De la desigualdad personal en la sociedad civil :2

Capítulo II


Del flujo por armonizar


Además del flujo porque nos hagan caso, tenemos otro flujo por igualar unos con otros el exterior, y el que se pone al revés de los demás, siendo sus iguales, pasa por insolente o por insensato.

Así, el que llora se reprime en viendo gente; y si llorara por la calle, hiciera reír a todos. Con el que está en cólera es arriesgado el reírse; con el afligido parece falta de sangre no mantenerse siquiera serios. Donde todos están serios es inmodestia principiar a risotadas; si están sentados, lo es tenderse o pasearse por el medio; si no comen, está mal visto comer; si descubiertos el cubrirse, etc.

Entre los que están con recogimiento escandaliza el desahogo, y entre los que están con desahogo disuena el aire de reserva. Y los ademanes de amores están muy feos delante de cualquiera.

Cuán doloroso y mal visto es estar fuera de esta como armonía y, por ejemplo, echar un chiste de que no se ría sino el autor, o tener una singularidad que nadie acompañe: tanto complace el verse acompañados. La alegría cunde a proporción que se parte; los quebrantos se aligeran con que los sientan otros, y las cuitas se consuelan mucho con sólo que nos las oigan compasivamente. Cuando hay algún gran motivo de júbilo, se convida, se hace fiesta, se difunde a los demás, para estar acompañados. Porque, como suele decirse, a uno solo nada le luce.

Así como gustamos de que nos acompañen, tenemos también el flujo por acompañar. Es natural correr a los ruidos, a las desgracias, a la enhorabuena, al pésame. Con el más pequeño motivo se acude a estas extrañezas. Y el gusto de acompañarlas, paga por la incomodidad.

Por este flujo de no ser solos nos reportamos en aquellos movimientos o pasiones en que a los demás les tuerce el temple el acompañarnos, o no son de su genio o actual disposición.

Por la misma razón cubrimos las carnes. No por el frío o el calor, como se dice vulgarmente, sino para ocultarlas singularidades involuntarias en que incurriéramos a cada paso con desazón de los demás o con mucha irrisión nuestra. Porque las singularidades que no están identificadas con la persona no las perdonan ni aun los hijos a sus propios padres. La burla que de resultas de embriagarse dio Noé a sus hijos, es sumamente natural, y la desazón que da cualquiera obscenidad, dimana originalmente de que por naturaleza propendemos a recatar las singularidades que pueden recatarse. La publicidad de las obscenidades que suele decirse de algunos pueblos es una mentira manifiesta. Y cuanto se refiere de Príapo y de la antigüedad de la cruz en alusión solemne a lo más pudendo de la naturaleza, puede defenderse a cierra-ojos que es una fábula. Es muy verosímil que la vergüenza que, a pesar del vicio y de la costumbre, sienten los sexos en descubrirse los órganos de la generación, dimana radicalmente de la incomodidad general que causa la desarmonía. Hasta la falta en el color o en la cantidad del pelo tuvieron los hombres que cubrirla luego que ocurrieron medios para ello. Y los que dicen que la peluca y los polvos son efecto de la vanidad entienden bien poco de moral. El hacer gala de un cráneo relumbrante o de unas barbas muy crecidas no arguye mucho seso. Y si a malicia va, tanta o más vanidad puede hacerse de la calva y de la crecida barba como del pelo postizo y del afeitarse cada día. Tanto se abusa de las miserias de la naturaleza como de sus correctivos.

Los trabajos mismos y las desgracias son objeto del alarde. En una cárcel o en un presidio, el más célebre es el que conoce más aquella casa o aquel grillete. Suelen juntarse en corro a contar sus trabajos. Al que cuenta poco lo interrumpen porque no cuenta cosa digna. Y aquel malhechor que más delitos tiene y en más calabozos estuvo suele ostentarse desentendidamente y en aire de ferocidad, cuando por las admiraciones y las señas comprende se está haciendo conversación a los forasteros de sus atrocidades y desastres, y de su infalible mérito para la horca. El crimen se mira allí dentro como un título para las incumbencias que producen alguna granjería. Y el cobrar el barato es la regalía del más forajido entre ellos.

Aunque se pierda honrosamente un brazo, siempre parece bien llevar dos mangas. Al contrario, fastidia el oficial que, quizá por huir del enemigo, llevó un balazo, y casi le pone un marco con su cristal a la cicatriz para hacerla más señalada.

En la repugnancia de estar al revés de los demás está el principio que los Juristas Alemanes controvierten flemática e inútilmente muchos tiempos hace, y a que dan el nombre bárbaro de principio cognoscitivo del derecho natural. Quiero decir, para que todos lo entiendan: la afrenta o desazón que se siente de estar al revés de los demás es el principio o la causa de que cada cual se atempere al sentir común, y la especie viva bajo la ley y los estilos que más cuadran con sus instintos indeliberados, sin ser posible en ningún tiempo sino una sola y mismísima ley natural, bien que modificada según las circunstancias de cada período social. Porque suponiendo lo que se debe suponer, por ver retratada en todas las historias y poemas antiguos, nuestro propio corazón moderno, suponiendo, digo, que la especie no ha padecido la degeneración sustancial que escandalosamente le suponen los más de los escritores, bien claro es que los movimientos espontáneos o indeliberados, o naturales, de todo hombre imparcial son los mismos en todos los tiempos. Y por tanto, cualquiera halla en el semblante indeliberado de los demás un mismo freno o una misma regla para conducirse sin disonarles. Lo que, puestos en nuestras circunstancias, aprobarían o reprobarían los antiguos, eso mismo es lo que el corazón imparcial de nuestros contemporáneos o vecinos les dicta aprobar o reprobar. Y lo que nosotros, puestos en las circunstancias de los antiguos, hubiéramos aprobado o condenado, eso propio es lo que ellos aprobaron o condenaron.

El ser, pues, una sola la ley natural, consiste en que el pregonero de ella no es el sentido o la pasión, o el discurso del individuo, sino el movimiento espontáneo o indeliberado del resto de sus semejantes, es decir, el movimiento fijo de la especie.

La ley natural es indeliberada para la especie, pero es reflexionada para el individuo. Porque éste, para conocerla a despecho de su pasión, tiene que atender al rostro o demostración natural de sus semejantes. Y por consiguiente, para que la ley natural hiciese fuerza, es decir, para sentirla pregonada en el corazón, para sentir ésta su coacción interior que llamamos el grito de la conciencia, era indispensable que la propensión por no estar al revés de los demás, la propensión por atenderles al rostro, y estar acordes, fuese el flujo, o pasión natural más fuerte.

Porque si tuviésemos algún otro flujo naturalmente más fuerte, es claro que éste nos daría la ley. El flujo, pues, por no estar al revés de los demás o, en otros términos, el flujo por consonar o armonizar con los demás, es evidentemente el instinto o principio cardinal de la moralidad.

Es cierto que los otros flujos o pasiones suelen distraernos por el momento, retrayéndonos de atender al grito de la conciencia o desazón de ver contra nosotros el semblante de los otros hombres. Pero en cesando el rapto de la pasión, en enfriándonos, en mirando nuestro lance con los ojos imparciales de los demás, la fuerza que éstos nos hacen asumidos por imaginación, nos desazona de nuestra conducta, y nos hace conocer en esta erupción mecánica o espontánea de toda la especie a la vez, no tanto nuestro interés o nuestra reflexión, como el destino forzoso de nuestra existencia y la voluntad despótica y poderosa de quien nos la diese.

El mismo discurso puede aplicarse a lo que llamamos buen modo o decencia. Pues las reglas de decencia, los estilos de crianza, y las leyes de justicia, todo procede de un mismo principio, todo tiene un mismo género de moralidad, y no hay otra diferencia sino la calidad o cantidad de la coacción.

El que viola las leyes de justicia, se acarrea la cólera y la venganza de toda persona imparcial; el que quebranta las reglas de la decencia, se acarrea el odio y menosprecio; y el que falta a los estilos de crianza, se acarrea el desconcepto y la irrisión,5 y si su falta choca con la dignidad y honra natural del agraviado, se acarrea también la venganza proporcionada en el pecho de todo el mundo.

Cólera, odio, desconcepto, e irrisión, conforme son distintos movimientos en el que los tiene, así también hacen distinta impresión en aquél contra quien se dirigen. Y esta diferencia de pena o de sanción es la única diferencia que hay tanto en la coacción interior o fuerza de la conciencia del agente, como en la censura o apodo moral del espectador o del agraviado en cada caso.

Pero debe advertirse que en todos los tres casos de quebrantar la justicia, la decencia o el modo, siempre la sanción parte del interior de los otros hombres. Y el sacerdote de la naturaleza, tanto en los puntos graves como en los de menos consecuencia, es bien el sentido de los otros hombres; pero su oráculo es el rostro indeliberado de ellos: ¡oráculo tremendo, que sin truenos ni conjuros, hinca de rodillas al déspota más impune!

La pasión, pues, y los apetitos que desenfrenarían al hombre, los contiene el solo principio de su propensión por estar armonizados con los otros. Esta propensión, por ser perenne, puede llamarse gravitación armónica. ¡Sencilla naturaleza! Por una gravitación hace familia una especie animal, conforme por otra gravitación voltean en sistema los disparados carros de los planetas.

Si el flujo por no disonar de los demás es el instrumento de la moralización del hombre, también el flujo por tener quien esté a nuestro igual, el flujo porque nuestros movimientos interiores tengan correspondencia en el corazón de los demás, es el móvil que nos impele a la sociedad, o que, nacidos ya en ella, nos la hace mirar como el elemento de la vida. De suerte que la sociedad política no es efecto de ningún contrato expreso ni tácito, sino una erupción espontánea e indeliberada, procedida únicamente de la propensión natural a la compañía con nuestros semejantes.

Tantos males como se dicen de la sociedad, no hay quien tenga valor para dejarla, ni ningún tirano pudo hacerla bastante desagradable para disolverla.

La soledad parece bien desde poblado, como el campo desde los balcones. Tal es panegirista de la vida silvestre que no puede sufrir un mes de campo.

Todos los males son sufribles menos el de estar a solas. Este es el más penoso castigo para hombres y para niños. El salvaje y el hombre del campo aborrecen la ciudad por hallarse ridículos en ella. En traje, en estilo, en lengua y en modales se diferencian de nosotros: si se nos interesan, nos reímos; y ellos, afrentados, huyen a su aldea o a su tribu, donde encuentran mejor liga. Propiamente, prefieren la sociedad mayor a la menor, con la diferencia de ser mayor para ellos la que es menor para nosotros.

Creerse contentos en un desierto con la persona que más se estime, es dicho para los rincones del amor, no para el teatro de la filosofía. La idea de la hermosura se borra en quitándole las contraposiciones que la constituyen, como la delicada flor que en la planta parece bien, y al ir a cogerla para mejor gozarla, tal vez cae deshojada, dando su esencia al viento.

Los escritores que injertan en amor propio las raíces del corazón no ven, groseros, otro atractivo de la sociedad si no es la comodidad y conservación. Nuestra reunión la representan como nacida, no de la propensión a reunirnos, sino de la aversión reflexionada a las fieras y a la hambre.

¡Cuántos no pudieran llevarse las seguridades civiles y las servidumbres domésticas a un despoblado, y sin embargo es menester el furor de la venganza o una especie de locura para ejecutarlo!

El equipaje y las conveniencias no son grillos suficientes para aprisionarnos.

Nadie gasta lujo y delicadeza a solas. Y sin los ojos de los otros hombres valen bien poco las conveniencias.

Lo que llena el corazón de una persona es las otras personas. Los males los consuela la compañía; los placeres los aumenta la compañía. La principal parte de los gustos consiste en ver que los demás los tantean en su imaginación, y nos acompañen en la alegría, o bien nos hagan admiración.

La hermosura del campo es relativa como todas. Y sin la novedad, la singularidad o la contraposición, no hay nada que parezca hermoso. Ninguna cosa tan hermosa como el sol y si nunca se pusiera fastidiaría pronto. La primavera es bien hermosa, y si todo el año fuese primavera, se estimaría poco: los países donde tal sucede no son tan agradables como donde se goza la variedad de las estaciones.

Lo que más nos atrae en los objetos del campo son los animales. De éstos, los que queremos más son aquéllos que se nos sujetan: los querríamos más aún si tuviesen lengua para explicarse con nosotros; se querrían más si fuesen personas. Nada llama tanto el cariño de un hombre como los otros hombres.

Entre el interés que tomamos por un bruto y el que tomamos por una persona viene a haber una diferencia como la que se nota en la afinidad de las partículas heterogéneas y la de las homogéneas. Para salvar a uno de nuestra especie matáramos todas las especies animales, y no se nos hiciera desproporcionado el sacrificio. Al llegar al rostro de nuestros semejantes, sentimos una fuerza incomprensible que nos atrae. Y esta como afinidad o atracción es en el mundo moral, al modo de lo que sucede en el mundo físico, la causa de desentendernos de los otros entes y reunirnos. El pez nace destinado al agua, el ave al aire, y el hombre no se halla si no es en la sociedad.

Repitamos, pues, que el flujo por armonizar es el impulso social, y la desazón de estar desarmonizados con nuestros semejantes es el móvil de la moralidad y racionalidad del hombre. Pero por lo que hace al objeto de este escrito, basta considerar ese segundo flujo en general como el principio que es de las reglas del buen modo. Es decir, de aquellas prácticas que caracterizan la especie racional en cada período de la sociedad y que, en medio de no tener razón antecedente alguna, son tan naturales que pasaría por un irracional quien no les conociese la propiedad.

Todos nos sentimos con derecho al buen modo, a pesar del necio dicho de los libros del día que miran como indiferente todo aquello que no hiere ni en la salud, ni en los haberes, ni en la libertad, ni en la conveniencia material. Ningún escritor ha considerado hasta ahora el derecho de trato. Sin embargo, la igualdad o desigualdad de este derecho es lo que constituye la igualdad o desigualdad civil. El faltar al derecho de trato es una de las cosas que más desazona al agraviado; conforme al transgresor, cuando lo reflexiona, lo sofoca de vergüenza. Por lo contrario, el cumplir finamente con los modales granjea las voluntades, y tiene el mundo quisto.

Este derecho no es de la misma extensión en todas las personas, sino que guarda ciertas variaciones bajo reglas fijas cuya naturaleza se explicará bien pronto.