De la clemencia/Libro segundo

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Impulsome a escribir de la clemencia, oh Nerón César, una frase tuya, que no he oído pronunciar sin admiración, y que con ella también he repetido a los demás. Frase generosa inspirada a un alma grande por hermosa magnanimidad; que no fue estudiada ni pronunciada para oídos extraños, sino que brotó espontáneamente, poniendo de manifiesto la lucha de tu bondad con los deberes de tu posición. Tu prefecto Burrho, varón esclarecido y honrado con tu amistad, obligado a castigar a dos ladrones, te rogaba escribieses sus nombres y la causa de su condenación: después de muchas dilaciones, instaba para que se hiciese justicia, y cuando, a pesar suyo, te presentaba la sentencia, y a tu pesar la recibiste, lanzaste esta exclamación: «¡Quisiera no saber escribir!» ¡Oh palabras dignas de que las oyesen todos los pueblos que habitan el Imperio romano, y todos aquellos que en nuestras fronteras gozan de dudosa libertad, y todos aquellos que tienen bastante fuerza y valor para alzarse contra nosotros! ¡Oh palabras dignas de ser trasmitidas a la asamblea de todos los mortales, para llegar a ser fórmula del juramento de príncipes y reyes! ¡Oh palabras dignas de la inocencia primitiva del género humano, dignas de resucitar aquellas edades antiguas! Ahora sin duda es cuando conviene caminar de acuerdo con lo justo y lo bueno, desterrar el deseo de los bienes ajenos, manantial de todos los males del alma; despertar la piedad, la rectitud a la vez que la buena fe y la moderación; ahora es cuando tras el abuso de largo reinado, los vicios van a dejar paso a un siglo de pureza y felicidad.


Permitido nos es, oh César, esperar y vaticinar este porvenir que en gran parte nos está reservado: esta dulzura de tu alma se propagará, penetrará poco a poco todos los miembros del Imperio, y todos se formarán a tu semejanza. En la cabeza está el principio de la salud; de aquí procede que todo sea activo y vigoroso, débil y lánguido, según que el ánimo se encuentre sano o enfermo. Y los ciudadanos y los aliados serán dignos de esa bondad, y en todo el orbe renacerán las buenas costumbres, en todas partes desaparecerá la violencia. Sufre que continúe aún hablando de ti, no para acariciar tu oído, que no es tal mi costumbre, porque preferiría ofenderte con la verdad, a lisonjearte con la adulación: ¿con qué objeto, pues? con el de familiarizarte todo lo posible con lo que has hecho, con lo que tan acertadamente has dicho, para trocar en principio reflexivo lo que hasta ahora solamente es arranque de buen carácter. Considero conmigo mismo que se han introducido entre los hombres máximas, atrevidas, pero detestables, que por todas partes se han difundido, como ésta: «Que me odien con tal que me teman:» a la que se parece este verso griego: «Arda la tierra después de mi muerte;» y otras semejantes. No comprendo cómo ingenios monstruosos y execrables han podido crear, cuando la materia se prestaba tanto, términos tan enérgicos y violentos; mientras no había escuchado hasta hoy ninguna frase apasionada de lo dulce y benéfico. Pues bien, esas sentencias que te han hecho odiosa la escritura y que rara vez firmas, sino a despecho y después de larga vacilación, es sin embargo indispensable firmarlas algunas veces; pero también es necesario que lo hagas después de muchas dudas y largos aplazamientos.


Mas para evitar que nos engañe a las veces el seductor nombre de clemencia y nos lleve al defecto contrario, veamos en qué consiste esta virtud, cómo es y cuáles sus límites. Clemencia es la moderación de un alma que tiene poder para castigar; o es la indulgencia de un superior para con el inferior en la aplicación de castigos. Más seguro es proponer muchas definiciones por temor de que una sola no abarque bien todo el asunto, y pequemos, por decirlo así, por vicio de fórmula: así pues, decirse puede también que la clemencia es inclinación del alma a la dulzura, cuando es necesario castigar. Otra definición existe que encontrará contradictores, aunque se acerca mucho a la verdad. Si decimos que la clemencia es la moderación que suprime algo del castigo debido y merecido, objetarase que no hay virtud que haga menos de lo que es debido. Sin embargo, todos comprenden que la clemencia consiste en imponer menos castigo que podría imponerse en justicia. Los ignorantes creen que su opuesto es la severidad, pero no existe virtud que sea contraria a otra virtud.


¿Qué se opone, pues, a la clemencia? La crueldad, que no es otra cosa que la dureza de alma en la aplicación de castigos. Pero existen gentes que, sin aplicar castigos, son sin embargo crueles; como aquellos que matan a desconocidos y transeúntes no por provecho, sino por el placer de matar. Y no se contentan a las veces con matar, sino que quieren atormentar; como Sinis, como Procusto, como los piratas que abruman a golpes a los prisioneros y los arrojan vivos al fuego. Esta es la crueldad; pero como no es consecuencia de venganza (porque no ha habido ofensa), como no se ejerce sobre culpables (porque no le ha precedido ningún crimen), encuéntrase fuera de nuestra definición, que solamente comprende el rigor excesivo en la aplicación de castigos. Podemos decir que no es crueldad, sino ferocidad, buscar goces en los tormentos ajenos; podemos decir que es locura, porque existen diferentes especies de locura, y ninguna es tan evidente como la que llega hasta la muerte y los tormentos. Llamo, pues, crueles a los que, con motivos justos para castigar, no guardan conveniente moderación. Así era Phalaris, a quien se censura, no a la verdad haber castigado inocentes, sino de haber excedido en sus castigos los límites de la humanidad y la justicia. Para huir de cavilaciones, podemos definir la crueldad, inclinación del alma hacia el rigor. Esto es lo que rechaza lejos de sí la clemencia: porque es cosa cierta que puede estar de acuerdo con la severidad. Pertinente es a nuestro asunto examinar aquí qué sea la misericordia. Muchos hay que la consideran como virtud, y llaman bueno al varón misericordioso; y sin embargo, es vicio del ánimo. La crueldad y la misericordia están muy cerca, una de la severidad, otra de la clemencia: debemos, pues, evitarlas por temor de que, bajo apariencia de severidad, caigamos en la crueldad, y bajo apariencia de clemencia, en la misericordia. En este último caso es menos peligroso el error, pero siempre hay error en separarse de la verdad.


Así como la religión honra a los dioses y la superstición les ofende, así también los varones buenos ejercerán clemencia y mansedumbre y evitarán la misericordia. Ésta es el vicio del ánimo débil que sucumbe ante los males ajenos, por cuya razón es tan familiar hasta entre los malvados. Vense ancianas que se conmueven hasta llorar por los mayores culpables, y si pudiesen, derribarían la puerta de su prisión. La misericordia no considera la causa, sino solamente el infortunio; la clemencia va unida a la razón. Bien sé que los indoctos consideran mal a la escuela de los estoicos, como demasiado dura, como incapaz de dar buenos consejos a los príncipes y reyes. Censúranla que niega al sabio el derecho de compadecer y el de perdonar. La doctrina expuesta de esta manera, sería repugnante, porque parecería que no dejaba esperanza a los errores humanos y entregaría a los castigos todos los delitos. Siendo esto así, ¿a qué esta filosofía que mandaría olvidar los deberes de humanidad, y que, prohibiéndonos el auxilio recíproco, nos cerraría el puerto más seguro contra la adversidad? Pero ninguna escuela es más benévola y dulce; ninguna más amiga de los hombres, más cuidadosa del bien general; porque enseña no solamente a ser caritativo, a ser útil a sí mismo, sino que también a vigilar los intereses de todos y de cada uno. La misericordia es dolor del ánimo ocasionado por la presencia de las miserias de otro; o bien tristeza ocasionada por los males ajenos, que imagina no ser merecidos. Ahora bien; el dolor no alcanza al sabio: su mente está despejada siempre, sin que pueda oscurecerla ningún acontecimiento. Nada le conviene mejor que ánimo fuerte, y no puede ser fuerte su ánimo si el temor y la aflicción le blandean, lo oscurecen y oprimen. Nada de esto acontecerá al sabio, ni siquiera en sus propias desgracias, sino que rechazará y verá romperse a sus pies todos los reveses de la fortuna. Constantemente conservará el mismo rostro sereno e impasible, lo cual no podría conseguir si se dejase dominar por la tristeza. Añade que el sabio es previsor y tiene vigilante siempre la razón, y nunca lo que es trasparente y puro procede de lo removido y turbado. Ahora bien; la tristeza es inhábil para distinguir los objetos, calcular lo útil, evitar los peligros y apreciar lo justo. Así, pues, no compadecerá las miserias ajenas, porque necesitaría para ello hacer miserable su mente; en cuanto a las demás cosas que suelen hacer los misericordiosos, las hará de buena voluntad, pero con distinto ánimo.


Enjugará las lágrimas ajenas, pero sin llorar; ofrecerá su mano al náufrago, hospitalidad al desterrado, limosna al indigente; no esa limosna humillante que la mayor parte de los que quieren pasar por caritativos arrojan con desdén al desgraciado a quien socorren, y cuyo contacto les repugna, sino que dará como hombre a hombre del patrimonio común. Devolverá el hijo a las lágrimas de la madre, romperá las cadenas del esclavo, sacará de la arena al gladiador, y hasta enterrará el cadáver del criminal. Mas hará todo esto con tranquilidad de espíritu e inalterable semblante. Así, pues, el sabio nunca será misericordioso, pero sera caritativo, será útil a los demás; porque ha nacido para servir de apoyo a todos, para contribuir al bien público, del que a cada cual ofrece una parte: su bondad alcanza hasta a los malvados, que, cuando hay ocasión, reprende y corrige. Pero en cuanto a los afligidos y a los que sufren con constancia, les auxiliará con mucha mejor voluntad. Cuantas veces pueda se interpondrá entre ellos y la fortuna; ¿qué mejor uso podrá hacer de sus riquezas y fuerzas que restableciendo lo que la fortuna ha destruido? Su rostro y su espíritu no se abatirán al ver la extenuación y harapos del mendigo, ni su ancianidad, que necesita el apoyo del bastón; pero socorrerá a cuantos lo merezcan, y de la misma manera que los dioses, dirigirá favorable mirada a su infortunio. La misericordia es vecina de la miseria, de la que tiene y toma algo. Nótase que los ojos son débiles cuando lloran al ver llorar; de la misma manera es señal de enfermedad y no de alegría reír siempre que se ve reír, como abrir la boca siempre que otro bosteza. La misericordia es enfermedad de almas demasiado sensibles a la miseria: exigirla del sabio es casi exigirle lamentaciones y gemidos en los funerales de un extraño.


Diré por qué no perdona. Establezcamos primeramente qué es el perdón, para convencernos de que el sabio no puede concederlo. Perdón es remisión de castigo merecido. ¿Por qué no debe concederlo el sabio? Ampliamente desarrolladas se encuentran las razones en los que han tratado de esto. Por mi parte, lo diré con brevedad, como refiriendo opinión ajena. Se perdona al que debería ser castigado: ahora bien, el sabio no hace nada de lo que no debe hacer, ni omite nada de lo que debe realizar: así, pues, no remite la pena que debe imponer, pero lo que quiere obtenerse por el perdón lo concede por camino mucho más honroso; porque el sabio tolera, aconseja y corrige. Hace lo mismo que si perdonara y no perdona, porque perdonar es confesar que se omite algo que debería hacerse. Reprenderá a uno, pero no le castigará, atendiendo a su edad, que le permite enmendarse: a otro, a quien su crimen expone al odio público, asegurará la salvación, porque delinquió seducido o embriagado. Despedirá a los enemigos con la vida salva, algunas veces con elogios, si empuñaron las armas por honroso motivo, por la fe jurada, por alianza, por la libertad. Estas cosas no serán obras de perdón, sino de clemencia. La clemencia tiene libre albedrío: no juzga por fórmulas, sino por el bien y la equidad. Permitido le está absolver y tasar los castigos en el precio que le conviene. Al obrar de esta manera no pretende anular la justicia, sino que sus sentencias se ciñan a lo más justo. Ahora bien, perdonar es no castigar lo que se juzga perdonable. Perdón es remisión del castigo debido: el primer efecto de la clemencia es declarar que los indultados no debían padecer otra pena. Es, por consiguiente, más completa y honrosa que el perdón. En mi opinión, esta es controversia de palabras; pero se está de acuerdo en cuanto al asunto. El sabio remitirá gran número de castigos; conservará considerable número de hombres de mente enferma, pero que pueden sanar. Imitará al diestro agricultor, que no cultiva solamente los árboles rectos y elevados, sino que aplica puntales para enderezar aquellos que una causa cualquiera ha torcido. Poda los unos para que las ramas no detengan su crecimiento; abona a los débiles que languidecen en suelo empobrecido, y a aquellos que están cubiertos por extraña sombra, les abre el cielo. Siguiendo estos ejemplos, el sabio perfecto examinará de qué manera debe tratarse cada espíritu para atraer al bien a los que se han pervertido.