XXIX

Oyeron todos los presentes con emoción muy viva las sentidas demostraciones de la infeliz doncella, y D. Fernando se cuidó de rodear a las que llamaba sus amas de las comodidades posibles en la morada de los Peciñas, que este era el nombre de los carboneros dueños de aquel escondrijo. Confinándolas dentro de él, sin permitirles salir, para obligarlas más al reposo, se ocupó en disponer, de acuerdo con los habitantes de las ruinas, el sepelio de D. Alonso, el cual se efectuó por la tarde en la cripta que bajo la iglesia servía de enterramiento a los franciscanos. En espíritu asistieron Demetria y Gracia a estos actos, tan penetrados de ellos como si los vieran con sus ojos, y tan confiadas en Don Fernando para tan tristes diligencias como en persona de la familia. Por la noche les fue servida una pobre cena; tratando de la continuación del viaje, manifestó Demetria que por su gusto se detendría un día más en las ruinas, como un tributo de presencia a las caras cenizas de D. Alonso, y el caballero lo aprobó sin reparo, pues así era mayor el descanso de las huérfanas. Dos días pasaron allí, y a la segunda noche se dispuso todo para continuar de madrugada. Gainza recibió de Calpena aumento de lo estipulado, comprometiéndose a llevarles hasta el primer puesto de tropas cristinas. La despedida fue tiernísima, y los pobres habitantes de los tugurios les vieron partir con duelo y emoción. A Gracia la venció la pena; a Demetria no, porque los repetidos sufrimientos habíanla enseñado a soportar con cristiana entereza los males que humanamente no tenían remedio.

Despejose el cielo a poco de amanecer, anunciándoles un buen día de viaje. Instaba Demetria a su caballero libertador a que entrase también en el carro; pero él no quiso, por ser más propio y galante ir fuera, y por no mermar el espacio que las niñas necesitaban para su comodidad. Suponiendo que toda la cordillera estaría ocupada por soldados de Isabel II, deliberaron acerca del camino más corto para ponerse en salvo, y como opinase el boyero que debían picar hacia la venta de Arrida, se acordó tomar aquella dirección, aunque el nombre de la maldita venta fue un mal presagio para las huérfanas, que no podían olvidar las tristísimas ocurrencias de su viaje de ida. Transcurrió toda la mañana sin ninguna novedad. Admiraban los grandiosos espectáculos que a una parte y otra les ofrecía la ingente cordillera, los inaccesibles picachos, los abismos insondables. El sendero se escurría tímidamente al pie de las eminencias y al borde de las simas, evitando el caer en estas, deslizándose como reptil por las angosturas. Gracias al conocimiento de Gainza y a la pausa cautelosa con que andaban los bueyes, pudieron franquear los peligros de la montaña sin perecer en ellos.

Hacia el mediodía hicieron alto en un abrigo para comer del repuesto que les habían dado los pobres, y emprendida la marcha charlaron de diferentes cosas. No queriendo Demetria volver sobre las desdichas pasadas, por no entristecer su espíritu más de lo que estaba, dijo a su libertador: «Cuando nos hallemos completamente tranquilas contaré a usted la última parte de nuestro cautiverio, que es la peor y más dolorosa. Bástele ahora saber que, cuando mi padre fue conducido desde su prisión a la Caridad, quisieron matarle en medio de la calle. Pueblo y soldadesca le acosaban maldiciéndole... Y después, en la Caridad, ¡ay!... Los dos últimos días fueron terribles. En la propia sala de los enfermos, un herido gravísimo, delirante, saltó furioso de su lecho para lanzarse sobre mi padre... No teniendo armas para herirle, le mordió... ¡Dios mío, qué terrible escena!... Un Sr. Corpas, guardián o administrador de la casa, nos trataba con grosería y crueldad. Decíanos a cada instante que a mi padre no le valdría su fingida locura para librarse de un tremendo castigo por desafiar al Rey, y qué sé yo... No, no quiero recordarlo. Hay penas que con gozo conservamos en nuestra memoria; otras piden olvido, olvido».

En estas y otras conversaciones llegaron a un punto desde donde divisaban inmenso horizonte. Comenzaba el descenso, y a las plantas de los viajeros se desarrollaban en inmenso paisaje los rápidos declives, las corrientes y barranqueras que caían hacia el Sur en busca del cauce del Zadorra. De pronto paró el carro, y Gainza dijo a Calpena: «Señor, por aquella loma... mire, por aquí, enfilando estas encinas... vienen hombres armados.

-¿Distingue usted desde aquí si son cristinos o facciosos?».

Mientras las dos niñas, muertas de miedo, se encomendaban a la Misericordia Divina, Fernando y el boyero se apartaron un poco para explorar el peligro, y, en efecto, vieron unos seis hombres, con escopetas, que avanzaban subiendo, como a distancia de tiro de fusil. «Parécenme facciosos -dijo Calpena-. Sean lo que fueren, adelante, y no entiendan que les tenemos miedo». Tranquilizó como pudo a las damas, y siguieron. En las revueltas del camino, los escopeteros desaparecían y volvían a presentarse, cada vez más cerca. Por último, cuando estuvieron al habla se adelantó Fernando, viendo que también del grupo se destacaba uno, al modo de parlamentario.

Las primeras palabras fueron: «¡Alto. Viva Carlos V!». Y Fernando respondió: «Viva quien usted quiera; pero no nos estorbe el paso, que nosotros somos gente de paz... Vean ustedes: dos señoras y yo que las acompaño. Vamos a Salvatierra para asuntos de familia. Si cobra usted peaje, porque así se lo ordenan, estoy dispuesto a pagarlo. Pero no me pida que detenga mi viaje, porque esto no puede ser.

-Ya, ya veo las mujeres -dijo el escopetero, un mocetón guapo, de marcial apostura, que por el habla parecía vasco-. No estorbo el viaje, no molestaré a las señoras ni tampoco al caballero. Pero necesitamos los bueyes. Vengan pronto los bueyes».

Puso el grito en el cielo el dueño de los pacíficos animales, soltando una retahíla en vascuence, colérico y fuera de sí, y el otro le contestó lo mismo. El gurri gurri llegó a tomar tonos tan violentos, que poco faltó para que vinieran a las manos. Y mientras Gracia y Demetria chillaban: «sí, sí, que se lleven los bueyes... seguiremos a pie; D. Fernando, diga usted que sí». Calpena contestó a la intimación que no podía dar la pareja porque no era suya; que daría, en todo caso, una cantidad por peaje, siempre que no se les molestara más, y se retirara la fuerza que a corta distancia permanecía arma al brazo, en actitud no muy tranquilizadora. Y el bárbaro insistía: «Los bueyes, vengan pronto los bueyes», haciendo ademán de desuncirlos para llevárselos. En esto se oyeron disparos a la parte de una profunda encañada que desde allí no se veía, por interponerse formidables peñas, y lo mismo fue oírlos, que se demudó el que parecía capitán de aquellos desalmados. Miró hacia donde estaban los suyos; les gritó en vascuence; los de abajo, antes de contestarle, apretaron a correr, no sin dirigir miradas de zozobra hacia la encañada por donde sonaron los tiros. Uno de ellos, más valeroso que sus compañeros, les abandonó en la veloz fuga y subió como en ayuda del jefe. Este vociferaba, incitándole a correr más ligero, y luego se volvía para repetir nervioso y hostil su intimación: «¡Los bueyes, pronto, los bueyes!». Ciego de coraje ya, Calpena requirió su pistola y le soltó un tiro a boca de jarro, sin darle tiempo a hacer uso del fusil; vaciló el escopetero, braceando y echando maldiciones por aquella boca, y Gainza, más pronto que el rayo, le quitó el arma, y empuñándola vigorosamente por el cañón le estampó la culata sobre el cráneo con tan rápido acierto, que el hombre cayó como tronco al borde del camino. Y mientras el boyero con ferocidad trataba de rematarle, Fernando gritaba al otro: «Ven, ven pronto tú también, canalla; aquí te espero».

Debió el segundo escopetero comprender con seguro instinto que venían mal dadas, y que estaba expuesto a caer en peores peligros si no escurría el bulto, porque apretó a correr como un gamo en demanda de sus compañeros. Estos se detuvieron en un cerro frontero al camino, separado de este por profundo barranco, y al amparo de las peñas hicieron una descarga cerrada, último escarceo de su frustrada escaramuza. El boyero seguía machacando al otro con la escopeta y con piedras de gran calibre. Hasta que corrió D. Fernando a comunicar su victoria a las dos niñas, que de rodillas en el carro llamaban en su ayuda a todas las Vírgenes y Santos de la corte celestial, no se hizo cargo de que estaba herido. En la descarga que hicieron aquellos tunantes, le habían metido una bala en la pierna derecha.

«Ya no hay miedo; nos hemos salvado... Gracias a Dios y a que está próximo un destacamento de tropas, hemos puesto en fuga a esos bribones. Si nos cogen solos, nos quedamos sin bueyes... Gainza, adelante... vámonos. Por aquí, a la revuelta, vienen cristinos... ¡Viva Isabel II!... Avancemos un poco para encontrarles pronto... ¡Ay! me han herido esos perros...

-¡Herido! ¡Jesús me valga! -exclamó Gracia.

-¡Herido! ¡Santo Dios, qué desdicha!...».

Y las dos quisieron echarse del carro.

«¡Si no ha sido nada!... ¿A ver?... Aquí, más abajo de la rodilla. Me duele y no me duele... No, no bajen ustedes que seguimos... No es nada; ya ven, puedo andar...».

Y antes de que el armatoste anduviera veinte varas, cojeaba Fernando horriblemente.

«No puedo, no puedo andar -dijo-. Pero no es nada, nada; no hay que asustarse, niñas... Para, para, que voy a subir».