De la desigualdad personal en la sociedad civil :9
Capítulo VIII
Modificaciones de la desigualdad por la riqueza, y de la gradación de clases
Pero no es tan injusta la naturaleza que atempere la distinción mera y rigurosamente26 por las riquezas. La consideración que se atrae el rico no es tanto por serlo como por gastarlo.
El que teniendo mucho, gasta poco, no hace ilusión, no da pie para que se le mire como una criatura feliz, sino como un traidor para sí, y consiguientemente aleve para los demás. Sus desgracias y quebrantos no mueven a compasión sino a alegría. Y sus eventos felices hacen lástima. Los medios que tiene de corromper, por lo mismo que lo hacen temible, provocan más el odio. Nada se detesta tanto como el avaro.
No basta tampoco adquirir muchas riquezas para llamar el respeto espontáneo y desinteresado que llama la grandeza.
Para parecer del orden elevado de los magnates es menester que el pretendiente no haya estado nunca en clase humilde, o tenga una alma que en cualquiera clase parezca grande. Es menester que el origen pequeño se esconda de la memoria a fuerza de tiempo, o se borre con hazañas que hagan patente la injusticia de la suerte en haber alojado bajamente un alma tan superior. Para parecer grande es menester o serlo por las hazañas o parecerlo por la cuna.
El hombre de fortuna, el hombre nuevo, llama la ojeriza y el desdén de sus nuevos coiguales, la envidia de los antiguos, y la murmuración de las clases inferiores.
Por mérito intrínseco que tenga, si carece del extrínseco, que es el único que pueda juzgar el vulgo, siempre se supone hay otros muchos hombres, por lo menos, de tanto mérito. Y de consiguiente, choca la distinción.
Si se vulgariza, lo menosprecian sus iguales. Y si se engríe y toma todo el fuero, se hace odioso a los demás. Es menester o grandes proezas, o entronques muy ilustres para que el hombre nuevo parezca como el de cuna.
Éste, por lo contrario, aunque pierda sus riquezas, continúa tiempo haciendo viso en la imaginación del pueblo. No carece de fundamento la ilusión.
El mérito o demérito de cualquiera lo participan en algún modo sus amigos: conforme se sienten honrados en lo uno, también se afrentan y como que conocen desdorarse de lo otro. Nadie que tiene vergüenza quiere pasar por amigo de un malvado, porque la amistad la creemos porvenir de la semejanza de carácter, y nos es natural formar concepto de uno por el que tengamos de las gentes de su roce. Amigos, pues, parientes, y sobre todo padres ilustres, parecen sordamente motivos poderosos para portarse con honor. Tan estragado como estaba Catilina, sin embargo, al darse la batalla, refiere el escritor de su conjuración, mostró un heroísmo extraño en un caudillo de malhechores.
En todas las repúblicas cultas se hizo mérito de la ilustre cuna. Y la naturalidad de esta idea se muestra bien en la costumbre de los insignes poetas griegos y romanos, que nunca olvidaron atribuir o fingir un origen muy esclarecido a los héroes que celebraban.
Pero no sea esto ocasión para que la nobleza moderna se engría de sus ridículos privilegios, y de sus pergaminos y protocolos todavía más ridículos, rezando unos parentesco con Wamba, otros con Galba, y quienes subiendo la alcurnia hasta Noé. En mil años de sucesión, malo será le falte a nadie un ascendiente que se haya señalado en mérito y otro en villanía.
Los ilustres parientes que miramos como estímulo, o que tienen opción al agradecimiento del público, no son los remotos del tiempo del diluvio, o del tiempo de los Moros, cuyos beneficios o hazañas ya ni agradecemos ni admiramos, sino los parientes inmediatos, aquéllos cuyo rostro esté todavía en la memoria de las gentes, cuyos beneficios se estén reconociendo y palpando aún, y cuyas máximas y ejemplo haya verosimilitud de conservarse aún en la familia. Los muertos de nuestros tiempos siguen vivos en nuestra imaginación, y los figuramos atentos a nuestra conducta. Y por tanto, si a alguno de ellos le hemos tenido o cariño, u obligación, hacemos la demostración con sus allegados o parientes, creyendo que él lo aprecia desde el sepulcro.
La distinción natural de las riquezas es generalmente proporcional al carácter que suponen en el poseedor. Así, los que viven de ganancias procuradas por sí mismos no hacen el viso que los que viven de renta.
El objeto del que vive de ganancias es aumentar su capital, pues para no aumentarlo, lo pondría mejor a renta. El capital no se aumenta si no es ahorrando de sus ganancias. El que vive, pues, de ganancias procuradas por sí, propende a economizar más que nadie, y a privarse de mil cosas de que no careciera el rentero en iguales medios. Por lo cual éste gasta más esplendor, y hace más viso.
También el comerciar propende a infundir resabios impropios en las personas visibles.
Comerciar es para ganar. La ganancia se hace comprando en menos que en lo que se ha de vender, o vendiendo en más que en lo que se comprase. Comprar barato y vender caro son el negocio, y de consiguiente el estudio y el esmero del comerciante.
El que se llama buen comprador tiene habilidad para vituperar el efecto, ponderar el exceso del precio y persuadir la dificultad de su salida, y todo esto sin que parezca estudio. Lo contrario se requiere en el vendedor hábil.
Comerciante que quisiera echarla de honor, y no decir en sus ajustes sino lo que realmente siente, sería un comerciante menospreciable y quebraría a muy pocas transacciones.
Terceros que, haciendo del ignorante, suelten especies como por acaso; cartas que se esparcen de unos barcos que vienen a surtir, otros que vienen a extraer, noticias exageradas o fingidas de surtidos, consumos, paces, guerras, lluvias, cosechas, batallas, presas o naufragios; mil interlocutores haciendo el papel. Y a todo esto, el actor principal, el comerciante tras del talón: éstas son las máquinas comunes, ésta es por fuerza el álgebra, ¡quién sabe!, en las cuantas por ciento de las especulaciones mercantiles.
Una mera noticia que uno haya dado equivocada, sofoca y amarga hasta hallar ocasión de sincerarse. Un criado que, por obedecer, excusa al amo, se avergüenza si éste se presenta, u oyen que está dentro. ¿Qué sería el comerciante si le descubriesen la repartición de papeles en cada escena? Bien se sabe que cerrada la contrata, el comerciante guarda fe. Bien se sabe que su interés es atenerse a lo legal, pero no es lo mismo la legalidad que el honor o la hombría de bien.
En Inglaterra, por razones particulares, el comercio ha medrado mucho antes que la labranza. Y, a consecuencia, las leyes y las costumbres nacionales tienen más de lo mercantil. En España, las clases más medradas y que dan la ley en cada pueblo, son los labradores hacendados. Y, a consecuencia, el modo de pensar español tiene por lo general otra nobleza que el inglés.
Por unas reglas semejantes, juzgamos de todos los oficios o profesiones, y tenemos mucha razón para no mirar con unos mismos ojos al menestral que al liberal, al sirviente que al amo, al de oficio sucio que al de limpio, al vago que al de taller, al decente que al indecente, al que supone educación como al que no necesita sino los brazos. Los mismos de las profesiones dan idea del justo orden en que se les coloca.
El artesano ahorra comúnmente para emplear en lo que le es más fácil, que es en aumentar el número de oficiales hasta hacerse fabricante. Éste y el comerciante se proponen acrecentar con el deseo de arraigarse y hacerse caballeros. El arraigado piensa en condecoraciones y títulos. Y el título en entroncar con gente de más ilustre o de más poder.
Cada cual aspira a lo que le parece más lucido y no vemos que el grande retroceda a mero título, éste descuide de conservarlo, el arraigado se ponga al tráfico o el comerciante tome oficio.
Entre los de arte, el facultativo no pone sus hijos a lo mecánico, el limpio no quiere pasar a lo sucio, el que tiene taller se desdeña de los que andan por las casas, ni éstos últimos quieren trabajar por las calles.
Unos oficios tienen su tara, otros son de gratificaciones y regate. Los primeros cobran su justicia, los otros tienen trampantojos y bajezas, y no pueden pretender la vergüenza y honradez de aquéllos.
En fin, en estas distinciones no interviene la ley. Son hijas espontáneas de la opinión pública, contra la cual no hay lugar a quejas. La ley no puede ni producir ni contrarrestar la opinión pública. Oficios hay que antiguamente se reputaban viles, y la ley, no reformada desde entonces, los trata como tales; y sin embargo, en el día los miramos ya como muy decentes. Al contrario, otros muy distinguidos en la legislación vieja tienen poco concepto ahora.
Es bien de advertir que las naciones que no hicieron mención de la desigualdad de personas en su legislación, no fueron nunca sino aquellas naciones rudas y pobres, donde no habiendo haberes ni, consiguientemente, subdivisión de oficios, todos los individuos eran iguales sobre bien poca diferencia. O acaso alguna colonia que, estando recién principiada a cultivar, y componiéndose de bárbaros, de desterrados, y de pobres aventureros, no tenía ningunas familias esclarecidas que hiciesen grande viso. Esto es decir que las naciones que no sentaron la desigualdad por basa de su gobierno, fue porque al tiempo de formarlo, tenían realmente iguales sus individuos.