XXXIV

Un mes largo tardó en llegar nueva carta de Hillo, sin duda porque los correos en tiempo tan desdichado no iban y venían con la debida regularidad. Manifestaba el buen capellán inquietud por no haber dado Fernando en su breve carta las explicaciones que se le pidieron. ¿Qué casa era aquella donde moraba? ¿Por qué decía que no podría salir en dos meses? ¿Acaso estaba enfermo, herido? ¿Entre qué gentes o con qué familia vivía? De todo esto se esperaban pronto informes detallados. Por el pronto se le remitían 20 onzas por un oficial de Ingenieros que iba a Vitoria. Cuidárase él de recogerlas en dicho pueblo por persona de confianza. Aguardó Fernando a recibir el dinero para contestar, y en esto se pasaron otros quince días, pues el propio que se envió tras el oficial portador de las onzas, no dio con él sino después de muchas vueltas de una parte a otra. En Agosto se recibió nueva epístola de Hillo, en ocasión que Fernando, convaleciente ya, había dejado el lecho y podía pasearse por la habitación agarrado al brazo de Gracia o al de D. José María. Continuaba el buen Mentor en la Granja, y hablando en nombre y por encargo de la próvida divinidad, anunciaba a Telémaco que esta le escribiría directamente de asuntos interesantísimos. De quien Fernando no tuvo carta ni noticia, fue de Negretti, lo que le causaba grande zozobra. ¡Qué habría ocurrido, Santo Dios! No veía las santas horas de recobrar su salud para correr hacia el país vasco, pues tanto tiempo sin saber de Aura en extremo le afligía. Su encantamiento le pesaba, era ya una monótona esclavitud; deseaba que el día último de su prisión llegase, sin dejar por esto de rendir a la gran Demetria, su nueva tirana, los homenajes que por su virtud, su gracia y adorables prendas merecía.

Avanzado Agosto, llegó carta de la incógnita, que no contenía revelación alguna de lo que Fernando quería saber. Era el mismo estilo de antes, la misma voz dulce y un tanto burlona debajo de la careta. Le expresaba cariñosamente la idea de transacción; le permitía encenderse y achicharrarse en el amor de Aura; llevaba con paciencia hasta que la hiciera su esposa; rogábale que no dilatase su vuelta a Madrid, donde se le arreglaría una posición en armonía con sus méritos, abriéndole camino brillante en la política; para hacerle el paladar a los sainetes (en el doble sentido de esta palabra) de la vida pública, le refería sucesos graves ocurridos en la Villa y Corte por aquellos días, y presagiaba que en San Ildefonso no irían las cosas por los caminos derechos. Una carta de Hillo, dos o tres días después, terminaba con un alarmante párrafo: «En este momento me dicen que se ha sublevado la Guardia Real, de guarnición en este Real Sitio, y que los sargentos se dirigen a Palacio a pedir a Su Majestad que restablezca, proclame y jure la Constitución del 12... ¡Dios nos tenga de su mano!».

El mismo día en que tales nuevas recibía D. Fernando, y más aún al siguiente, corrieron por el pueblo rumores de serios trastornos políticos en Madrid y en la Granja. Los amigos de la casa de Castro, sabedores de que el huésped de ella se carteaba con personajes del Real Sitio, acudieron allá por noticias frescas. ¡Válgame Dios, qué especiotas corrían de boca en boca entre el vecindario! Al coronel que allí mandaba la fuerza cristina dijéronle que los sargentos habían atropellado a la Reina, llevándola presa al cuartel, porque se negaba a jurar la Niña bonita. En Madrid, los milicianos sublevados habían cometido mil tropelías, asesinando generales y ministros. Total: que se venía encima una revolución tan terrible y sangrienta como la francesa.

Mostroles D. Fernando el conciso párrafo del clérigo; pero bien pronto pudo satisfacer la curiosidad de sus convecinos, porque recibió segunda carta de la incógnita, en que le refería con preciosos pormenores la inaudita trapisonda de la Granja, como persona que todo lo presenciara. Era, pues, aquel relato la misma verdad, una página histórica, fresca, real, viva. «Nada, señores -dijo Don Fernando a los notables del pueblo que invadieron su cuarto en busca de noticias-, no ha ocurrido nada: ello ha sido un nuevo trámite de la revolución española que venimos elaborando entre todos desde el año 12. El caso es sencillísimo, propiamente español, producto de casos anteriores, engendro de nuestro carácter. La novedad bien a la vista está: lo que otras veces han hecho los oficiales de mediana y alta graduación, lo han hecho ahora los sargentos de la Guardia Real. Es la obra del pueblo, el cual, entre nosotros, no sabe actuar por sí, y se infiltra en las clases militares para dar forma, realidad tangible a sus ideas. Cómo ha podido suceder que el espíritu popular, encarnado en la humanidad de cuatro sargentos, haya sabido burlar la vigilancia de los guardianes de la Corte y sobreponerse a toda disciplina hasta llegar a la Reina; cómo han tenido los tales sargentos energía y discreción bastantes, pues todo se necesita, para imponer a la gobernadora nada menos que el cambio de Constitución, es cosa muy compleja, de la cual no he podido aún hacerme cargo. La carta que he recibido es extensísima; ya ven: seis pliegos de letra menuda. He pasado la vista rápidamente por algunos párrafos; cuando despacio la lea y la relea, daré a ustedes noticia circunstanciada del suceso tal como me lo cuenta, con pelos y señales, un testigo presencial».

Los comentarios que hicieron el Coronel, el Alcalde y otras personas de viso que visitaban al huésped de Castro, eran muy pesimistas. Vista la trifulca de la Granja desde tan lejos, resultaba la impresión de que el mundo se venía abajo; de que España se acababa, con aquel vilipendio de la autoridad real, pisoteada por cuatro sargentos que probablemente estarían borrachos. A esto dijo Calpena que no traería el tal suceso revolucionario más catástrofes que las usuales y corrientes: el cambio de empleados, el desconcierto de todo, la continuación de la guerra. Era la enfermedad general, ya crónica, que se agravaba. Mas no por ello moría el enfermo: España tenía fibra y agallas para resistir tanta calamidad; su sobriedad de mendigo le garantizaba la existencia; su pasividad fatalista le permitía seguir arrastrándose y dando tumbos, hasta que vinieran hombres y tiempos mejores, los cuales... ¡ay! también podría suceder que no vinieran. En esto llegaban diariamente a La Guardia pormenores de lo ocurrido y papeles que lo traían todo muy bien parlado. Pero nada era tan sincero, tan profundamente humano y vivo como el cuadro descrito con femenino análisis y observación exquisita por la señora incógnita, el cual no cabe en estas páginas por su excesiva extensión. Podrá leerlo en otras quien tenga en igual grado la curiosidad y la paciencia.

Entró Demetria a ver a D. Fernando, aplaudiendo la gallardía con que se determinaba a dar solito algunos pasos con la ayuda de su bastón, y le dijo gozosa: «Por dos motivos estoy alegre hoy: el primero es que me ha dicho D. Segundo que pronto será usted dado de alta. ¡Cuánto ha pasado, pobrecito, en esta esclavitud! Ya sé lo que me dirá: que le hemos tratado muy bien. ¡Pues no faltaba otra cosa! Eso del buen trato no hay que decirlo, porque es verdad y porque no tiene ningún mérito: el cumplimiento de un deber, sin hacer nada extraordinario, no merece elogios.

-¿Y el otro motivo de alegría se puede saber?

-Que han vuelto los dos criados que fueron con nosotras a Oñate, y quedaron presos en la cárcel cuando a nosotras nos llevaron a la Caridad. ¡Pobrecillos, qué gozo he tenido al verles! Les llevaron a Vergara; después a Tolosa; de allí pudieron escaparse a Francia, donde se embarcaron para Santoña... Ya no pueden tardar los que fueron a llevar nuestra ofrenda a los infelices que nos dieron socorro en las ruinas de Aránzazu... De quien no hemos tenido noticia es del pobre Díaz. ¿Qué habrá sido de él? ¿Le habrán matado; estará preso aún?

-Escribiremos a mi amigo el Sr. Rapella, para que gestione la libertad de Díaz mientras llega la ocasión de que pueda hacerlo yo mismo. En cuanto me asegure en la convalecencia, señora castellana de este noble castillo, me voy a Guipúzcoa y Vizcaya.

-Ya sé, ya sé que en Bermeo está su novia. Me lo ha contado el tío, con quien tiene usted sus confianzas -dijo Demetria con toda la serenidad del mundo-. Permita Dios que se le allanen a usted todos los caminos; que llegue a donde quiere llegar... y encuentre a su novia buena de salud, firme de voluntad, siempre amante y fiel... Quiera Dios que esa señora nos perdone este secuestro de su galán; que no haya sufrido con harta crudeza el mal de impaciencia; que sepa ser constante en los afectos fuerte en la adversidad... Porque fíjese usted bien, fuerte en las bienandanzas lo es cualquiera; pero fuerte en el infortunio, en las largas ausencias, eso ya es harina de otro costal, eso sí que es mérito, Sr. D. Fernando... Ea, no quiero cansarle; me llaman abajo para medir la hornada de mañana. Hasta ahora...».

Y dio media vuelta para marcharse.

«Eh... señora castellana, no sea usted tan ejecutiva. Con sus hornadas y sus continuos quehaceres, ha olvidado usted mis encargos. Le he pedido que mande venir sastre o costurera que me haga la ropa que necesito... ¿O es que he de marcharme así, como un triste estudiante que no lleva más que lo puesto?

-Ya he mandado recado a quien le hará la ropita... El ejecutivo es usted, que no quiere más sino que le sirvan geniecillos, hadas y qué sé yo... Eso; lo de los cuentos de niños: dar una patadita, y ya está aquí el duende que dice: «Pide por esa boca».

-Aquí no hay más hada, ni más duende, ni más genio que usted... Genio, sí, y noto que lo va echando malo. De ayer a hoy me ha reñido usted tres veces.

-Sí, señor, y le riño la cuarta... por impaciente... No parece sino que le tratamos tan mal aquí. Pues sepa usted, señor fuguilla, que la opinión de D. Segundo es que aún debe estarse quietecito otro mes, pues si se lanza por esos caminos a caballo o en una carreta, está muy expuesto a una recaída, sí señor, y a que empeore la pierna, sí señor, y la otra pierna, y la cabeza... sí señor... Ea, ya no riño más; y aunque usted no quiera, me voy».

Quedose Calpena meditabundo, pensando en su partida, que con ardor deseaba, aunque presumía que no podría efectuarla sin pesadumbre. Por su mente fecundísima pasó una idea. ¡Vaya una idea! La formulaba de este modo: «Quisiera tener un amigo muy íntimo, uno de esos amigos que son como hermanos, uno de esos amigos a quienes amamos entrañablemente... Y mi mayor gozo sería que este amigo se hiciera amar de Demetria y que él la amase a ella, cosa en verdad facilísima. ¡Qué gusto verles casados, ver a mi amigo compartiendo con ella el gobierno de esta gran casa!... ¡Ah, se me olvidaba! es preciso, indispensable, que el amigo tenga patrimonio para poder realizar decorosamente la feliz coyunda... ¿Pero dónde voy yo a buscar este amigo, dónde? Si al menos tuviera yo familia, quizás lo encontraría entre mis parientes... ¡Vaya con el tesoro que se llevaba el tal!... Pues he de buscarlo en cuanto me vea libre, he de buscarlo, sí... Feliz yo que ya tengo resuelto el problema de amor; que no sé, ni quiero, ni puedo desviarme de la línea trazada por mi destino. Al extremo de acá de esta línea, estoy yo; al otro extremo la verdadera castellana de los alcázares del Cielo, Aura divina, Aura humana, Aura total. Hacia ella me voy pronto, y por el camino, por todos mis caminos, buscaré el amigo, el hermano que necesito para Demetria...

Esto pensó, y solicitado luego de la curiosidad, se puso a leer la extensísima carta, que contenía una prolija narración política, páginas llenas de vida y color. Atenta a la variedad, como grande artista, entreveraba los relatos de motines y trastornos con párrafos cariñosos, íntimos, o apreciaciones burlescas de la corte y de la sociedad que la rodeaba... Volvía luego a la pintura de escenas, ora cuartelescas, ora palatinas, conjunción absurda de la grosería popular y del regio orgullo, en aquel caso desvirtuado por el miedo y la debilidad. Por transiciones bruscas, la emprendía después con su protegido, riñéndole amorosa, señalándole los caminos para recobrar su gracia; consintiéndole sus locuras, siempre que no rebasaran de cierta medida prudencial; y, entre otros conceptos tan delicados como ingeniosos, le decía: «Esa casa donde estás, ¿qué casa es?... ¿Con quién vives? ¿Has encontrado a tu Aura? ¿La tienes contigo?... No; si no te riño. Quiérela: te lo permito... ¡Viva D. Fernando y viva con su pepita, digo, con su Aurita!... Pero has de contármelo todo; no me ocultes por modestia lo bueno que haces, ni por miedo a mi severidad me ocultes lo malo... ¡Dichosa severidad! Cansada del sinnúmero de medicinas que he tomado para calmar mis penas, probé la indulgencia, y no me va mal con esta droga... Tontín, ¿no sabes? Entre el bueno de Hillo y yo hemos descubierto a una pobre señora que te quiere con delirio, sin haberte tratado nunca, y esto es lo más raro. ¡Lo que te pierdes! Pues te diré: esa tu enamorada no te ha visto de cerca más que una vez, ¡y tan de cerca! De esto hace hoy, fíjate en la fecha de mi carta, veintitrés años justos y cabales... Rabia, que no te digo más».


 
 
FIN DE OÑATE A LA GRANJA
 
 

Santander (San Quintín), Octubre-Noviembre de 1898.