De la desigualdad personal en la sociedad civil :6

Capítulo V


Cómo la desigualdad de la pasión iguala el contrato de los sexos


Cuando se trata de la pasión amorosa, no debe confundirse la sensualidad con los amores, el gustar de una mujer con el quererla. Un hombre puede ser muy sensual, y no haberse enamorado nunca. La hermosura y aun el mero sexo de la mujer excita el corazón del hombre, pero no siempre lo fija. Es decir, no lo arrebata hacia una hembra determinada, en términos de quitarle el pensamiento con ninguna otra. A un mismo tiempo puede haber sensualidad con muchas personas, pero no puede haber amor si no es con una sola.

Al acercarse uno a la que meramente le gusta, el agrado y la sonrisa acuden al instante al rostro, los ojos se electrizan suavemente, el pensamiento discurre listo, y el hombre más tosco se hace elocuente.

Pero cuando se presenta el semblante de la que penetra de veras, pasa por lo interior como un rayo indefinible que trastorna enteramente. El hombre se melancoliza, los ojos se le fijan encendidos y llenos de pavor en el objeto, como anunciando, involuntarios, el alto poderío que le reconocen. No se experimenta entonces estímulo sensual, sino al contrario, un sumo apocamiento de respeto. Las palabras no acuden a la lengua, el más despejado titubea, enmudece, se atribula de cada vez más, hasta la ocasión de rendirse en lágrimas reprimidas y en razones mal formadas al sereno objeto, el cual, si carece de experiencia, se espanta y ríe de ver que tan fácil arranque las existencias. A cada vista se aumenta la pasión, y el hombre o está a pique de enfurecer si no pone mucha tierra de por medio, o logra se le acepte el escaso sacrificio de mil vidas y libertades que tuviera.

Aceptado éste, se aprende lo que es amor. La vida que huía, se fija y toma una extensión nueva. El corazón se aposenta por imaginación en ojos, en manos, en pies, y hasta en las pisadas de la querida. Cuanto fue tocado de ésta la renueva a aquél maquinalmente la impresión, y se le figura con otro lustre. El aire hace el respirar más blando, el sol luce más alegre, los campos reverdecen, toda la naturaleza acompaña en la adoración al fino amante. Hasta las cosas que carecen de sentido se le antoja vienen a disputarle el logro, y no muere su zozobra hasta obtener un juramento irrevocable de ser el único querido para siempre.

Al transigirse este ajuste, parece que la ventaja esté de parte de la mujer, porque ella no necesita todavía al hombre, y éste no puede ya vivir sin ella. Pero como el poderío de la mujer no tiene otro cimiento que el eco que le hace a su amante, se ve forzada a darle una ley que no le aparte el corazón de él. Y así, respetándole los celos, se conviene en no ser nunca para nadie sino para él sólo. Este es el contrato a que propenden los amores serios. En él los celos del hombre enfrenan la tiranía de la mujer, y la tiranía de la mujer enfrena la liviana voltariedad del hombre. Los celos, pues, del amante le hacen gravitar hacia el matrimonio, como a su centro de reposo.

Contraído éste, los oficios y la compañía engendran o acrecientan el amor en la mujer, porque labra tanto en los racionales la compañía agradable, que las piedras mismas, que la diesen otros años, enternecen de agradecimiento cuando se vuelve a ellas.

El cariño del hombre también se arraiga y toma con el logro un progreso rápido. Cuanto ve o discurre, otro tanto lo refiere hacia la querida. Él le asume por la imaginación el cuerpo y los sentidos, con éstos lo ve y lo palpa y lo mide todo. Cualquier cosa de mal o de bien, figura que le hará una impresión inmensa al delicado ente. Y ya que no puede desertar vivo al interior de éste a participar sus bienes y sus males, desierta de pensamiento, y le está hecho un perpetuo como torna-eco: por cada sensación que aquél recibe, él experimenta ciento. Y sus propios gustos o disgustos, su existencia misma, no le es importante sino por la relación que tenga con el adorado ídolo. Se queda corto el dicho de que el alma del amante vive en el cuerpo de la querida.

La perseverancia, la discreción y la finura del marido acaban de decidir al fin la pasión de la compañera. El agradecimiento le arranca todo aquello que hace beneficios. El árbol que diese sombra o recrease con su pompa, agrada verlo. La casa o choza que albergase, da congoja si luego se ve caída. Un mero mueble que haya servido tiempo, como que hace duelo deshacerse de él. Y la tabla que nos salvase de un naufragio, se guarda religiosamente como un sagrado. Si esto mueven las cosas que carecen de intención, ¿qué será el racional que con pleno conocimiento se sacrifique por abrumarnos de beneficios a tiempo sin más interés que el de agradarnos? ¿qué mujer, aunque en vez de tener la ternura de su sexo, fuese de bronce, no había de ablandarse por un alma noble, por un rendido, por un amante humilde que coloca su felicidad en hacerla a ella feliz a costa de sus entrañas propias, que se desvive discretamente y con alegría, que se goza de pudrirse en el pecho los suspiros y las ansias del amor por no incomodarla, y que aun los cortos premios, cuya confianza le lee en el rostro, no acude a recogerlos si no es con mucha timidez de fastidiar, y con aquel apocamiento de respeto que le infunde el idolatrado objeto de sus amores, y que de justicia se debe a un ente que le parece en cierto modo como el supremo, por el fácil poderío que tiene de trastornarle la existencia?

La mujer, pues se apasiona al cabo, también llega a sumirle por imaginación el cuerpo y los sentidos al amante, se hace como torna-eco de él, y recibe de rechazo las sensaciones que quizá de suyo no supiera.

Llegado este caso y ciega ya la mujer, no admite tantos sacrificios del hombre, quiere ella ostentarlos suyos, ya poco tiempo quedan iguales los oficios sobre poca diferencia. Y éste es el período peligroso para el bello sexo, peligroso sobre todo si el hombre no está atado con un nudo indisoluble. Como el hombre suele apasionarse a primera vista, deja tal vez un amor por otro, en hallando casualmente quien le haga impresión. Toda mujer que se apasiona al modo del hombre, si está libre su amante, cae por lo general esclava de él para experimentar luego un desengaño. Es indiscreta la que no se hace desear y no tiene bien corto a su amante libre. Lo único que se necesita para sujetarlo es serenidad y dureza, despreciando altamente las amenazas. La dureza oportuna nunca hizo quebrar el cariño serio. Si el hombre quiere de veras, bien quisiera no estar sujeto, pero tiene que morder el freno. Sus protestas y amenazas son mentiras, cantan ellas mismas la pasión. Algunos retienen la cólera, y se hacen los fríos, pero pronto se descubre la estratagema. Y si la mujer entonces se mantiene firme en la frialdad, primero se ensoberbece, luego acude a sus pies el hombre. Si el bello sexo culto, conociendo su poderío, tuviese nuestras entrañas duras, por bravo que fuese el hombre, tendría que estarle a la cadena.

La época de la sucesión, en vez de entibiar, enciende más al fino enamorado. Lo que la mujer pierde en lo material al hacerse madre, como que es una pérdida causada por el hombre mismo, le mueve doble a lástima, y si por un lado la compañera se va ajando, por otro le deja renuevos frescos de sus propias carnes. Los hijos, muestras ostentosas de las escondidas y, en el dictamen del amante, envidiadas dichas con la madre, envanecen el pecho del padre. Los trazos vivos de la imagen, o el mero ser pedazos de aquélla, lo arrebatan de cariño. Y el sentir empeñada la preciosa sangre en librarle del imperio del olvido su persona propia, le hace alborozarse agradecido en los escuálidos despojos que escapasen por fortuna a la fatiga de los meses.

Hasta coger esta prenda no se sacia la vanidad natural del hombre. Pero cogida ya, el pecho se le despeja, el capricho se muda en reflexión, y la pasión pierde de su voracidad, o se volviera loco el hombre de sobrecargarla con los hechiceros grillos que la substituyen. Y cuanto más fino amante principiase el hombre, tanto más gustoso aplica el hombro al peso de la familia.

¡Qué dicha la del hogar mediano, pero fino, vivido y fructificado del amor! Allí, sin amonestaciones ni resguardo, los consortes están olvidados de pura confianza y como insulsos de cariño; sus tiernos semejancitos asidos de ellos, la entrañable condescendencia reina en medio. Y los títulos de padres entonados a cada instante, mecen el pecho en inexplicables glorias.

A proporción, pues, que la pasión calma, la naturaleza echa otros cordeles más fuertes, mostrando desde el principio hasta el fin un conato decidido porque el vínculo del matrimonio subsista y crezca hasta la muerte. Ni aún ésta separa enteramente: quedan identificados en la prole padre y madre.

La gente de poca esfera suele incurrir en la bajeza de pedir corrección contra la mujer, pero nunca piden el divorcio, y mucho menos descasarse, ni aun en los pueblos donde se consiente esta corruptela.

La guerra de nación con nación es mala, la guerra civil es más mala, y la peor guerra de todas es la casera. Ningún enemigo tan cruel como el que fue amigo. Todo convida en el matrimonio al amor, todo lo retrae de romper en guerra.

El divorcio escandaliza, y a ningún marido le hace honor el solicitarlo, aun cuando sea demostrable el motivo justo. Más vale pasar por hombre de demasiada buena fe que solemnizar uno su deshonra.

En los matrimonios tempranos, la docilidad de los años suple por la reflexión, congenian fácilmente y se llevan bien.

Para el que se casase adulto, cualquier cosa es mejor que acreditarse de tan poco delicado como haber tomado una mujer conocidamente mala, o carecer de partidas para formarla bien, porque hasta las alimañas se domestican y siguen nuestra voz con una blandura juiciosa.

En los matrimonios que se hacen por razón de estado, el grito de la naturaleza es también por el vínculo perpetuo. No se le puede negar a una señora de honor el fuero de toda mujer común.

Toda contrata temporaria o por el tiempo de la voluntad, es afrentosa para la mujer. Ésta queda desmerecida, porque aunque no haga intención de unirse luego con otro, es afrenta en el concepto del mundo el tener impedimento moral. Nadie sino el que está ciego de pasión quiere por mujer a quien haya tenido conexión a las claras con ningún viviente, y si la embriaguez de la pasión le hace resolverse, no es sin mucha afrenta suya. A buen cierto que no gustará verle la cara al compañero fatal, aunque fuese su propio hermano ¡Qué honra en una matrona ir voltaria de contrato en contrato, franqueando a unos y a otros aquello que la naturaleza le enseñó recatar desde la niñez, y que sólo deja de sacar los colores a fuerza de distraerse de pasión! ¡Qué ejemplo para los hijos e hijas el de unos padres livianos, mudando cohabitación como viviendas de alquiler!

Al expirar el marido, es común rogarle a la mujer joven la palabra consoladora de que no se casará jamás. En algunos países, como en Bengala, las mujeres se iban vivas con el marido muerto a la sepultura. El casamiento de la viuda o viudo es ruinoso para los hijos, subleva la parentela del difunto, y en los pueblos pequeños llama una mofa y escarnio que las justicias no se sienten con autoridad de reprimir.

La naturaleza, pues, por todos caminos retrae de la contrata que no es perpetua. La naturaleza le aplica todas sus sanciones, la naturaleza la condena, y la única indulgencia que hace a los amores es el matrimonio indisoluble. Y si es preciso y conducente que haya mujeres malas, no lo es menos que las demás, huyéndoles el lado, las adviertan que están sin honra.

En suma, la pasión del hombre le hace desear todo el bien posible a la que escoge para dueña de sus confianzas. Quiere decir, la pasión del hombre no se satisface si no es ganando el corazón de la mujer: un corazón no se gana si no es con otro corazón. El hombre, pues, por razón de su pasión propende a entregarle el corazón a la mujer. Por otro lado, la delicadeza de los demás hombres hace afrentosa para aquella mujer cualquier contrata no perpetua. El amante, pues que la quiere bien, no puede proponerle tal deshonra. Deduciéndose de aquí que la pasión y los celos del hombre son los caracteres indelebles de la ley del vínculo perpetuo. Y por tanto el fuero de la mujer está entallado en el pecho del hombre. Tal se requería para que el ente fuerte no avasallase al ente débil. Tal es el origen de la igualdad moral entre dos entes físicamente desiguales.