II

«¿Con qué palabras, mi buen Hillo -leyó este-, pediré a usted perdón por el ultraje que de esta pecadora por caminos tan ocultos ha recibido? No hay términos para expresar mi pena, como no puede haberlos para la expresión de su inaudita paciencia y bondad. Porque no sólo ha sabido usted sufrir a Fernando en su demencia, sino que me sufre a mí en esta locura que padezco, y que voy soportando con ayuda de las almas caritativas, como el Sr. D. Pedro Hillo... Sí, mi excelso amigo y capellán: obra mía y de mis artes infernales es el paso audacísimo, la temeraria estrategia de su detención y encierro. ¿Verdad que usted aguanta ese atropello y esos sonrojos por amor al prójimo, por amor a Fernando? ¿Verdad que usted, como buen sacerdote, sabe padecer por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo? ¿Verdad que en su conciencia siente el gozo del bien obrar, y desprecia las opiniones humanas? Me consuelo pensando que tales son sus sentimientos, caro señor mío, y si me equivoco, que Dios me confunda. Las atrocidades que la demencia de Fernando proyectaba, yo no podía impedirlas sino encerrándole en una cárcel, único sitio de donde no se sale a voluntad. Yo no podía dejarle solo en ese antro sombrío; su desesperación y su abatimiento me daban más miedo que sus ignominiosos amores. ¿A qué persona en el mundo, como no fuera usted, podía yo confiar su custodia en tan peregrinas y nunca vistas circunstancias? ¡Qué hacer, Dios mío! Calcule usted mi ansiedad y discúlpeme. 'A Roma por todo -me dije-, y que Dios y el Sr. de Hillo me perdonen', ¿Hice mal?... Aún no he podido determinarlo en mi conciencia: sólo sé que no podía hacer otra cosa.

»Pues bien: dicho lo más amargo, voy a manifestar lo que estimo triaca de tanto veneno. ¿Soy mala, señor mío? Quizás lo haya usted pensado así. ¿Podré algún día destruir esa desfavorable opinión, apartando de mi pobre cabeza las maldiciones que arrojado habrá sobre ella la indignación de mi noble víctima? Lo veremos. Por de pronto, sepa el Sr. D. Pedro que sobre su respetable persona no recaerá ningún oprobio por esta prisión; sepa que su nombre figura en los registros de la cárcel de tal modo desfigurado, que no le conoce ni el cura que se lo dio en el bautismo; sepa que saldrá sin mácula de ese muladar, y que sus delitos políticos se cargarán a cualquiera de los cándidos masones comprendidos en la última redada. No quedará rastro, Sr. de Hillo, ni nadie ha de vituperarle. Sólo me resta decirle que, siendo de estricta justicia que mi víctima tenga la compensación que por su extraordinario desinterés le corresponde, le doy a escoger entre los dos métodos o caminos para alcanzarla. ¿Se decide por colgar el manteo, renunciando a la ventaja que pueda ofrecerle su carácter eclesiástico? Pues no vacile en secularizarse, y junto a Fernando tendrá usted siempre una posición, no digo de tutor, sino de amigo, de esos amigos que igualan a los hermanos más cariñosos. ¿Que no quiere usted renunciar a la carrera sacerdotal? Muy bien: pues yo le garantizo que tendrá la que más le acomode, y ya puede ir pensándolo mientras llega la anhelada libertad... Por hoy, mi buen presbítero, le recomiendo otra pequeña dosis, o toma, como usted quiera, de aquel precioso elixir que llamamos paciencia, y que corre en el mundo con la bien acreditada marca de Job. Entre paréntesis, hay marcas mejores, aunque no son del dominio público. Yo las conozco... y las uso, ¡ay!».

Al llegar a este punto, tuvo Hillo que suspender la lectura para respirar. Sentimientos diversos agobiaban su espíritu y oprimían su corazón. «¡Extraordinaria mujer! -pensaba-. ¡Cuánto sabe!... Que quieras que no, Pedro Hillo, perteneces a ella en cuerpo y alma. Con su garra enguantada te tiene cogido... ya no escapas, no. Si Dios así lo quiere, adelante. Sigamos la lectura.

»Ya estoy viendo la cara que me pone mi bendito D. Pedro al llegar a este párrafo de mi carta. 'Pero esta mujer estrafalaria, ¿hasta cuándo nos va a tener encerrados aquí?... ¿Me ha tomado a mí por instrumento de sus artimañas y enredos?... ¡Vive Dios, que ya se me está subiendo a la coronilla el tal Fernandito! ¿Qué tengo yo que ver con que se le lleven los demonios o los Zahones y Negrettis, que es lo mismo? ¿Ni qué me va ni qué me viene a mí con que esta dama incógnita quiera o no quiera resguardar al niño y apartarle de la perdición? ¿Por qué no lo hace ella? ¿Por qué no le llama a su lado?...'. Esto dice usted, y yo respondo: 'Espérese un poco carísimo maestro y capellán. Usted es muy bueno, y no se me enfadará si le digo que puesto ya en el camino del sacrificio y la abnegación, no hay más remedio que recorrerlo hasta el fin. Todavía, siento decírselo, tienen ustedes Saladero para un rato, más claro, para unos días. ¿Qué significa esa corta esclavitud si la comparamos con la de los infelices magnates que estuvieron encerraditos en la Bastilla veinte y treinta años? ¿Y los que en otras prisiones o fortalezas, sin más culpa que la de usted en este caso, entraron jóvenes, rebosando vida, y salieron encorvados y llenos de canas? Hay que conformarse, y esperar días, Sr. D. Pedro, porque usted imagínese si suelto a Fernando hoy o mañana, poco habremos adelantado, encontrándonos ante los mismos peligros y cuidados graves de aquella tristísima noche'.

»Si son ciertas, como creo, las noticias que me traen, hoy o mañana debe partir con su tío Negretti, a quien la endosa Mendizábal, la muñeca romántica por quien ha enloquecido el niño. Pásmese usted, D. Pedro: en su desesperación, creyéndose abandonada de su amante, hizo el paripé de querer quitarse la vida. Bajo la almohada le encontraron un cuchillo carnicero. Han tenido que ponerle centinelas de vista... En fin, que se la llevan con mil demonios, no sé aún a dónde. Creo que al Norte. Me dicen que ese Negretti es hoy armero de D. Carlos, contratista de cartuchos, y fundidor de cañones para la Causa. Nada de esto me importa: que le hagan a D. Carlos cien mil piezas de artillería, con tal que me tengan por allá a esa calamidad de niña hasta el día del Juicio... Ahora conviene que el prisionero no esté libre hasta que le pase la calentura. Podría volver a las andadas; podría antojársele correr tras ella. No, no: que no sepa dónde está. De eso nos cuidaremos oportunamente... Entre paréntesis, señor cura: tengo que decirle que he comprado el famoso abanico que vio usted en casa de la Zahón. Era gusto mío, capricho, disculpable vanidad. Fue allá una persona de toda mi confianza, que conoce la joya, y se hizo trato por ochocientos duros. Ya lo tengo en mi poder. Es cosa lindísima, de gran mérito: me paso algunos ratos contemplándolo. Cuando usted salga, me hará el favor de volver allá, y comprará unas perlas que necesito, ya le diré cuántas, para emparejar con otras que poseo... También quiero unos brillantes superiores. Le preparo una sorpresa a Fernando para cuando sea bueno, y se nos entregue arrepentido y bien curado de su demencia. Pero es prematuro hablar de esto.

»Repito, mi querido capellán, que deseche todo recelo, pues no figurará usted ni como conspirador, ni como clerizonte renegado... Las buenas disposiciones de la policía las habrá comprendido usted por el hecho de no haberle registrado ni retenido sus papeles. Bien guardaditas habrán quedado allá mis cartas y el aljófar comprado a la Zahón. Y si se pierde, que se pierda. Volverá usted a casa de Méndez con la verídica historia de que ha estado ausente por una misión electoral que le confió el Gobierno... o misión eclesiástica, lo mismo da...».

Hillo tomó segunda vez aliento, y se dijo: «¡Pero qué enredadora es esta madama oculta, y qué cosas discurre! Verdad que arma sus tramoyas con suma gracia, movida de un elevado y nobilísimo sentimiento. No hay más remedio que bajar la cabeza, y decir a todo amén. Adelante, y déjeme yo querer hasta que vea en qué paran estas misas». La carta concluía con varias advertencias:

«Si tiene usted algo que decirme, escríbalo y dé la carta a Edipo. Pero mucho cuidado, amigo mío: este recurso no debe usted emplearlo sino en caso urgentísimo y perentorio. No siendo así, vale más que se guarde sus pensamientos para mejor ocasión. Acompañan a esta tres pliegos, que son para Fernando. Ya sé que la estancia de pago en que viven ustedes no es de las peores... ¿Y qué tal les dan de comer? Supongo que será malísimamente. Veré si puedo mandarles algo superior... Adiós, mi buen amigo y capellán. Que Dios le asista en su santa obra; que vigile usted la salud, la vida, el honor de esa criatura, no por demente menos adorada... Adiós».

Por los tres pliegos escritos a Calpena pasó rápidamente su vista D. Pedro, y aguardó a que despertara para entregárselos. Dormía el joven profundamente: en su rostro demacrado advertíanse huellas de los pasados insomnios, de la cólera y tribulación de aquellos días. Contemplole el clérigo con entrañable piedad, creyéndole digno de los extremados sacrificios que por él se hacían. En la sangre juvenil, en los hervores de la imaginación, en la misma inteligencia soberana de Fernando, hallaba disculpa de su desvarío, que esperaba sería sofocado pronto por las hermosas prendas de su alma. «Todo te lo mereces, hijo -decía-, y andaremos de cabeza hasta llevarte a puerto seguro... Y que no es floja tarea... Tantæ molis erat...».

En esto despertó Calpena desperezándose, y al verle abrir los ojos, le dijo Hillo con risueño semblante: «¡Lo que te has perdido, hombre, por dormilón!...

-¿Qué hay... clérigo maldito? ¿Ha llegado carta?

-¡Qué carta, ni qué niño muerto! ¡Si ha estado aquí la señora deidad, y te miró dormidito...!

-¡Aquí!... No fuera malo. Pues mira tú: yo soñé que venía, que entraba la máscara, con su careta puesta... y...

-¿Y qué? ¿No te enteraste de que dejaba para ti estos tres pliegos?

-¡Me ha escrito!... A ver -gritó Calpena, arrojándose del lecho-. ¿Quién lo ha traído? ¿Qué dice? ¿Y a ti no te escribe? ¿Hasta cuándo nos va a tener en este panteón?

-En esta cripta funeraria estaremos hasta que a Su Señoría le dé la gana. Somos románticos, y la nueva escuela manda que nos tengamos por felices en la tumba, máxime si hay ciprés. Quédanos el recurso de tomar un filtro narcotizante que nos haga parecer difuntos, para que nos lleven a enterrar, y así salimos... Luego le damos una bofetada al sepulturero y pegamos un brinco... Toma, entérate...