De cómo desbanqué a un rival

Nota: Se respeta la ortografía original de la época
DE COMO DESBANQUE A UN RIVAL


Articulo que hemos escrito entre Campoamor y yo, y que dedico a mi amigo Lauro Cabral


I


Como ya voy teniendo, y es notorio,
bastante edad para morir mañana,
según dijo con chispa castellana
Ramón de Campoamor y Campoosorio
que, en lo desmemoriado,
es un segundo yo pintipintado,
quiero dejar escrita cierta historia
de un amor, como mío,
extravagante digno de memoria
perpetua en bronce, ó alabastro frío.
¿La he leído en francés, ó la he soñado?
¿Mía es la narración, ó lo es de un loco?
¿He traducido el lance, ó me ha pasado?
Lectora, en puridad:—de todo un poco.

Ella era una muchacha más linda que el arco íris, y me quería hasta la pared del frente. Eso sí, por mi parte estaba correspondida, y con usura de un ciento por ciento. ¡Vaya si fué la niña de mis ojos!

Ha pasado un cuarto de siglo, y el recuerdo de ella despierta todavía un eco en mi apergaminado organismo.

Veinte años que, en la mujer, son la edad en que la sangre de las venas arde y bulle como lava de volcán en ignición; morenita sonrosada como la Magdalena: cutis de raso liso ojos negros y misteriosos como la tentación y el caos; una boquita más roja y agridulce que la guinda; y un todo más subversivo que la libertad de imprenta, tal era mi amor, mi embeleso, mi delicia, la musa de mis tiempos de poeta. Me parece que he escrito lo suficiente para probar que la quise.

Para colmo de dichas, tenía editor responsable, y ese... á mil leguas de distancia.

La chica se llamaba... se llamaba... ¡Vaya una memoria flaca la mía! Después de haberla querido tanto, salgo ahora con que ni del santo de su nombre me acuerdo, y lo peor es, como diría Campoamor:

que no encuentro manera,
por más que la conciencia me remuerde,
de recordar su nombre, que era... que era...
ya lo diré después cuando me acuerde


II


Ella había sido educada en un convento de monjas—pienso que en el de Santa Clara—con lo que está dicho que tenia sus ribetes de supersticiosa, que creía en visiones, y que se encomendaba á las benditas ánimas del purgatorio.

Para ella, moral y físicamente, era yo, como amante, el tipo soñado por su fantasía soñadora.—Eres el feo más simpático que ha parido madre—solia repetirme,—y yo, francamente, como que llegué á persuadirme de que no me lisonjeaba.

¡Pobrecita! ¡Si me amaría cuando encontraba mis versos superiores á los de Zorrilla y Espronceda, que eran, por entonces, los poetas á la moda! Por supuesto que no entraban en su reino las poesías de los otros mozalbetes de mi tierra, hilvanadores de palabras bonitas con las que traíamos á las musas al retortero, haciendo mangas y capiroles de la estétic.

Aunque no sea más que por gratitud literaria, he de consignar aquí el nombre del amor mío.


Esperad que me acuerde... se llamaba...
diera un millón por recordar ahora
su nombre, que acababa... que acababa...
no sé bien si era en ira ó era en ora.


III


Sin embargo, mis versos y yo teníamos un rival en Michito, que era un gato color de azabache, muy pizpireto y remonono. Después de perfumarlo con esencias, adornábalo su preciosa dueña con un collarincito de terciopelo con tres cascabeles de oro, y teníalo siempre sobre sus rodillas. El gatito era un dije, la verdad sea dicha.

Lo confieso, llegó á inspirarme celos, fué mi pesadilla. Su ama lo acariciaba y lo mimaba demasiado, y maldita la gracia que me hacía eso de un beso al gato y otro á mí.

El demonche del animalito parece que conoció la tirria que me inspiraba; y más de una vez en que, fastidiándome su roncador ró ró ró, quise apartarlo de las rodillas de ella, me plantó un arañazo de padre y muy señor mío.

Un día le arrimé un soberbio puntapié. ¡Nunca tal hiciera! Aquel día se nubló el cielo de mis amores, y en vez de caricias, hubo tormenta deshecha. Llanto, amago de pataleta, y en vez de llamarme ¡bruto! me llamó ¡masón! palabra que en su boquita de repicapunto, era el summum de la cólera y del insulto.

¡Alma mía! Para desenojarla tuve que obsequiar, no rejalgar sino bizcochuelos á Michito, pasarle la mano por el sedoso lomo, y... ¡Apolo me perdone el pecado gordo! escribirle un soneto con estrambote.

Decididamente, Michito era un rival difícil de ser expulsado del corazón de mi amada... de mi amada ¿qué?

Me quisiera morir, ¡oh rabia! ¡oh mengua!
No hay tormento más grande para un hombre
que el no poder articular un nombre
que se tiene en la punta de la lengua.


IV


Pero hay un dios protector de los amores, y van ustedes á ver cómo ese dios me ayudó con pautas torcidas á hacer un renglón derecho: digo, á eliminar á mi rival.

Una noche leía ella, en El Comercio, la sección de avisos del dia.

—Dime—exclamó de pronto marcándome un renglón con el punterillo de nácar y rosa, vulgo, dedo,—¿qué significa este aviso?

—Veamos, sultana mía.

Cabalgué mis quevedos, y leí:

Adelaida Orillasqui.—Adivina y profesora

—No sabré decirte, palomita de ojos negros, lo que adivina ni lo que profesa la tal madama: pero tengo para mí, que ha de ser una de tantas embaucadoras que, á vista y paciencia de la autoridad, sacan el vientre de mal año, á expensas de la ignorancia y tonterías humanas. Esta ha de ser una Celestina, forrada en comadrona y bruja.

—¡Una bruja! ¡Ay, hijo!. Yo quiero conocer una bruja... llévame donde la bruja...

Un pensamiento mefistofélico cruzó rápidamente por mi cerebro. ¿No podría una bruja ayudarme á destronar al gato?

—No tengo inconveniente, ángel mío, para levarte el domingo, no precisamente donde esa Adelaida, que ha de ser bruja carera, y mis finanzas andan como las de la patria, sino donde otra prójima del oficio que, por cuatro ó cinco duros, te leerá el porvenir en las rayas de las manos, y el pasado, en el librito de las cuarenta.

Ella, la muy loquilla, brincando con infantil alborozo, echó á mi cuello sus torneados brazos, y rozando mi frente con sus labios coralinos, me dijo:

—¡Qué bueno eres... con tu...! y pronunció su nombre, que, ¡cosa del diablo! hace una hora estoy bregando por recordarlo.

¿Echarán nuestros nombres en olvido
lo mismo que los hombres, las mujeres?
Si olvidan, como yo, los demás seres,
este mundo, lectora, está perdido.


V


Y amaneció Dios el domingo, como dicen las viejas.

Y antes de la hora del almuerzo, mi amada prenda y yo enderezamos camino á casa de la bruja.

No estoy de humor para gastar tinta describiendo minuciosamente el domicilio. La mise en scéne fórjesela el lector.

La María Pipí ó barragana del enemigo malo nos jugó la barajila, nos hizo la brujería de las tijeras, la sortija y el cedazo, el ensalmo de la piedra imán y la cebolla albarrana y, en fin, todas las habilidades que ejecuta cualquiera bruja de tres al cuarto.

Luego nos pusimos á examinar el laboratorio ó salita de aparato.

Había sapos y culebras en espíritu de vino, pájaros y sabandijas disecados, frascos con aguas de colores, ampolleta y esqueleto; en fin, todos los cachivaches de la profesión.

La lechuza, el gato y el perro empajados no podian faltar: son de reglamento, como el murciélago sobre un espejo y la lagartija dentro de una olla.

Ella, fijándose en el michimorrongo, me dijo:

—Mira, mira, ¡qué parecido á Michito!

Aquí la esperaba la bruja para dar el concertado golpe de gracia.

El corazón me palpitaba con violencia y parecía quererse escapar del pecho. De la habilidad con que la bruja alcanzara á dominar la imaginación de la joven, dependía la victoria la derrota de mi rival

—¡¡¡Cómo, señorita!!!—exclamó la bruja asumiendo una admirable actitud de sibila ó pitonisa, y dando á su voz una inflexión severa.—¿Usted tiene un gato? Si ama usted á este caballero, despréndase de ese animal maldito. ¡Ay! por un gato me vino la desgracia de toda mi vida. Oiga usted mi historia. Yo era joven, y este gato que ve usted empajado era mi compañero y mi idolatría. Casi todo el santo día lo pasaba sobre mis faldas, y la noche sobre mi almohada. Por entonces llegué á apasionarme como loca de un cadete de artillería, arrogante muchacho, que sin descanso me persiguió seis meses para que lo admitiera de visita en mi cuarto. Yo me negaba tenazmente; pero a cabo, que eso nos pasa å todas cuando el galán es militar y porfiado, consentí. Al principio estuvo muy moderado y diciéndome palabritas que me hacían en el alma más efecto que el redoble de un tambor. Poquito á poquito se fué entusiasmando y me dió un beso, lanzando á la vez un grito horrible, grito que nunca olvidaré. Mi gato le había saltado encima, clavándole las uñas en el rostro. Desprendí al animal y lo arrojé por el balcón. Cuando comencé á lavar la cara á mi pobre amigo, vi que tenia un ojo reventado. Lo condujeron al hospital, y como quedó lisiado, lo separaron de la milicia. Cada vez que nos encontrábamos en la calle, me hartaba de injurias y maldiciones. El gato murió del golpe, y yo lo hice disecar. ¡El pobrecito me tenía afecto! Si dejó tuerto á mi novio, fué porque estaba celoso de mi cariño por un hombre... ¿No cree usted, señorita, que éste me quería de veras?

Y la condenada vieja acariciaba con la mano al inanimado animal, cuyo esqueleto temblaba sobre su armazón de alambres.

Me acerqué á mi querida y la vi pálida como un cadáver... Se apoyó en mi brazo, temblorosa, sobrexcitada; miróme con infinita ternura, y murmuró dulcemente:—Vámonos.

Saqué media onza de oro y la puse, sonriendo de felicidad, en manos de la bruja.

¡Ella me amaba! En su mirada acababa de leerlo. Ella sacrificaría á mi amor lo único que le quedaba aún por sacrificar—el gato,—ella, cuyo nombre se ha borrado de la memoria de este mortal pérfido y desagradecido.

¡Ah! ¡malvado! ¡malvado!
Pero yo, ¿qué he de hacer si lo he olvidado?
No seré el primer hombre
que se olvidó de una mujer querida...
¡Ah! ¡yo bien sé que el olvidar su nombre
es la eterna vergüenza de mi vida!
¡Dejad que, á gritos, al verdugo llame!
¡Que me arranque, á puñados, el cabello!
¡Soy un infame, sí, soy un infame!
¡Ahórcame, lectora: este es mi cuello!


VI


Aquella noche, cuando fuí á casa de mi adorado tormenti, me sorprendí al no encontrar al gato sobre sus rodillas.

—¿Qué es de Michito?—la pregunté.

Y ella, con una encantadora, indescriptible, celestial sonrisa, me contestó:

—Lo he regalado.

La dí un beso entusiasta, ella me abrazó con pasión y murmuró á mi oído:

—He tenido miedo por tus ojos.