De la desigualdad personal en la sociedad civil :8
Capítulo VII
Congruencia de esta desigualdad
Reflexionándolo poco, parece duro que al pobre no le haya de mirar la cara ni aun el mismo que le pone en la mano la limosna. Nadie se detiene a preguntarle nombre y apellido. Al columbrarle los cabos, todos ladean la vista. Aunque vaya por la calle al lleno del día, es tan reparado como a media noche. En medio mismo de un corro de gente está tan escondido como en su garita.
Pues, no es poca fortuna esta oscuridad para los pobres. No es poca también para nosotros el no mirarlos. Si reparásemos al pobre, tendría que estudiarse el exterior y seguir el compás del nuestro. Su traje, su semblante, sus modales, sus lloros, sus gritos y quejidos nos parecieran muy ridículos. No lo parecen porque lo contemplamos como cosas de un hombre que está a sus solas, que está seguro de que no le mira nadie. A mirarlo, perdiera la libertad de comer por la calle, ir de verano o de invierno, tenderse en el suelo, y los otros renglones de la disciplina mendicante que le es tan absolutamente necesaria. El que tiene una falta en el cuerpo, cara o ropa, no gusta que se la repare nadie, y es poca discreción el repararla. Muchas cosas que se hacen, se sofoca uno y se encorta si se las reparan. Dependiendo de aquí giran parte de las reglas de la decencia, del pudor, de la cortesía, y de todo aquello que el discreto hace para no fastidiar en parte alguna. El no mirar, pues, al pobre, es una especie de política natural, aunque indeliberada. Se ahuyentaran, parecieran martirizados los pobres si los mirásemos.
Para perecer, más bien se dieran a saltear. Si, pues, reparásemos a los pobres, no dejarían vivir al rico. Y la ley de la propiedad no está asegurada sino en la oscuridad natural del pobre.
Si es fortuna que el hombre atraiga menos la vista a proporción que le conviene más estar oculto, no es menos fortuna que, a proporción que tiene más medios de abusar, tenga también más testigos que lo reparen, tenga más semblantes que contemplar: más vergüenza que pasar. Es fortuna que el más poderoso tenga mayor freno. La distinción de las riquezas es la seguridad del pobre, conforme la oscuridad del pobre es la seguridad del rico. Y el intento de la naturaleza en tener oscuro a aquél, y visible a éste, parece claramente la conveniencia de uno y otro.
El no causar gran lástima la pobreza consiste en que la reparamos poco, en que no nos informamos bien del equipaje, de la hediondez y de la miseria, en que la imaginación no coge pie para pintarse con viveza la escualidez del pobre.
Si la pobreza causase una compasión seria, cual causaría reparándola mucho, todos partiríamos con el pobre el pan: no hubiera pobre ninguno ni interés en no serlo. El trabajo o aplicación decayera sin límite, y la sociedad perdiera el estímulo económico. El no mirar, pues, al pobre, es el móvil económico de la sociedad.
También si la riqueza no causase la distinción que le tributamos, lo mismo nos importaría ropa buena que ropa mala, ir de moda que a la antigua, medio vestidos que del todo, el palacio que la choza, el desaliño que el aseo. Serían inútiles las riquezas, y nadie gastaría su calor en acopiarlas.
No habiendo caudales acopiados, sería absolutamente imposible la subdivisión de oficios,25 cada hombre los reunirá en sí todos, y la sociedad no podría salir del estado salvaje.
La civilización, pues, procede evidentemente de la mayor suposición del rico. Y la distinción de las riquezas es un registro o instinto absolutamente esencial en el plan de la cultura.