XXIII

Subieron a punto que bajaban hombres y mujeres; pero nadie reparó en ellos: cada cual iba derecho a su asunto sin cuidarse del prójimo. En un cuarto mísero, lleno de trastos, el primero que a mano derecha se encontraba, entraron Demetria y su protector, seguidos del chicuelo organista, a quien Fernando mandó retirarse. En la galería había luz: abriendo la puerta de la estancia se podía ver a medias el interior de esta. Demetria entró dando albricias: «Ya tenemos quien nos salve. Nuestro salvador aquí está: no le conozco; pero no importa. Dios me le ha deparado». No distinguía Calpena la figura del D. Alonso, que yacía taciturno sobre un montón de esteras liadas. Destacose la figura de Gracia, delicada, esbeltísima, bañado también en lágrimas el rostro, y saliendo a la puerta, expresó su turbación en estos términos: «¿Y el señor sabe quiénes somos?... ¿Le has dicho...?».

-En este cuarto -dijo la hermana mayor-, dormíamos nosotras. Cuando se empezó a decir que la Corte evacuaba la ciudad, no pensamos más que en la manera más fácil y pronta de escapar de aquí. Felizmente, señor... Pero no estará de más que me diga usted su nombre, y así nos entenderemos mejor... Pues sí, Sr. D. Fernando... felizmente, los celadores y enfermeros no hicieron ningún caso de mi padre, y cuando empezaban a sacar heridos, echáronle de la cama y de la sala...

-Como a un perro -añadió la otra niña con rabiosa aflicción.

-¿Qué hacemos ahora? Incapaces nosotras de determinar nada, nos entregamos a la voluntad y a la iniciativa de usted.

-¿Hay algún peligro en que su señor padre salga públicamente... por entre el vecindario?

-Sí, señor: lo hay, puede haberlo... porque... verá usted...».

En esto llegó arriba presuroso el organista con la nueva feliz de que el señor Sancho había parecido y estaba en el patio. Rogó Calpena a las niñas que aguardasen un momento mientras bajaba en busca de quien podía prestarle eficaz ayuda en aquel empeño. Presurosa salió Demetria a la escalera para decirle: «Por Dios, no tarde usted mucho. Si usted no volviera o tardara, nos moriríamos de pena.

-Esté tranquila. Volveré al instante.

-¿Cómo demostrarle que no es conveniente exponer a mi padre a que le vean paisanos y soldados de Oñate en las calles del pueblo? Necesitaría contar a usted una parte larguísima de esta triste historia para que lo comprendiese bien. Pero usted, sin explicaciones, me creerá... me creerá sin pruebas. ¿Verdad, Sr. D. Fernando?

-Creo... sí... -afirmó Calpena; y al decirlo, mirándola de abajo arriba, pues ella se paraba en los escalones más altos y él descendía lentamente, vio en sus ojos algo que le infundía ciega fe. Demetria, bien lo observó entonces, era de estatura más que mediana, esbelta y de admirable conformación de cuerpo y talle.

En los últimos peldaños de la escalera le cogió Sancho, endilgándole apremiantes órdenes de su señor: «D. Aníbal se va con el Infante. Me dice que a usted le acomodará en un birlocho de los señores eclesiásticos, donde irán apretaditos, y a mí en una mula de los mismos, a la grupa del fraile de menos libras. Me dice que...

-¿Más todavía?

-Que recojamos del alojamiento sus pistolas, el abrigo de monte, la gorra de ídem, y las demás prendas que allí tienen los señores, y que con todas estas cosas y nuestras personas nos dejemos caer por el Ayuntamiento, donde él se encuentra con el Sr. Erro y otros principales de acá».

No necesitó Calpena saber más para concebir con rápido pensamiento un plan y ponerlo en ejecución con voluntad decidida, en la cual no cabían dudas ni vacilaciones. «Aguárdame aquí: tardaré un cuarto de hora todo lo más. Si no te encuentro cuando vuelva, Sancho, te aseguro que me la pagas. Obedéceme, o sabrás quién soy. Aquí... no te muevas... te necesito. Un cuarto de hora...». Corrió a la calle; veinte minutos después hallábase de vuelta, trayendo las pistolas y dos capotones de viaje, uno de los cuales a Rapella pertenecía. El motivo de haber tardado un poco más de lo presupuesto fue que al salir de casa de Iriarte, recogidos los bártulos y pagado el hospedaje, encontró interceptado el paso por la comitiva del Rey. Iba Carlos V en su coche, tirado por tres poderosas mulas. Aun en tan desairada y triste ocasión, el pueblo le aclamaba, adorando más bien la idea que la persona, a la cual no veía. Con lentitud atravesó el carruaje la plaza, llena de tropa, y entró en la calle Zarra, seguido de otros coches y de innumerables jinetes, entre los cuales descollaba por su militar arrogancia la guardia de honor del estandarte de la Generalísima. Lloviznaba otra vez, y las mujeres se echaban una enagua por la cabeza: los soldados aguantaban impávidos la lluvia como poco antes habían resistido las balas. El tambor sonaba en las calles lejanas, aproximándose por esta parte, alejándose y perdiéndose por la otra. En los corrillos que a su paso encontraba, oyó Calpena un alarmante rumor. Venían, venían los cristinos por San Adrián abajo... ya estaban cerca de Aránzazu... Antes de amanecer ocuparían la ciudad... ¡Pobre Oñate, pobres casas, infelices mujeres!

«¿Y la caja del señor y el estuche, afeites y pinturas del señor D. Aníbal?... -preguntó Sancho, quedándose como en éxtasis.

-Sube conmigo, y cállate la boca -dijo Calpena entregándole todo lo que había traído, menos las pistolas-. El estuche se lo he mandado al Ayuntamiento con la criada de Iriarte. A nosotros no nos hace falta, porque no nos pintamos. Lo que pudiéramos necesitar, aquí lo tengo ya. Vamos, arriba pronto».

Demetria le salió al encuentro gozosa, cruzando las manos como quien da gracias a Dios. Ya estaba medio muerta de ansiedad, sospechando que su protector no volvería.

«Me detuve, señora doña Demetria, viendo pasar al Rey, que ya va camino de San Prudencio y Vergara... Y dicen por ahí que vienen tropas de Oraa a ocupar el pueblo. ¿Esto nos favorece o nos perjudica?

-¡Nos favorece! -exclamó la joven volviendo a cruzar las manos y elevándolas al cielo-. ¡Dios mío, si fuera verdad...! Pero no perdamos tiempo, Sr. D. Fernando... ¿Qué tal está de gente la calle?

-Por aquí escasea ya; en la plaza un gentío inmenso... Vea usted este abrigo largo. Se lo pondremos a su señor padre. Es de un amigo mío que se va con la Corte.

-¿Qué trae ahí? pistolas... ¡Ah! Parece que ha leído usted mis pensamientos, señor de Calpena, o que viene inspirado por Dios. Ya pensé yo que debía usted llevar armas por lo que pueda ocurrir.

-Nos defenderemos si es preciso. ¿Hay alguien aquí que nos estorbe la salida?

-Puede ser... no sé. En la confusión de este momento angustioso para el pueblo, saldremos, o intentaremos salir después de encomendarnos a Dios fervorosamente».

Entró Calpena en la estancia precedido por Demetria y seguido de Sancho. En el suelo había un farol. D. Alonso se había puesto en pie; miraba con espantados ojos a los dos hombres. Era un señor de tipo militar, grave, hermoso, tan horriblemente demacrado, que representaba sesenta años no contando más que cuarenta y siete.

«Son amigos -le dijo Demetria acariciándole-, amigos de los buenos, que nos acompañarán fuera de aquí hasta donde queramos; hasta nuestra casa. ¿Verdad, señores, que nos acompañarán?

-Amigos -balbució el enfermo con torpísima voz, sin quitar de ellos sus atónitos ojos-. ¿De qué tierra...?

-De la nuestra, de allá... Vamos, vamos pronto. Póngase el abriguito que le ha traído este buen señor, y arrópese bien, y cálese la capucha, que hace mucho frío... Así, así... ¿Ve qué bien está?».

Calpena se ciñó el cinto de las pistolas. En aquel momento entró una vieja, que presurosa recogió del suelo el farol, diciendo en voz muy baja: «Ocasión como esta para salir, en toda la noche hallarán. ¡Ánimo y afuera! Abierto todo... Corpas y Berastegui han ido corriendo a la plaza.

-Este buen señor -indicó Calpena viendo que D. Alonso se movía con notoria dificultad-, ¿está paralítico?

-Le llevaremos entre todos -dijo la niña mayor, angustiada.

-Sancho -ordenó D. Fernando a su escudero en tono que no admitía réplica-, tú que eres fuerte, cógele en brazos. Afuera todo el mundo... Demetria, agárrese usted de mi abrigo por este lado... Gracia, por la izquierda. Déjenme los brazos libres... Buena mujer, haga el favor de llevar este lío de ropa, que es mucho peso para la niña. Yo, con mis dos mujeres, delante; sígueme tú, Sancho, con el señor a cuestas... Vamos. Derechos a la salida por la puerta principal. Y luego todo el mundo a la derecha lo más vivamente posible hasta coger el puente y ponernos al otro lado del río. ¡Dios sea con nosotros! Saldremos sin tropiezo, y al que quiera detenemos no le doy tiempo a respirar».

Salieron en el orden dispuesto, con vivo paso, sin mirar a nadie. Por fortuna, en el patio había poca gente. Sentía Fernando el temblor de las dos muchachas, cada una por un lado, y su ardimiento varonil se centuplicaba entre aquellos dos miedos femeninos... Todo fue muy bien hasta que, franqueada la puerta y torciendo hacia el río, pasaban frente a la Universidad. Dos galeras paradas en medio de la calle obligáronles a un largo rodeo, y en esto se les plantaron delante dos hombres, con boina blanca (chapelchuris), que parecían servidores de alguna ambulancia: «Eh, ¿qué es eso, a dónde van estos pájaros?... Atrás -dijo uno de ellos revelando en la pureza del habla que no era vascongado. Sin contestarle, Calpena le dio un empujón, diciendo a su escudero: «¡Vivo, Sancho, vivo!».

-¡Atrás! ¿quién es usted? -gritó el otro chapelchuri, cortándole el paso.

Fernando le apuntó a la cara diciendo: «¿Que quién soy? Vas a verlo. Un hombre que te dejará seco ahora mismo, si le estorbas el paso...».

Y como los otros retrocedieron, más sorprendidos que atemorizados, añadió en el mismo tono: «Animales, ¿no veis que acompaño a dos señoras? ¿De qué tierra sois, que no respetáis a las damas?...

-Semos de Cascante. ¿Y qué?

-Pues yo soy de Cascón. ¡Paso! No somos ladrones... No nos llevamos nada que no sea nuestro.

-Pensemos que venían de la cárcel.

-Abur, amigos... -dijo Calpena avivando el paso, siempre con la impedimenta de las dos aterradas niñas a un lado y otro-. El que quiera media onza, venga por ella; el que quiera una bala, también...».

Y diciéndolo llegaron al puente, y pasáronlo a escape, sin mirar atrás. Las señoritas, adquiriendo por el miedo mismo súbita ligereza, no corrían, volaban, y Fernando con ellas. Sancho, con supremo esfuerzo de sus aceradas piernas, se puso prontamente a mayor distancia. La vieja que cargaba el lío de ropa fue la más rezagada; pero llegó la pobre, renqueando, sin tropiezo alguno.

«Si esos brutos -dijo Calpena cuando pudieron tomar aliento-, vienen acá, que escojan entre una buena recompensa por ayudarnos y un par de tiros bien certeros por perseguirnos.

-Señor, no hay que temer -dijo sofocado el escudero, dejando en el suelo a D. Alonso-. Esos mostrencos son de Cascante, media legua de mi pueblo, que es Ablitas. Les conozco: están en la facción por compromiso. Son de los que llaman pasados, y sirven por los nueve cuartos. Si vienen, con una buena propina le servirán a usted de cabeza.

-No, no; más vale que no vengan. No quiero nada de Oñate, y menos de chaquelchuris o chapeles del infierno. Alejémonos un poco más, y luego tomaremos algún descanso. Ánimo, señoras, que ya estamos fuera. Y tú, Sancho, imita, hasta donde puedas, al bravo Esain, el burro de D. Carlos. Sólo que nuestro pobre D. Alonso pesa menos que el Rey absoluto. Adelante. Esta buena señora hará el favor de llevar su carga un poquito mas lejos. Allí se ve una luz. ¿Qué es aquello? ¿Hacia dónde vamos?

-Es la ermita del Santo Ángel de la Guardia -indicó la vieja.

-Él nos favorezca y nos acompañe -dijo Demetria más animosa, haciendo la señal de la cruz.

-El Sr. Echevarría ha mandado que se alumbre la imagen toda la noche.

-¡Qué previsión la del señor confesor del Rey! esa luz piadosa nos guía en esta obscuridad -dijo Calpena-. Creo que nadie nos sigue... ¡Eh! Sancho, párate un poco. Cruzamos un camino. ¿Hacia dónde se va por aquí?

-Tirando a la izquierda, vamos a Lamiátegui.

-¿Es camino contrario al que lleva la Corte?

-Sí, señor; podremos, faldeando el monte Aloña, subirnos hacia Aránzazu...

-Eso, eso -dijo Demetria prontamente-. Aránzazu... Aránzazu es nuestro camino...».