De París a Nueva York

De París a Nueva York
(1894)
de Rafael Puig y Valls

Tomado del libro Viaje a América.

Es cosa vulgarísima hacer un viaje de París a New-York; el que pasa por el Havre sale ahora a las 12 y media de la noche de la estación de San Lázaro, situada en el centro de París. A las seis de la mañana para el tren, que lleva el pomposo título de «tren directo de París a New-York», junto a la pasarela del trasatlántico, y a los pocos minutos cada pasajero ha colocado ya el equipaje de mano en su camarote, esperando, no sin alguna zozobra, la hora de salida que dicta la marea en las dársenas del Havre. Sería necesario ser muy exigente si no estuviera contento con mi suerte; embarqueme el 18 de marzo en el vapor más hermoso y nuevo de la Compañía Trasatlántica francesa, el Touraine, que está realizando su décimo tercer viaje con una velocidad pasmosa. A las 25 horas había andado 495 millas, según nota dada por el encargado de la corredera; hoy 21, tercer día de viaje, debemos haber andado ya más de 800 millas, y oigo decir a los compañeros de viaje que se marean, que el capitán se propone llegar a New-York el viernes próximo, o sea en menos de siete días, desde el Havre.

Pocos vapores habrían realizado una travesía más rápida, y pocos también podrán ofrecer a los pasajeros mayores comodidades y garantías de seguridad.

El Touraine ha sido construido para pasaje numeroso y todo se ha sacrificado a la comodidad de los viajeros. Barco que salió a mediados de 1891 del astillero de Saint Nazaire, parece un palacio flotante que brilla al sol con el matiz nacarado del color blanco agrisado que domina en la cubierta, dándole un aire de limpieza que enamora.

La cubierta alta destinada a los pasajeros de primera, es un paseo de más de cien metros de longitud y cuatro de anchura que circuye los camarotes de lujo y los saloncitos de escribir; la inmediata inferior, en que pasean los viajeros de segunda y tercera, tiene iguales dimensiones y rodea la sala de conversación y los camarotes de primera; y en el tercer puente, el más retirado y menos sometido a la acción de los balanceos, está el comedor cruzado por tres mesas paralelas rodeadas por otras más pequeñas que le dan el aspecto de un gran salón de restaurant de las mejores fondas de París.

A las 6 y media de la tarde, cuando el camarero toca la campana, anunciando a los pasajeros que el servicio de mesa está dispuesto, el aspecto del comedor, iluminado con luz eléctrica, es severo, de gusto exquisito e irreprochable. La escalera monumental, de caoba barnizada, que le da acceso, con grandes espejos adornados de cornisas y cariátides del mejor gusto, tapizados los entrepaños con cueros repujados, llena de luz deslumbradora; el patio central, que remata una linterna de traza elíptica y cristales deslustrados, sostenidos los entrepuentes por vistosas columnas, de cuyos capiteles arrancan artísticos candelabros de luces eléctricas, dan al conjunto un aspecto tan hermoso que se llega a olvidar el mareo y el peligro del viaje, creyendo haberse realizado el cuento de hadas que levantó palacios del fondo del Atlántico.

En el centro del barco van las máquinas que mueven dos hélices poderosas, máquinas tan discretas que apenas dejan oír al viajero enfermo la vibración de sus palancas y articulaciones; y en el centro van también, y repartidos en sus puentes, los camarotes de lujo, que valen 3,000 francos por viajero; los destinados a dos pasajeros, que reciben luz directa por los costados, que cuestan 600 francos por persona, y los de tres literas, situados en el centro, que reciben luz indirecta o zenital eléctrica, que se pagan a razón de 500 francos por litera. Estos camarotes son llamados «primeras clases» y gozan sus privilegiados poseedores del confort de los elegantes salones ya descritos, de una mesa pantagruélica, de un servicio perfectamente organizado, y de cuanto puede exigir un potentado, en sus travesías por los mares.

Y si alguien duda de la necesidad de poseer un estómago de múltiples resortes para digerir los suculentos y copiosos manjares servidos a bordo del Touraine, si esta prosa no le parece indigesta, cuide de seguirme al través de un comedor que está constantemente en funciones, desde las ocho de la mañana, en donde sirven café completo, con pan, leche y manteca, té ó chocolate; almuerzo a las diez, compuesto de cinco hors-d’œuvres, y tres platos fuertes, tres postres y café; un tente en pie, o lunch, a la una, que adornan suculentas tazas de té, frutas verdes y secas, compotas variadas, sandwichs, etc, y una comida fuerte a las 6 y media, espléndida, variada y ricamente preparada, regado todo con graves y médoc en el almuerzo y la comida, hasta las nueve de la noche, en que se sirve un té como fin de fiesta a tan aprovechados comensales. Y luego habrá quien dude de que el tipo del caballero particular pueda ser de carne y hueso como los demás mortales, cuando veo con mis propios ojos tantas personas que hacen sus quatre repas y un té con una tranquilidad verdaderamente olímpica, a pesar del mareo y contra el mareo, según el parecer del buen doctor, que pasea el uniforme y su simpática persona por los salones del Touraine.

Después de esta reseña, muchos preguntarán, si son muchos los lectores de este libro: ¿Y la travesía? ¡Ah! la gente del buque y los que están acostumbrados a largas navegaciones dicen que el mar no puede estar mejor, y que el Atlántico no suele gastar mejor carácter que el que ostenta estos días, sin duda para no dar gusto a los que han creído que era peligroso embarcarse en el Touraine al verificar su 13.ª expedición. Yo, por mi parte, no quito ni pongo rey, aunque se me figura que siendo el barco de un porte tan espléndido que no figuraría desdeñosamente al lado de nuestro Pelayo, no debería moverse hasta el punto de tener unas tres cuartas partes del pasaje en las literas, y ponerme en el caso de hacer tales garabatos al escribir estas cuartillas, que temo van a arrancar venablos y centellas a los desdichados cajistas que se vean en el caso de traducirlas y componer las columnas de La Vanguardia.

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Interrumpida varias veces esta carta por los balanceos, he de añadir que los días se suceden y no se parecen; en la noche del 22 hemos tenido un coup de vent que nos ha tenido angustiados, y el 23 ha nevado, manteniéndose los hielos y carámbanos todo el día en el solado de los puentes y en los barrotes de las barandillas. El termómetro marcaba 5 grados bajo cero. Hoy, 24, la niebla lo invade todo, la sirena pita cada dos o tres minutos, y el pasaje, a pesar del evidente peligro que corremos, está contento porque el mar es bonancible.

Llegó por fin el día suspirado: luce el 25 de marzo y estamos ya a escasas millas de New-York. Vese ya tierra firme, la Long-Island, la primera tierra americana para la mayor parte de los pasajeros del Touraine, y todos contemplamos, extasiados, el nuevo continente tantas veces ansiado y tan penosamente conseguido.

Los emigrantes, alemanes e italianos, entonan en este momento un himno a la nueva patria, espléndida manifestación, concreción vigorosa de sus bellas esperanzas.

Allá, con la vista fija en la proa del barco, todo el mundo espera con ansia que la estatua de la «Libertad iluminando al mundo» nos fije el término del viaje, y mientras los pasajeros de tercera dedican a la patria ausente su mejor recuerdo, los españoles que vamos a Chicago con las responsabilidades que ha de exigirnos algún día la patria querida, volvemos también la vista hacia el Este del mundo, en donde hemos dejado nuestras afecciones y nuestros recuerdos, para cultivar, en tierra extraña, cobijados por el pabellón de España, los intereses que nos han confiado el Gobierno y los compatriotas que nos han honrado con su confianza y su amistad. ....

Molestia invencible suele ser, en todas partes, el paso de una frontera. Los españoles solemos ser tolerantes cuando se trata del país ajeno; cuando se trata del nuestro no hay palabra bastante dura en el diccionario para vituperar los procedimientos de los aduaneros españoles. Los extranjeros, que suelen ser pacientes en su patria, reprueban los minuciosos reconocimientos de los carabineros al llegar á la frontera española, que les parece ya país conquistado, y no hallando en nosotros respeto a lo que representa el cumplimiento de un deber, se desatan en improperios, lanzando sin rubor y en alta voz, para que la oiga todo el mundo, la frase ya rutinaria a fuerza de puro sabida: cosas de España; pero tenga presente el español que emprenda un viaje a América por placer, estudio o negocio, que las cosas americanas dejan tan atrás las nuestras en punto a fiscalización aduanera y sanitaria, que no hay, ni ha habido en el mundo, procedimiento inquisitorial que se parezca al que voy a historiar para enseñanza y ejemplo de los que creen de buena fe que todo lo extranjero es mejor y más digno de un pueblo culto que lo nuestro.

Llegué a la vista de New-York a las dos de la tarde del 25 de marzo último: una vez pasado el estrecho que forman los puntos avanzados de la costa en que están emplazados el fuerte Lafayette y el Hamilton, el Touraine paró sus hélices, acercose un bote de vapor en que iba el empleado de la Aduana, que entró en el trasatlántico, posesionose de una mesa, preparó su tintero y pluma, y con la lista de los pasajeros á la vista, abrió una información para cada uno de ellos, averiguando el nombre, la procedencia, la edad, la profesión y el número de bultos que constituían el bagaje de los que íbamos en el barco. Recibida la declaración jurada, firmamos un documento, que la mayor parte de los pasajeros no entendía, en que nos comprometíamos á probar que habíamos declarado la verdad bajo pena de comiso de todo aquello que no se había declarado.

La operación, tratándose de un barco que transportaba más de cuatrocientos pasajeros, no podía ser corta, y más al ampliarse con una nueva visita que recibió el vapor a las cuatro de la tarde y que nos produjo un verdadero sobresalto. La Sanidad, representada por un subalterno, al tener noticia de que iban en el Touraine emigrantes alemanes procedentes de Hamburgo, y que uno de ellos presentaba síntomas algo alarmantes, fuese en busca del jefe, y con la amenaza de veinte días de cuarentena, estuvimos con el alma en un hilo, hasta que, previo reconocimiento muy detenido, la Sanidad de New-York contentose con fumigar a los emigrantes y los bagajes, dejando salir a los pasajeros de 1.ª y 2.ª, que desembarcamos cuando ya anochecía.

Cuando se cruza el Atlántico y se han pasado horas de zozobra, el viajero cree haber ganado el derecho de que se respete su cansancio, su deseo de reparar las fuerzas perdidas y de hallar, en cómodo albergue, alivio a sus males y calma a su espíritu.

Al poco rato el vapor atracó, colocó rápidamente su pasarela, y con un: ¡Bendito sea Dios! pisamos tierra con satisfacción verdadera. La Trasatlántica francesa tiene en la dársena que ocupan sus barcos una inmensa nave de madera, cuyos cuchillos de armadura que arrancan del suelo forman una bóveda que abriga un espacio mal iluminado, sucio, ahumado, que parece bodega invertida de un barco carbonero. Hay allí una serie de compartimientos clasificados, con iniciales, que el pasajero ha de buscar, si se le ha advertido de antemano que su bagaje irá a depositarse en el cajón cuya inicial corresponde a su apellido. No hay en aquella bodega ni una silla, ni un banco; cuando llegan los baúles, el viajero cansado se apoya en ellos y espera que la Aduana inspeccione los bagajes cuya declaración jurada firmó creyendo, quizá, que bastaría su palabra honrada, legalizada con su firma, para evitarse las molestias de una inspección tan minuciosa, que no hay maleta, baúl, saco de mano o manta, que escape á la mano escrutadora y nimia, en detalles, del aduanero norte-americano.

Hora y media estuve esperando el baúl y la inspección; cuando pude salir con las consabidas señas puestas en los bultos, habían dado las ocho de la noche, con la inversión de cinco horas en lo que en todas partes puede hacerse, con mayor respeto á la dignidad humana, en dos horas escasas.

Y antes de que el presunto viajero español que entra por el puerto de New-York estudie con calma lo apuntado, si en algo estima sus intereses, voy á trasladar al papel alguna impresión que entiendo vale la pena de ser conocida.

Iban en el Touraine el arzobispo de Quebec y el obispo de Cythère; ambos en tenue bourgeoise, venían de Viena, y habían visitado también la Palestina y España. Para los católicos del mundo, el español es un ser que se distingue por su altivez, su energía y su amor á la religión. A las pocas horas, sabiendo que yo era español, se mostraron tan deferentes conmigo y tan amantes de mi país que entablose entre nosotros una verdadera y simpática amistad. Interrogáronme acerca de nuestros poetas y publicistas, conocían nuestros mejores filósofos, literatos y artistas clásicos, y no acababan nunca cuando se ponían a hablar de la conquista de México, descrita, al parecer con entusiasmo, por Prescott.

Aquellas altas dignidades de la iglesia llegaron a New-York acompañados de dos sacerdotes, sin que nadie fuera a recibirles, ni nadie se preocupara de aquel ejemplo de humildad cristiana, llevando modestamente el bagaje de mano, menos pesado, sin duda para ellos, que la responsabilidad de la cura de almas que ejercitan, con alta sabiduría, en las frías comarcas del Canadá.

Y mientras este alto ejemplo puede servir a todos de saludable enseñanza, el que no quiera dejar cuatro o cinco dollars en las garras de algún cochero neo-yorkino, cuide de no salir de la aduana sin que, poniéndose de acuerdo con algún agente de hotel y sobre todo con el de la compañía llamada «Express», consiga impedir que sea atropellado de la manera más odiosa que cabe imaginar.

Para evitar las demasías de los cocheros se ha formado en las grandes ciudades norteamericanas una compañía que envía sus agentes a los trasatlánticos y a los vagones de los ferrocarriles, que mediante un pequeño estipendio, unos cuarenta centavos de dollar, equivalentes a dos pesetas por bulto, y cangeando el talón ó chapa metálica numerada, de que hablaré luego, por un cartón que se ata en el asa del baúl y en que se consigna la dirección dada por el viajero, al poco rato se consigue tener el bagaje en el hotel, dejando al viajero en libertad de aprovechar los tranvías y ferrocarriles elevados que, por cinco centavos, o sean veinticinco céntimos de peseta, puede apearse a pocos pasos del hotel, boarding o casa a donde va a parar, sin verse obligado a gastar un duro y medio por una carrera de media hora escasa, que es lo que cuesta por persona un carruaje de dos caballos en New-York y Chicago.

Claro es que el que no sepa hablar inglés no tiene más remedio que acudir a los agentes españoles de dos hoteles modestos, pero bien situados en la calle 14, junto a la 5.ª avenida, llamado Hotel Español, y en Irving place muy cerca de Broadway, conocido con el nombre de Hotel Hispano-americano. En New-York es completamente inútil hablar francés o italiano, la inmensa mayoría de la población no conoce más idioma que el inglés, disfrazado con un acento sumamente duro que obliga á un verdadero y largo aprendizaje.

Pero no terminan aquí las desdichas del europeo en New-York; el que va a Chicago o a cualquier punto de los Estados Unidos, ha de empezar por entregar el equipaje al agente del «Express», que lo llevará a la estación de partida, tomar con anticipación el billete y el Pullman-car, que es un sleeping más lujoso y cómodo que el que circula por las líneas de Europa, en alguna agencia del Broadway, y cuidar de que se facture, para lo cual un mozo de la estación ha de poner una etiqueta numerada que corresponde al número de una placa metálica que se entrega al viajero, sin que se haya de pagar exceso de peso como no pase de 150 libras, que no rebasa casi nunca, el baúl o mundo de uso corriente.

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Nota: Algunos acentos se han modernizado.