XVII

De aquel inoportuno y desconsiderado Gelos se contaba que había sido barbero, luego maestro de cirugía menor, pasando a titularse Doctor en Medicina por una serie de transiciones lentas. No carecía de habilidad empírica; teníale el Rey por un sabio, y puso en sus manos la asistencia de los heridos de su ejército: fue de los enviados desde Durango a la cura de Zumalacárregui, que resultó indocta, tardía, funesta. Distinguíase Gelos en el Real de D. Carlos por sus opiniones intransigentes; militaba con rabioso entusiasmo en el partido zaguero, arrimado a las violencias absolutistas, a la cacería y exterminio de liberales, partido en quien la barbarie no era inferior a la candidez. Llamábanse los tales netos, puros, y su ridículo y brutal fanatismo ocasionó elmenoscabo y vuelco de la Causa, como diría el historiador Mor de Fuentes. Entre los netos y las principales figuras del ejército Real latía una guerra honda, que se manifestaba en la superficie con el tiroteo continuo de acusaciones solapadas. Los valientes jefes de división, sucesores de Zumalacárregui, detestaban a la camarilla, haciéndola responsable de todas las desdichas. En cambio, los puros, en cuyo negro enjambre descollaba la frailuna personalidad de D. Juan Echevarría, tenían por traidores a Villarreal, Gómez, Zaratiegui, soldados valientes que habían ganado palmo a palmo el terreno donde Carlos V pretendía establecer un ridículo simulacro de organización política y administrativa. Era un Estado de papel, compuesto de denominaciones enfáticas, burocracia sin materia administrable, palaciegos sin palacio, intendencias sin dinero, ministros con las carteras y las cabezas totalmente vacías.

En la posada de Iriarte, que así llamaban al hospedaje de Calpena, marcábanse claramente los dos partidos, pues si Gelos y Ochoa se preciaban de facciosos a machamartillo, Sureda, Cerio, el mismo Ibarburu y la mayoría de los demás huéspedes no veían con buenos ojos la insolente preponderancia clerical; reconocían la lealtad y bravura de los militares, y mostrándose devotos de la Virgen, y asistiendo con edificación a todas las funciones de iglesia a que les llevaba la santurrona piedad del Rey, fiaban, más que en los rezos y letanías, en el poder de las armas, en el eficaz aprovisionamiento de las tropas, en la política seria, dirigida con templanza y arte mundano. A menudo, en las conversaciones de la mesa salían a relucir estas diferencias, atemperándose los disputadores al tono forzosamente grave y al matiz opaco de aquella sociedad, donde eran mal mirados los que hablaban demasiado fuerte, y tachados de masones los que proferían palabrotas picantes.

«Si el Sr. Gelos me lo permite -dijo con exquisita finura el palaciego Sureda, echando vinagre en su plato de judías verdes-, indicaré que de los empréstitos y de levantar fondos en el extranjero se cuidará nuestro gran Ministro D. Juan Bautista Erro, que para algo le ha traído de Londres Su Majestad.

-Me aseguró ayer el señor Obispo de León -manifestó Ibarburu, impaciente ya por meter su cucharada-, que el Ministro trae planes sublimes. Su Ilustrísima y D. Juan vinieron juntos hasta la frontera... Es indudable que al salir de Londres dejó el Sr. Erro ultimado un empréstito de algunos milloncitos de libras esterlinas, vulgo monedas de oro de a cinco pesos. No nos saldrá éste grilla, como les salió a los cristinos el tal D. Juan Mendizábal, que se vino también de Londres con mucho viento en la cabeza, y luego... ¿qué? Miseria, el inicuo despojo del clero regular, que es un robo, señores; es como sacarle a uno el reloj del bolsillo...

-Yo me alegro, sí señor, me alegro -dijo el Sr. Gelos, congestionado de tanto comer, y aflojándose el dogal que la servilleta le hacía en el cuello-. Ese escandaloso robo será la mecha que ponga fuego a la mina. Los cristinos, en su satánica demencia, desafían a Dios... ¡le meten la mano en el bolsillo a Dios, señores, para quitarle lo que pertenece a la santa Iglesia!... Me alegro, sí, me alegro, para que vean, para que aprendan los que aún no están convencidos... Hablando de esto, decíame esta tarde el señor Echevarría: es lo único que faltaba para que Dios y la Virgen Santísima estuviesen de nuestra parte... Pues qué, todos esos caudales, ¿de quién son sino de nuestra Generala? La piedad se los dio, el Infierno se los quita. Bien, bien: esto nos favorece. ¡Imagínense ustedes la cólera de Dios cuando haya visto!... ¡Están locos, locos!... y nosotros más locos todavía, si no nos aprovechamos de estos desaciertos del masonismo, abandonando los enjuagues y paños calientes, para marchar decididos al exterminio de la impiedad, de la revolución.

-Muy bien: así habla un devoto fiel de la Religión y el Trono -dijo, al extremo de la mesa, uno que se ocupaba en partir nueces para sí y los inmediatos, y era un antiguo guerrillero cojo, empleado en la Superintendencia de Vigilancia Pública.

-Yo no me meto en dibujos -declaró Cerio, comiendo también nueces, único postre que había-, ni entiendo de si se deben llevar las cosas por lo blando o por lo duro. No pienso más que en el pie de paliza que a estas horas habrá dado Villarreal a Cordovita.

-¿Pero se ha roto el fuego ya? No hemos oído tiros.

-Yo, sí. Esta tarde, viniendo de paseo por el camino de Aránzazu, oíamos un espantoso tiroteo. Y unos viejos que bajaban del monte nos dijeron que ayer rompió el fuego la división de Espartero contra el castillo de Guevara, y que a la primera embestida quedaron patas arriba como unos dos mil cristinos; que uno de los muertos es O'Donnell, coronel del regimiento de Gerona, del cual sólo han quedado doce hombres.

-Me parece, Sr. D. Matías, que no está usted bueno.

-Hombre, quién sabe, quién sabe... ¿Y dice usted que unos viejos que venían...?

-De San Adrián, a donde fueron a retirar cuatro vacas. Pues sí: Ribero, con su división, atacó por Zuazo de Salvatierra, y toda la caballería que llevaba se precipitó en un barranco, donde ya pueden ustedes figurarse cómo quedaría. Desde aquí estoy viendo yo el montón de huesos de hombres y caballos.

-¡Bonito montón! también nosotros lo vemos, amigo Urra.

-No reírse, señores, no reírse -dijo con gravedad el intendente Sr. Ochoa-, que bien puede ser verdad lo que nos cuenta el amigo Urra.

-Y aún se ha dicho más -prosiguió Don Matías-. Unas mujeres que venían de Ulibarri Gamboa contaron que reventó un cañón y mató a Córdova, entrándole un casco por semejante parte, con perdón...

-También cae dentro de la jurisdicción de lo posible -dijo D. Teodoro Gelos-; pero hasta que no venga el parte, pongamos en cuarentena rigurosa todos esos barrancos llenos de caballería muerta, y esos cañones que se hacen añicos tan oportunamente... Como yo soy de los que creen en la Providencia... ¡y lo digo muy alto!... en la justicia divina... no me río de esas noticias... las oigo y espero».

El tal D. Matías Urra, infeliz veterano del absolutismo, había comenzado su carrera gloriosa en la Regencia de Urgel y en el servicio privado del Barón de Eroles. Emigrado a Francia, volvió a su tierra en calidad de ayuda de cámara del Conde Penne de Villemur, el cual le tomó grande afición por su lealtad y esmero en el servicio. Deseando asegurarle un porvenir decoroso, le colocó, siendo Ministro de la Guerra de D. Carlos, en una humilde posición de Provisiones Militares. Poco después, el Sr. Arias Teijeiro, prendado de su fidelidad, se le llevó a Gracia y Justicia como auxiliar de Secretaría, cargo puramente nominal, pues le ocupaban en diversos menesteres; tan pronto se le veía en Correos, como en la Comisaría de Vigilancia, siempre leal, atento a lo que se le ordenaba, celosísimo por la causa del Rey y la Religión. Queríale todo el mundo en la llamada Corte, y no por humildes eran menos apreciados sus servicios. Hombre sencillísimo, sin pretensiones, con tanta fe en la Causa como en Dios, distinguíase por su actividad en la transmisión de todas las gratas mentiras que eran el consuelo de la ojalatería facciosa. No tenía familia, ni más amor que el Rey, por quien habría dado cien veces su inútil vida. A más de poner en circulación mañana y tarde las nuevas fresquecitas de descalabros cristinos, del pánico que reinaba en Madrid, de la figura de la Gobernadora, se había constituido en avisador de todos los triduos, novenas, funciones mayores, rosarios y demás religiosos actos que en las iglesias y oratorios de Oñate se celebraban, para edificación de las almas y alimento de las esperanzas políticas. El bueno de Urra informaba puntualmente, preguntáranle o no; y dotado de actividad prodigiosa, iba de casa en casa anunciando: «esta noche Desagravios en San Miguel; mañana trisagio en las Franciscanas; en Santa Marina completas y salve, y en Bidaurreta manifiesto y sermón del Padre Prepósito de San Agustín...».

Continuó picando la conversación en el candente asunto de la embestida de los cristinos a las posiciones de Arlabán, que unos tenían por cierto y otros no, y al fin, hartos de judías, huevos cocidos, pescado en salmuera y nueces, empezaron a desfilar: los más impacientes y activos resolvieron no acostarse sin ver confirmadas o desmentidas las noticias guerreras que corrían, y para esto no había cosa mejor que dirigirse a loscentros, donde seguramente habrían llegado partes. «Yo me voy a Guerra -dijo uno-, que algo sabrán allí». «Y yo a Palacio -declaró Sureda-; entro de guardia esta noche». «Pues yo -manifestó Ibarburu con retintín-, me voy a Gracia y Justicia, donde tenemos multitud de asuntos al despacho, y francamente, ni el Sr. Arias Teijeiro ni yo gustamos de que se aglomeren los negocios». Gelos se fue a la tertulia del Sr. Echevarría, al extremo de calleBarria, y Matías Urra no se acostaba sin meter sus narices en la botica, primero, y después en casa del señor Vicario, su grande amigo.

Retirose Calpena contento a su dormitorio, porque el trato de aquellos señores, en general afables y comunicativos, dábale esperanzas del pronto esclarecimiento de su magno asunto, y fijándose especialmente en Urra, en quien vio un eficaz correveidile, sabedor de cuanto en el pueblo ocurría, se propuso utilizar con maña su oficiosa complacencia. Rendido de sueño, se acostó pensando que tal vez estaba muy cerca de Aura. Bien podía ser que la enamorada doncella se encontrase a la otra parte de aquel tabique o pared a que su lecho tocaba... Bien podía ser, Señor; y si no era tanta la proximidad, en otro cualquier sitio de la población o de los caseríos del valle se encontraría. Ya la estaba viendo; la sentía respirar, la alcanzaba con su mano... Quedose dormido con esta idea, y toda la noche se la pasó en un sueño, del cual le sacó Rapella muy de mañana tirándole de una oreja. «Levántate -le dijo-, que es tarde y tenemos que hablar. Su Alteza me hizo el honor de invitarme a su mesa. Llegué muy tarde a la posada. Quisieron acomodarme aquí, en catre de tijera; pero yo, por estar solo, he preferido un camaranchón alto donde guardan las ristras de cebollas... Para poder uno arreglarse y hacerse la toilette, es indispensable una habitación independiente, por pequeña y mala que sea».

Notó Fernando, incorporándose para vestirse, que su amigo y jefe estaba ya perfectamente revocado en rostro, cabellera y bigotes, bien cepillado de ropa, limpio y oloroso. Se había sentado a los pies de la cama, por no hallar silla disponible. Ibarburu, en planta desde el amanecer, tomaba su chocolate en el comedor próximo. Cerio dormía entapujado con la sábana, y roncaba.

«¿Y qué tal? -le preguntó Calpena saltando del lecho-. ¿Cómo andamos de negociaciones?

-Chitón. Vístete, arréglate, y en la calle hablaremos. Yo me bajo, que tengo que dar órdenes a Sancho. Te espero en el pórtico de la iglesia. Ponte tu mejor ropa: vas a venir conmigo a ver al Infante, que desea conocerte».

Antes de veinte minutos se reunían Rapella y Fernando en el pórtico de San Miguel y lo primero que hicieron fue entrar a oír misa. «Aquí, amigo mío -dijo el siciliano-, hay que atemperarse a las costumbres y a la atmósfera levítica del pueblo. Oigamos misa devotamente, y si cuadra oír dos, no será malo».

¡Miren qué casualidad! Por entrar en la iglesia, se les apareció Urra ofreciéndoles el agua bendita. Calpena se alegró de verle, y afectuosamente le preguntó: «¿Se alcanza esta, amigo D. Matías?

-Ya no... -respondió el vejete, deshaciéndose en amabilidad-. Pero entren los señores en la capilla del Sagrario y aguarden un poquito, que va a salir la del señor Padre Prepósito».

Oyeron su misa con gran recogimiento, y a la salida volvieron a encontrarse a Urra, que les embistió amabilísimo: «¿No se quedan los señores a misa mayor?

-Hoy no podemos -dijo Rapella-. Nos aguarda el Infante, y quizás tengamos que ir antes de mediodía a Elorrio a presentarnos a Su Majestad.

-Su Majestad viene esta tarde. Por si no lo sabían, lo advierto a los señores. También les digo que para confesar, la mejor hora es entre nueve y diez. Ahora, ya ven los señores cómo están estos confesonarios. Hoy se nos ha venido junta toda la oficialidad de Artillería, que comulgará después en la tercera misa del Sagrario... Hasta más ver. Al señor Infante le hallarán ahora en misa».

Salieron, y por hacer tiempo hasta la hora de visitar al Infante y poder charlar a gusto, fuéronse a recorrer el pueblo, que en su pequeñez ofrece bastante interés, por la grandeza y hermosura de sus edificios públicos y particulares. Pasaron por delante de Palacio, subieron por la calle de Santa María hasta el camino de Legaspia, donde echaron un vistazo al convento de Bidaurreta, contemporáneo de Doña Juana la Loca; bajáronse luego hacia San Antón, y cortando las calles Zarra y su paralelaIkasola Kalea, fueron a parar junto al río, no lejos del gallardísimo edificio de la Universidad. En el curso de este largo paseo, sin que nadie pudiera oírle, Rapella expresó a su compañero la pena que sentía por el resultado escaso, más bien nulo, que en la primera entrevista con el Infante habían tenido sus negociaciones. «Has de saber, y esto es reservadísimo, Fernando, que el tal Don Sebastián no se da a partido. Creían allá que con ofrecerle dignidades y honores se le ganaba, y todos nos hemos equivocado de medio a medio. Y no son flojas prebendas las que desprecia o afecta despreciar: Capitán general del ejército español, reposición en el Priorato de San Juan de Jerusalén, categoría de Infante de España con renta fija de medio millón de reales, cesión del Real Sitio de Aranjuez para su residencia y acomodo de museos y colecciones, con la Flamenca y demás... Ya se ve: ha jurado odio eterno a la Reina Gobernadora, y estos rencores personales son difíciles de reducir. Los que tratábamos al Infante en Madrid por los años del 31 al 33, le teníamos por inclinado al liberalismo templado. Yo frecuentaba su cuarto, con Martínez de la Rosa, con el matemático Vallejo y el humanista Tordera. Veíamos que la ilustración y el trato de los sabios podían en el Príncipe más que la tradicional intransigencia borbónica. Créelo, resplandecía el espíritu del siglo en derredor suyo, y poco adelantaba su madre, la Princesa de Beira, queriendo rodearle de tinieblas... Juró a Isabel, como sabes; todos le teníamos por un decidido campeón de la angélica reina, cuando de la noche a la mañana, por piques o disensiones que permanecen veladas en el arcano de la intimidad doméstica, se nos tuerce el buen Infante, prendándose locamente de las ideas absolutistas... Para mí, y esto es reservado, Fernando, reservadísimo, para mí el cambiazo de este caballero ilustre data de los días que precedieron al casamiento secreto de la Reina con Muñoz. No vio D. Sebastián en los preliminares de este suceso toda la dignidad, todo el decoro que debe acompañar a los actos, a las pasiones mismas de las testas coronadas, y...

-Oí contar... estas son hablillas de logias y clubs, que quizás no tengan fundamento... pues oí decir que el Serenísimo D. Sebastián, príncipe ilustrado, artista, matemático, políglota, reúne a estas prendas una mediana ambición... lo que no tiene nada de particular, pues quien mucho vale, mucho alienta... y debemos presumir que su ambición no se limitaría a los honores del Infantazgo... soñaba con la Regencia.

-¡Qué disparate! Nunca le pasó a D. Sebastián por la cabeza tal pensamiento.

-Perdone usted... debieron pasarle ese y otros, si no cuando la muerte del Rey, algún tiempo después... ¿me entiende usted?... Al tener noticia del noviazgo, llamémoslo así, de la Reina con Muñoz...

-El Infante se puso furioso...

-O se alegró... lo humano es que se alegrara, porque el matrimonio morganático, en rigor de ley, debía inutilizar a Doña Cristina para la Regencia.

-Patraña...

-O realidad. Yo me agarro a la filosofía de la historia, y reconstruyo con elementos humanos un personaje obscuro. El Príncipe se alegró, diciendo para su sayo: Reina casada, Regenta eliminada. Pero la Gobernadora fue más lista; no declaró oficialmente sus nupcias; se entendió con Roma... manda sus hijos a criar al campo. Ni siquiera figuran sus alumbramientos en el registro de la Facultad de Palacio. En la Gaceta, y dentro de las leyes del reino, es tan viuda de Fernando VII como lo era el 30 de Septiembre de 1833, a las veinticuatro horas de expirar el padre de Isabel II. De modo que su amigo de usted se vio totalmente chasqueado, y es cosa muy natural y muy humana, que cae también dentro de la filosofía de la historia, que un Príncipe, en tal situación de amargura y desengaño, se encariñe con el absolutismo y se lance a pelear por él.

-No conoces a Su Alteza, carísimo, como le conozco yo, ni estás al tanto de los acontecimientos. Déjame que te explique...

-¿Para qué? Doy por verídico lo que usted piensa y quiere contarme, y retiro mi hipótesis, querido Rapella... no es más que una hipótesis. ¿Qué nos importa, ni qué le importa a nadie que D. Sebastián ambicionara la Regencia? ¡Si no se la han de dar, ni a nosotros han de darnos nada tampoco por averiguarlo!... Y a propósito, me ha dicho usted que me lleva a presencia de ese señor Serenísimo, y a eso, ilustre Rapella, tengo que oponer una resistencia heroica, porque yo no he venido aquí a ver príncipes más o menos serenos, ni a ocuparme de nada que no sea el interés grande, para mí inmenso, que me ha traído a estas tierras. ¿Qué trato hicimos en Madrid cuando nos reunimos para emprender este viaje? Pues se convino en que yo no le estorbaría a usted en sus negociaciones, y que usted me ayudaría en las mías todo lo que pudiese. ¿Fue eso lo tratado?