De la desigualdad personal en la sociedad civil :12

Capítulo X


De la proporción de la moralidad y de la racionalidad con la cultura


1º Desde Epicuro acá se ha dicho muchas veces, y en la época presente es de moda decir, que el interés propio y el deber coinciden en tales términos, que es una conveniencia en este mundo el ser uno bueno. Y el que peca es porque, no entiende su negocio. Propiamente, es decir que el pecar es por yerro de cuenta, y que nadie pecaría, si fuese persona de alcances, de modo que el pecado es una ignorancia y no una culpa.

Esta doctrina queda refutada en el capítulo segundo, y de lo allí dicho se infiere que el hombre, en tanto es agente moral, en tanto es racional; en cuanto se gobierna por las fuerzas morales de honor, amor, vergüenza, en cuanto para conducirse no atiende tanto a su pasión o poderío como al rostro o pensamiento imparcial de sus semejantes. El hombre, en tanto es racional, en cuanto se atempera menos al interés propio que al interés ajeno.

2º En la vida salvaje concurren circunstancias particulares para embotar o para impedir el completo desarrollo de este órgano o como sentido moral.

Ignorantes los salvajes del derecho de las propiedades porque no hay entre ellos quien las posea, no reconocen en punto de haberes más leyes que la fuerza. La dureza a que los habitúa primero la soledad de su niñez, y luego la aspereza de los trabajos en que viven, les apaga la compasión. Y si alguna centella les queda de ésta, acaba de sofocarla el hombre que o los devora o los amenaza.

En consecuencia, están siempre de guerra a muerte unas tribus con otras. El que cae prisionero, muere de un suplicio espantoso. Y así embravecidos, no distinguen entre enemigo y forastero, ni respetan la cara sino de su propia tribu. El más infame ciudadano es más bien de fiar que el mejor salvaje.

Entre nosotros mismos, en los lugares toscos y rayanos de jurisdicción o de partido, los vecinos del uno están casi siempre de ojeriza y como de hostilidades con los del otro, y por los parajes apartados de las carreras un forastero decente, como no lleve mucha pompa, va muy expuesto a que lo provoquen.

En África el viajar es muy arriesgado. Y en parajes donde no son tan bárbaros que no conozcan el uso de la moneda, son frecuentes las incursiones de unos vecinos contra otros, no ya para saquearse los aduares, sino para apresar las familias enteras y venderlas dispersas, como bestias, sin remordimiento alguno.

3º Que la administración de la Justicia sea mejor y más exacta donde se necesita más, donde se cruzan más intereses, donde cada cual tiene más que perder y más que guardar; es decir, en los países más ricos, es un hecho tan natural, que él mismo se cae de su peso.

Las virtudes de condescendencia son poco comunes en los países pobres. Un par de zapatos que uno se ponga con un sí es no es más de punta en un lugar pobre, ya está levantado el lugar. Por maravilla tiene la más mínima singularidad un vecino de país pobre, que no le caiga encima el apodo para él y para sus hijos. Aun en aquellos países donde no se sigue la religión verdadera, no hay hombre vulgar que no ose sojuzgar insolentemente al que no profesa la propia de ellos. En Atenas toda la persecución contra un personaje tan ilustre, tan amable, y tan sumamente original como Alcibiades, y los desastres que de ella se siguieron, no tuvieron más sustancia que aprender el pueblo que Alcibíades, general que por entonces necesitaban, no creía en el Dios Mercurio. En Madrid, sin embargo del particularísimo seso y meollo de los castellanos, sin embargo de la finura y honradez de las gentes decentes de la villa, ¿quién es el que mueve los alborotos por la basquiña, por la mantilla, por las modas? ¿Quién tiene el descaro de insultar boca a boca a las señoras de más respeto, sino esa plebe mendiga, esa chusma de miserables artesanos que escasamente ganan para cubrir sus carnes?

Naciones pobres quiere decir naciones compuestas de lugares y villorrios de poca comunicación, En semejantes pueblos no hay casi ninguna virtud social. Tres o cuatro individuos hacen figura, se disputan la primacía, el vecindario arde en una especie de cisma, y no reina sino la envidia, murmuración, acechamientos y chismes. Al que se ha criado en lugar, toda la vida se le conocen los resabios lugareños, murmurando eternamente de aquél mismo a quien visita a todas horas, y no pudiendo unir con nadie.

4º Como los primeros fueros que ganan los bárbaros son a viva fuerza, en los pueblos rudos el hombre visible trata a los inferiores con la misma insolencia que al vencido el vencedor. Él les canta el fuero en sus barbas, y aún se conserva en Inglaterra la costumbre de hacerse a la presencia de uno un escrutinio, callado pero conocido, de su rango y dignidad para conferirle en consecuencia el asiento que le toque a la mesa, siendo lo más singular que los ingleses que se domicilian en España retienen religiosamente esta bárbara costumbre. La gente fina se va con mucho tiento en cantarle a ningún hombre blanco: «Vd. vale menos que el señor».

Como las primeras justicias que administran los hombres es, no por ambición que tengan de ejercerla, sino rogados y pagados por los que recibieron el agravio, la primera renta de los soberanos y poderosos sale de las gratificaciones que al pronto se dan, y luego, por su mucho producto, se exigen de los protegidos. A consecuencia, en los pueblos bárbaros los poderosos no se colorean de admitir ni de pedir regalos en dinero, siendo generalmente esta costumbre en África y en parte de la Asia, y quedando todavía tantos vestigios de ella en Inglaterra, que el mismo que convida suele hacer pagar a escote. Y el agraviado en adulterio toma, por sanción pública, dinero del ofensor en satisfacción. Bien que a estas vergonzosas prácticas puede también contribuir el espíritu mercantil.

5º El sistema de las virtudes sociales o de racionalidad, como que, procede de unos mismos principios, es tan delicado y difícil como el sistema de la finura. Ni bastaría conocerlo para practicarlo. Es menester habituarse a él, porque las cualidades morales no penetran, no se contraen sino a fuerza de acostumbrarse.

Cultos como estamos, incurre en mil nulidades a cada paso nuestra juventud, con todo el esmero de su crianza. Es comunísimo en los jóvenes distinguidos hallarse encortados cuando se sientan entre personas de talento y de mundo, dimanando la cortedad de no conceptuarse capaces de portarse con propiedad en cada caso ¿Qué le sucederá, pues, a un hombre común? ¿qué a uno sin crianza? ¿qué a un salvaje?

La historia de los países cuadra con esta observación, mostrándose palpablemente en los que conocemos que la socialidad, la racionalidad y la finura no son obra de pocos años para una nación.

Entre los antiguos griegos, a pesar de sus prodigiosos progresos en las artes, era comunísimo el alabarse. Los célebres artistas colgaban sus obras a la puerta con rótulos jactanciosos e insultantes. Sus filósofos, a excepción de Aristóteles, que fue cortesano de un rey, tenían generalmente una ingenuidad pueril y de mucha presunción. Unos caracteres como el de Sócrates, queriendo examinar y sojuzgar petulantemente a cuantos encontraba por la calle, y que vivió engañando con la verdad, es decir, que quería pasar por sabio pregonando importunamente que no sabía nada; el venerable Platón que, sin saber nada de sustancia, afectaba siempre un aire como de oráculo; pasarían en España por unos mentecatos, y todos los demás filósofos griegos, quitando a Epicuro, que fue hombre de ingenio y de mundo, por frenéticos. Las tropas griegas no conocieron la ley del honor. El palo era la sanción de los ciudadanos que servían en las armas, y en vez de la palabra de honor, tanto entre ellos como entre los Romanos, se tomaba juramento. Los padres aún conservaban el derecho salvaje de poder quitar la vida a sus recién nacidos.

En la antigua Roma, a vueltas de su estupendo lujo, había tan poca delicadeza que los amos de casa se tomaban siempre el mejor lugar a la mesa, y los convidados tenían que traer consigo la servilleta. Por dirección de Cicerón se cometió la grosería de ahorcar en secreto a un noble como Léntulo, y en mil casos no tuvieron empacho de valerse de la traición y de la perfidia. Sin embargo, los Romanos, como que su gobierno además de ser aristocrático, tuvo mucha mayor duración que el de la antigua Grecia, llegaron a ser más cultos en los modales.

La Inglaterra, en medio de estar mucho más adelantada que la España en industria y riqueza, guarda todavía muchos más resabios del tiempo de su barbarie. Aún conservan el pelearse a mojicones, y las gentes más distinguidas hacen el groserísimo ademán de ellos en las amenazas de chanza. Su bello sexo se trata con muy poca finura. Rara señora se peina de peluquero, para las calles mojadas estilan una especie de tréveres de hierro bajo del zapato, poquísimas gastan media de seda, el abanico principia a introducirse ahora, y los tacones no los usan aún sino las damas de jerarquía. En las comedias de lugar está bien visto tirarle a la cantora moneda de cobre desde el patio. Y ella, con todas sus galas, se baja para cogerla. Del pañuelo de narices se hace muy poco uso: no parece mal en personas bastante decentes sonarse sin él. No se gastan servilletas sino en mesas de mucha distinción. Y fabricándose tanta tijera en aquella isla, aún tienen la torpeza de cortarse las uñas con navaja. En las mesas se guarda una etiqueta, una torpeza y silencio cerril, que la hora de comer con ellos es para el forastero una hora de suplicio. El arte de la cocina apenas principia a conocerse ahora en Inglaterra. Las mujeres extrañan y agradecen mucho la oficiosidad y deferencia del Español35 y del Francés. Como Londres ha medrado tan rápidamente, ha contraído los vicios del lujo más pronto que sus virtudes. Y así, el populacho inglés tiene una inmoralidad y una barbarie de que no es fácil hacerse una idea. Como los Españoles no están acostumbrados a ver traje fino sino en gente muy racional, les sorprende el verlo a cada paso en Inglaterra en gentes del trato más soez. Todas las cosas inglesas tienen una mezcla de lo que acá llamamos merced y señoría. Lo mismo se dice de los Rusos que, neciamente, intentó afinar de golpe Pedro el Grande.

6º Esta diferencia de costumbres y de ideas que se halla en cada grado y período de civilización procede de la misma naturaleza, porque reparándolo un poco, se echa de ver bien fácilmente que los usos de cada país, de cada edad, de cada clase, son los que más dicen a sus circunstancias. La virtud misma que más eco hace, el valor, si quieren ser ingenuos los militares, no pueden menos de confesar se aprende, se habitúa, y se connaturaliza como la habilidad o destreza en cualquier oficio. Generalmente, los soldados no muestran más descuido de las balas que las infelices vivanderas estimuladas de un interés tan despreciable como el de su pequeño tráfico.

Esto está en el orden. Por repugnante que le venga un estado a cualquiera, si no hay arbitrio ni esperanza de salir de él, o si se toma como medio de vivir y aumentar, se sosiega pronto el hombre, y se aplica a sacar el mejor partido.

El carcelero ensordece a la pena y al reniego de los que custodia. El encerrado se familiariza con su tormento propio, y ríe, canta y baila al compás de las cadenas que lo abruman. Y en la nación más fina del mundo hemos visto en nuestros días familiarizarse un tiempo el más sangriento de los suplicios, haciéndose casi una moda la serenidad en el modo de recibirlo.

En la vida salvaje se necesita de muchas fuerzas corporales, sueño y pies ligeros, y buena vista. Y a consecuencia, esto es lo que tienen los salvajes. Su poca sensualidad repone gradualmente el vigor original de las generaciones. Criado casi a solas, el niño se hace sufrido. El hambre luego, los trabajos, la guerra, acaban de empedernirlo, y no le queda piedad ni para sí ni para nadie. Tan fácil como lo recibe, da el martirio.

Si fuese éste el caso de los vecinos de una ciudad populosa, ninguna pena, ni aun la pena capital, podría contener a unos fieras desapegados a sus familias, divorciados de sus mujeres, contentos con un puñado de yerbas, insensibles a los golpes, y careándose con la muerte a cada paso.

Por tanto, está muy bien que del estado salvaje al estado culto vayan gradualmente disminuyendo la dureza y el valor para hacer lugar al amor y a la justicia. Decaigan las virtudes austeras, sustituyendo por ellas las virtudes blandas y sociales.

La civilización, al mismo tiempo que trae la paz, suaviza las guerras, y la subsistencia no sale tanto de la fuerza como del arte. El ciudadano tiene más seguridad, más conveniencia, más compañía y mejor vida. Las luces se le despegan, el carácter se le afina, y a la ley del interés y de la fuerza sucede la ley del honor y de la estima, a lo animal sucede lo racional, y lo que antes parecía un bruto, ya parece hombre.

La honra del salvaje no sale del estrecho ámbito de su tribu, no se extiende sino a los que le conocen de vista, y aun para con éstos no son objeto de vanidad sino las habilidades o virtudes toscas que vienen con sus circunstancias.

En la sociedad civil, la honra se exterioriza y se fija con el equipaje, con éste acompaña por todas partes, indicando la conducta que hay que esperar. Y los derechos que no están señalados por la ley los arranca la opinión que el traje infunde o el viso particular que pretende cada cual.

Está, pues, muy bien que en las grandes ciudades, al paso que la mayor dificultad de conocerse da más libertad, el mayor lujo ate más la gente, encomendando así la naturaleza a la vanidad lo que no es de esperar de la vergüenza.

En la sociedad civil no hay cualidad por la cual no pueda brillar el hombre, porque todas tienen su uso, siendo así incomparablemente mayores los estímulos económicos y sociales.

Por las mismas razones, en los grados intermedios desde el salvaje hasta el hombre fino, desde el mendigo hasta el magnate, la dureza o la blandura, la grosería o la finura, el pensar interesado o el pensar con desinterés, los pocos o los muchos modales, la irracionalidad o la racionalidad, están en proporción de las circunstancias o conveniencia de cada período, grado o clase. Cada una tiene lo que le conviene. Y el mayor o menor viso que hacen, la menor o mayor estima que merecen, es generalmente proporcional a la dignidad intrínseca del individuo.

La opinión pública ha señalado siempre esta diferencia. Hijos del común sentir los estatutos de las naciones, en cada tiempo son proporcionales a la rusticidad o finura del país.

Cuando por no estar tan adelantada la civilización, era más dura la gente común, se empleaba el tormento para estimular los reos a la confesión. En nuestros tiempos, sin que se hubiese cansado tanto el escritor italiano de delitos y penas, hallamos bárbara la costumbre porque, menos duros ya, la mera carga de hierro se nota ser estímulo suficiente a pocas horas. Pero cuando se instituyó el tormento, era muy fundado, igualmente que los crueles palos que se repartían a los ciudadanos griegos que servían en las armas.

En Rusia y en Turquía todo se gobierna a palos y azotes, y regularmente convendrá así. Entre nosotros ni aun ponerle la mano se puede a un hombre de honor: quedaría degradado en el concepto del vecindario, a no expiar la profanación por su mano propia.

En la nación más natural amiga de la nuestra, anteriormente a su revolución, cuando las tropas se componían de enganchados, de sentenciados, de miserables, en una palabra, de gentes de ningún honor, el palo era, como en todas partes, la sanción del soldado raso. En el momento que, con la revolución, se alistaron gentes de honor, ya fue imposible el palo. Todos representaron pidiendo mejor la muerte, y desde entonces han tomado tal decoro las sanciones militares, que ni para llevarlo al suplicio se le ata a ningún soldado. Pero no se infiera de aquí que pueden gobernar por honor los que no lo tienen, no se infiera que al que se crió sin honor se le puede infundir de golpe. El que quitado el palo, se gobiernen bien los miserables entremezclados en la tropa decente que se ha dicho, consiste en la mayor crueldad que se ha añadido a las sanciones, pues por cualquier cosa se arcabucea. Esta novedad no puede subsistir sino mientras dure la extraña novedad de su rigurosísima disciplina. La paz pondrá fin a esta necesidad. Las sanciones entonces parecerán crueles, no podrán ejecutarse, y habrá que hacer distinción de personas en el castigo o dejar el delito impune.

El que cada clase y cada grado de civilización y de dignidad tenga las costumbres morales que le son más propias, es régimen muy sabio de la naturaleza.

Si el aldeano hallase semejantes suyos en otra parte que en la aldea, el flujo por la mayor compañía le haría desertar de los campos para buscarla, porque por bien que parezcan el campo y los animales, siempre atraen más las personas, y la compañía de éstas en ninguna parte se escoge y varía como donde hay muchas.

Por la diferencia de carácter y costumbres es por lo que se atiene cada cual a su esfera propia, y no se encamina sino por grados a las esferas más lucidas a cuyas costumbres es imposible hacerse de repente. Un patán no se encuentra entre caballeros, ni uno del comercio se acomoda fácilmente con hombres de carrera. La adhesión de cada cual a sus costumbres y a los de su carácter es lo que tiene subordinado el mundo. Aquello en que nos criamos hace una impresión que no se desarraiga. Es propensión de todo viejo declamar contra lo que no se usaba o hacía cuando era él joven, inspirando así la naturaleza la lentitud y los grados que requiere la obra indeliberada de la civilización del hombre.

Por todo lo que se acaba de decir se ve bien claro la diferencia moral que hay de estado a estado, de clase a clase, y que la civilización y la cultura afinan y mejoran el interior del hombre.

Las virtudes que más se exageran de los lugares y de los rústicos son la fidelidad u honestidad de las mujeres y la sencillez de las costumbres, quiere decir, su naturalidad e ingenuidad.

Por lo que hace a la honestidad de las aldeanas, no procede de disposición interior, sino de no haber entre ellas ni seductores ni facilidad de seducir. El más mínimo paso se acecha y se hace la conversación de todo el vecindario. Se saben los haberes de cada una, y cualquier gala o joya que se pongan se averigua por ápices de dónde ha salido. Pero no hay lugar ninguno donde si se aloja tropa por algún tiempo, no den bastante que decir las más de las mujeres.

Bien desentrañado, la pasión de los amores se perfecciona y la honestidad es mayor a proporción de la cultura. También lo que se llama decadencia de la ingenuidad es una de las modificaciones más racionales y útiles de la especie. Ambas proposiciones van a probarse largamente en los dos capítulos siguientes.