De la desigualdad personal en la sociedad civil :4

Capítulo III


Modificaciones generales del derecho de trato


No corresponde un mismo trato con todas las personas. De unas se hace más caso, y de otras menos, según que suponen más o menos. Al que supone más, se le trata con respeto, con cortedad, con acatamiento. Se le da preferencia en todo. Uno le saluda antes, y la salutación es más profunda. Si va a hablar, no interrumpimos y se presta más oído. Conforme su persona nos parece de más suposición, así también de todo lo suyo se hace más caso. Su agrado o desagrado contenta o mortifica más. Sus salutaciones y agasajo son más apreciables. El gastarnos confianzas, el tratamos con amistad, es un favor que se mira como una honra. Todos procuran rozarse con personas de suposición, y como que se les pega el viso de éstas.

El trato con los inferiores es muy otro. Nuestra salutación no es tan profunda como la suya, se espera siempre que ellos la hagan antes, y el anticiparla uno se mira como una bondad. Al inferior se le trata con llaneza, con autoridad, suponiendo que él naturalmente debe ceder la primacía. Si cuando estamos hablando, nos corta la palabra, se mira como un atrevimiento. De la persona del inferior no se hace caso sino porque él lo hace de nosotros, de modo que el trato que le damos es un trato de correspondencia que a él le toca excitar, anticipando los oficios. En público nadie quiere acompañarse con sus inferiores, si no es que acompañen con respeto y deferencia en tono de inferiores. El acompañar como iguales, el no tenerse cortos, el no sufrirnos la autoridad, el saludarnos o hablarnos con la confianza o desahogo que si fuésemos la misma cosa que ellos, sería un desacato, sería provocarnos. Delante de inferiores, el superior lleva la voz. Éstos no se cubren, o se sientan, o comienzan a comer hasta que el otro se les adelanta. Adelantarse ellos pareciera muy mal, y se tendría por una injuria.

El distinto trato que, en igualdad de conocimiento, se da a cada uno, es el criterio o señal de su distinta suposición, es decir, del caso que le hacemos, o en última resolución, del distinto tamaño, esfera o valor de que nos parece. Debiéndose inferir de esta desigualdad de trato que no todas las personas nos parecen iguales.

Así, los azares o las dichas, las mujeres y los hijos, y hasta los criados y las pertenencias de los de más esfera parecen cosas de más consideración, y se miran como más importantes en el mundo. Y consiguientemente si el grado de las cosas es el que natural y espontáneamente les da el género humano, deberemos concluir que las cualidades extrínsecas son un título que naturalmente desiguala a los hombres, es decir, que los hace de desigual suposición, de desigual valor, de desigual dignidad, de desigual esfera.

Las desigualdades primordiales del mundo son las que proceden de la edad y del sexo. Pero el límite de las desigualdades, es decir, el punto fijo por donde graduarlas es la igualdad. Ésta, para no suponerla arbitrariamente, la consideraremos en la amistad perfecta, porque la amistad iguala conocidamente y sin contradicción de nadie.

Al amigo, del mismo modo que se le dispensan los derechos de justicia, esto es, los haberes y facultades, se le dispensa también todo lo que hay de incómodo en los derechos de crianza y de decencia. Estos derechos los pregona la naturaleza en el corazón de cada uno para asociar la especie y contenerla en los límites que a ella le convienen y cuya conveniencia ignora el individuo. La amistad asocia más que todo, y hace que el amigo tenga en el corazón la conveniencia del amigo. La amistad suple por aquellos derechos, y si todos fuésemos amigos, no habría necesidad de derecho alguno.

Al muchacho se le tutea, se le trata con autoridad, y se le hace tener respeto. El estar con muchachos ata muy poco. Nos hallamos entre ellos con casi el mismo desahogo que entre irracionales o a nuestras solas. Si nos contenemos en algo, es por el ejemplo, y el derecho que les reservamos tiene más de compasión que de otra cosa. Al muchacho no se le saluda como no sea de cariño. No se gasta con él cumplimiento alguno.

Al contrario, los muchachos no se sienten tan libres con nosotros como ellos entre sí. Un niño no ata con los ojos a otro niño. Se vuelven mirada por mirada, y la cosa queda igual. El adulto lo confunde con mirarlo hito a hito. Y no se diga que el apocamiento del muchacho procede de miedo a las fuerzas del adulto. Porque el carácter del apocamiento de miedo es quitar los colores, y el apocamiento que los saca, como es el del muchacho, es apocamiento de respeto: conociéndose bien así la desigualdad de entrambas clases. Confírmase la desigualdad con que en el adulto son afrentosos los resabios de muchacho, y al revés la vanidad de los muchachos es por hacer del hombre.

La clase de los ancianos es superior a la de los jóvenes. Delante de aquéllos, los jóvenes se sienten atados y llenos de respeto, no usando con ellos la llaneza y la confianza que con los iguales, y dando gustoso mil libertades a la augusta edad.

En las sociedades salvajes la edad hace rango. Los menores llaman a los mayores de padres, éstos a aquéllos de hijos, y los iguales se dan el tratamiento de hermanos. En España, al que no tiene más rango que el de la edad, si es de la nuestra, le hablamos de amigo; si es hombre maduro, de tío; y si ya muy anciano, de abuelo. En Inglaterra, país más nuevo, se dice todavía, con menos finura, madre en vez de tía.

La desigualdad por el sexo es tan obscura y disputada por lo intrínseco cuan conocida y palpable es por lo exterior. A proporción que los pueblos se cultivan se diferencia más el trato de la mujer del trato del varón, originándose de aquí muchas cuestiones reñidísimas y nunca decididas en orden al destino, esfera y trato natural de la mujer.

Quizá ninguna cosa se elogia y se critica con el extremo que el bello sexo. Para los célibes no hay ocupación tan gustosa como la de obsequiarlo. Los que no lo son y los que pican de serios, si bien le guardan la cortesía, tienen flujo por murmurar de él. Según éstos, la mujer es la peste; según aquéllos, la gloria de la sociedad.

Tampoco están de acuerdo los escritores. Los unos predican tenerla punto menos que en un silo, los otros desnuda por la calle a la merced de todos. Hay quien recomienda su consejo, y hay quien la hace irracional.

No son los de menos crédito los de estas extrañezas. El célebre legislador de Lacedemonia se propuso cortar los amores y el predominio del bello sexo, estableciendo tal rigor en el matrimonio, que ni se hiciese por elección, ni cohabitase luego a lo público. Platón, que mereció el apodo de divino, fue indiferente para las mujeres en términos de idearles una licencia sin límite con todo hombre, y que turnasen en los oficios varoniles indistintamente, sin exceptuar el de las armas. Algo más celoso (por su confesión propia) el filósofo de Ginebra, no obstante truena mucho contra los amores que excedan de lo animal. Y el trueno de su elocuencia aturde cada día más al mundo. El poeta Inglés, que se hizo célebre fuera de su patria por lo que escribió del hombre, habló luego con tal menosprecio de las mujeres, como decir que no tienen ninguna sustancia en el carácter. Peor aún que los que opinan que la mujer es un libro tan raro, que cuanto más se versa, se entiende menos.

Parece difícil apurar un asunto disputado así de los hombres grandes, o conocer en la poca edad lo que no alcanzaron los más maduros. No quisiera se atribuyese a presunción el dictamen que se va a dar del instinto de la naturaleza en orden al bello sexo, sus fueros y su trato.