. -¿Crees que haré eso, dijo, cuando soy yo quien os ha reconciliado?» Polión había estado algún tiempo disgustado con Timogenes y no tuvo otra causa para desistir de su resentimiento que el haber comenzado el de César.


Dígase cada cual siempre que se le ofende:¿Soy yo más poderoso que Philipo? Sin embargo, se le ultrajó impunemente. ¿Puedo yo más en mi casa que el divino Augusto en el mundo entero? Se contentó, sin embargo, con separarse de su detractor. ¡Cómo! ¿castigaré con el látigo y el hierro la respuesta demasiado atrevida de un esclavo, su aspecto hosco o su murmullo que no llega hasta mí?¿Quién soy yo para que sea delito ofender mis oídos? Muchos han perdonado a sus enemigos, ¿y yo no perdonaré a un esclavo perezoso, negligente o hablador? Excúsese el niño con su edad, con su sexo la mujer, con su libertad el extranjero y el criado con la familiaridad. ¿Acaso es la primera vez que nos desagrada? recordemos cuántas nos ha complacido. ¿Nos ha ofendido muchas veces? soportemos lo que hemos soportado tanto tiempo. ¿Es un amigo quien nos ofende? ha hecho lo que no quería. ¿Es un enemigo? ha hecho lo que debía. Cedamos al prudente, perdonemos al insensato, y digámonos en cuanto a todos: hasta los varones más sabios caen en multitud de faltas; que no hay nadie tan circunspecto que no olvide alguna vez su cuidado, nadie tan sensato que no abandone alguna vez su gravedad en la viveza de algún arrebato, nadie tan precavido contra el ultraje que no incurra en el defecto que quiere evitar.


Así como el hombre vulgar encuentra en el derrumbamiento de la fortuna de los grandes consuelo a sus males, y llora con menos amargura en un rincón la muerte de su hijo al ver dolorosos funerales que salen de un palacio, así también cada cual soportará con más resignación algunas ofensas, algunos desprecios al pensar que no hay poder, por grande que sea, que se encuentre al abrigo de injurias. Y si los más prudentes delinquen, ¿qué error carece de legitima excusa? Recordemos cuántas veces se mostró nuestra juventud poco celosa de sus deberes, poco cauta en sus palabras, poco sobria en el vino. Se ha irritado uno: démosle tiempo para reconocer lo que ha hecho, él mismo se corregirá. Impondrase castigo; no hay razón para que nosotros hagamos la mismo que él. Es indudable que el que desprecia los ataques que arrancan de la multitud se coloca más alto que ella: propio es de la verdadera grandeza no sentirse herida. Así es que la fiera poderosa se vuelve lentamente al ladrido de los perros; así también el fuerte peñasco desafía el asalto de la impotente ola. El que no se irrita, queda inaccesible a la injuria, el que se irrita se quebranta. Pero el que acabo de presentar como superior a todos los ataques tiene como abrazado el soberano bien, y responde no solamente al hombre, sino que también a la fortuna. Por mucho que hagas, eres demasiado débil para turbar mi serenidad. La razón, a la que he entregado la dirección de mi -vida, me lo prohíbe: la ira me perjudicaría más que la injuria. Conozco los límites de la una, pero ignoro hasta dónde me arrastrarla la otra.


«No puedo sufrirla, dices; es muy difícil soportar la injuria». Mientes, porque ¿qué hombre no puede soportar la injuria si puede soportar la ira? Añade también que al obrar de esa manera soportas la ira y la injuria. ¿Por qué soportas los arrebatos del enfermo y las palabras del demente? ¿Por qué los golpes del niño? Porque te parece que no saben lo que hacen. ¿Qué importa cuál sea la enfermedad que hace desvariar? La demencia es excusa igual para todos. «¡Cómo! dices, ¿quedará impune el que injuria?» Considera que así lo quieres, y, sin embargo, no sucederá así. El mayor castigo del mal es haberlo cometido; y la pena más rigurosa es quedar entregado al arrepentimiento. Finalmente, necesario es considerar la condición de las cosas humanas para que seamos jueces equitativos en todos los accidentes. No se tiene en cuenta el color negro entre los Etiopes, ni entre los Germanos roja cabellera atada en nudo. Cada cual es según su propia naturaleza. Nunca encontrarás extraño o repugnante en un hombre lo que es común a toda su nación. Ahora bien, cada ejemplo de estos solamente significa la costumbre de una región o de un ángulo de la tierra: considera ahora si la indulgencia será más justa tratándose de vicios extendidos por todo el género humano. Todos somos inconsiderados e imprevisores, irresolutos, susceptibles, ambiciosos: ¿a qué ocultar con palabras suaves la llaga pública? Todos somos malos. Así, pues, cada cual encuentra en su propio corazón aquello mismo que reprende en otro. ¿Por qué notas la palidez de éste, el enflaquecimiento de aquél? La epidemia está en todos. Seamos, pues, más tolerantes recíprocamente: malos, vivimos entre malos. Una sola cosa puede devolvernos la tranquilidad: el convenio de nuestra tolerancia. Aquel me ha ofendido; no le he devuelto la ofensa; pero tal vez habrás ofendido ya a otro o le ofenderás.


No te juzgues por una hora o un día; considera la disposición habitual de tu ánimo: aunque no hayas hecho ningún mal, puedes hacerlo. ¿No es mejor curar la injuria que vengarla? La venganza absorbe mucho tiempo y nos expone a multitud de ofensas por una sola que nos molesta. En todos dura más la ira que la injuria: ¿no es mejor seguir otro camino y no oponer vicios a vicios? ¿Te parecería en sano juicio el que devolviese la coz al mulo o el mordisco al perro? «Pero esos animales, dices, no saben que obran mal». En primer lugar, es muy injusto aquel para quien el nombre de hombre excluye la indulgencia: además, si los otros animales escapan de tu ira porque son irracionales, debes colocar en la misma línea a todo aquel que carece de razón. ¿Qué importa que se diferencie en todo lo demás de los animales irracionales, si se les parece en aquello que hace excusemos sus faltas, en la ceguedad de la mente? Ha ofendido: ¿es la primera vez? ¿es la última? No debes creerle aunque diga: No lo haré más. Ofenderá otra vez y otro le ofenderá a él, y toda la vida girará entre errores. Hemos de tratar mansamente a lo que es intratable. Lo que se acostumbra decir en medio del dolor, puede decirse con mucha eficacia en la ira: ¿Cesará alguna vez o nunca? Si ha de cesar, ¿no es mejor abandonar la ira que ser abandonado por ella? Si ha de durar siempre, ¡contempla qué vida tan borrascosa te preparas! ¡qué henchido de hiel habrás de estar!


XXVIII

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Añade también que, si tú mismo no enciendes tu ira y renuevas sin cesar los estímulos que deben alimentarla, se extinguirá por sí misma y diariamente perderá fuerzas: ¿y no será mucho mejor que caiga vencida por ti, que vencida por sí misma? Te irritas contra éste, después contra aquél, contra tus esclavos, contra tus libertos, contra tus padres, contra tus hijos, contra conocidos, contra desconocidos; y por todas partes abundan motivos si el buen juicio no interviene. El furor te arrastrará de aquí para allá, y más lejos aún, y como a cada paso surgirán nuevos estímulos, la rabia no te abandonará. ¡Vamos, desgraciado! ¿cuándo amarás? ¡Oh, qué hermoso tiempo pierdes en cosas malas! ¿Cuánto más dulce sería hacerse amigos desde luego, calmar enemigos, servir a la república, dedicar los cuidados a los asuntos domésticos, antes que ir buscando por todas partes el daño que puedes hacer a alguno para ofenderle en su dignidad, en su patrimonio o en su persona, cuando no puedes conseguirlo sin combate ni peligro, aunque luchases con un inferior? Supón que te lo presentan atado y entregado a tu arbitrio para que le atormentes; con frecuencia el que descarga violentos golpes se desarticula el brazo, o se rasga la mano con los dientes que rompe. La ira ha hecho muchos mancos, muchos enfermos, hasta cuando ha encontrado materia pasiva. Además, no hay ser tan débil al que pueda destruirse sin peligro: el dolor o la casualidad hace a las veces al más débil igual al más fuerte. Y también la mayor parte de las cosas porque nos irritamos, antes nos contrarían que nos ofenden; y media mucha diferencia entre oponerse a nuestra voluntad y no servirla, entre arrancarnos algo y no dárnoslo: sin embargo, colocamos en la misma línea al que toma y al que rehúsa, al que destruye nuestras esperanzas y al que las aplaza, al que obra contra nosotros o en provecho propio, al que ama a otro y al que nos odia. Y muchos, en verdad, tienen motivos, no solamente justos, sino que también honestos, para oponérsenos. Uno defiende a su padre, otro a su hermano, éste a su tío, aquél a su amigo; y, sin embargo, no les perdonamos que lo hagan; les censuraríamos que no lo hicieran; o más bien, lo que es increíble, alabamos el hecho y censuramos al que lo realiza.


Y ¡a fe mía! el varón grande y justo admira hasta entre sus enemigos a aquel cuyo valor se obstina en defender la salvación y libertad de la patria: querría tenerle como conciudadano, como soldado. Cosa torpe es odiar al que se estima; ¡cuánto más torpe es odiarlo por lo mismo que merece nuestra indulgencia; si prisionero y reducido repentinamente a la esclavitud, conserva todavía algunos restos de su libertad, y no acude como presuroso a los oficios más sórdidos y viles; si debilitado por la ociosidad no puede seguir la carrera del caballo o la carroza de su señor; si fatigado por continuas vigilias cede al sueño; si rehúsa los trabajos rústicos o los desempeña con languidez, obligado a cambiar la suave servidumbre urbana por tareas tan rudas! Distingamos la impotencia de la mala voluntad, y perdonaremos con mucha frecuencia si examinamos antes de irritarnos, Pero cedemos al primer impulso; en seguida, a pesar de la puerilidad de nuestros arrebatos, insistimos en ellos para que no parezca que nos irritamos sin razón, y lo más injusto de todo es que la injusticia de la ira la hace más obstinada. Retenémosla y la aumentamos como si su exceso fuese prueba de su justicia. ¡Cuánto mejor sería considerar las primeras causas en toda su ligereza e insignificancia! Lo que observas en los animales ves que acontece en el hombre: pertúrbale una frivolidad, una sombra.


El color rojo excita al toro; el áspid se levanta delante de una sombra; un lienzo blanco alarma a los osos y leones. Todo lo que es naturalmente cruel e irritable se espanta por cosas vanas. Lo mismo acontece con los espíritus inquietos y débiles: alármanse por sospecha de las cosas, y hasta tal punto, que muchas veces consideran injurias favores ligeros, que vienen a ser fecunda y amarga fuente de su ira. Irritámonos contra nuestros mejores amigos porque han hecho por nosotros menos de lo que habíamos imaginado, menos que recibieron otros; cuando en ambos casos es otro el remedio. ¿Concedió más a otro? gocemos de lo que tenemos sin hacer comparaciones: nunca será feliz el que desea felicidad mayor. Tengo menos de lo que esperaba, pero tal vez esperaba más de lo que debía. Mucho debe temerse esto: de aquí nacen las iras más peligrosas, que atacan a lo más santo. Para matar al divino Julio concurrieron menos enemigos que amigos, cuyas insaciables esperanzas no había satisfecho. Así lo quiso, sin duda, porque nadie usó jamás tan generosamente de la victoria, de la que no se reservó otra cosa que el derecho de repartir sus frutos: ¿y cómo atender a tantas pretensiones inmoderadas, cuando cada uno pedía para si todo lo que uno solo podía dar? Por esto vio brillar en derredor de su silla las espadas de sus compañeros de armas, y a su frente Tulio Cimber, acérrimo partidario suyo poco antes, y otros muchos que se hicieron Pompeyanos después de la muerte de Pompeyo.


Esto mismo es lo que ha vuelto las armas de los súbditos contra los reyes, lo que ha impulsado a los más fieles a tramar la muerte de aquellos por los cuales y ante los cuales habían jurado morir. Nadie está contento de su fortuna cuando contempla la de los otros. De aquí que nos irritemos hasta contra los dioses, porque otro nos adelanta, olvidando cuantos quedan a nuestra espalda y envidiando a unos pocos la envidia que llevan detrás. Tal es, sin embargo, la exigencia de los hombres; aunque hayan recibido mucho, tienen por injuria haber podido recibir más. ¿Me dio la pretura? esperaba el consulado. ¿Me dio los doce haces? pero no me hizo cónsul ordinario. ¿Quiso que el año llevase mi nombre? pero me faltó para el sacerdocio. ¿Se me admitió en un colegio de pontífices? ¿y por qué en uno solo? ¿Me llevó a la cumbre de la grandeza? pero no aumentó mi patrimonio. Me dio lo que había de dar a alguno; de lo suyo no me dio nada. Pero más bien has de darle gracias por lo recibido; espera lo demás, y regocijate por no encontrarte repleto aún. Felicidad es que todavía queda algo que esperar. ¿Los has vencido a todos? alégrate de ocupar el primer puesto en el corazón de tu amigo. ¿Te vencen muchos? considera cuanto más numerosos son los que te siguen que los que te preceden.


¿Preguntas cuál es tu error más grande? formas malos cálculos: estimas en mucho lo que das y en poco lo que recibes. Procuremos no obrar con el uno como con el otro: contengamos la ira delante de éste por temor, delante de aquél por reserva, delante del otro por desdén. ¡Gran, cosa haríamos sin duda arrojando a un calabozo a un desgraciado esclavo! ¿Por qué hemos de apresurarnos a azotarle en el acto, a romperle desde luego las piernas? No perderás tu derecho por aplazar su ejercicio. Deja que llegue la hora en que mandarás por ti mismo, porque ahora hablas bajo el imperio de la ira; cuando haya pasado veremos en cuánto estimas el delito: en esto nos engañamos principalmente: venimos al hierro, a las penas capitales; castigamos con las cadenas, la prisión, el hambre, una falta que apenas merecía ligero castigo. «¿Por qué, dices, nos mandas considerar cuán pueriles son, frívolas y miserables las cosas que tomamos por injurias?» Por mi parte, no puedo aconsejarte cosa mejor sino que te eleves a nobles sentimientos, y consideres en toda su humildad y abyección esas pequeñeces por las que nos quejamos, corremos, nos sofocamos y no merecen una mirada del alma elevada y generosa. El tumulto más grande se encuentra alrededor del dinero: éste es el que fatiga los foros, pone en lucha a los padres con los hijos, confecciona los venenos, entrega la espada tanto a los asesinos como a las legiones, y se encuentra siempre regado con sangre: por el dinero se convierten en ruidosos litigios las noches de los maridos y de las esposas, acude la multitud a los tribunales de los magistrados, los reyes se hacen crueles y rapaces, y destruyen ciudades levantadas por el largo trabajo de los siglos, para registrar sus cenizas en busca de oro y de plata.


XXXIII

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Contempla esos cestos colocados en un rincón. Por eso se grita hasta hacer salir los ojos de la cabeza, resuenan en nuestras basílicas los estremecimientos del litigio, y nuestros jueces, llamados de lejanas regiones, se sientan para decidir por qué lado tiene más derechos la avaricia. ¿Qué diré, si no ya por un cesto de dinero, sino por un puñado de cobre, por un cuadrante que falte en la cuenta de un esclavo, un anciano moribundo y sin herederos enloquece de ira? ¿si por menos de una milésima parte de interés un usurero enfermo, cuyos pies y manos retorcidos por la gota le impiden comparecer, lanza clamores, y en medio de los accesos de la enfermedad, acelera por medio de sus agentes la cobranza de sus ases? Si reunieras todo el dinero, todos los metales que tan cuidadosamente guardamos; si sacases a la luz todos los tesoros que esconde la avaricia, cuando devuelve a la tierra lo que malamente sacó de ella, no creería que todo el montón mereciera un pliego en la frente del hombre de bien. ¡Con cuánta risa deberíamos recibir todo lo que nos arranca lágrimas!


Déjote ahora examinar las otras causas de la ira, la comida, la bebida, las rivalidades de ambición, trajes, palabras, censuras, los gestos pocos mesurados, las sospechas, las obstinaciones de una bestia de carga, la pereza de un esclavo, las interpretaciones maliciosas de las frases de otro que liarían considerar el don de la palabra entre las injurias de la naturaleza. Créeme, cosas tan ligeras son las que excitan graves arrebatos, como los que producen riñas y pendencias entre los niños. Entre todo lo que hacemos con tanta solemnidad, nada hay serio y grande. Por esta razón, repito que vuestra ira, vuestra locura nace de dar demasiada importancia a cosas muy pequeñas. Aquel quiso arrebatarme una herencia; aquel otro me acusa después de haberme adulado mucho tiempo esperando mi muerte; éste ha deseado mi concubina. Lo que debía ser lazo de amor, la identidad de voluntades es causa de discordias y de odios.


Una vía estrecha produce riñas entra los transeúntes; en camino ancho y espacioso ni los pueblos se molestan. Esas cosas pequeñas que deseas no pudiendo pasar a uno sin que se le quiten a otro, vienen a ser fuente de disputas y de combates entre los que a la vez las pretenden. Te indigna que tu esclavo, tu liberto, tu esposa, tu cliente te contesten, y después te quejas de que la libertad esté desterrada de la república, cuando la has desterrado de tu casa. Además, si callan cuando les preguntas, les tratarás de rebeldes. Déjales, pues, hablar, callar, reír. ¿Delante del señor? preguntas; más aún, delante del padre de familia ¿Por qué gritas? ¿por qué llamas? ¿por qué pides látigos en medio de la comida? porque tus esclavos han hablado, porque en el mismo sitio no reina el tumulto de la asamblea y el silencio del desierto. ¿No tienes oídos más que para escuchar cantos dulcemente modulados, sonidos que brotan en suave armonía? Debes acostumbrarte a las risas y a las lágrimas, a los halagos y a las contradicciones, a las noticias agradables y a las tristes, a la voz de los hombres y a los rugidos y ladridos de los animales. ¿Por qué, mísero, te estremeces al grito de un esclavo, al sonido de una campana, al crujido de una puerta? por delicado que seas, has de escuchar el fragor del trueno. Lo que digo de los oídos, puedes aplicarlo a los ojos, que no son menos caprichosos, si están mal educados. Oféndeles una mancha, una suciedad, una pieza de plata que no está muy luciente, un vaso que no brilla al sol. Esos ojos que sólo pueden soportar mármoles de colores recientemente pulidos, mesas con chispeantes vinos; que en la casa no quieren reposar sino sobre tapices bordados de oro, se resignan sin embargo a ver fuera callejuelas mal pavimentadas y fangosas: transeúntes en su mayor parte suciamente vestidos, paredes de casas pobres, cuarteadas, desplomadas y cayendo en ruinas.


¿Qué razón hay para que lo que no ofende en público, hiera en la casa, sino que allí llevamos costumbres suaves y tolerantes, y aquí desapacibles y quisquillosas? Necesario es educar y fortalecer todos nuestros sentidos que por naturaleza son pacientes: si el ánimo trata de corromperlos, debe llamársele todos los días a cuentas. Así lo hacía Sextio: cuando terminaba el día; en el momento de entregarse al descanso de la noche, examinaba su conciencia: ¿De qué defecto te has curado hoy? ¿qué vicio has combatido? ¿en qué has mejorado? La ira se calmará y hará mas moderada cuando sepa que diariamente ha de comparecer ante un juez. ¿Qué cosa más bella que examinar de esta manera cada día? ¡qué sueño el que sigue a este examen de las acciones! ¡cuán tranquilo, profundo y libre, cuando el alma ha recibido su alabanza o reconvención, y, sometida a su propio examen, a su propia censura, ha hecho secretamente el proceso de su conducta! De esta autoridad uso, y diariamente me cito ante mí mismo: en cuanto desaparece la luz de mi vista, y mi esposa, enterada ya de esta costumbre, guarda silencio, examino conmigo mismo todo el día y repaso de nuevo todas mis acciones y palabras. Nada me oculto, nada me dispenso: en efecto, ¿por qué había de temer considerar ni una sola de mis faltas, cuando puedo decirme: Cuida de no hacer eso otra vez; por esta te perdono: en tal debate has hablado con excesiva acritud: en adelante no te comprometas con ignorantes: los que nada han aprendido no quieren aprender: reprendiste a aquel con demasiada libertad, por cuya razón has ofendido más que corregido: considera en lo sucesivo no solamente si es verdadero lo que dices, sino también si puede soportar lo verdadero aquel a quien lo dices.


XXXVII

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Al varón bueno agrada la reprensión: el malvado soporta con impaciencia al censor. ¿Te desagradan en el convite las agudezas de los chistosos dichas para atormentarle? cuida de evitar las mesas demasiado numerosas: después del vino es más desenfrenada la licencia, porque hasta los mismos sobrios pierden el comedimiento. Has visto a tu amigo irritado contra el portero de algún abogado, de algún rico, porque no le han recibido, y tú mismo te irritaste por él contra el esclavo más despreciable. ¿Te irritarías contra un perro encadenado? éste, después de ladrar mucho, se amansa con el bocado que se le arroja: aléjale y ríe. El portero se cree importante porque guarda una puerta asediada por los litigantes; y su amo, que descansa dentro, dichoso y afortunado, considera como muestra de grandeza y poder una puerta bien guardada: no piensa que es más difícil de pasar el dintel de una cárcel. Reflexiona que necesitas paciencia para muchas cosas. ¿Quién extraña tener frío en invierno, mareo en el mar, sacudidas en camino? El ánimo es fuerte contra las desgracias cuando se encuentra preparado. Te señalan en la mesa un puesto inferior, y te irritas contra el que te convidó, contra el nomenclátor y contra el que te prefirieron. ¿Qué te importa, insensato, la parte del lecho que hundes? ¿Acaso un cojín puede honrarte o rebajarte? Has mirado de mal ojo a quien murmuró de tu ingenio. ¿Aceptas esa ley? En ese caso podría odiarte Ennio porque no te deleita; Hortensio buscarte pendencia, y Cicerón declararse enemigo tuyo si te burlas de sus versos.


XXXVIII

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Siendo candidato ¿puedes soportar con calma el resultado de los sufragios? Alguno te ha injuriado, pero ¿más que Diógenes, filósofo estoico? En medio de larga disertación sobre la ira, un niño insolente le escupió, y el filósofo soportó el ultraje con dulzura y prudencia. «No me irrito, dijo, pero dudo si convendría que me irritase». Nuestro Catón habló mejor aún: un día en que estaba defendiendo una causa, Léntulo, aquel hombre funesto y de facciosa memoria, le arrojó al rostro cuanto pudo arrancar de espesa saliva; y aquél, limpiándose el semblante, le dijo: «Aseguraré a todos, oh Léntulo, que se engañan los que niegan que tengas boca».


Hasta ahora, querido Novato, hemos enseñado al ánimo a moderarse, a no sentir la ira o a dominarla. Veamos cómo podremos calmarla en los demás: porque no queremos solamente curarnos, sino curar. Cuidaremos mucho de no intentar calmarla con palabras en sus primeros ímpetus, porque entonces está ciega y loca: le dejaremos tiempo; los remedios son más eficaces cuando declina el mal: no irritaremos los ojos en lo más fuerte de la fluxión para no inflamarlos más; ni los otros malos en el momento de la crisis. El reposo cura las enfermedades incipientes. «¿Para qué sirve tu remedio, dirás, si cura la ira cuando por sí misma se ha calmado?». En primer lugar para que desaparezca más pronto; además evita las recaídas, y en último lugar, engaña a esos primeros arrebatos que no nos atreveríamos a calmar. Retíranse todos los instrumentos de venganza; fíngese ira, a fin de que, mostrándose auxiliar, partícipe en el resentimiento, los consejos tengan más autoridad; gánase tiempo, y so pretexto de buscar castigo más enérgico, suspéndese la pena presente; a fuerza de destreza, se da descanso al furor. Si la ira es demasiado violenta, se le atacará por razones de pudor, a las que no resistirá, o por el miedo. Si es más débil, se la distraerá con pláticas agradables, con relatos de cosas nuevas, excitando el deseo de aprender. Dícese que teniendo que curar un médico a la hija de un rey, y no pudiendo conseguirlo sin emplear el hierro, mientras bañaba ligeramente un tumor en un pecho, introdujo un escalpelo que llevaba oculto en la esponja. La joven hubiese rechazado la operación, si abiertamente se la hubiesen propuesto, y soportó el dolor porque no lo esperaba.


Algunos no se curan sino con engaños. Al uno se dirá: «Cuida de que tu furor no regocije a tus enemigos». Al otro: «Atiende a no perder la reputación de firmeza y elevación de ánimo que todos te reconocen. Me indigno, a fe mía, y no encuentro límites a la venganza; pero es necesario esperar la oportunidad: el castigo llegará. Encierra tu indignación en tu pecho, y cuando puedas vengarte, nada habrás perdido con esperar». Contrariar al iracundo, chocar con él de frente, es irritarle. Necesario es atacarla en diferentes puntos y con precauciones; como por acaso no seas tú persona de tal manera importante, que puedas imponer tu autoridad, como hizo el divino Augusto la noche en que cenaba en casa de Vedio Polión. Rompió un esclavo un vaso de cristal; Vedio mandó que lo cogiesen y le diesen una muerte poco común en verdad; quería que lo arrojasen a las enormes lampreas que llenaban su vivero. ¿Quién no hubiese creído que las alimentaba por lujo? era por crueldad. El esclavo se escapó, refugiose a los pies de César y pidió por toda gracia morir de otra muerte y no convertirse en pasto de peces. Conmoviose César ante aquella cruel novedad, y mandó dar libertad al esclavo, romper ante sus ojos toda la cristalería y rellenar el vivero. De esta manera debía César castigar a su amigo; esto era usar bien de su autoridad. ¿Mandas sacar hombres del convite para desgarrarlos con nuevo género de tormentos? ¿quieres por una copa rota dislacerar las entrañas de un hombre? ¿en tanto te estimas que impones pena de muerte delante de César?


Si alguien es tan poderoso que puede contrarrestar la ira desde su elevada posición, trátela con dureza, pero solamente cuando es, como acabo de demostrar, feroz, cruel, sanguinaria, porque en estos casos es incurable si no teme algo superior a ella. Demos paz a nuestro ánimo, y la obtendremos por la constante meditación de enseñanzas saludables, por la práctica de buenas acciones, por la dirección del alma hacia el único deseo de lo honesto. Debernos satisfacer a la conciencia, sin trabajar para conseguir buena fama. Aceptémosla, aunque sea mala, con tal de que la merezcamos buena. «Pero el vulgo admira las pasiones enérgicas, honra a los audaces y toma por débiles a los plácidos». Tal vez en el primer momento; pero cuando una vida constantemente igual atestigua que la placidez no es indolencia, sino paz del alma, ese mismo pueblo les ama y reverencia. Así, pues, esta pasión cruel y enemiga nada tiene de útil en sí misma, sino que, por el contrario, arrastra consigo todos los males, el hierro y el fuego; pisotea el pudor, se mancha las manos de sangre y dispersa los miembros de sus hijos. Nada deja al abrigo de sus crímenes; sin recuerdo de la gloria, sin temor de la infamia, hácese incorregible, cuando la ira se endurece hasta el odio.


Huyamos de este mal, purguemos nuestra mente, extirpemos este vicio hasta en sus raíces, que, por débiles que sean, donde nacieron vuelven a brotar: no procuremos calmar la ira, sino desterrarla por completo; porque, ¿qué temperamento ha de guardarse con una cosa mala? y así lo conseguiremos, si nos empeñamos en ello. Nada nos aprovechará tanto como el pensamiento de la muerte: dígase cada cual como si hablase a otro: «¿De qué sirve dar rienda suelta a la ira, corno si hubiese nacido para la eternidad y disipar esta corta existencia? ¿de qué sirve trocar en dolor y tormentos de otros, días que pueden pasarse en honestas complacencias?» Estos bienes no permiten prodigalidad, ni tenemos tiempo que perder. ¿Por qué precipitarnos al combate? ¿por qué provocar el peligro? ¿por qué, olvidando nuestra debilidad, cargarnos con pesadas enemistades, y siendo tan frágiles, alzarnos para quebrantar a los otros? La fiebre, o cualquiera otra enfermedad del cuerpo, impedirá muy pronto las violencias de estos odios que llevamos en implacable pecho: muy pronto se interpondrá la muerte entre los que luchan con más obstinación. ¿Por qué sublevarnos y perturbar nuestra vida con discordias? El hado se cierne sobre nuestra cabeza, registra los días perdidos y se va acercando de hora en hora. Ese momento que destinas a la muerte de otro, se encuentra tal vez muy cercano de la tuya.


¿Por qué no has de recoger más bien tu corta vida, y hacerla tranquila para ti y para los demás? ¿por qué no has de procurar más bien hacerte amar durante tu existencia y lamentar después de tu muerte? ¿por qué has de trabajar en la caída del que te trató con altivez? ¿por qué has de empeñarte en asustar con tus fuerzas a ese otro que ladra detrás de ti, y que, vil y despreciable, es molesto para sus superiores? ¿por qué irritarte contra tu esclavo, contra tu señor, contra tu patrono, contra tu cliente? Ten paciencia por un momento: he aquí la muerte que viene, y a todos nos hace iguales. Con frecuencia nos divertimos en los espectáculos matinales de la arena, al ver la lucha de leones y toros encadenados juntos: desgárranse mutuamente, y allí está esperando el que ha de rematarles. Lo mismo hacemos nosotros; atormentamos al que comparte nuestra cadena, mientras que igual fin amenaza a vencidos y vencedores, y tal vez en la primera mañana. Mejor es que pasemos en reposo y en paz los pocos días que nos quedan, y que nadie mire con odio nuestro cadáver. Más de una pendencia ha terminado a los gritos de los incendiados en las cercanías, y la presencia de una fiera ha separado al ladrón y al viajero. Imposible es luchar con un mal pequeño, cuando domina miedo mayor. ¿Qué tenemos que ver con los combates y emboscadas? ¿Puede tu ira desear al enemigo algo más grande que la muerte? permanece tranquilo, que morirá: pierdes el trabajo al querer hacer lo que ha de suceder. «No quiero precisamente matarlo, dices, sino condenarlo al destierro, a la deshonra, a la ruina». Antes perdono al que desea la muerte al enemigo que el destierro, porque esto es propio de ánimo no solamente malo, sino vil. Ora pienses en penas graves, ora en leves, considera cuán corto tiempo soportará él su dolor, y experimentarás tú culpable placer en el padecimiento ajeno. Exhalamos vida a la vez que respiramos. Mientras permanezcamos entre los hombres, respetemos la humanidad: no seamos para nadie causa de temor o de peligro: despreciemos las pérdidas, las injurias, las ofensas, las murmuraciones, y soportemos con magnanimidad pasajeros contratiempos. Al volver la cabeza, como suele decirse, encontramos la muerte.