De la desigualdad personal en la sociedad civil :7

Capítulo VI


Desigualdad de pobre a rico


La filosofía siempre ha estado quejosa del eco que los ricos hacen en el mundo. Todos convenimos en la queja, y todos bajamos cabeza al opulento.

No hay ley ninguna escrita en punto a quitárnosle el sombrero, y la reflexión dice: «Ese es un hombre como tú». Sin embargo, todos hacemos diferencia entre el pudiente y el mendigo. Éste, aunque nada pida, en todas partes incomoda, y no encuentra quien quiera darle el lado. Y el que viene lleno de galas y de tren, aunque nada dé, en cualquier parte hace honra con tomar asiento.

Todos quieren rozarse con el rico y la riqueza. Los hombres, para hacer fiesta, juntan sus mejores muebles: los festines y las solemnidades públicas no parecen bien si no relumbra el oro y el lujo en ellas. En una choza se entra como se quiere. En un palacio naturalmente nos movemos a estar con modo.

Esto está sucediendo más de cuatro mil años hace en la China, país que equivale a la mitad del mundo. Y esto es lo que sucede en toda sociedad donde hay haberes. Este, pues, parece el destino natural del linaje humano, no rigiendo en él los discursos, la cábala, el silogismo, sino los flujos, las manías, los movimientos espontáneos e indeliberados, es decir, el instinto o la potencia irresistible de la naturaleza. Pues, como todos los entes tienen naturalmente las afinidades o tendencias, en virtud de las cuales sigue cada uno su carrera o su destino, así también, como se dijo al principio, el hombre tiene sus tendencias naturales que, independientemente del discurso, y aun contra los dictados del discurso, le hacen guardar esta vida o forma particular que llamamos racionalidad. Así, el flujo porque nos hagan caso, y el flujo por no estar al revés de los demás, son evidentemente los principios cardinales de la asociación y de la moralización. Aquellos dos flujos son unos movimientos o tendencias ciegas e indeliberadas del corazón, sin tener por cierto la más mínima conexión o roce con el discurso. Y lo mismo sucede en los demás flujos o propensiones generales, de suerte que en el sistema práctico de la racionalidad no es móvil en manera alguna el discurso.

Lo que se llama luz de la razón es una cosa muy distinta de la naturaleza. Ésta, en nosotros es un conjunto de afinidades o propensiones, o instintos. Y la luz de la razón es una como antorcha que alumbra el interior. La naturaleza en nosotros obra imprimiéndonos un sistema de potencias o movimientos. Y la luz de la razón no tiene otro efecto si no es ver o calcular. Si los planetas tuviesen la luz de la razón, con ella podrían tal vez ajustar la cuenta de sus propios movimientos, pero no podrían trocar la dirección o intensidad de sus potencias. Podrían conocer que de este modo o del otro irían mejor o peor, pero este conocimiento, erróneo o fundado, no les crearía o aniquilaría las potencias o afinidades que les están impresas naturalmente.

Del mismo modo, aunque el ojo del discurso o la luz de la razón nos haga conocer o calcular nuestras tendencias o propensiones naturales; aunque lanzándose, por decirlo así, fuera de nosotros, tantee el mundo y pronuncie las correcciones que se podrían o deberían hacer a nuestra naturaleza, no por eso produce o aniquila las tendencias del corazón, ni puede tener en nuestros movimientos naturales más influjo que los cálculos astronómicos en el movimiento de los planetas.

Así es que aunque el discurso diga que lo mismo es estar al revés que al derecho, la naturaleza nos hace desazonar de hallarnos al revés de los demás. También aunque diga que lo mismo nos debe ser hacer ruido que estar desconocidos, nos alegra irremediablemente el ver que se haga asunto de nosotros.

Hay, pues, mucha diferencia de la voluntad o conato de la naturaleza al aviso o sentencia de nuestro discurso, y no es lo mismo ser una cosa conforme o no al discurso que a la naturaleza. Toda cuestión acerca de lo que es conforme o no a la naturaleza es una cuestión de hecho. Y la conformidad o disonancia con el discurso es cuestión de derecho. No deben confundirse estos dos géneros de cuestiones.

La naturaleza le ha puesto al hombre la pierna atrás, y tal vez el mal discurso de alguno dice que estaría mejor delante. La naturaleza nos arroja al mundo desnudos, y el ignorante discurso grita que sería mejor vestidos. La naturaleza nos señala un corto período de vida, y el discurso dice falsamente que seríamos más felices viviendo mucho. La naturaleza no nos da andar a cuatro pies o volar por los aires, y hay quien piense estaríamos mejor de aquella manera. La razón en abstracto compadece la locura de los celos, y nadie que es amante deja de tenerla. la razón no halla por qué ha de sernos mal visto muchas mujeres para un hombre, muchos hombres para una mujer, ni cualquiera de las abominaciones a que el pudor rehúsa nombre. Tampoco tiene ningún fundamento racional la compasión. Pues, si no inmuta ver cortar un árbol, ¿por qué ha de inmutar ver cortar una cabeza? ¿que crucifiquen al uno, o al otro se lo coma la desdicha? ¿Estoy acaso yo en su piel? «Perezcan todos, como yo me goce» es consejo de la razón seca, es decir, del discurso, o más bien de esta potencia que los cartapacios de filosofía llaman entendimiento. Debiéndose cuidar mucho de no confundir aquí ese género de razón digámoslo así, escolástica, con aquella razón tal cual la llama el sentido vulgar, y que significa propiamente el conjunto de flujos y propiedades que caracterizan nuestra especie, y la distinguen de las otras especies animales. Pues el discurso solo no nos distingue de éstas, siendo muy demostrable que los animales ejercen todas nuestras funciones intelectuales, aunque no en un grado tan perfecto.

Nada se adelanta con llamar a cuestión la justicia o injusticia de las operaciones de la naturaleza, ahora se suponga que la dirige un ente sabio y todopoderoso, ahora se crea que no la rige inteligencia alguna sino el mismo conjunto de virtudes que las cosas tengan tan de suyo como el ente supremo suponemos que las tiene. Pues en entrambas suposiciones, sea justo, o sea injusto, es irresistible el destino de nuestra constitución. Por más que discurran los filósofos, no es posible trocar el mecanismo y virtudes de las semillas, tanto en los vegetales, como en los animales y en los racionales. Las semillas reproducen siempre una misma organización. Por más diques que se opongan, siempre la naturaleza triunfa, como un río impetuoso vence los obstáculos, y se encaña por sus establecidos cauces.

Además de no adelantarse nada en juzgar la justicia o injusticia de la naturaleza, carecemos de los datos necesarios para examinar la conexión o intento final de sus operaciones.

Así como en el ojo se descubren una muchedumbre de partes que conciertan unas con otras para hacer la sensación de la visión, y en la mano hacen sistema los huesos, las articulaciones, los tendones, los músculos, las fibras y las uñas, conspirando, como de común acuerdo, a componer el órgano del tacto, y todos los órganos y miembros, tanto en el cuerpo humano como en el de los otros vivientes, están casados mutuamente, y contribuyen juntos a la subsistencia, conservación y reproducción del individuo; así también notamos en muchas especies animales unas como manías o instintos que, pareciendo dañosos y destructivos del individuo, mantienen en pie el conjunto de la especie. Y tendiendo un poco más la vista, vemos unas especies subordinadas a otras, sirviéndoles para apacentarlas o para defenderlas, y formando mutuamente y a ojos vistas un sistema concertado. Y los montes, los mares, las fuentes, los ríos, las tierras y los elementos se subordinan recíprocamente para la sustentación de este mundo. Y nuestro mundo, rodando por la región vacía, hace juego y tiene dependencia con los otros astros, cada cual de éstos madre probable de un otro mundo. Y todos ellos juntos forman, al parecer, el vasto campo por donde, al hacernos, midió su aliento el pecho de la naturaleza. La naturaleza, en suma, nada ha hecho ni hace si no es con relación al conjunto del universo.

Mientras, pues, el discurso del hombre no coja a la vez todos los cabos del universo, no puede hilar la conexión final, ni consiguientemente la justicia o injusticia de las operaciones de la naturaleza.

El flujo por armonizar con los de nuestra especie, y el flujo porque nos hagan caso subordinan el individuo a la comunidad. Y esta sola ojeada es suficiente para comprender que en la organización del hombre la naturaleza no intentó formar un ente aislado, independiente, inconexo, desprendido de los demás, y bastante a solas para sí, sino un dependiente de familia, un miembro de cuerpo, una parte de un todo mayor.

Y así como en una comunidad los estatutos bien arreglados no se dirigen ni se pueden dirigir a la conveniencia de cada individuo tomado aparte, sino al bien del conjunto de ellos, así también las miras naturales en la organización e instintos del hombre no deben medirse por la conveniencia del individuo sino, cuando más, por la conveniencia de la especie. Se dice cuando más, porque no sabemos todavía si nuestra especie no es acaso subalterna de otras especies.

Por tanto, la voluntad de la naturaleza en nosotros, o nuestra ley natural, no puede coincidir con el placer, interés, o conveniencia del individuo, sino quizá, con el placer, interés o conveniencia de la especie. Y esta consideración condena sin apelación el sistema de Epicuro, que decía que la ley natural y la virtud coinciden con la utilidad del individuo, y el sistema de los placeristas que dicen que la virtud o regla de moral coincide con el mayor placer o con el menor dolor del individuo.

Aun cuando nuestra especie no sea subalterna de otras especies, y se conceda que el solo bien de ella es el objeto de nuestra organización y, consiguientemente, de la ley de la naturaleza, no podemos asegurar que tenemos los datos necesarios para seguir el hilo de ese bien. Porque, siendo así que nuestra especie se perfecciona progresivamente y tiene varios períodos consecutivos de moralidad desde el estado salvaje hasta aquel estado sublime en que, aumentados a lo sumo el capital y la industria, la tierra mantenga el mayor número posible de habitantes, claro es que el bien común de la especie debe calcularse, no con arreglo a un solo período determinado, sino con arreglo al conjunto de todos ellos, pues lo que es bueno para un período suele ser malo para otros.

Se prescinde, cual se debe en este escrito, de las futuras transformaciones y períodos que después de esta vida pueda tener el hombre, y de los cuales nada dice la filosofía. Contando sólo con los períodos de la presente vida, es sumamente complicado coger a la vez todas las circunstancias que concurren en cada grado o período de la sociedad. Y dando de barato que algún talento extraordinario tuviera bastantes luces y noticias para abarcar aquellas circunstancias, y la despreocupación que se requiere para meditarlas y digerirlas, el resultado lo comprenderían bien pocas personas: seguramente, no sería para la capacidad del vulgo.

Pues el vulgo, sin ninguno de esos rodeos, conoce bien la ley de la naturaleza. Y si la hubiera de conocer por esos rodeos, no la conocería nunca. El vulgo es casi todo el mundo. Puede, pues, decirse que el órgano por donde la naturaleza intima o pregona su ley al mundo no es por cierto el órgano del discurso, ni el del interés, ni el del placer. Y resulta en limpio que la voz de la naturaleza está en los flujos o manías generales, o por otro nombre, movimientos, tendencias o instintos naturales. La voz de la naturaleza es el impulso ciego de la naturaleza. Ciego para nosotros, ilustrado y sabio para su autor. Y el órgano de la moral no está en nuestra cabeza sino en el corazón.

Cuando se pregunta, pues, la voluntad de la naturaleza en orden a la suposición de las riquezas, en vez de inquirir petulante y locamente si es justa o injusta, debemos tan sólo examinar el origen físico de esta o sensación o ilusión que se nos obstina, a pesar de los alaridos del discurso, y a qué fines o utilidades corresponde. Ambos puntos van a verse en este capítulo y en el siguiente.

Un pobre que está esclavo del trabajo para mantener mezquinamente sus obligaciones y que, para poner bien su familia y ser él feliz, no necesita en su dictamen consejo ni sermones sino dinero, no puede ver a un hombre opulento sin hacer una sensación profundísima del descuido y bienaventuranza de aquella criatura que en tal abundancia posee la única porque él suspira. Aquello que hace eco llama la curiosidad y la atención. Por cualquier parte, pues, que el hombre columbra al opulento, corre a mirarlo y admirarlo, tendiendo la vista por toda aquella magnificencia y ostentación, embebeciéndose en las gozosas ideas que le ocurrieran, a hallarse por fortuna en igual caso.

A un ente que tanta alegría esparce por donde quiera que va, y que llama la atención y la admiración de todo el mundo, es decir, de quien todos hacen tanto caso, no puede menos de hacerlo de un orden más importante. El nacimiento, pues, la muerte, las dichas, las desgracias y los eventos más fútiles de un grande, todo llama una atención espantosa, todo se registra, todo pasa de boca en boca y se graba como una historia del mayor asunto en la memoria de los pobres.

En consecuencia, el pobre le coge al opulento un respeto tan sumo, que si lo ve venir a pie hacia él, se atribula y echa a huir. O si le es forzoso pararse y hablarle, no halla palabra ni demostración que venga bien con su gran respeto, se sofoca, tiembla y pierde el tino.

Todos los derechos de crianza y de decencia los dejan los pequeños a los pies del grande, al modo que el tonto a los pies del cuerdo. Consiguientemente, el grande no sólo está al revés de los demás, sentado, tendido, desnudo, cubierto, o como le dé la gana, y a esto los demás de ceremonia, mas también lleva él la voz. Si se pone en pie, todos se ponen en pie; si se quita el sombrero, todos se lo quitan; si vuelve fríamente la cabeza, todos la vuelven y revuelven con el mayor ahínco; si mira arriba, todos hincan allí la vista; si medio estornuda, todos lo imitan lanzando lo que se llama el saludo, profundamente; si hace ademán de despegar los labios, todos se interrumpen; mientras habla, se lo sepultan en el oído; si pide algo, trompican por correr la voz o por servirlo; lo que le fastidia un poco, los demás lo detestan; para lo que halaga, toda ponderación es corta; sus insulseces levantan una risa vehemente, pero refrenada, y sus necias caídas pasan por sentencias.

Este flujo de armonizar con el opulento y señalarlo como ente de más suposición no está mandado por la ley humana alguna. La ley puede mandar en ciertas exterioridades, pero no penetra a mover el corazón, ni nunca se entremete en los asuntos de crianza o de buen modo, ni manda que al rico le persigamos con la vista, que nos encortemos delante de él, y hagamos de todas sus cosas el ridículo asunto a que se propende naturalmente.

Como el vernos hacer caso y admiración, el ver que los otros se nos acaten y subordinen eleva y engríe el interior, es natural que el rico tenga siempre un aire de elevación. Al mismo tiempo, el verse reparar de todos lo habitúa a estudiarse en habla, en porte, y hasta en el paso, como cualquiera hace cuando está en un público. Todo esto parece natural. Y así, disuena la llaneza y la vulgaridad en el opulento. Mas nos prometemos hallarlo con un tono de majestad, de señorío, de alegría, de independencia y de soltura, y con un estilo y demostraciones y ademanes que cuadran muy bien con la opulencia, pero que en un pobre serían ridículos de puro insolente. No de otra suerte que aquellos sabios de primera clase, los cuales en estilo, en conducta y en conversación tienen, por derecho que los demás le ceden, unas libertades y una autoridad o magisterio que en ellos parece bien, y en un hombre adocenado sería reparable.

A la verdad, un mendigo que pretendiese cumplimiento y ceremonia, y tomase aire de autoridad y elevación, o un ignorante que rasgase el estilo como si hubiera de hacer eco lo que saldría de su boca, son dos espectáculos que, al reflexionar los andrajos del uno y los despropósitos del otro, dan pasión de risa.

Ved aquí palpable la diferencia de pobre a rico.

El rico no come por dos, ni el palacio hace mejor sueño que la choza, o el vestido bordado cubre mejor que cualquier pellejo. No hay magnate que no lo conozca, y que no quisiera simplificarse. A sus solas, tanto o más les acomoda estar desnudos como de gala, un plato como un banquete, albergarse en oro como estar al raso, y el ir a pie como el andar en coche. El fausto, lejos de satisfacerles, lo miran como un martirio necesario por la razón de estado.

El atractivo de las riquezas para el que las posee no consiste en la materialidad de disfrutarlas, sino en ser ellas instrumento para el logro de los dos flujos más fuertes de la naturaleza, a saber, el flujo porque nos hagan caso, y el flujo porque armonicen con nosotros los demás.

Y el constitutivo de la desigualdad entre pobre y rico consiste en que el pobre se tiene corto en el derecho de trato, y le cede al rico más licencia. Él hace del rico mucho caso, y halla natural que el rico le haga poco. Él se acata ante el rico y, acatándose, lo exalta. La exaltación del rico nace del interior del pobre. El pobre lo exalta porque lo admira, y lo admira por una ilusión irremediable.