XV

Es ahora forzoso que así el que lee como el que escribe corran en seguimiento del llamado Rapella con toda la celeridad que los medios de locomoción de aquellos calamitosos tiempos permitan. Ello es que como el tal siciliano, argelino, o lo que fuese, y las personas que le acompañan hacia el Norte nos han tomado la delantera en estos endiablados caminos, no hallaremos galeras bastante veloces ni postas bastante rápidas para darles alcance, como es nuestro deseo, en los llanos de Castilla. ¡Y gracias que a todo tirar y a todo correr, reventando un pobre rucio con alas, degenerada descendencia del Pegaso, podemos cazarles en un poblado llamado Gamarra, radicante a corta distancia, por el Norte, de la nobilísima ciudad de Vitoria! Gran dicha fue para los que les perseguíamos que en aquel lugar se detuviesen los viajeros, pues de continuar su camino con la atroz arrancada que traían de Madrid, no les cogiéramos en toda la vida. Recorrido en diligencia el largo trayecto desde Madrid a Burgos, siguieron hasta Miranda en postas que pudieron conseguir con gran dispendio; de allí en carromato hasta la Puebla de Arganzón, donde alquilaron caballerías para llegar a Vitoria, y sin entrar en la ciudad, escabulléndose por las Brígidas y todo el contorno de Poniente, fueron a coger el camino de Bilbao, hasta dar con sus molidos huesos en Gamarra Mayor. Detuviéronse allí con el doble objeto de tomar algún descanso y de procurarse medios de proseguir su caminata, la cual no podía ser ni cómoda ni divertida, metiéndose, como era su propósito, en un país en armas, en el cráter mismo de la espantosa guerra civil.

El parador propiamente dicho hallábase ocupado en aquellos días por portugueses de la legión mandada por D'Antas; los viajeros hubieron de albergarse en una casa próxima, casi llena también de soldados lusitanos y españoles, con mayor número de caballerías que de personas. Instalados sin ninguna comodidad, el furibundo apetito les sazonaba la mala comida, y el cansancio les hacía llevaderas las fementidas camas. Allí se les dijo que el país venía padeciendo desde el año 34 la continua invasión militar, alternando facciosos con isabelinos. Toda la Llanada estaba perdida, la labranza muerta, los ganados dispersos; el invierno había sido muy crudo; el deshielo de las grandes nevadas aumentaba extraordinariamente el caudal de los ríos, y al humilde Zadorra se le habían hinchado de tal modo las narices, que ningún cristiano se atreviera con él para vadearlo. Corría ya la segunda quincena de Mayo, y aún había copiosa nieve en los altos de San Adrián y la Borunda.

De tres personas no más constaba la caravana que hemos venido persiguiendo, y era jefe o capitán de ella un sujeto espigado y enjuto, en quien podría verse la reproducción exacta de D. Quijote, quitando a este diez años, dándole un poco más de carnes, y una ligera mano de belleza y frescura en el rostro. Pero si en la figura recordaba al hidalgo cervantino, en la palabra, dulcificada por el acento italiano, se perdía toda semejanza, y más aún en la expresión y modales, pues aunque de perfecta educación y notable finura, el personaje poseía todas estas prendas sin entonarlas con la gravedad ceremoniosa del gran caballero de la Mancha. El primer rasgo de carácter que sorprendía el observador en el aventurero Aníbal Rapella, al echarle la vista encima en su alojamiento de Gamarra Mayor, era la presunción, el cuidado de su persona. Llevaba infaliblemente consigo una cajita con los avíos y menjurjes de la decoración capilar y facial, y ya le cogiera la mañana navegando con mal tiempo en un falucho entre África y Europa, ya en la breve parada de diligencia o carromato, rodando por inhospitalarias tierras, nunca dejaba de consagrar a su toalleta una horita larga, cuando menos media hora, en casos de premura. A esta devoción del buen ver unía el siciliano el orgullo de una salud de hierro, de la que hacía continuo alarde, y el apostolado de ciertos preceptos higiénicos que entonces ofrecían novedad. Así, en aquella fría mañana de Mayo, entre siete y ocho, le vemos en mangas de camisa, al aire libre, lavoteándose con agua fría en un artesón que pudo procurarse. Y entre la admiración y risa de los que le contemplaban, sostenía, tiritando, que aquello era el puntal de la vida. Lo que hizo después, metido en su aposento, cuya puerta no se cerraba y cuya ventana tenía los cristales rotos, debió de ser largo y prolijo, porque el hombre quedó fresco, refulgente, afeitado con gran esmero, limpio y oloroso; su largo bigote relucía totalmente negro, y en la ropa no se veía una mota. Aún no había terminado, cuando se le presentó el que llamaremos segundo de la caravana, español y navarro, natural de Ablitas, que sólo se parecía al escudero de D. Quijote en llamarse Sancho (de apellido, no de nombre: Ecequiel Sancho), sujeto de mediana estatura y complexión recia, amarilla la tez, ojos verdosos, y el pelo en escobillón. Habíale mandado el señor con un recado que, por la razón que traía, debió de resultar infructuoso.

«No está el brigadier. Después de recorrer una por una las casas del pueblo, me ha dicho persona verídica que la brigada que manda ese señor no está ya en el ejército del Norte, sino en el de Aragón.

-La brigada podrá estar en otra parte; pero Narváez puede haber quedado mandando otra división. Al menos así se decía en Madrid.

-En Madrid dirán lo que quieran; pero el Sr. D. Ramón María Narváez no está aquí, porque está en Aragón, a no ser que pueda un hombre estar mismamente en dos partes del mundo, Aragón y la Llanada de Álava.

-¡Cuerpo de tal, sí!... como tú, que estás al propio tiempo aquí y en Babia... ¿Quién te ha dado esos informes?

-Un señor coronel a quien conozco desde que él tenía diez años. Serví en su casa: su madre gran señora; sus hermanos guapísimos. Como hijos de militar, arrimados a la milicia... La señora me regañaba porque en los ratos libres nos poníamos todos, niños y criados, a jugar a los soldaditos. A este le quise más que a ninguno, y el día que salí de la casa lloraba el pobrecico... yo también lloré, porque le quería. Era un ángel... La señora nos hacía rezar el rosario de rodillas, y él se ponía junto a mí, haciéndome garatusas... Pues como iba contando, todos los hermanos siguieron la carrera militar... este...

-¿Quién es?... ¡Acaba de una vez, condenado! -exclamó Rapella dando una patada-. Aburres al Verbo Divino con tus historias.

-A eso iba.

-Quién es, te pregunto.

-D. Leopoldo O'Donnell.

-Acabáramos.

-Decía que todos los hermanos, respirando como la madre por el absolutismo, se han ido a la facción; este es el único que ha dicho: «¡Pues libertad, ea!», y ahí le tiene usted con veintiséis años y ya coronel, propuesto para brigadier. ¡Me da un gozo cuando le veo!... Oiga usted: a los once años ingresó en el Imperial Alejandro; a los quince era la misma formalidad, tan gallardo con su uniformito...

-Basta... ¡Si no quiero cuentos, Sancho; si me apestan tus historias! ¿Dónde y cuándo has visto a O'Donnell? Te advierto que es amigo mío; luego nos hemos de ver, y si me cuentas algún embuste o le has contado a él alguna inconveniencia, ten por seguro que lo he de saber.

-Le encontré no hace un cuarto de hora, cuando volvía yo para acá, después de despernarme por todo el pueblo. Salía de su hospedaje, dos casas más arriba, con cuatro oficiales de su regimiento...

-¿Manda Gerona?

-Gerona, sí señor. Por cierto que el año 34, siendo Leopoldito segundo comandante de la Guardia...

-¡Que no quiero historias, que no quiero historias! -gritó Rapella fuera de sí, esgrimiendo unas pinzas con que se arrancaba algunos pelos que asomaban en su nariz-. Adelante... A lo que te pregunto.

-Pues iba diciendo que en cuanto le vi, me fui derecho a él... ¡Qué sorpresa, qué alegría! Claro que me reconoció, y dijo: «¡Sancho!», así, con... con confianza... y yo dije: «Niño mío, mi D. Leopoldito...» así, con... con tristeza, porque me acordaba de aquellos tiempos felices, que ya no volverán... Me acordaba de cuando su mamá, aquella respetabilísima y santa señora...

-Sancho, que te pego.

-Voy... voy... Pues hablamos un ratito... le dije que venía al servicio de un señor diplomático...

-Muy bien.

-Y él se admiró... y luego... nada... Notando yo que quería seguir hablando con sus compañeros, de cosas del servicio, me despedí, y cuando le besaba la mano tuve el buen acuerdo de preguntar por el señor brigadier Narváez, y me dijo lo que consta.

-Vamos, hombre, gracias a Dios que dejas a un lado la paja y vienes al grano. Pues mira, Sancho, corre al instante en seguimiento del coronel de Gerona, y el mismo recado que te di para Narváez se lo encajas a él. ¿Has perdido la boleta con mi nombre?... Ahí la tienes: bien... Pues vas, le sueltas la boleta y le dices que deseo hablarle; que me señale, hora y sitio... ¿estás? Corre, Sancho amigo, que necesitamos ganar horas, minutos...».

Salió Sancho presuroso, y el Sr. Rapella, abreviando los últimos trámites de su complejo tocador, dio golpes con los nudillos en una puerta próxima, diciendo a gritos: «Fernando, hijo, ¿duermes todavía?». Como no recibiera contestación, empujó las mal ajustadas tablas que componían la puerta, y penetró en un camaranchón que recibía la claridad de un tragaluz del tamaño de medio pliego de papel. Allí, entre arcones cubiertos de polvo, sacos de paja y viejos instrumentos de labranza, yacía durmiendo bajo una manta, Fernando Calpena, el cual, si despertó a las voces que daba su amigo, hubo de tardar algún tiempo en vencer el embrutecimiento que un profundo dormir en cuerpo tan cansando producía. Viéndole desperezarse, Rapella le dijo: «Levántate pronto, y vístete y arréglate. ¿Conoces tú a O'Donnell?

-¿Enrique?

-No: Leopoldo.

-No le conozco. A su hermano sí: en Madrid le dejamos.

-Porque verás: tropezamos con un grave inconveniente. Mi íntimo amigo Ramón Narváez, con quien yo contaba para que nos proporcionase caballos, no está ya en este ejército. Yo, la verdad, aunque traigo carta para Córdova, no me atrevo a presentarme en el Cuartel General en estas circunstancias... En el momento de iniciarse un movimiento de avance hacia las líneas de Arlabán, no me parece oportuno dar a conocer que vamos al Cuartel de D. Carlos.

-Sí: podrían creer que llevábamos noticias de los movimientos del ejército cristino -dijo Calpena sacudiendo la pereza-. ¿Y en efecto, se mueve Córdova?... Yo creí que soñaba, oyendo desde antes del alba cornetas y tambores... Soñé, ¡qué desatino! que debajo de mi jergón se estaba dando la batalla de Bailén, y que no la ganaba Castaños, sino Mendizábal. Ya ve usted qué desatino...

-Intentaré entenderme con O'Donnell: le trato poco; es muy frío; parece un reverendo inglés. ¿Y a quién conoces tú en el ejército?

-A muchos. Pero con encontrar a Patricio de la Escosura, tendremos lo que queramos.

-Facilillo es hoy cogerle. ¡mali pri mia! -dijo Rapella, lanzando una exclamación siciliana-. Ya siento que no entráramos en Vitoria.

-Si el ejército se pone en marcha, será como buscar una aguja en un pajar. ¡Fuera pereza!... ¡Ah! También conozco a Juanito Pezuela y a Ros de Olano.

-Pues anda, hijo, anda, y mientras tú brujuleas por un lado, yo procuraré conquistar la fría voluntad del coronel de Gerona, y buscaré a Malibrán, grande amigo mío, y a Pepe Concha. También está en el Cuartel Real Mariano Girón, el hermano del Duque de Osuna; a los dos les trato... Pero no es prudente que nos vayamos tan a fondo. Procurémonos tres caballerías, aunque sean de desecho, y escapemos hoy mismo por el camino de Villarreal, donde, según lo que allí nos digan, tomaremos la dirección más expedita para colarnos pronto en la mismísima Corte del señor Pretendiente.