De la desigualdad personal en la sociedad civil :3
Digresión I
Congruencia de la cortedad del período de la vida con el flujo porque nos hagan caso
La presunción de la mayor experiencia y conocimiento, y la raíz honda de sus cuentas y costumbres hace punto en los ancianos el no dejarse corregir y el ser quejicosos a todo género de novedades. El adoptar las modas y los nuevos estilos, el deshacerse de su traje y trato por tomar el traje y trato moderno, sería reconocer que aún necesitaban de corrección en sus ideas acerca de la propiedad, comodidad o elegancia. Y así, el viejo que se va mucho con lo moderno se acredita de tener poco juicio. También la autoridad de los años da acción para vestir y tratarse casi como les dé la gana. Y los ancianos que no usan de este fuero, los que se atienen rigurosamente a la moda, quedan tan desaforados y ridículos como aquél de ellos que tiene la debilidad de casarse o hacerse el igual con una niña.
El vestido propio de los ancianos, bien que en él luzca la riqueza, ha de ser un vestido cómodo y holgandero, el pelo postizo no deben llevarlo muy disimulado, su modo de presentarse no ha de ser violento ni estudiado. El lenguaje que les cuadra es un lenguaje pausado y de poco adorno. Todo el porte de los viejos debe parecer animado de aquella frialdad que inspira, como suele decirse, el desengaño del mundo.
Pero esta cachaza exterior no procede tanto de tenerla interiormente, como del miramiento por el rango. Ni la dejadez de la edad madura es de suyo más virtud que la prolijidad de la edad lozana.
El ceremonial de la marchita clase, esto es, la frialdad de sus estilos y de su trato proceden realmente del calor por hacer viso. Y si se ahonda un poco, hay más presunción en los ancianos que no en las edades inferiores.
Por lo mismo que se amortiguan las otras pasiones en que se cebaban los pocos años, la de hacer viso queda menos distraída, se concentra y domina más.
Parece que la experiencia debe enseñar a poseerse y disimular mejor los propios flacos. Pues a pesar de esta ventaja, el anciano es cabalmente quien menos disimula su flujo por sobresalir, y de consiguiente lo tiene con más fuerza.
Sin embargo de ser palpable que con los años no se abren tanto las luces como con el estudio, no hay viejo alguno que en punto de gobierno político y de manejo baje cabeza al mozo más sobresaliente. Y si éste lo necesita, hiciera muy mal de empeñar con aquél ninguna disputa, y en no mirarse mucho aun en el modo del mero contradecirle.
Generalmente todo viejo es amiguísimo de mandar, y de que se le haga la venia y acatamiento. En todas partes exige una deferencia excesiva, como si en el mundo no debiera de haber más rango que el de las arrugas. Siempre está con la palabra experiencia en la boca, como suponiendo que el perder el pelo es el único modo de hacerse racionales; y no obstante, quiere lo sean quienes lo conservan todavía. Por maravilla se le ve la cara alegre. Siempre está tachando, siempre reprendiendo y sonrojando con descaro, haciéndose aborrecible que conviene para que la muerte que se lo lleva nos haga no ahogarnos mucho de la pérdida.
En los viejos que llegan a edad muy avanzada, es corriente envanecerse de sus años, contarlos intempestivamente y hacer del Matusalén, diciendo, sin venir a cuento, que el tener la boca sin huesos les es una preeminencia más rancia que una ejecutoria, y acompañando de muchacho criatura, y de gesto de menosprecio, cualquier otro bisabuelo que nombren y que no sea tan caduco como ellos. Y se hacen una gloria de llamar ayer o anteayer el año de Añañita o las guerras de Felipe V. Otros aburren a todo el mundo con la gala misteriosa de la quebradura o alifafe que les hace tal vez medio acertar la proximidad de la lluvia o la mera mudanza del tiempo. Tanto puede el flujo por distinguirse, que hasta de las miserias y vergüenzas hace honra la edad que presume de más juicio. Es mucha debilidad en unas canas venerables estar ciegas de ambición y ser alabanciosas en términos de no guardar el miramiento y el decoro que es tan común en la gente joven.
Cuanto más hábil es un joven, tanto más amable se hace, al modo que los hombres más pudientes son los que visten un diario más sencillo. El estudiante de mucho fondo hace alarde de ocultarlo, a no ser en ocasiones grandes, bien así como el magnate no envidia su poderío sino en los casos de lucir. El que de ordinario relame mucho su estilo, o menciona intempestivamente su carrera, o hace estudio de términos facultativos, se acredita de estudiante adocenado; bien así como el que se mira la ropa o hace asunto de sus pequeños muebles o dijes, en vez de acreditarse de pudiente, vocifera en ello su información de pobre.
El de grandes talentos, fuera de las ocasiones solemnes, no luce si no es cuando se electriza y rompe en un torrente de ideas grandes y precipitadas que confunden al pedante que lo provoca. Entonces, las expresiones salen estampadas en la valentía y en la soltura con que corta el pensamiento, y cada rasgo lo caracteriza con más admiración por lo mismo de no producirse de pensado.
Los estudiantes de poco talento son descubiertos en el momento que se calientan. Por bien que hablasen antes, entonces infaliblemente lo echan a perder. Estos tales, en lo ordinario miden todas sus palabras, se escuchan cuando hablan, y en la misma sencillez postiza que quieren aparentar, y que tal vez deslumbra a quien sabe poco, demuestran su futileza y petulancia al buen conocedor.
No tenía Cicerón, ni con mucho, el fondo que le supone el erudito, pero pesado, escritor de su vida. Por poco que se atienda, se echa de ver que la afluencia de Cicerón no era afluencia de ideas, sino afluencia de palabras. Puede decirse que tiene verbosidad, pero no elocuencia, y así en toda traducción pierde infinito. No hay oración suya cuyo contenido no pueda ponerse en el diezmo de papel sin perder nada de su claridad y fuerza. En sus obras son rarísimas las imágenes: prueba de la poca energía de sus conceptos. Y así, cuando quiere realzar una cosa, miente y adula. Bien claro se ve en su retumbante elogio de Cneo Pompeyo.
Todo el que se alaba a sí mismo es por conocer no tienen mucha opinión de él los circunstantes. Todo el que se alaba choca con éstos, les produce un efecto contrario al intento de las alabanzas, y de consiguiente es un mentecato. Pues no se alaba poco Cicerón en la divinación contra Cayo Verres, cuando dice sin sustancia y sin propiedad que desempeñó la Cuestura en Sicilia de tal modo, que les dejó a los sicilianos una memoria eterna y diurna de su nombre. Y en la oración por Archias también principia haciendo presentes sus propias habilidades para ponderar a su ahijado. Siempre que podía, Cicerón traía de los cabellos la ocasión para hablar de sí, al modo que las damas presumidas nunca pasan por el espejo sin darse alguna ojeada. El tratado De oratore parece escrito con solo el designio de recomendarse, ocupándose mucho en encarecer sofística y localmente la dificultad y la infinidad de ciencias necesarias en un orador, y casi nada o nada en la directa explicación del arte. No sé si alguno de sus fanáticos comentadores ha hecho la observación, y si ha caído en la notoria malicia y vanidad del título.
Bien es verdad que los escritores romanos más insignes solían pecar de alabanciosos. Lucrecio, sin embargo de su mucha agudeza, tiene el flaco de alabar él mismo sus versos, y no una vez sola en el cuerpo del poema. Horacio, tan sesudo como era, se cantó miserablemente en las odas Exegi monumentum y en Non usitata. Virgilio, siendo tan bondoso, parece que en su Melibeo se disfrazó bajo el nombre de Coridón para darse unos elogios desmesurados. Más valiera que los hubiese tributado a su maestro griego, cuyas finas ocurrencias él lucía con la opulenta ropa que era su talento saber poner.
Salustio y Tácito tienen una elocuencia muy distinta de la de Cicerón. Brillan no sólo por lo exquisito de los conceptos sino por el modo de casarlos, y por la brevedad de su expresión, vaciándolos de un modo que su expresión es más simultánea y consiguientemente de mayor efecto. No de otra suerte que en las potencias mecánicas, cuando se resumen todos los grados sucesivos y se descargan en un momento, como en el golpe de un martillazo, se produce un efecto incomparablemente mayor y se remacha un hierro que no cedería a los pesos más enormes. Salustio, pues, y Tácito, ponen las construcciones de un modo, que antes de ver la última palabra de cada una, no significan nada, pero esta última cierra y da idea de todo el concepto, procediendo de aquí la sorpresa continua que se experimenta en la lectura de estos dos escritores elocuentísimos.
Si se quiere palpar la infinita distancia de Salustio a Cicerón, no hay sino comparar las dos arengas de Catilina y las cuatro que Cicerón escribió en contra de él. En las primeras, que son de Salustio, la causa es mala, y en las otras es buena; en aquéllas habla un sujeto de ninguna dignidad a un auditorio bajo; en las otras habla un cónsul Romano a presencia del senado. Las de Catilina están dictadas por un historiador frío; y las otras por un interesado de cuya vida y honra se trataba. No obstante esta desventaja de circunstancias, es tanta la ventaja de la elocuencia de Salustio, que casi da lástima el ver luego deslogrado el atentado de su héroe. Cicerón no sabe ni aun explicar la cólera. Por mucho que llenen la boca aquellas expresiones del Quousque tandem, o la flema del Tandem aliquando, y la machaca del abiit, excessit, evasit, erupit, no se descubre ni una sola cláusula de finura política, ni hay en las cuatro oraciones sino un alboroto frío.
Plinio, el del Panegírico, es breve y cortesano en las palabras, largo y poco fino en los conceptos. Su panegírico parece hecho absolutamente sin otro plan que el de arañar adulaciones para mantenerse hablando un par de horas. Horacio es quizá el más elocuente de los latinos, porque a la brevedad y simultaneidad de la impresión añade aquella facilidad de casar las cosas más distantes, y los felices epítetos o graciosísimas digresiones con que caracteriza al paso cada cosa, dando a entender que no sólo estaba en los por mayores, sino también en los más pequeños pormenores. Pero es menester confesar que el lenguaje de Horacio tiene poca soltura por lo general, descubriéndose en él la reflexión más bien que no la vena.
Entre los poemas modernos, Gessner tiene una soltura como la de Píndaro y Anacreonte. J. J. Rousseau ha descubierto un estilo que no se conocía antes. Él vacía por decoro toda la intensidad con que lo hería el pensamiento; y a pesar de su poca invención y no mucho juicio, nadie ha tenido una elocuencia tan suelta, sencilla, fina y penetrante como la suya. De la expresión de J.J. a la de los otros escritores hay una diferencia por el estilo de la de Píndaro a Horacio.
El viejo erudito que llega a puesto de consideración se hace un ente ridículo, llano y afable para cualquier hombre bajo, pero difícil y misterioso para los literatos y hombres de jerarquía. Es enemigo declarado de todo el que brilla por otra cosa que por habilidades. Él trata con desprecio y con insolencia a los opulentos, no midiéndoles el valor sino por la afición que tengan a las letras. Nunca se le cae de la boca el necio dicho de que nada vale sino la ciencia. «Ésta, dice (como Cicerón decía, con bien poca gracia, de las humanidades) es el alimento de la mocedad, el recreo de la vejez, el realce de las felicidades, y el alivio y consuelo de las cuitas. Ella deleita en casa, no estorba fuera, acompaña de noche, y sigue en los viajes y en las romerías».
No obstante esta injusta parcialidad, el corneja literato no sufre se celebre a nadie de su propio oficio sino a alguno de los que se le subordinan, o de los siglos remotos que ya no pueden hacerle sombra.
Nada es más curioso que la extravagante vida del anciano que se cree sacerdote de Minerva. Él afecta un solemne abandono de todo lo que no son letras, y a consecuencia es liberal y generoso, y tiene algunas virtudes procedidas de puro vicio. Su sermón eterno es que en el mundo no hay sino dos clases: la de los ignorantes y la de los literatos. De éstos él es el jefe; aquellos otros viven al modo de las bestias sin gozar la felicidad de saber el alfabeto de los Caldeos, las piezas de moneda en que fue vendido José, las pulgadas de agua del Mar Rojo, o el número y hazañas de los insectos, o el valor del pie Pirriquio, y mayormente la sarta de disparates que principiaron los filósofos antiguos, y que han completado los modernos.
El viejo literato exterioriza su rango en un como colmenar de grandes cartapacios dorados, alzados en trofeo de la carrera, y calados de registros o cataduras, o más bien de heridas que hizo a aquellos gigantes silenciosos, y cuyas cicatrices se dejan en anuncio del trabajo que se echó en sacarles las entrañas.
Tal deben suponerlo aquellos infelices aplicados que necesiten al anciano literato, mostrándole la envidia general que causa a los Potentados el tesoro de su erudición que no son dueños de usurparle, y diciéndole que el mal del mundo es no tomar el aviso de él, y que los hombres no serán dichosos hasta que o reinen los filósofos o los reyes entiendan de ergos. Estas adulaciones no le parecerán tales por frecuente que se las repita. Tal los padres gratifican los elogios o anuncios que el mendigo les hace de sus hijos, el enamorado sirve a cualquier insensato que pregona lo envidiable de la dama; y los militares se granjean la consideración de las gentes haciéndoles conversación del atraso del grado, del poco premio de un trabajo tan fastidioso como el de mandar estrepitosa y despóticamente a muchos, sin obedecer si no es calladamente a uno, no haciéndose tampoco el cargo de que, a ser más fuertes los sueldos, el concurso de otros jóvenes más granados, hábiles y pudientes, les imposibilitaría los ascensos, y quizá les hubiera quitado su fácil entrada en la carrera.
Si tal adolece un viejo de cien años, ¿qué genio, qué orgullo, qué insolencia no tendría un viejo de ochocientos o mil años que, además del grado de su eternidad, tuviera el apoyo patriarcal de cien mil descendientes suyos con el fuero paterno de abofetearlos en público sin riesgo de que se le rebelen? ¿A qué monarca de la China, a quien la inmensidad de millares de súbditos opulentos eleva poco menos que al rango de los Dioses, se llegaría nadie con la deferencia y acatamiento que un joven ante las aras de su ochentavo abuelo exaltadas con la humillación creciente de 79 padres sucesivos, y de una infinidad de venerables colaterales? Si con la edad crece la rigidez, el flujo por mandar, y el espíritu de venganza ¿quién había de terminar la guerra entre dos familias? Parece que el período natural de la vida humana es el único que cuadra con la libertad y felicidad del mundo, y que el mejor modo de hermanar los hombres es quitar del medio aquellos antiguos ascendientes que serían por fuerza los obstinados e inviolables caudillos de las familias y, enemigos de lo nuevo, no permitirían adelantar la sociedad y sacarla de su primitivo estado salvaje. De suerte que la mortalidad y la cortedad de la vida, que se miran como una miseria para el individuo, son parte absolutamente esencial en el plan de la naturaleza humana.