De la desigualdad personal en la sociedad civil :13

Capítulo XI


Del progreso de los amores y de sus congruencias


1º Por los campos y en los lugares cortos está más concentrado en el hombre el estímulo sensual. Como hay en ellos poco de que abusar y muy poco en que elegir, la primera que viene a mano es buena para mujer. Y no bien le apunta el bozo al hombre, cuando ya, por una pasión poco moral, se encuentra hecho padre de familia.

Entre los salvajes, parientes que son los más en cada tribu, hay todavía menos que de abusar y menos en que elegir, y el hambre también los ocupa mucho para vagarles en amores. Por otra parte, la rusticidad y ninguna expresión en el rostro, la grosería de la conversación y de los modales, disminuye el atractivo de la mujer. El estar el cuerpo a la vista le quita esa confianza más que dar en prenda. Y la hollinosa tez que lo cubre le barre casi todas las gracias. Y así entre los salvajes debe parecer más extraño el enamorado, debe parecer mayor locura la de cegarse en preferencias donde todo es tan parejo. La pasión, pues, les queda reducida a lo absolutamente vergonzoso. Una pasión así no puede declararse ni a mujer, ni a hombre: sofoca a la una y ofende al otro. Juntando con esto el que los salvajes tienen menor condescendencia, resulta en limpio que la pasión de los amores debe sentarles ridícula en términos de no hallar indulgencia en el circunstante. Al modo que entre los cultos tampoco se disimula ninguna descortesía natural e indeliberada pero que no sea absolutamente necesaria. El salvaje que rondase a una mujer, o quisiese tratar de matrimonio por sí, no podía menos de ser atoreado solemnemente por toda la tribu.

Esto cuadra con las relaciones originales y fidedignas, contestes todas en que el hijo de familia entre los salvajes incurre en un oprobio eterno, si hace el más mínimo ademán de preferencia por una mujer más bien que no por otra; si en punto de casamiento no se deja ciegamente en manos de sus padres; si después de concertado por éstos el casamiento, muestra curiosidad de saber con quién, cómo ni cuándo; si, casado ya, quiere dejar la vivienda de sus padres, o en ningún tiempo le ven oficiosidad amorosa con la mujer.

Por aquí se demuestra palpable la ninguna originalidad y el ningún mérito del instituto matrimonial de Licurgo, cuya admiración es la rutina de todo escritor moderno. El adulterio era raro en Lacedemonia porque era también raro y difícil el goce de la unión legítima: lo primero era afrentoso porque lo era también lo segundo. No argüía esto fidelidad y virtud de parte de la mujer, sino solamente que ningún hombre quería ser atoreado del público. La mujer de uno de los sucesores de Licurgo no fue por cierto tan difícil que a primera vista no se rindiese, con mucha infamia para su marido, a un capitán de Atenas. Las Espartanas no podían tener mucha idea de la ofensa que es el adulterio: ni querían a sus maridos, (porque ¿cómo los habían de querer sin tratarlos?), ni en entregarse veían otra culpa que la de incurrir en irrisión. Pero en los pueblos bien civilizados, la mujer que tiene juicio y un marido que la merezca, se deja despedazar antes que entregarse a nadie.

El poderse hablar de la pasión entre nosotros consiste en ser muy distinta y tener poco de lo vergonzoso. Quien no apreciase del otro sexo sino lo material, pasaría por irracional, y se tendría que esconder de todos. Sus palabras no hallarían oídos, ni sus demostraciones condescendencia. Para lo material bien poca diferencia puede haber de una mujer a otra. Y sería mucha bestialidad mirar con el mismo ojo a un jabalí que a una Venus. De lo que se lleva el hombre culto, y es lo único de que no parezca mal llevarse, es del atractivo, es decir, de la elegancia de la figura, del atractivo, de las gracias, del mirar, del habla, en una palabra, de los agregados que saben todos. Estos agregados son como el condimento de una vianda insulsa y sólo apetitosa a fuerza de hambre. Los agregados hacen que la pasión cunda y se tolere, del mismo modo que los condimentos del arte hacen cundir y tolerar la gula.

Del estado, pues, salvaje al estado culto, y de las clases bajas a las clases distinguidas, el recato mengua gradualmente porque la pasión pierde gradualmente de su indecencia. En vez de dirigirse a lo animal, se dirige a lo racional, y en vez de amar al cuerpo, ama más bien la voluntad. Así, entre los bárbaros la violencia es muy frecuente, y no se mira como gran delito. Las Sabinas fueron robadas, y los historiadores antiguos que lo refieren, no hacen mucho alto en ello. En las guerras antiguas las hostilidades se extendían al pudor de las mujeres, y a la honra de los padres y maridos, y esto se miraba, no como una infamia, sino como un fracaso. En los pueblos cultos el último suplicio se hace poco por la violencia, porque ni aun la muerte del violador aplaca el agravio en nuestro concepto. La gente de honor lo pierde con una demanda matrimonial. La gente ordinaria no desmerece por ponerla, conociéndose bien así el distinto rumbo de la pasión. Ésta, pues, se afina y se hace más perenne al paso que se aumenta. No halla indulgencia sino a proporción que se va afinando. Y las reglas o estilos del recato en cada estado y cada clase son las que convienen a la calidad de la pasión de cada cual.

El recato cerril en una señora fina es injurioso para los circunstantes y para sí propia. Una doncella del campo tiene que coserse los labios, bajar los ojos, rara vez sonreírse, ninguna reírse, cerrarse el pañuelo a raíz del cuello, y aun así no está segura. Todos se le atreven si va sola, siendo lo más singular que no se ofende mucho, mas antes se envanece interiormente de los ligeros atrevimientos. Cuanto más bárbaros son los países, tanto más recato tienen que guardar las mujeres. Las Moras y las Turcas, mujeres tan poco delicadas que se venden en feria pública como cabezas de ganado, van tan recatadas que escasamente se dejan una abertura para mirar donde pisan. Y esto depende no de los celos, como construyen los viajeros, pues en no habiendo ocasión de recelar, nadie recela, sino evidentemente del atrevimiento que a los bárbaros les infunde naturalmente una pasión brutal, cuyo objeto es lo material del cuerpo, y cuya única demostración es el arrebatarlo. Las salvajes no podrían ir ni desnudas ni vestidas, si sus tribus no fuesen tan pequeñas y sus costumbres tan austeras. El hambre de los salvajes, al mismo tiempo de serles la epidemia, les es una medicina para vivir sosegados en cada tribu.

Entre la gente fina, como la pasión no ama lo momentáneo sino lo duradero, y no tira tanto a disfrutar lo material como a la distinción de obtener la voluntad de aquella criatura que se admira, hay menos riesgo, sin embargo del menor recato. La hermosura se mira, se bendice, pero no nos pone inquietos, no nos mueve a la demanda, en faltando o esfera o proporción para ganar la voluntad.

Cada clase tiene su particular modo de juzgar del atractivo. La gente ordinaria, a pesar de ser su sexo evidentemente más fácil que el sexo fino, mira a éste como un prostituto, juzgándolo neciamente por aquel menor recato que guarda, que le cuadra, y que en la esfera ordinaria sería escandaloso. Los hombres ordinarios no piensan en mujeres finas, ni el hombre fino busca la cerril si no es para el momento, de suerte que ésta halla brutal la pasión no sólo en los de su clase propia, sino también en los de clase fina, teniendo así que recatarse igualmente de los unos que de los otros.

Acostumbrada la rústica a conocer el brutal género de pasión de los de su clase, recibe a coces cualquier expresión de cortesía del hombre fino. La conversación amorosa le es igual sofoco que la obra, y no bien le habla o la mira con agrado el hombre fino, cuando ya espera el atrevimiento. En consecuencia, las expresiones con las damas rústicas no son de lengua sino es de manos.

2º El aumento que la pasión toma con la cultura no es sólo una consecuencia, sino también un principio, un apoyo, una máquina esencial de la cultura, de suerte que si posible fuese disminuir o alterar la pasión, la sociedad retrocediera hacia el estado salvaje.

La carga del matrimonio se aumenta gradualmente con la cultura.

Los salvajes no tienen que pensar ni en la presente suerte de una mujer que no visitan sino acaso una vez al año, y eso con tan poca pompa, como que es a escondidas; ni tampoco en la suerte futura de los hijos, de los cuales los que no se matan adrede, necesitan poco más que ser puestos en dos pies, siéndoles enteramente ociosa la educación para adquirir y representar el ningún rango de los que los engendraron.

El hombre civilizado está en muy otras circunstancias. Bien se sabe lo gravoso que es la carga de la mujer y de la familia. Y esta carga crece a proporción de la riqueza. Con lo que a un rico le cuesta su mujer podría tener cientos y acaso miles de concubinas. Y si la pasión no pasase de lo animal, si fuese tan bárbara como la de los africanos y levantinos, todo rico incurriera en la insolencia de sus poligamias y serrallos. Para fijarse, pues, en una mujer, para apechugar con la carga del matrimonio, es indispensable en los pueblos cultos una pasión fina y vehemente, y para sobrellevarlo luego es necesario un incentivo no interrumpido de felicidades. Pocos hombres cultos se casaran, a no ser por la mayor pasión y el mayor desahogo de ella.

El desahogo, es decir, la libertad de vivir juntos los consortes, no es un efecto de estas reflexiones, sino que se introduce indeliberadamente por otras causas.

La mayor pasión del hombre, y la mayor ocasión que las ciudades prestan para la distracción de la mujer, encienden más los celos, y el hombre tiene que estar más oficioso y servicial hasta vivir en la misma casa, reganando así en quietud lo que sacrifica en dependencia. Pero la causa principal de hacer vida común los consortes en los pueblos civilizados es la misma finura, vehemencia e ininterrupción de la pasión. Deduciéndose de aquí que, al paso que crece la civilización, la pasión de los amores, su desahogo y sus frutos, se encaminan gradualmente a su mejora, y la racionalidad y la especie van por esta parte ganando trecho.

3º Todas las dignidades crecen con la civilización. El rey originalmente era un particular poderoso, cuyo respeto se invocaba para reunir la gente a las expediciones y para resarcir agravios. El sacerdote era un timorato de ejemplares máximas. El soldado un vecino robusto que se llamaba a combatir. El juez era un mero hombre discreto e imparcial. Artesano era todo el que necesitaba labrarse algo. Y el casado es originalmente el privado amante de una mujer.

Con el progreso de la sociedad, del mismo modo que se han dividido las artes mecánicas, constituyendo oficios o dignidades aparte con mucho ahorro del trabajo, así también la religión y las armas, el juzgado y el gobierno, han llegado gradualmente a ser incumbencias o dignidades separadas a proporción que la necesidad o casualidad les quitó a aquellos hombres privados sus otras ocupaciones y los redujo impensadamente a una sola de éstas. Entonces, el hombre privado se advirtió que era ya hombre público, y nacieron los apodos de militar, magistrado, sacerdote y emperador, y se supuso con razón que estas dignidades o cargos infunden, es decir, arguyen y requieren un carácter particular. Y en consecuencia de esta natural y obvia reflexión, se procurará criar o disciplinar a cada cual de modo que el oficio le halle ya con el carácter o disciplina propia.

Por este estilo es también el matrimonio. Originalmente no hay ni necesidad ni posibilidad de que el casado haga vida con su mujer, como tampoco en el día la hacen los amantes. Originalmente, pues, el matrimonio no es un estado, no infunde carácter, es decir, el ser casado como ni el ser amante no es una profesión aparte que ocupe la principal o pública mira del hombre, y merezca apodo.

Si, civilizados ya, subsistieran en esta sencillez las cosas, habría muchos abusos. Pero, como antes de civilizarse, la pasión es menos perenne y más recatada, debe entonces haber muy pocos. Al paso, pues, que se pierde la rudeza primitiva, los abusos es natural que cundan hasta hacerse tantos que necesiten ya una raya. Esta raya es la ley, porque ninguna ley es originalmente otra cosa que una raya a los abusos. Los abusos son como precursores de la ley, y anteriormente a los abusos, no ocurre idear ley alguna, rige entonces meramente el instinto de la naturaleza. Supónese, pues, con fundamento, que a consultar meramente lo natural, el estado del matrimonio es originalmente el mero estado de amantes, y en suma el matrimonio no es estado originalmente.

Pero, experimentados los abusos, es muy natural ponerles la raya de hacer expresa la contrata tácita, solemne la fe privada de los amantes.

Sacados al público los amores, ya tuvieron apodo: el amante se llamó casado, y la amistad privada se llamó amistad solemne o matrimonio. Por donde se ve que la institución del matrimonio no es en resumidas cuentas sino una protección política del derecho natural, o lo que es lo mismo, del instinto de los amantes. Y por tanto, aquel instituto no puede derogar en lo más mínimo lo que la pasión amorosa inspira contratar naturalmente a los amantes. Condenándose por estos principios la poligamia, el descasamiento, y los otros establecimientos corrompidos de algunos pueblos.

4º Antes de hacer vida común, antes de ponerse a un mismo yugo o destino de la suerte los casados, el poco roce de la mujer con el marido, las pocas ocasiones de tropezar con él, y los ningunos cuidados domésticos, hacían no necesarias en la casada la amabilidad, la política, y las habilidades y prendas que en el día. Consiguientemente, la mira principal de la crianza de las mujeres en sociedad salvaje no se dirige a granjearles esperanzas de casarse, y a hacerlas buenas madres de familia, pues que ésta les es una pequeñísima incumbencia que se adquiere y se desempeña fácilmente.

Pero luego que el progreso de la pasión junta perennemente los consortes, y pone la casa, la familia y la felicidad del hombre al cargo de la mujer; en una palabra, luego que con la civilización se extiende y se hace de más importancia para la mujer, y más difícil de conseguir la incumbencia del matrimonio, también la mira de adquirirla y la de bien desempeñarla se hace parte mayor de su educación. Y consiguientemente al paso que crece la cultura, el bello sexo se hace desde la niñez de partidas más propias para granjearse y desempeñar el cargo de madre de familia.

Este cargo se desempeña con la economía, con el sufrimiento, con las buenas máximas y el buen ejemplo. Y se granjea con el atractivo, con el recato proporcionado, con la prudencia, la amabilidad y discreción. La mayor para madre de familia es la que tiene una moralidad más fina y un carácter más digno. Al paso, pues, que crece y cunde la civilización, y con ella la pasión amorosa del hombre, también crece y cunde naturalmente la racionalidad y la dignidad del carácter del bello sexo, coligiéndose de aquí que el incremento gradual de la pasión del hombre es la máquina que la naturaleza emplea para mejorar el interior de la mujer. Y que la mayor y más perenne llama que en los países cultos enciende el bello sexo es proporcional al mayor mérito intrínseco que tiene.

La naturaleza, pues, tiene a la mujer más o menos divorciada del hombre según que es más o menos impropia para su compañía, y el hombre se estrecha más o menos con la mujer según que lo intrínseco de ella lo merece más o menos. Y toda esta afeminación de vivir juntos los consortes significa que el bello sexo vale más de día en día, y hacer mejor la vida. ¡Quién dijera que la flecha del amor había de ser la dulce lima de la especie! No merecía menos la racionalidad sino que viniese en amparo suyo Venus.

5º En atemperar la pasión al grado de cultura intenta la naturaleza no tan sólo proporcionar la carga con el estímulo para emprenderla, sino también quitar del pecho de los rústicos un fuego embarazoso que los tendría en disensión continua. Porque los amores, así como son la pasión que más perennemente trastorna al que la tiene, así también es la que halla menos condescendencia en el circunstante. Empleando este contraste la sabia naturaleza para moderar y reglar el benéfico desenfreno en que le ha sido forzoso ligar los sexos.

Si el calor, que se muestra en los amores, parece desproporcionado con el mérito del objeto, dan irrisión las demostraciones, como cualquier locura fría. Y si parecen bien fundados, incomoda de parte del otro sexo una distinción que nos propone y da en ojos, sin venir al caso. Nadie lo sufre sino el que está en desquite, y el señalarse uno es dar acción igual a todos.

Los celos son la expresión más viva y menos equívoca de la pasión. Y por tanto, el demostrarlos es una desatención tan grande, que el que la comete se mira como un hombre ido. La irrisión se aumenta no poco con la singularidad y vehemencia del gesto al tiempo de dar celos. Los amantes de poca discreción siempre tienen quien los aceche, su familia misma, para burlarse y hacer platillo. En todo vecindario se persiguen los amores.

El recurso vulgar de mantenerse lejos y hacerse los fríos está bien para cuando no hay antecedente. Pero habiéndolo, es ridiculizarse más, porque es querer ocultar lo que no se puede ocultar al que está ya alerta, es graduar de tontos a los demás, y éstos, en retorno, le pasan unánimes la justa sentencia de mentecato.

El amante o pretendiente que tiene talento y mundo, conociendo que todos le saben el flaco, y que a los ojos de los demás su pasión correspondida es o envidiada o ridícula, no se empeña en disimularla enteramente, mas acomódase a la opinión de éstos, y como que hace fisga de sí mismo por lo burlesco. Este estilo es delicado, pero no hay otro para no chocar. Aun a los envidiosos les agrada que la cosa suene a chanza. Habiendo gracia en los ademanes, dichos y ocurrencias, y finura para atemperarse a la confianza y genio de los circunstantes, es gustosísima la compañía con dos amantes. No habiendo eso en el hombre, si la dama tiene juicio, se sofoca a cada paso, se fastidia y llega a aborrecer tan indiscreto amante. Faltando el talento a los dos, lo mismo es quedar uno a solas con ellos, hay que tomar el sombrero a toda prisa.

A los consortes el aire único que les cuadra es el de una total indiferencia, porque se supone que su pasión está apagada. Los amantes que guardan la misma frialdad se hacen sospechosos, y dan naturalmente mucho que decir.

A estos mismos principios debe ajustarse el teatro, si quieren hacerse decentes las escenas amorosas. En ellas no debe intervenir ninguna seriedad cuando se les suponen circunstantes.

Lo mismo es de advertir en la poesía. No hay cosa más incómoda que aquellas seriedades, aquellas retóricas pedantescas y amorosas de los poetas modernos de la primera edad. Las obscenidades de Ovidio no incomodan ni el diezmo que aquellos amores permitidos. Virgilio, a pesar de la opulencia de sus versos, denota el trato poco fino con que se crió: su Alexis lo hace menos apreciable. Horacio trata el mismo vergonzoso asunto más a las claras, y sin embargo no desazona, antes bien divierte.

También debe medirse por las mismas reglas la decencia de las pinturas. Deben representar lo obsceno del asunto, sin dar en ojos con la obscenidad, y cuando sea forzoso representarla, es menester lo hagan de un modo ridículo que mueva a risa. Guardando esta regla, ni provocan, ni incomodan.

Los rústicos no son capaces de ninguna de estas reglas, y así, no festejan sin escandalizar el vecindario, ni tienen baile que no se concluya a palos.