De la desigualdad personal en la sociedad civil :11

Digresión II


Del efecto de la solemnización del traje en los Clérigos y Religiosos


Los eclesiásticos y los monjes, a los principios de su institución, llevaban la misma ropa que los seglares, y no se diferenciaban de éstos exteriormente si no es en ser y parecer más timoratos, y acaso más austeros.

Pero luego que se reglamentó el claustro, pareció mal que los monjes siguiesen la moda en el vestido, mas retuvieron siempre un mismo estilo de ropa. Y habiéndose mudado enteramente con el tiempo la de los seglares, los monjes quedaron con un traje singular que les exterioriza la profesión.

Sea ya el monje lo que quiera, siempre parece monje. Por tanto, la disciplina de los hábitos, en medio de tener un origen muy recomendable, tiene la misma tendencia que las insignias de las órdenes de caballería. Aunque uno sea un hombre bajo, si lleva las insignias de caballero todos los que no le conocen le gradúan de tal, y los que le saben el fraude tienen todavía que respetarlo por atención a los otros caballeros, cuyo rango se le solemniza. Lo mismo es con los monjes. Aunque alguno de éstos, por desgracia, sea tan desahogado e irreligioso como quiera, el hábito le pregona recogido y religioso: aun conociéndole su maldad, hay que tenerle consideración por razón del hábito. Porque como entonces no se dice fulano es un pícaro, sino el monje fulano es un pícaro, parece que la tacha o apodo moral cae no sólo en el nombre del individuo, sino también en el de la especie, y por esto todos los que son de ella se resienten. Y por rencillas que tengan entre sí, se reúnen de común acuerdo y juntan sus fuerzas para defender todo aquello que se refiere al hábito; del mismo modo que cualquier cuerpo, sea el que se fuere, propende naturalmente a tener parcialidad por el más mínimo miembro suyo, en competencia con los extraños. Cuando un coche atropella sin culpa, todos los que van a pie se reúnen para acriminarlo. Aunque un noble cometa un asesinato aleve, y que por consiguiente lo infama en el concepto público, todos los nobles en España se oponen a que se le dé suplicio infamatorio. Si a un eclesiástico, por criminal que fuese, lo sacasen a un patíbulo, patearían todos los eclesiásticos. Si esto sucede con los cuerpos que tienen poca liga, ¿qué será con un cuerpo de gentes que viven en perpetua liga y compañía, atadas mutuamente con un vínculo solemne, y tan indisoluble casi como el del matrimonio? El hábito, pues, pregonando la liga a una legua de distancia, protege forzosamente la licencia del monje que degenera de su santo instituto. El hábito quita parte del estímulo virtuoso que tenían antiguamente. Puede decirse en algún modo que ya el hábito hace al monje.

También se refiere aquí la liturgia, u oraciones y oficios de la Iglesia, y en general toda solemnización de lengua, porque estas cosas, en solemnizándose, son ya un distintivo que hace el mismo efecto que el de la ropa.

Cuando el idioma de los oficios de Iglesia era el común, el auditorio reparaba en la devoción y propiedad con que oficiaban los ministros, y reparándolo, los tenía a raya. Ahora que habiéndose mudado la lengua del país, los oficios han seguido naturalmente en la misma en que se establecieron, el auditorio, como que no la entiende, no sirve de tanta sujeción a los ministros, ni tampoco puede acompañar en ellos, como hacía antes. El pueblo no percibe ya del culto sino las exterioridades. Ha menguado la sustancia de su devoción, y por esto ha habido que aumentar gradualmente la exterioridad.

También cuando las palabras eucaristía, hipóstasis, misterio, iglesia, sagrado, presbítero, diácono, contricción, canónigo, obispo, idolatría, etc., etc., eran palabras de vulgar etimología, cuya composición y significado propio y original todos conocían, cualquiera se imponía en la religión casi sin estudio. Ahora el vocabulario eclesiástico necesita de mucho estudio, y por tanto el vulgo conoce muy poco la religión. Así mismo, como los explicadores de la doctrina no podían hablar de ella sin ser entendidos de los oyentes, tenían que ser hombres de suficiencia y de buen celo. Pero ahora la ignorancia y la negligencia pueden encubrirse fácilmente con dos docenas de palabras cuya explicación, de puro ardua, no es regular la pida el vulgo.

La solemnización, pues, de idioma y de traje distinto, a pesar de tener un excelente origen y de convenir quizá para otros fines, tiene tendencia de relajar gradualmente tanto los ministros como sus feligreses. Y al paso que la cultura destierre el cruel aprendizaje de las lenguas muertas, se irá relajando más el misterio de la religión y su fervor en los creyentes, a no ser que se haga alguna reforma, o que Dios, por su alto poderío, sostenga a unos y a otros milagrosamente.

Pero la solemnización del traje en los clérigos produce un efecto algo distinto que en los religiosos.

Los clérigos, puede decirse, gastan dos vestidos. El corto debajo, y el talar encima. A veces van de corto, y como en la hechura de éste no tienen establecido reglamento alguno, es natural que el flujo por no estar al revés de los demás les haga seguir la moda de los seglares. Siguiendo la moda en la ropa, es forzoso sigan también el estilo en lo demás, pues si el deseo de no desdecir los entra en lo uno, el mismo deseo debe entrarlos en lo otro. Y así el trato de los clérigos es muy parecido al de los seglares de iguales medios. Un canónigo se porta como un caballero, y disuena ver de canónigo a un hombre tosco o de baja educación.

El traje de los religiosos, sobre no poder entrar en la moda de los seglares, es un traje tosco que no fuerza a pulcritud ni aun a aseo. La costumbre de tirar agua encima y hacer otras burlas en el carnaval no se va desterrando en los pueblos de España si no es a proporción que va entrando el lujo. Con éste, por una parte, la finura de la ropa hace más sensible que la manchen. Por otra parte, el mayor rango y cultura que ella supone hace portarse con más dignidad. Así, entre la gente pobre todos los juegos son de manos, y entre la gente rica parecen mal. Quiere esto decir, que la grosería y singularidad del traje de los religiosos propende a hacerlos menos pulcros, menos aseados, menos finos, y de un trato menos digno. Así, a un clérigo rico se le hospeda y se le agasaja como a un caballero, y de consiguiente él tiene que portarse como tal. A un religioso se le hospeda y se le trata con más llaneza. En suma, la clase religiosa no es de tanto cumplimiento como la clerecía.

En consecuencia, al clérigo le chocan menos las costumbres y estilos de la gente fina, y por tanto su moral es más esparcida y política. Al religioso, igualmente que al hombre llano, le chocan más las costumbres de la gente de cumplimiento, y por tanto su moral se resiente de lo tosco.

El clérigo une más con el hombre de mundo, y el religioso liga mejor con el vulgo. El clérigo, pues, tiene partido con la gente fina, y no lo tiene con el vulgo. Al contrario, el religioso tiene mucho partido con el vulgo, y poco con la gente fina. Y como el oficio de clérigo y el de religioso se mantienen a expensas del público, resulta en limpio que la clerecía es odiosa al vulgo, y los órdenes religiosos no tienen grande apoyo en la gente culta. Al paso que cunde la cultura, pierden partido los religiosos.

De estos principios se infiere que el poner uniforme tosco o talar a los educandos es perjudicial a sus modales y cultura.

Pero la diferencia y la rusticidad del traje no quitan el flujo de distinguirse por lo exterior. En los claustros hay bastantes quimeras y castigos sobre el corte y la figura del pelo, sobre el modo de plegarse el hábito, sobre el de ceñírselo, y sobre otros elementos de su ropaje, de que los seglares, por repararlo poco, no se hacen cargo. Manifestándose con esto que no por carecer de las modas de las otras gentes, dejan ellos de tener las suyas.

La ropa talar, si bien no admite tanta variedad de modo, por otro lado da un pie más allá a las rencillas33 que se mueven por la presunción del personal.

El que tiene buen rostro y es mal formado, como el ropaje talar le encubre las faltas, puede tener una presunción de que careciera si se pusiese de corto. El que, siendo bien formado, es feo de cara, parece debe estar quejoso de que el otro, cuya persona vale menos, luzca más por razón del traje que lo encubre.

El ropaje a que propende la cultura es el que pone la formación a descubierto. Este es el interés de los feos de cara, es decir, es el interés de los más, porque como los elementos de la cara son en mucho mayor número que los de la formación, debe ser mucho más raro hallar una buena cara que un buen cuerpo.

Todo país donde el traje común es el talar, no puede estar muy culto.