De la desigualdad personal en la sociedad civil :18

Capítulo XIV


De las desigualdades facticias


1º Por inferior que sea uno, y por pronto que esté a ceder su asiento a quien sea más que él, si éste se adelanta a tomarlo, lo pide con imperio, es natural negárselo y decir: «yo soy tan bueno como el rey».

Esto significa que la raíz de la desigualdad, o de la superioridad del derecho de trato, está en el acatamiento espontáneo del inferior. Y el que olvida este origen de su fuero, el que atribuye a su mejoría propia lo que no dimana sino de la bondad; o hablando en rigor, de la ilusión de los otros, este tal se excede, insulta, y queda desaforado en el mismo hecho.

De esta suerte, la naturaleza ha establecido una dependencia recíproca entre el superior y sus inferiores. Hace muy sabiamente que éste no pueda exigir un derecho que sería en vano querer forzarlo, porque por más que se haga, en el momento que los inferiores dejan de acatarse, queda el superior vendido.

Como la superioridad es una relación de uno a muchos, claro es que si la naturaleza hubiera querido que la exacción del acatamiento le perteneciese al superior, lo hubiera armado de mayores fuerzas o poderío al modo de los Dioses, para que, lanzando rayos o sublevando los elementos, pudiese forzar él mismo su derecho.

Penetrados de este principio más que nadie los reyes, se van con mucho pulso cuando hablan al cuerpo de sus vasallos: mezclan comúnmente al atributo de señor el de padre para no parecer que se creen de mejor naturaleza o condición que ellos.

El trato entre rey y vasallos, entre un soberano y otro, entre nación y nación; entre un cuerpo u otro, y entre una clase y otra, está sujeto a los mismos principios que el trato mutuo y particular de las personas. Y con razón en el idioma español se comprenden las reglas a ciencia de todos estos casos bajo un mismo nombre, que es el nombre de política. Del mismo modo y por las mismas causas que se mantiene o altera la paz en una casa, en una tertulia, en un vecindario, se mantiene también o se rompe el sosiego y el orden público en las naciones.

En una casa o concurrencia urbana se distribuyen los asientos y se hacen los agasajos y cumplidos con proporción, no sólo al rango o connotados de cada cual, sino también al orgullo, digámoslo así, de los demás. Y aquél que hace cabeza se abstiene de toda preferencia y distinción que no es precisa, so pena de desazonar a todos.

Lo mismo sucede en el público de una nación. El que en ella hace cabeza, no mira a cada uno con los mismos ojos, mas les tiene respeto a todos. Y así, no reparte los asientos, los agasajos, los cumplidos, con arreglo sólo a los connotados de cada cual o individuo, o cuerpo, o clase, sino también con relación al orgullo de los demás individuos, cuerpos o clases.

El tiempo consagra estas costumbres; de costumbres pasan a ordenanzas; el trato público se solemniza, y cada clase pugna por conservar sus preeminencias solemnizadas. Pero los institutos del trato público hechos en tiempos menos finos no pueden tener la delicadeza que se requiere luego en cuanto las naciones se cultivan, a la manera que aquellos modales hebreos que parecían bien en el atrasado tiempo de nuestros abuelos, en nuestra época adelantada son chocantes y cerriles, y ridiculizan a la persona rancia que hace hincapié en guardarlos.

Las solemnidades, pues, del trato público de las clases llegan forzosamente con el tiempo a parecer o desproporcionadas, o infundadas e impropias; y como cada cual se vale del brazo del gobierno para forzar sus ceremonias y preeminencias, estos distintivos, perdido ya su carácter de espontaneidad, parecen no tener otro fundamento sino las arbitrariedades del gobierno. El gobierno, en consecuencia, se cree árbitro absoluto de las distinciones y jerarquías, las multiplica sin tasa, y las da y las quita según las pretensiones e intrigas de los individuos y queriendo, tal vez, fomentar, destruye el orden.

Es tan fácil como importante el probar que todas las condecoraciones civiles, las insignias, las cruces, los privilegios, los tratamientos, los uniformes, y cuantas otras puedan inventarse, no tienen valor sino en cuanto son solemnidades de la distinción o desigualdad espontánea de la naturaleza, de suerte que, creadas, aumentadas, o conservadas, o quitadas sin arreglo a esta su basa, producen un efecto contrario al de su intento. Pudiéndose decir que los arbitrios inventados para exteriorizar o realzar las jerarquías son la ignorante máquina que las mina.

2º Los privilegios arbitrarios, como por ejemplo, el de no pechar, aunque quizá pueden tener un origen muy fundado, como cuando conquistando algún pueblo, los vencedores echan el gravamen sobre los vencidos y quedan ellos exentos, sin embargo luego que se pierde de la memoria este origen, el privilegio no puede ser condecoración alguna. Es decir, no hace que los que lo gozan sean por él más admirados y respetados; lo que sí los hace es más odiosos. En España en el día los nobles ricos contribuyen, a proporción de sus necesidades, acaso más que el pobre. Todo el mundo pecha, y no por eso se merece menos.

3º Los tratamientos tampoco hacen clase. Son, cuando más, unas solemnidades que cuadran cuando tienen proporción con el sujeto. Y si no la tienen, dan risa u odio, pero nunca admiración. De tal persona no se murmuraría si no tuviese tratamiento. Y en llegándolo a tener, se hace fisga de todas sus faltas, y nadie que no lo necesite quiere saludarlo. Prescindiendo del mando, tan caballero nos parece el cadete como el coronel, aunque éste tiene tratamiento. El alcalde hace papel por la vara, pero no porque le digan de usía. Su oficio merece cierto acatamiento; la ley ha querido regularlo con una solemnidad para que nadie se exceda ni se quede corto, esto es, para que ni haya atrevimiento de parte del vecino, ni usurpación de parte del alcalde. Pero no dándose el tratamiento sino en los actos solemnes, no hay engreimiento para la persona privada del alcalde. En cualquier junta es comunísimo darse todos usía. Los monjes y eclesiásticos de la primitiva iglesia estilaban darse y recibir unos tratamientos estupendos. A cualquier hortelano o donado de convento se le llama de padre y reverencia, y no por eso es condecoración el ser donado. Por lo contrario, en Inglaterra se estila bien poco el tratamiento fuera de los actos solemnes. Y no obstante, la desigualdad política es tan notable como en España, a proporción de la menor civilización de aquella isla. Los tratamientos son de invención moderna, y la desigualdad viene desde lo antiguo. No eran menos respetados los poderosos cuando carecían de estos lisonjeros tratamientos que, de mucho decir, no significan nada. En Grecia y en Roma antiguamente no había tratamientos, y bien había desigualdad.

4º También los títulos son de invención moderna. Cuando duque, conde, barón y marqués eran oficios o dignidades verdaderas, esos títulos suponían por razón del mando. Ahora que ya no existen los oficios, no se estiman los títulos en el concepto público sino por las propiedades que les están anejas. Para formar idea de cualquier título siempre se pregunta cuánta renta tiene. Títulos sin propiedad, lejos de distinguir, ridiculizan. Bajo de una misma propiedad, tanto apreciamos al título como al que carece de él. Y el que el rey les llame de parientes es como llamar rico al pobre. La única ventaja de la titulación es anunciar con más facilidad la suposición. Con sólo oír que uno es título ya se supone que debe ser persona de alguna cuenta, porque regularmente nadie titula en España sin ser rico. El solo nombre y apellido no anuncian la suposición o riqueza sino para el que la sabe de antemano. El título, pues, pregona o solemniza la distinción, pero no la aumenta, no es distinción de suyo.

5º La ley que impide a los de cierta jerarquía casarse con quien no sea de la misma se funda en que naturalmente los de aquella jerarquía no quieren esos casamientos, y las raras veces que se hacen traen perjuicios. Basta que sean raros los abusos para decir que la ley es ociosa. También aquél cuya pasión le hace no reparar en jerarquía, tiene una pasión ciega, y efectúa el casamiento a todo trance. Semejante ley, pues, es inútil, y lejos de constituir desigualdad, se funda en suponerla. Semejante ley es no más una solemnización de la desigualdad, y por lo mismo de no ser necesaria, da tan en ojos como cuando uno dice sin venir a cuento: «el señor es mejor que Vds.»

6º El ceremonial de cubrirse delante del rey puede ser señal, pero no es constitutivo de la grandeza. Frailes hay que también se cubren y se vociferan grandes, pero no nos lo parecen. No tutearán por cierto a los grandes antiguos ni aun por chanza. Todo lo que el monarca más absoluto puede hacer es un hombre nuevo, pero éste no nos parece grande de repente, si no le da entronque. Dándoselo, lo parece, porque el matrimonio, confianza la más estrecha e irrevocable, iguala las personas conocidamente, y bien que la envidia y la murmuración ofusquen al pronto el brillo de la suerte, la sucesión hace callar y resignarse a todos. El privilegio, pues, con que en España se solemniza la grandeza, no la da.

Nuestros ilustres grandes no lo parecieran menos por no cubrirse. Ni ellos ni el rey ganan nada en ese como alarde de confianza, por la misma razón que un poderoso particular ni gana ni da a ganar a ningún privado amigo suyo usando o sufriéndole confianzas en un público.

No son lo mismo confianzas en un público que en secreto. Por notoria que sea la amistad de uno con un magnate, es bochornoso entrar en su cuarto y tener que sentarse, a la sazón que los criados mayores, no inferiores a uno, tengan que quedarse de pie derecho. El hombre avisado demuestra en la cara su martirio, y así desarma los criados. El ignorante se muestra ufano haciendo como alarde de acomodarse bien, y de mirar aquella preferencia como muy merecida, con lo cual, en vez de excitar el respeto, graba un justo rencor en el corazón de los criados.

Todo aquel privado que cuando sale en público con su poderoso hace alarde de confianzas, se desacredita a sí mismo, y desacredita al poderoso. Si los circunstantes son iguales míos ¿por qué90 razón la he de echar de mejor que ellos? ¿por qué razón les he de cantar en su cara «vosotros no sois tan merecedores como yo»? Pues este canto es el sentido natural del tal alarde. Todos los mentecatos que lo hacen, lo intentan así. Y todos, aun los mentecatos, que lo presencian, son unos linces para penetrarlo. Con las señoras de mérito hay también muchos insolentes que, cuando hay testigos, estudian aire y ademanes de la confianza que no tienen, deseosos del concepto, ya que carecen de la realidad. Las señoras de mundo suelen ser bien finas para cortar estos aleves revesinos. Las de poco aviso o sobrada bondad suelen perder su honra, siendo quizá incapaces de desmerecerla. En la conversación misma que se tenga de los poderosos que se traten o se hayan tratado, el que hace alarde de confianzas que tuviese con ellos, en vez de ganar amor y respeto, se gana el odio y menosprecio. Bien conoce el mismo vano que ofendería a sus poderosos la noticia. Y así suele aparentar misterio, o encarecer neciamente la reserva. Pocos son tan fastidiosos como los que afectan aire de protección y de mucha interminación diplomática, o como el que por un adarme de buena suerte se vocifera ya en los cuernos de la luna. El hombre avisado que ha sido venturoso, si se ve en precisión de mencionar las confianzas o venturas, lo hace con mucha concisión y con los colores en la cara. Bien que en todo hay ardides. Sin embargo, el que tiene talento y experiencia, a una ojeada descubre estos fantasmones que viven haciendo el búho.

Por fortuna toda persona visible, cuando está en público, se reviste de autoridad naturalmente. Conoce que si los circunstantes, inferiores suyos, son todos de una misma esfera, cada cual de ellos se conceptúa de tan bueno como el privado. Y en consecuencia, para no chocarles el concepto, el poderoso se guarda bien de hacer distinciones, mas reprime las confianzas poniendo el gesto serio. Ésta es una política natural que muchos ignorantes gradúan de quijotería. El poderoso que falta a ella, o que permite que se le atreva uno solo de los circunstantes, se desconceptúa, y hace naturalmente atrevidos a los demás. Hasta los iguales recatan su amistad y confianza cuando están en público. Pareciera mal que amigos, y aun dos hermanos se tuteasen en una junta solemne. Y esto confirma cuán delicadas son las reglas del decoro, y cuánta cultura se necesita para poseerlas con alguna perfección. El trato es no menos difícil con los superiores que con los inferiores. Aquéllos es cierto que tienen en la superioridad un escudo para no ser talionados del todo cuando tratan mal. Pero les queda la sanción temible del menosprecio interior que conocen en el rostro del agraviado. Y así se andan con mucho tiento, sobre todo si dan con hombre fino en cuyos ojos lean capacidad para volvérselas y sofocarlos con decoro. Delante de éste, el magnate de pocos alcances se siente corto, y todo magnate que se roza con gentes de talento y de firmeza, es prueba de que a él le asiste uno y otro.

Por esta explicación se puede formar juicio de la significación y efecto del cubrimiento de los grandes de España. Es cierto que los que no compiten con ellos no se agravian de esta solemnidad de su jerarquía. Pero de grandes abajo hay una escala imperceptible de personas de viso, muchas de las cuales se creen, y tal vez son, más que algunos de los que se cubren. Por tanto, les choca la distinción, les choca tanto más cuanto su mismo viso les hace mayor el desaire. Todo hombre imparcial da la razón a estos agraviados, haciéndose así odiosa la distinción aun a los que no la envidian, porque aun lo que no nos interesa es natural interesarnos.

También entre los que se cubren hay unos que se creen son más que otros. En todas partes hacen más eco, y consiguientemente debe ofenderles el verse graduados del monarca con igualdad.

El monarca quizá pareciera más majestuoso, si en público no hiciese distinciones. Y si los grandes reciben algún respeto de las confianzas con el Rey, continuarían con él mismo, sabiéndose que las usasen en secreto.

Los grandes de la Grande Bretaña, en medio de no ser, ni con mucho, tan ilustres como los de España, hacen mejor papel en la corte por el voto que tienen en la cámara. De este modo tienen más medios de complacer al rey y de mantenerse bienquistos.

Desde niños oímos decir que la residencia de los grandes en la corte es máxima de los reyes. No son muy políticos los que creen en tal máxima. Antiguamente los grandes eran más grandes y los reyes no eran tan poderosos como ahora; casi parecían y se denominaban91 sus iguales. Si las cosas estuvieran en este pie, no estaría muy segura la quietud, ni hallándose los grandes dentro ni fuera de la corte. Pero el lujo, haciendo escasas las crecientes rentas de los grandes, éstos no pueden tener el peculio, las generosidades y el séquito que antes. El lujo ha disminuido el viso y poderío de los grandes, y al mismo tiempo ha aumentado el de los reyes. Éstos, en vez de parecer iguales a aquéllos, les son ya como unos Dioses. Los grandes en estos tiempos necesitan la protección de los reyes, y en ningún sistema que se les arregle puede ser su interés contrario a los intereses de su monarca.

Los ceremoniales de los grandes al rey no contribuyen en nada para apoyarle el respeto. En caso de contribuir, quizá fuese más bien para lo contrario. Porque cabalmente los ceremoniales que están a la vista de todos los ceremoniales públicos son los de confianza. Y los ceremoniales de dependencia o servidumbre son secretos. El que al rey se le sirva de un modo o de otro ni le puede dar ni quitar respeto.

La dignidad de monarca crece progresivamente desde el estado salvaje hasta el estado culto. Saúl, al mismo tiempo de ser vaquero, era y parecía rey. En el Homero se ve bien la pequeña dignidad de los reyes al tiempo de la guerra de Troya. Originalmente, rey quiere decir el más poderoso del país. Para que en el trato nadie se le exceda ni se quede corto, es decir, para que ni el vasallo se atreva, ni el rey se engría, es conveniente establecer los ceremoniales. Pero el graduarlos es una cosa muy delicada y cuya teórica no pertenece al presente asunto.

7º La vinculación y acumulación de los bienes en cabeza del primogénito, aun cuando hiciese más durable la distinción en la línea preferida, la aumenta menos de lo que parece.

El que es dueño libre de sus bienes puede especular, acrecentar y lucir mejor que el que los tiene secuestrados. La vinculación es una especie de embargo o secuestro. Y así, daña a los incrementos de la hacienda y al lucimiento y distinción del poseedor.

Libres los bienes y repartidos por igual entre los hermanos y hermanas, es cierto que al pronto el hijo mayor tendría menos pertenencia. Pero por otros lados y a la larga tendría unas compensaciones que valen bien la pérdida.

Las hijas de los hombres pudientes irían tan ricas al matrimonio como sus hermanos. El primogénito que se casase, como es regular, con una hija de igual familia a la suya, hallaría un dote tan grande como su legítima. Por tanto, la pérdida del mayorazgo no sería sino la mitad de lo que parecía a primera vista.

El bello sexo resucitaría con esta saludable providencia. Es una afrenta para todo hombre de mérito el ver que no se presenta otro sexo cuya voluntad ganar, sino un sexo que, sitiado por hambre, pasa la primera juventud con el ojo siempre largo para, a la más mínima insinuación, rendirse atropellado de la dicha a un zafio mayorazgo. Es imponderable lo que ganarían la dignidad del bello sexo, la moralidad de las pasiones y la delicia mayor de un hombre, si de golpe se quitase del medio la miserable corruptela de la primogenitura donde no hay estados políticos que heredar. ¿Qué ha de hacer una mujer fina al lado de un hombre que, destinado desde la cuna a ser una máquina de la continuación de la familia, se crió contemplado desde la niñez, sin querer sus padres alargarlo a un colegio donde los de su misma edad le enseñasen de modo; ni aun perderlo de vista un solo día, mas bloqueándolo en la casa con un grosero cordón de criados, y atraillándolo por fuera con uno de ellos, o cuando más, dándolo a la férula de un capellán, incapaz de otra cosa que de enseñarle a persignarse y a ayudar a misa; porque bien claro es que, teniendo tanta salida los clérigos, es harta información de torpe el allanarse por una miseria a tal humillación? ¿qué ha de hacer, digo, la mujer fina al lado de un pariente punto menos que salido de la dehesa, y que en vez de dejarse cepillar y corregir, está persuadido que el mayorazgo, que te sujeta tantos mozos de labor, le da fuero para gobernar la mitad del mundo, cuanto más a una melindrosa mujerzuela que, a no ser por él, pereciera de hambre? En Inglaterra, no obstante de no ser la pasión tan fina como entre nosotros, es muy raro el adulterio, no habiendo a qué atribuirlo sino a ser rarísimas las vinculaciones. Acomodadas mejor las doncellas, se harían más difíciles, y el hombre tendría que hacerse más digno para granjearlas. Por consiguiente, el matrimonio, la pasión, y la familia serían finos y felices.

Quitado el apoyo de la vinculación, los padres buscarían por fuerza un nuevo apoyo del esplendor de sus descendientes en la economía, en la aplicación, en el juicio, y buen gobierno, y principalmente en el esmero por la educación más útil de los hijos. Los parientes todos aumentaran y lucieran a la par, y en ninguna familia de consideración hubiera esta carga de parientes pobres y viciosos que la degradan, mas ellos saldrían de la desidia. Porque el ser desidiosos procede conocidamente de falta de medios para emplearse con una utilidad que merezca la pena. La familia, pues, del pudiente brillaría mucho más que ahora, porque si el primogénito hacía menos ruido, también que el apellido se difundiría con decencia, se afinaría más aprisa, y camparía por el entronque con un número siempre creciente de familias finas, sin suceder lo que en el día, que, con el casamiento de los segundos, a cada generación va el apellido a menos.

Los hermanos, no habiendo el fuero de primogenitura que los extraña y les hace desearse la muerte, se querrían con más sinceridad, y el que tuviese mala suerte, hallaría en su multitud de parientes acomodados arrimo para recobrarse. Entre tantos parientes cultivados y aplicados con utilidad era más probable el engrandecimiento de uno u otro que no ahora, que casi ninguno de ellos tiene fomento ni cultivo.

Que los bienes del padre repartidos entre hijos más aplicados, ilustrados y económicos producirían más que entregados a un solo hijo estúpido e indolente, es una cosa demasiado clara. No es mucho suponer que produjesen doble. Y admitiendo esta cuenta, el primogénito no perdía en rigor sino la mitad de lo que dijimos, es decir, la mitad de la mitad de lo que a primera vista parecía. Y si a esto se agrega la ventaja del mayor dominio que tuviera de sus bienes en aboliéndose la vinculación, resulta en limpio que el primogénito, aun no haciéndose caso de sus ventajas morales, sino contando sólo con lo económico, perdiera o nada, o muy poco. Pero lo moral hace mucho peso para quitarlo de la balanza. Y aun cuando tenga algo de alegre la cuenta, el fomento de los hijos segundos, de las hijas y del todo de la familia merece bien algún sacrificio de parte del primogénito. Pudiéndose concluir que la ley suntuaria de la naturaleza es la libertad de los haberes, y su igual repartición entre los hijos.

También, abolidas las vinculaciones, se hiciera más imperceptible, es decir, más larga o extensa, la gradación de las clases. Y consiguientemente se afinaba y se hacía de mayor eficacia la máquina que la naturaleza emplea para el progreso de la cultura.

Los aumentos de cada casa rica no se estancarían en ella para ser el pillaje de los apoderados y mayordomos y quedar eternamente yermas las haciendas. Mas se repartirían con el matrimonio a otras casas que, si hoy por casualidad eran indolentes, mañana se aplicarían. En vez de que ahora nadie quiere acumular gastos en unas mejoras que no es dueño de vender, y cuyo producto no lo disfrutarán sino sus nietos.

Habiendo libertad de bienes, las casas viciosas que fuesen disminuyendo, no arruinarían a sus acreedores con eternas moratorias. Las casas que creciesen, ellas mismas se buscarían mutuamente para emparentar. Y bien pronto nacieran muchas más casas tan opulentas como las del día.

En la China no hay vinculaciones. Y sin embargo, no sólo se conservan allí las casas más antiguas del mundo, sino que los grandes de Europa son unos pelgares en comparación de los de aquel opulentísimo país.

El aumento o conservación de la riqueza sería entonces un efecto de la aplicación y del gobierno. Y no diera en ojos el ver a muchos de estos opulentos abrumados de riquezas a pesar de su indolencia y despilfarro, y sin saber por qué, si no es a costa de la felicidad de cientos de parientes, que sucesivamente lo pasaron ajeando de hambre en esta vida, y que se fueron a la otra poniendo el grito contra el brutal regodeo del estúpido mayorazgo.

Si se viese que la desigualdad de cuna era un efecto espontáneo de la aplicación, del acierto, o de la buena suerte del trabajo de los ascendientes de cada cual, a nadie le chocaría la diferencia, por enorme que se hiciese. Pero como la vinculación, a pesar de no aumentar en nada la superioridad de la cuna, muestra una parcialidad injusta por aumentarla, hace parecer que la desigualdad de cuna proviene de la injusticia de las leyes. Y en consecuencia hace odiosas las desigualdades extremadas a las clases medias que, por razones que aquí no vienen, son las que a la corta o a la larga dan la ley. Seguro está que en la China, si se conserva la libertad de bienes que dicen, le ocurra a ninguna persona mediana el bárbaro proyecto de quererse igualar con unos grandes cuya opulencia y cuyo brillo es el fruto gradual de la economía y de la aplicación de sus antepasados.

8º La tendencia de las ejecutorias, escudos de armas, y cruces, bien que sean de un origen muy loable, es de oscurecer la distinción o desigualdad espontánea de la naturaleza. Para obtener espontáneamente la consideración pública, como se dijo en el capítulo VIII, no basta el dinero. Pero con éste todos se hacen de ejecutorias, escudos de armas y cruces. Raro de los que prueban antigua nobleza la tiene. Y aun cuando la hubiesen tenido sus visibles antepasados, ¿por qué razón la ha de tener el descendiente remoto, si es ya un sujeto oscuro? Las solemnidades, que acaso cuadrasen con el viso espontáneo de aquéllos, no cuadran ya con la oscuridad de él. Forzarlas todavía es envilecerlas, y derogar el viso de los que las disfrutan con buena proporción.

Las cruces y veneras no pudieron ser originalmente una condecoración, sino una divisa. ¿Se acabó ya el intento para el cual se ponía esa divisa? ¿Pues a qué fin ponerla todavía? Si por memoria es, tampoco se entienden los huesos de los que nos hicieron el mayor beneficio, que es el de ponernos en el mundo. En no siendo absolutamente necesaria una distinción, ultraja tanto a los que no la tienen como cuando uno dice sin sustancia a otros: «yo soy mejor que Vds.»

Otro tanto debe decirse de los uniformes, principalmente de aquéllos cuya pompa no es proporcionada con el equipaje, vivienda y facultades de los que lo llevan, aunque no tengan ellos que costeárselo. En España en estos últimos tiempos se han hecho tan comunes los uniformes, que casi es ya uniforme el no tenerlo. Pocas cosas son tan ridículas como el ver a algunos que, de pura hambre, carecen de fuerzas para soportar el peso de sus bordados y galones. Si el lumbroso traje no los atara, quizá no se desdeñarían en los ratos que les vagan de aplicarse a ganar un medio jornal por ayuda de sus obligaciones, y no que imposibilitados a esto, están siempre entre sus polvos y galones meditando cualquier crimen o bajeza, borrando así la idea de la justa distinción de aquéllos con cuyo rango se les exterioriza, y consiguientemente propendiendo a persuadir que todo el mundo es igual.

Hasta los particulares ponen distintivo a sus criados. En Inglaterra los criados, que llaman mayores, pero que sirven a la mesa de un mero y mediano comerciante, llevan charreteras como nuestros capitanes. Enhorabuena pónganles por la casa lo que quieran. Pero ¿por qué nos han de venir persiguiendo por las calles con la importunísima noticia de: «ése y aquél son mis criados»? Y al pobre criado ¿con qué justicia se le exterioriza solemnemente la miseria de servir a un amo que acaso no sea tan bueno como él? En España, en su propio pueblo, no hay nadie que quiera ponerse de librea. Y si el criado hace vanidad de la servidumbre, ¿por qué título se le ha de estimular a la audacia, pregonándole con la ropa la protección y el valimiento de su amo?

9º De todo lo dicho se deduce que las condecoraciones artificiales, estando bien reglamentadas, equivalen, cuando más, a la uña que se dejan crecer los Chinos que no ejercen oficios mecánicos, y la base de todas las distinciones facticias es la distinción espontánea. Ésta es, pues, la que debe consultarse escrupulosamente para regular aquellas solemnidades que pueden ser precisas. No hay duda que lo son algunas.

Si tratamos con distinción al poderoso, es claro que el magistrado debe tratarlo con la misma. Si nos guardamos de andar a mojicones o a palos con la gente de honor, también debe guardarse el magistrado ¿Usamos cortesía, agrado y condescendencia con el bello sexo? Úselas también el magistrado ¿Desconfiamos de la palabra, y aun del juramento del hombre de baja esfera? Desconfíe también el magistrado. En esto el magistrado seguirá el voto general, y nadie estará quejoso. No haciéndolo así, su conducta no corresponde con la expresión común de la voluntad natural de todos, y por tanto se aparta de la ley.

Un hombre sin camisa que se encuentre con la mano en el bolsillo ajeno, o escalando una casa, se supone es para robar. Si un opulento se viera en las mismas diligencias, nadie diría que era para lo mismo ¿Por qué, pues, lo había de decir el magistrado? Un honrado padre de familias que no pueda huir sin perderse, y prometa ir al arresto, irá; un pobre vagabundo no irá ¿Por qué, pues, porque se emplee con éste la fuerza, se ha de emplear también de aquél? ¿por qué razón el magistrado no ha de distinguir de casos? Se distingue el niño del adulto, el loco del cuerdo, la hembra del varón, y ¿no se ha de distinguir el hombre de honor del hombre perdido?

No es lo mismo poner a la vergüenza sin testigos que con ellos. Lo segundo es mayor afrenta. Esto da idea de lo que es el hombre oscuro comparado con el visible. Al uno lo reparan pocos, al otro muchos. El uno no tiene rango que perder, el otro lo tiene. Luego, en igualdad de pena personal, es más afrentado, es más castigado, el más visible. Y por tanto toda ley penal igual es injuriosa para las clases altas. Al contrario, en punto de exacciones o multas pecuniarias, toda ley o sanción igual es desigual para las clases menos pudientes. Conforme, pues, la equidad manda hacer distinción en lo económico a favor de las clases pobres, así también la equidad manda hacer distinción en lo personal y político a favor de las clases distinguidas.

Si las distinciones en lo económico se dejasen al arbitrio del magistrado, habría interminables quejas. Por esto la ley hace sus regulaciones prudenciales, y solemniza la cuota económica, la exacción, contribución, o pena pecuniaria de cada clase.

Por la misma razón y aun por razón más delicada, si las distinciones personales o políticas estuviesen puramente a la discreción del magistrado, habría muchas y más amargas quejas, porque el agravio en lo personal o político hiere mucho más vivo que en lo económico. Por tanto es forzoso que la ley señale y solemnice la cartilla del trato que el magistrado haya de dar a cada clase en cada caso. Y que esta cartilla se vaya corrigiendo de tiempo en tiempo según el estado del país.

Por esto, por ejemplo, en Inglaterra está establecido que no se ejecute por deudas a ninguna casada. En España al título no se le puede poner en cárcel pública, al noble no se le puede poner la mano ni impedir el uso de ciertas armas, y hay otros muchos estatutos por este estilo, unos bien, otros mal o bien fundados, y cuya enumeración y revista no es aquí del caso. Bastan los dichos para explicar la naturaleza de ellos, y para hacer palpable que la desigualdad espontánea exige esencialmente varias desigualdades solemnes de parte de la ley civil en lo personal y en lo político. Y no importa, ni nos entremetemos aquí en aprobar o criticar las desigualdades particulares solemnizadas o abolidas en ningún país. Debiéndose entender que lo que se ha censurado de algunos usos, unas veces nacionales y otras extranjeros, no ha sido con ánimo de remorderlos o de dar un voto inoportuno, sino tan sólo con el de desentrañar la significación y esencia de las desigualdades facticias que han sido el objeto de este capítulo y de todo el libro.

10º Estas solemnidades se aumentan naturalmente con la cultura, porque con ésta se aumenta y se multiplica en unos casos, y se disminuye en otros, la desigualdad espontánea que es la base de ellas. Así, el fuero del bello sexo se aumenta con la cultura, porque ésta le aumenta al varón la pasión y los celos que son la raíz de aquel fuero. Al contrario, el fuero de la edad mengua con la cultura, porque con la ilustración y los medios que ésta proporciona, un joven bien criado adquiere más racionalidad o se hace más persona que los ancianos sin educación.

Pero no puede encarecérseles demasiado a los gobiernos la moderación y el pulso tanto en la institución de nuevas solemnidades como en la reforma de las antiguas, las cuales notoriamente deben ser defectuosas por razón de su antigüedad. Es decir, por haberse establecido en tiempos en que la cultura y consiguientemente las distinciones o desigualdades espontáneas estaban en muy otro estado.

Pocos premios serían más bien empleados que el que se adjudicase al buen patricio, que teniendo talento, finura y ocio, deslindase parcial y claramente la propiedad de nuestros actuales ceremoniales y solemnidades.

En este libro no se habrá hecho poco, si se ha acertado a abrir el hasta aquí desconocido camino de la política, y sentado los verdaderos preliminares para que puedan avenirse los que lo intenten de buena fe.



FIN