De la desigualdad personal en la sociedad civil :16
Digresión IV
Comparación de la vida del campo y de la ciudad
Los poetas, por tener el flujo común de todo literato, que es el de que no haya más distinción que la del talento, en todos tiempos han sido propensos a figurarse que el mundo estaría mejor, si se quitase de raíz el lujo, en el cual ellos no pueden sobresalir, y los hombres viviesen esparcidos por los campos, como vivían en la edad que llaman de oro, es decir, en el período rudo anterior al cultivo de las artes en el cual se dice que la encina daba miel, y leche el río, porque no habiendo entonces todavía vasos, las abejas labraban en los troncos huecos, y las reses sin caudillo buscaban la humedad y las vegas para pacer.
Horacio y Virgilio son los más señalados en elogiar la vida del campo. Sus composiciones encantan el oído, pero no se graban en el corazón.
Virgilio principalmente, esclavo de la opulencia de los versos, no reflexiona lo que dice, mas habla como a bulto en todo el Oh fortunatus nimium. Es cierto que pinta la vanidad con elocuencia, pero lo demás se reduce a afirmar inverosímilmente que la tierra75 produce sin trabajo del hombre; que el palacio, la arquitectura, el oro y la grana no valen una cueva, un charco, el bramido del buey y el dormir bajo de un árbol. Los objetos rústicos que toca son los bueyes, los becerros, los animales de cerda, el granero, los frutos del otoño, el mosto, la leche, la pelea de los cabritos, la tertulia de los rústicos, el tirar al blanco y el luchar. Cosas por cierto de bien poco atractivo, y sin embargo el poeta les da la preferencia de buena fe.
Horacio ha hecho una composición más juiciosa, aunque de menos entusiasmo. Y en vez de mostrarse convencido, la pone en boca de un logrero que, resuelto ya en virtud de ella a hacerse rústico, se arrepiente inmediatamente. Los cuatro versos últimos del Beatus ille que algunos los hallan superfluos y niegan sean de la composición, además de estar preparados en el cuarto verso, cuadran con el juicio fino del poeta, en el cual no se le puede comparar ningún otro.
Un poeta moderno español ha tenido más discreción que los latinos en cuanto toma por asunto del elogio, no la trabajosa vida del labrador pobre, sino la vida pastoril, la cual, como tiene más ocio, admite otra ilusión.
Pero a pesar de los esfuerzos de la elocuencia por abatir la vida de la ciudad, nadie deja el palacio por la choza, la limpieza por la suciedad, ni los racionales por las bestias.
El rústico huye la compañía de las ciudades porque su menor racionalidad de él, o la diferencia de sus estilos, lo hace impropio para ella. Así, el africano huye al Europeo, el salvaje aborrece al que no anda en cueros, y cada cual prefiere su propia patria, cuando saliendo de ella, se ve extraño en las ajenas.
El campesino es bueno para el campo, donde no tiene que lidiar sino con la gente suya. Fuera de ésta, no halla quien lo sufra. Su rostro indómito descompone a los demás con la brutal cólera, e ignorante de la expresión fina, lo suple todo con la lengua indiscreta o con las manos. Y así en sus fiestas o enmudece, o remata en riña. Siempre peca por los extremos de confianza y de quijotería, de altanería y de bajeza, por deslenguado o por reserva cerril, por demasiado atado o por demasiado suelto. Si quiere hacer del elevado, se hincha; si le da por humanarse, retoza y hay que ponerle trabas. Falto de gusto, no discierne lo feo de lo hermoso, mas emprende con la primera que viene a mano, bárbaro máquina de la especie, no conociendo de los amores sino el material gusto de apagarlos.
Está muy bien que el tormento del hambre le supla por la delicia que a los manjares añade el arte. Y que el molimiento del cuerpo le haga los guijarros tan blandos como la pluma.
Pero en las madrugadas frías no se arranque el sueño a racionales para trepar desnudos, entre escarchas y terrones, a solas todo el día, atarantados del viento entre troncos ateridos, o en el ardoroso tiempo embebiéndose de sol la negra tez, y quebrantado el pecho de pensar que la misma carrera aguarda a los pequeños que quedan arrastrando por el suelo, y cuyos ayes de hambre quizá mimbrean los fugaces muros de la choza.
Huélguense si quieren los poetas en el mojado valle, lacayos de una yunta, limpiando a los bueyes la ancha frente, o en las lumbradas nocturnas reclamo de garrotes y pendencias. O bien, meditando la mariposa que viene a poner insectos, la cabra que destroza los plantíos, o el gallo que agua el sueño. Vayan por allí desnudos trayendo la corteza de los soles y los aires en vez de ropa, entre las berroqueñas doncellas amoratadas de la losa, vestidas de madera, oyendo tocar el pito a los esclavos de las ovejas. Y las veladas recréese con media docena de idiotas, escuálidos del trabajo, los unos hablando despropósitos, los otros dando cabezadas en torno de la lumbre, y a todos llorándoles los ojos, y saltándoles la cabeza del humo de la mugrienta chimenea.
Pero al hombre de rango, al hombre culto, póngasele en una población grande, donde el labrador y los pastores acudan diarios con lo escogido de sus campos y rebaños; donde los frutos, no vistos madurar, llenan más el ojo; donde, en vez de senderos intratables, haya caminos anchos pavimentados en piedra labrada que no resbale; en vez de la desterrada chocilla, que o se llueve o hierve, una casa de tres altos aislada a cuatro calles, con varios órdenes de piezas para tener el silencio o bullicio, y el temperamento que convenga; o para que, apartados entre paredes de bronce, los consortes gocen en perfecta libertad las confianzas de su estado, sin que, testigos de sus ternuras o de sus lides, los hijos reciban la ruinosa crianza que les trae de preciso la estrechez de la vivienda. Allí se alargan preciosamente las veladas o en una dichosa soledad que hace más agradable luego el bullicio de entre día; o con gentes finas que traen cotidianas en la uña las noticias y ocurrencias de todo el mundo; o tal vez se pasan en el templo de la crianza, oyendo al discretísimo de robusta voz que encanta cuando hace el truhán o el tonto y sabe más de lo que hace; y a la pratea que esconde la poca edad, o la manifiesta con mucho brillo, y cada vez parece de distinta patria y de distinta esfera: maestros poderosos uno y otra, si los inspira aquel pequeño y sacerdote de dos cultos que, hablando poco, sabe hacer reír y tiene el mundo a raya.
¿Dónde hay espectáculo más incansable que la ciudad inmensa y opulenta situada en altos bien oreados, dominando por todos lados alguna campiña de muchas leguas, dispuesta en pendientes imperceptibles para escurrir las lluvias que la limpien; sus calles desembarazadas y perdiéndose de vista, pero fáciles por los puntos de reunión, y por la diferencia de los frecuentes y soberbios edificios públicos, cortadas de placetas sembradas de fuentes, y empavesadas de fuego para redimir la esclavitud y el pavor de las tinieblas; bullendo la gente día y noche, todo ejercicio y precio libre, y las tiendas y los surtidos perpetuamente abiertos? El estrépito de la gente y de los carros lo esmaltan diez retretas. Hay paseos y jardines diferentes proporcionados para el recreo en todas estaciones, temperamentos y horas; de día o de noche, en lluvia o en sereno, en los calores o en los fríos. Los unos cubiertos raso a la elevación de quinientos pies, desplegada viva entre pedestales y columnas la historia de los principales pasajes de la tierra; otros, de fuegos de artificio con inmensos bastidores y estatuas trasparentes, animados de una música que suena distante, en medio.
Pero la arquitectura rústica rompe al viento libre, cual conviene, sin más dosel que el firmamento. Allí los ríos, los arroyos y los manantiales afrentados en las soledades fastidiosas del poeta, se ensalzan por canales de oro hasta los cielos para que, como don de éstos, se desplome el agua en torrentes claros como el cristal por gradas infinitas, unas rectas, otras caracoladas; en tanto, estrechas que hagan aquello salto; en tanto, anchas y subdivididas y lavando trasparente mil brillantes mármoles al deslizarse; o bien, rompe oblicua por los aires formando un iris; o sube derecha deshaciéndose de la fuerza y se cuelga en el viento como polvo; en otras partes, cae en cascadas espumosas, salpica las adelfas que aman los peñascos, y tuerce luego lenta por entre cañadas entretenidas, dejando en zaga las espumas; o parte como una saeta, cascajando dividida en los estorbos, y regolfa rápida en los leves senos del camino.
Las gibas de la tierra que coronan el radio de la vista, se cubren de árboles apiñados que escondan los confines y parezcan continuarlos inmensamente. En las planadas, unas veces limpio todo en medio, y los vegetales en huestes a las márgenes; otras, espesados a trechos los arbustos, formando gruesísimas columnas y fajas turbulentas de Pirámides y de prismas que acá orlen, allá calcen en grada las familias de gigantes erguidos hasta las nubes en términos de sacarles al paso el escape eléctrico que las coagula. Pero claros sus grupos, que la vista los coja todos por cualquier parte, haciendo a cada pisada distinto aspecto. Y el sol y el aire y los horizontes variándose por momentos en torno del caudaloso río serpenteando largo a flor de tierra, y limpios sus costados de los tarayes celosos de él. La madre del río distinta siempre, que en tanto remansa como un lago, cuajado de isletas y de baños flotantes; en tanto se estrecha y apresura, o se disipa en cequias que se saltan. Los reyes de las fieras acotados al raso por las cumbres para que con su aspecto y ronquido horrible realcen la paz que trae el arrestarlos; y otros de ellos sacados al espacioso anfiteatro para que se desbraven mutuamente, o para ver el triunfo del atleta que los señorea, al modo que los padres del animal más útil hacen un espectáculo marcialísimo cuando, sueltos y picados en el circo, berrean y cavan rabiosos la tierra, destrozan otras fieras menores, vuelan en vano tras los hombres, y estando encarnizados hasta con las ropas, tiemblan el careo sosegado del español perezoso para huir.
Un día de más aumento, traído el mar a la tierra, las ciudades gozarán encima de las aguas otro recreo más augusto con el débil semejante nuestro que, mal seguro en un palmo de boya, se abalanza firme al más tremendo de los cuadrúpedos, y le pesca el alma por la boca en el momento de abrirse ésta como un abismo en ansias inevitables de la mitad del Bósforo.
Todos estos espectáculos realzados de enjambres de mujeres cultas, nutridas y lucientes de la abundancia, sueltas las trenzas, el talle alto naturalmente, el traje y el estilo bien marcial, los semblantes risueños de la dicha, entremezcladas con los hombres sin ningún riesgo, cada cual desconocido y libre, pero atado con los adornos, y forzado a guardar racionalidad.
Y fuera, fuera de allí, por medio de la natural subida de los precios, la gente tosca que donde quier que está no puede menos de turbar la holganza; fuera la canalla que, por no traer consigo ningún rango, no le desdice cualquier infamia o atrevimiento. Y oigan al paso para contar y mover a estímulo en vez del rabel de Orfeo, mera campana de los albañiles de Tebas, las inmensas y opulentísimas orquestas, que arrebatan el pecho bien así como se mece la cuerda en el instrumento.