De Manzanillo a San Francisco

De Manzanillo a San Francisco
(1877)
de Fidel (Guillermo Prieto)

De su libro Viaje a los Estados Unidos


DESPERTABA como de un sueño á la orilla del mar Pacífico y en el puerto del Manzanillo el 13 de Enero de 1877.

Y cuidado que el sueño picaba en historia: había de todo, como en los dramas románticos: escursiones a caballo, lastimeras y dolientes como un de profundis, entrevistas al rayo de la luna, como parodiando las que tuvo el Ariosto con los recaudadores de equipajes en los caminos, mansiones en una especie de sepulcros de vivos, de donde había huido para siempre el ruido y caminaban maquinalmente los cadáveres con los ojos abiertos: arcos triunfales, repiques, banquetes y entusiasmo frenético, descensos a las entrañas de la tierra, sonrisas del poder, cobardía y traiciones viles, y en fin, tanto y tan variado suceso, que a ser mi objeto, formaría entretenidas leyendas y sabrosas enseñanzas para los presentes y venideros siglos.

Yo tenía la conciencia de haber visitado en otro tiempo, dulce y alegre cuando Dios quería, aquellos mismos lugares, embriagado de luz con la grande epopeya de la Reforma, y tratando de seguir las huellas, como por mi fortuna las seguí de cerca, de Juarez, de Ocampo y Degollado. Pero aunque mi memoria insistía en restablecer el cuadro que entonces se ofreció a mis ojos, no quedaba ni un fragmento, ni un resquicio, ni señal ninguna que sirviese de punto de apoyo a mis recuerdos.

Entonces (1858), mal feridos y desgobernados en nuestros rocines y llevando a cuestas el retumbante título de la familia enferma, llegamos al Manzanillo, Juarez, Ocampo, León Guzman, Ruíz Manuel, Cendejas Francisco, Jacinto Aguilar, Zambrano, D. Matías Romero y algunos otros, como perseguida compañía de cómicos de la legua.

Era en aquel tiempo Manzanillo una playa casi desierta en donde la fiebre se enseñoreaba, tenia el apodo de centro mercantil una tienda de lona, habitada por unos alemanes que no interrumpían su eterno sueño sino para agotar toneladas de cerveza o hacer sus excursiones a la aduana. Estaba enriquecida con titulo tan afianzador y conspicuo una galera sucia y sombría con el brazo tendido de una viga sobre las aguas, para afianzar los cargamentos que no había querido recoger el contrabando, porque en cuanto a los náufragos, se encargaban de ellos los tiburones, únicos competidores en voracidad con el hambriento resguardo marítimo.

Unos cuantos jacales hundidos en la arena, como sapos y tortugas que hubiesen dejado en seco las mareas, la falda escabrosa del monte, de que parecían precipitarse enormes peñas, y un cerro avanzado hacia el mar, pomposo y arrogante, que desde entonces, a la entrada de la bocana, pide a gritos un faro, sin que nadie le haga maldito el caso.

Recordaba con enérgica fidelidad, que habiendo llegado muy enfermo y manifestando deseo de ver la bahía, Juarez y Ocampo me hicieron silla de manos y me pasearon en la playa, yendo yo orgulloso y triunfal y con el alma luminosa dentro del pecho, más feliz que sobre el primer trono del mundo: mi amado Pancho Cendejas iba por delante haciendo farsa. De repente volvía los ojos y me sorprendían las brillantes huellas que iban dejando mis conductores (eran los efectos del fósforo): alegres con mis sorpresas, los acompañantes de mis amigos restregaban la arena con las manos y la esparcían refulgente como polvo de luceros....

Ahora el puerto del Manzanillo tiene sus calles regulares, sus tiendas y valiosos almacenes, su capitanía, su cuartel, su plaza, con asientos y embanquetado, y su aduana, que es un edificio de madera con sus amplísimos corredores viendo á la bahía, que es por cierto poética y encantadora. El Manzanillo sale de las aguas de la laguna de Cuyutlan, sacude su cabellera y se escurre entre dos altísimas montañas: parecen descender, saltando sobre las rocas, casucas alegres con sus huertecitos llenos de flores, á ver pasar á la pequeña ciudad que se asienta en la arena de la playa, entre edificios de apariencia americana, con sus ventanillas con persianas verdes, sus enverjados y sus chimeneas en alto, agitando sus plumeros de humo.

Caminaba al lado de Joaquín Alcalde, haciéndole partícipe de mis impresiones: éste, con sus ojazos negros, su fisonomía animada y su mímica vehemente, acentuaba mi relación, produciéndome vivo placer.

Vestía Joaquín frac gris y pantalón ajustado, bota fuerte y un fieltro tan elástico y expresivo como la fisonomía del propietario.

Íbamos al acaso, cuando de un balconcillo pequeño, angosto, desdentado y trémulo de barandal, una señora frescachona, morena, alegre y de blanquísima dentadura, nos dio el alto.

—Aquí, Sr. D. Guillermo, aquí, yo soy Fermina, la que asistió a vdes. la otra vez; aquí, en este lugar, vivió el Sr. Juarez, yo tengo la silla en que estuvo sentado, y no la doy por todo el oro de la tierra... Pasen vdes.

En dos por tres renovamos conocimientos, procurose una cómoda instalación en una piececita aseada con sus blancas cortinas de musolina en los catres y cómodas butacas de fresca vaqueta en las puertas.

Mientras yo hacia preguntas a Fermina y la acompañaba, tomando posesión de su casa, Alcalde, en el expendio de tabacos, anexo a la misma casa, se daba a conocer con el marido de Fermina, portugués recalcitrante, recio de carnes, flaco de costillar, con unos nervios como cables y unas venas como tubos de acueducto.

El portugués es marino consumado, atraca junto a un tonel y se queda fresco, fuma unos tabaquillos como baupré de navío y dispara unas desvergüenzas capaces de descalabrar al más pintado.

En el Manzanillo, y asistidos por Fermina y su consorte, duramos cuatro días, hasta que el día 17 las señales del Cerro del Fraile nos anunciaron la llegada del vapor que debía conducirnos para Mazatlán.

El vapor “Granada” en que nos embarcamos es hermoso, y se distingue entre los palacios flotantes, que con el nombre de vapores, atraviesan las aguas del Pacífico.

Sobresale del seno de las aguas el casco inmenso del buque, que apenas cabría en una de las calles que llamamos cabeceras, teniendo mayor altura.

Dos fajas de balaustrados lo ciñen exteriormente, formando corredores, y la superior que es, digámoslo así, la cubierta o azotea del barco.

En los corredores se ven las puertecitas de los cuartitos o camarotes.

En el interior, por pisos que comunican regias escaleras, están el amplísimo corredor con sus lámparas, alfombras y muebles riquísimos, y en el piso superior, cuyo techo es la cubierta, hay un salón espléndido con espejos y sofaes riquísimos, mesas y sillones y un soberbio piano que suele ser solaz y contento de la tripulación, cuando el dios de las aguas echa una cana al aire. Sobre la cubierta está la elegante estancia del capitán, contigua a un precioso gabinete destinado a los fumadores.

Sombrea la cubierta tendida lona, bajo la que están colocados cómodos asientos de bejuco, ocupados día y noche por los que se recrean con el espectáculo siempre nuevo y sorprendente del mar.

El “Granada” mide 2,500 toneladas y está al mando de un excelente marino, que es además cumplido caballero.

Luego que hicimos nuestros arreglos de instalación, pasé revista a mis compañeros de viaje.

Eran ladys deliciosas, entre las que abundaban personas de esmerada educación; había una Sussy dulce y melancólica como la estrella de Occidente cuando brilla solitaria sobre las montañas de mi patria; una Emma poética como una pasionaria viéndose en las aguas del dormido lago; una Katty bulliciosa y sensual como una inspiración maliciosa de Lecoq, y una Lora sentimental como una melodía de Shubert.

Por supuesto no faltaba una literata que iba en pos de impresiones a la California, ni una buena esposa que corría tras del marido escurridizo, ni una víctima que iba a gestionar su divorcio de una especie de tigre feroz que había marchitado en flor su juventud.

Había viajeros pacíficos de distinguida clase y que viajaban en el estricto orden constitucional.

En este número se contaba un acreditado doctor homeópata y su linda esposa. Esta señora es andaluza, y á pesar de su circunspección y de su estado, derrama la sal de Jesús por todos los cuatro costados.

El servicio del buque se hacía a nuestra llegada con rigorosa puntualidad, y el capitán, que es un cronómetro de cachucha azul, no permitía se relajase en lo más leve la disciplina.

La servidumbre era toda de chinos. No dejó de excitar nuestra curiosidad el conocimiento con estos bípedos que están metiendo tanto ruido.

El chino no es un hombre, es un ejemplar de una obra inmensa; los chinos son como alfabetos de imprenta; el que conoce una b minúscula, conoce todas las b b. El chino se produce por moldes, sus poblaciones son como paquetes de alfileres.

Cabeza obtusa con el pelo alisado y dos grandes trenzas que rematan en listones negros, y le dan en la parte posterior de los muslos, tez de amarillo deslavazado, ojos oblícuos, nariz chata, boca grande...

Una especie de solideo sobre el occipucio, una muy holgada y luenga blusa hasta abajo de la rodilla; la blusa azul o negra de seda o lienzo de algodón; calzones anchísimos, azules o negros; medias blancas como la nieve, y un calzado que tiene mucho de la chalupa, con las puntas agudas vueltas hacia arriba, y una suela gruesa de tres dedos en el centro, dada de blanco como correaje de tropa. Ese son los chinos, y esos chinos componían la servidumbre del buque.

La parte masculina eran negociantes o viajeros retraídos, aventureros alegres y buenos bebedores, y la colonia mexicana en perpetuo movimiento por todos los vericuetos de la embarcación, las pocas horas que no hicieron amistades extrañas.

Pocos de nuestros compañeros, y por desgracia los más graves, sabian inglés, y tambien por desgracia, pocos viajeros, esencialmente viajeras, conocian el español.

A Ramón Alcalde quedó reservada la gloria de dar vida y comunicar cohesion á aquellas almas huérfanas que se consumian de fastidio.

Acercóse en la noche como distraido al piano, alzó su tapa, preludió algunas quejosas melodías; pero tan silenciosas, por expresarme así, tan ténues, que parecia que hablaba a solas el piano.... en medio de aquellos rumores tímidos oiamos abrir las puertas de los camarotes, tambien con mucha precaucion. El músico requiere auditorio, se rinde á la alucinacion de la gloria.

Las teclas, al fin, dejaron piar, con coquetería indecible, la Paloma.... esa Paloma comprometedora e insurgente, que no puede escuchar con calma ningún ente de razón.

Aletea, se sacude y estallan los requiebros abrasadores de la cancion habanera. Los mexicanos, como movidos por un resorte, cercaron el piano y ensayaron el canto: de repente, surge vibrante y sonora una voz ejercitada, dulcísima, llena de aquel jaleo y aquellas cosquillas que nos sacan de quicio; era la esposa del doctor, que dejándolo con tantos ojos abiertos, siguió las notas, se envolvió en ellas, y se pronunció por México.... bendita sea su boca!.... las risas, las palmadas, el entusiasmo, se parecían al delirio.... Las ladys estaban á las puertas de sus camarotes.... retiradas, pero no esquivas; á la Paloma siguióse el Té y el Tá; habia un D. Juanito, alemán, de voz privilegiada, que regaba con excelente champaña sin cesar, que acometió el Té y el Tá, que siguió á la Paloma con desusado brío, sin interrumpir los compases, al brindarnos con su champaña.... las ladys se acercaron al piano.... amables, pero no comunicativas.... Alcalde, superándose a sí mismo, dejó caer entre una tempestad de notas incendiarias nuestro himno nacional.... hubo entonces explosiones de entusiasmo frenético.... los ojos brillaban con lágrimas, las manos redoblaban los palmoteos, alguno se pasó la mano sobre la frente por sentir como cosquillas; era el tacto de las plumas de los sombrerillos de las ladys, que se inclinaban también sobre el piano.... Era necesario no tener pizca de vergüenza, para no estar hecho una aleluya....

Al día siguiente, todos aprendíamos inglés, y las ladys balbutian palabras españolas que era un contento. La desciplina del buque sufrió un golpe contuso. Uno de los empleados me decía: como estás alborota los mecsicanos.

La cosa fue tal, que nadie paró mientes en que el sol caduco que llamamos luna, tenia una glorificación sublime en el desierto inmenso de las aguas.

La navegación del Manzanillo a Mazatlán se hace casi sin perder de vista las costas, y las nuestras en esa parte del mar Pacífico, si bien desiertas, tienen belleza extremada, por la verdura de los campos cercanos y por las caprichosas montañas que las animan y les quitan su monotonía.

Aunque muchas veces, lejos de disminuirse los peligros con la proximidad de las costas se aumentan, hay algo de arrimo con ver la tierra; se nos figura que en un siniestro viene en nuestro auxilio; sobre todo, la idea de un pronto y feliz término del viaje, envolvía las largas horas de fastidio en las distracciones de las sorpresas de los que por primera vez se embarcan.

La curiosidad de ver una ballena tenia preocupados a varios de los compañeros, desde el Manzanillo. Al dia siguiente de nuestro embarque, y cruzando las inquietas aguas de Cabo Corrientes, alguien vio aparecer y desaparecer el monstruo, como un relámpago.

Agolpámonos sobre cubierta, los conocedores rastreaban con curiosidad el rumbo; al fin vimos salir de entre las aguas una cabeza enorme, boluda, unida á un cuello largo, muy largo y angosto, que como que se balanceaba, dependiente de una masa negruzca que se sumergia en las aguas.

Como la navegación en último término es el abandono de la personalidad; como el ócio es una llama solapada que consume los jugos del espíritu; como la espectativa del acaso, luego que se prolonga produce la indolencia, que es una especie de catalepsia para el alma, cualquier accidente cobra desusada importancia en el mar.

La rama vagamunda que se balancea sin rumbo en las olas, la gaviota que sigue al barco para merodear sus desechos y nosotros la creemos cortejo cariñoso, el pájaro perdido en el rastro de humo que deja el vapor, y forma como hileras de árboles y cimas de montañas en el vacío, todo nos despierta, nos interesa, lo encadenamos al mundo que hemos dejado, lo atesoramos, como atesora el pájaro los granos de la planta, y todo lo convierte en reliquia nuestro apartamiento de la madre tierra.

Se agobia con preguntas á los viejos marinos y á los navegantes aguerridos, que por su parte se hacen los menesterosos y dan valía á sus conocimientos, viendo con cierta piedad á los neófitos.

—Ya verá vd., me decía uno de esos marinos viejos, poseído del provincialismo de las aguas; ya verá vd. si admite comparación aquel mar encallejonado y mezquino de Veracruz, con este mar que es un señor mar.

En aquel mar se revuelven las olas como las nueces en un talego; aquí, no señor, parece que se arrancan del confín del cielo y vienen inmensas y se elevan poderosas y se rompen a los pies de vd., que ve como despedazarse un universo de cristales.

Vea vd. qué costas inmensas y desiertas con acceso por todas partes.... dígame si con dos buquecillos como cáscaras de coco y cuatro gatos de resguardo se podrá evitar el contrabando. ¡Y qué costas! Vd. no puede calcular, aunque quiera, la inmensa riqueza de ese Valle de Banderas que tenemos al frente y el partido que podría sacarse para la exportación. Solo en maderas posee tesoros que no se pueden ni valuar; tiene vd. ébano en abundancia, Primavera, que es la codicia de los artistas, linaloé aromático, moral, huayacan y otros muchos árboles preciosos. Pero desde aquí hasta Compostela, donde vamos a llegar, el tabaco crece casi espontáneo, y bastaría un ligero cultivo para hacer de ese ramo un venero inagotable de riqueza.

¡Oh y qué atención tan especial merecen los puertos del Pacífico! Sin los puertos de depósito en estas costas, sin las franquicias arancelarias, se perderán para siempre; no se canse vd.; la desmembración del territorio, los compromisos de la independencia, no los procuran los yankees; los agentes de esa perdición están en México, en las aduanas interiores, en las levas, en la bestial protección a la industria, que no puede tener otra más eficaz que la libertad y la seguridad.

Aquella rinconada que se ve desde aquí, es Ipala.

—Sí, señor, es el puentecillo en que han hecho tantos su fortuna.... a poco distinguimos a San Blas, encapotado sesgo entre las rocas, como si quisiera sustraerse á toda vigilancia. El clima dicen que es pésimo.

—Así, así; al que perdona la fiebre, le matan las calenturas, y al que no la disenteria; al sol se tuesta el cristiano, y á la sombra se encargan de la tarea de devorarlo los mosquitos y otros bichos.

Cuentan de un paisano que quiso venir a instalarse en ese puerto y paró en la casa de un andaluz su amigo. A las veinticuatro horas de estar en San Blas, ya ardía su alma y alzaba el grito al cielo. Quejose con el andaluz; éste, sin chistar palabra, le tomó por la mano y le llevó al templo: le colocó frente a Señor San Blas, patrono de la ciudad; el santo está muy fresco, con su monterilla puntiaguda, su aire resuelto como el de un majo, el brazo tendido y en alto dos dedos de la derecha mano.

—¿Ve vd. ese caballero? dijo el andaluz á su amigo.

—Lo veo, ¿y eso qué me importa?

—¿Sabe vd. lo que quieren decir esos dos dedos?

—No, señor.

—Pues quieren decir.... o aguantarse, o largarse.

—Vdes. ven que el santo no se anda con chiquillas ni con escrúpulos de monja. Poco después de amanecer el 19, y en la mañana más alegre y fresca que puede darse, nos encontrábamos frente a Mazatlán.

Mazatlán se percibe á poco más de dos millas, le forma el mar una herradura inversa á la bahía que cierran enormes peñas, que dan idea como de que el mar corre entre ruinas á estrecharse con la alegre ciudad.

Las casitas blancas del puerto parece que bajan en tropel de la colina, atravesando arboledas, trepando sobre las rocas, corriendo por la playa en tumulto, llevando en alto astas, torres y banderas que flotan en los aires.

En la bahía percibimos una que otra nave; pero en cambio, multitud de botes cayucos y embarcaciones pequeñas, ya tendiendo sus velas, ya abriendo y cerrando en afanosa marcha sus remos, como las largas patas de animales acuáticos.

Dirigiéronse al vapor, como parvada de aves, algunos botes oficiales, otros rodearon el buque como hormigas un terron de azúcar....

Como he dicho, contábamos con hacer pie en Mazatlán; pero los hados lo dispusieron de otra manera, y de un modo inesperado, instantáneo, nos encontramos con que debíamos seguir a California. El cambio era súbito y la cuestión de presupuesto, entre otras, se nos presentó con toda su tremebunda deformidad.

Antes de partir, visitaron nuestra embarcación los Sres. Kelly, Ferreira y otros nobles caballeros que nos hicieron generosas ofertas y se apresuraron a aliviar la suerte de los compañeros, que no por no aceptar sus favores dejaron de reconocerlos en lo más íntimo de sus corazones.

Yo recibí especiales atenciones de mis amigos Joaquín Redo y su esposa, honra y decoro de las matronas de mi patria; á esas personas quiero consignar este recuerdo de tierna gratitud.

En Mazatlán se verificó la desmembración completa de la familia embarcada en el Manzanillo; hombres heróicos, corazones nobles, caballeros sacrificados á la idea del deber, caían como náufragos en una playa que pudieran llamar extraña, sin recursos, sin arrimo, sin otra espectativa que la de la persecución y la miseria, y sin haber salvado otra cosa que la dignidad del hombre y las inspiraciones de la conciencia.

Vuelta la proa a San Francisco, alzadas las áncoras, viendo perderse en el horizonte las alturas de Mazatlán, como se extinguen las luces de un festin nocturno, se abatió sobre nuestras frentes la tristeza y seguimos al destino, oyendo el resoplar del vapor y sintiendo cimbrar bajo nuestras plantas el costillar del buque que cortaba impetuoso las olas.

La noche fue sombría; á deshora, D. Juanito, que se paseaba haciendo X por el salón, sin duda por el recio movimiento del buque, entonó una melodía de Shubert, acompañándose con el piano, tan tierna, tan hondamente sentida, que me pareció que habían encontrado acento todas las dolorosas amarguras, que hechas lágrimas estaban al desbordarse de mis ojos.

Llegó el momento de hacer formal conocimiento con la cocina americana.

Anúncianse las comidas con un instrumento especial que hace las veces de campana. Este instrumento es un disco de hoja de lata más grande, pero de la figura de un comal; á este disco, se golpea con un bolillo dejándolo resbalar vibrante, lo que produce estrepitosas notas; mejor dicho, una algarabía de ruidos encerrados en un solo ruido, de venirse el mundo abajo. Ese escándalo de hoja de lata, se llama gongo.

Un chino lo suspende por uno de sus lados, tomando por punto de partida la cocina, empuña el bolillo y echa á correr por todo el buque, subiendo y bajando escaleras y armando una algazara verdaderamente infernal.

La gula tiene culto especial en un buque; se toma té, se toma lonche, se come, se cena, se vuelve á tomar té y las quijadas pueden resolver el movimiento perpetuo con poquísimo esfuerzo.

La mesa está cubierta de platos y escudillas pequeñas con manjares, si es que tan lisonjero nombre puede darse á esas confecciones inventadas expresamente para martirio y sonrojo de los estómagos.

Maíces fresquecitos acabados de llegar de la milpa y á medio cocer, nadando en leche, con trozos de huevo empedernido, jitomates crudos que fungen, bien como frutas, bien como materia prima para ensalada, ramas colosales de apio, erguidas sobre picheles y jarrones, tortillas de huevo que rociadas con melaza sirven de dulce, mantequilla que se mezcla indistintamente a las frutas, a las conservas y a las más repugnantes grasas, y unos pasteles de intestinos de calabaza mezclados con ruibarbo, capaces de resucitar a un muerto si se le pasa por la nariz.

Pero este es solo el pretexto; la verdadera confección de los manjares reside en el convoy, o lo que se llama las angarillas o aceiteras y sus adminículos.

Todos los cáusticos, todos los tósigos, todos los similares del aguarrás, del álcali y del petróleo, están encerrados en botellitas que hacen temblar las carnes, con los nombres de salsas, pikles, pimientas, polvos y sazones.

Llega el manjar, y caldo ó carne todo es uno, llueven polvos, vinagres, melazas, el caos de los sabores, la Babel de los tósigos; aquello se devora y su hervor se apaga con cerveza ó se inunda en agua, varias veces nauseabunda....

La mesa era, pues, la bestia negra para mis compañeros y para mí; pero pasadas sus embestidas, renacia el buen humor y se trataba de comunicar variedad al triste encierro que nos sujetaba.

El piano levantaba los ánimos, el aprendizaje del idioma estrechaba los vínculos, y la amabilidad mexicana hizo tales conquistas, que á poco tiempo los chinos ensayaban dancitas, los empleados tarareaban el sombrero ancho, el servicio se relajaba y el capitán se tiraba las barbas al ver que la fiebre mecsicana hubiese invadido su antes silenciosa y austera mansión.

Un pasajero de la Baja California, ancho de espaldas, resuelto de mirada, pero de finas maneras, me sorprendió en la tarde dirigiendo piropos á las nubes, extasiado con el espectáculo magnífico de la caida del sol (ya es conocida de mis amigos mi manía de declamar mis versos al improvisarlos, manía que me ha valido algunos chascos).

El cuadro que yo tenía delante de los ojos era de una grandiosidad inexplicable.

Moles inmensas de nubes veíanse tendidas y como superpuestas en la dilatada extensión del horizonte; sobre aquella gradería aérea se condensaban grupos de nubes formando árboles, arcos, pirámides, cabezas de monstruos con garras y alas, caballos, columnas, ancianos de profusa barba y dragones gigantescos: de las extremidades de ese horizonte amplísimo colgaban cortinajes caudalosos de púrpura, que se revolvían o se derramaban sobre las gradas: el sol, primero apareció como en el centro de un pórtico fantástico y fue descendiendo tras la gradería, trasparentándola, tiñéndola de escarlata, bordando de oro los cortinajes, circuyendo de ráfagas, árboles, arcos y columnas, dejando como en la sombra, rocas, ancianos y monstruos; descendió más y el globo inmenso de fuego tornó en raudalosas cataratas de llama las gradas, apareciendo el astro rey ahogándose en el infinito de luz que reproducían las aguas como incendiándose, en tanto que vislumbraba la luna en Oriente como inundada en lágrimas al presenciar la agonía de su hijo, el padre del día.... El cuadro, aunque desnaturalizado por mi pluma, era magnífico, la tripulacion entera asistia á él, ébria de deliciosa admiración. Yo estaba aislado, y como digo, declamando no sé cuantos disparates.... sentí á mi espalda un ruido y era el pasajero que me decia:

—Continúe vd., señor.... continúe vd., yo rezaba también como vd.

El pasajero es amigo del Sr. Pedrines, vecino de la Baja California, con quien por tal motivo contraje relación.

—Allí tiene vd. mi casa, esa es la Baja California, yo poseo unos ranchos cerca de San José. Cierto es, continuó, que la Baja California no tiene los tesoros que la Alta; pero es opulentísima, son innumerables los ganados que sustenta, de sus minas tienen vdes. noticias bastante exactas por los escritos de los Sres. Esteva y Castillo, el comercio de la orchilla podría hacerse fecundísimo, la pesca de la ballena es ramo que ha producido cuantiosas ganancias y no tengo noticia de que se haga la pesca de la perla, que produce cuarenta y cincuenta mil pesos anuales, en mejores condiciones que aquí.

Sobre todo, hay islas no explotadas que encierran inmensas riquezas. ¿Vd. no tiene conocimiento del proyecto del Sr. D. Guillermo Andrade para enlazar por medio de comunicaciones rápidas, Guaymas, es decir, Sonora, la Baja California y San Francisco ó mejor dicho, para comunicar varios pueblos por el Golfo de Cortés?

—No, señor; pero debe ser de importancia, porque el Sr. Andrade es hombre calculador y audaz para los negocios.

—No sé los pormenores del Proyecto, aunque anda impreso en varias manos; pero sé que se reduce a pedir subvención para las comunicaciones frecuentes entre esos puntos que a vd. digo, por medio de vapores que conduzcan pasajeros, carga y correspondencia.

Como complemento del Proyecto se pide la habilitación como puerto de altura al de la Libertad, hoy solo de cabotaje, y el de San Felipe en la Baja California, cercano a los valles de la Trinidad, Santa Catarina y los placeres de oro que ahora se tienen que surtir de San Diego, con perjuicio de los intereses nacionales.

—De solo harina, continuó uno de los que estaban cerca de mi amigo, se consumirían más de 50,000 pesos al año. La harina de California, puesta en San Rafael, cuesta de cuatro a cinco pesos quintal, o sean de doce a quince pesos carga; abierto el puerto de San Felipe, tendríamos carga de harina del Altar, por ocho pesos.

Lo propio que digo de la harina podría decirse del azúcar, manteca, jabón, tabaco, aguardiente, sal, maíz, frijol y otros artículos.

—Tiene vd. razón; yo he oído decir que artículos nacionales, como panocha, mezcal, sombreros, sillas de montar, zarapes, etc., tienen primero que ir á San Francisco, donde pagan derechos, y después venirse a vender a la Baja California.

Esa tendencia a unirse una parte de Sonora en intereses con San Francisco, depende de las pésimas disposiciones fiscales, y el gobierno protegería con solo no oprimir al trabajo.

Medio de oro hubiese yo dado a mis vencedores los proteccionistas de México, porque hubieran aprovechado las lecciones sabias del Sr. Pedrines, a quien apedrearían sin duda los capataces de nuestros buenos y crédulos artesanos.

En estas conversaciones íbamos al frente del Cabo de San Lúcas: allí, en una humilde barca de pescadores, resuelto, y sin arrimo ni otra protección que la del cielo, ganó la playa nuestro caballeroso y leal compañero Antonio Gomez, que se separó de nosotros siguiendo la ruta que le marcó su sino. La sencilla y majestuosa celebración del domingo me conmovió profundamente.

Sin antecedente el más ligero, uno de aquellos caballeros, que en nada se diferenciaba de los demás, fue resultando sacerdote. Por supuesto que jamás le ví al lado de sobrinitas cariñosas de parecido perfecto del siervo del Señor; nunca le escoltaba un creyente de fisonomía humilde y estúpida; nunca manifestó esa superioridad del que por creerse en relaciones con el cielo, puede hacer de la tierra cera y pábilo.

El comedor se adicionó con una mesa cubierta con la bandera americana, y sobre la mesa un libro. Detrás de la mesa estaba el sacerdote: en las bancas, y al rededor de las mesas se sentaron los creyentes; niñas primorosamente vestidas, señoritas adornadas con elegancia extraña, jóvenes y caballeros entre quienes reinaba el silencio y la compostura.

Nada más sencillo que aquel cuadro; pero el recogimiento, la seriedad y el espíritu religioso preponderante, convirtieron en augusto templo aquel departamento del buque y dieron solemnidad al que á primera vista parecía trivial espectáculo.

En determinado momento, el sacerdote inició, y los circunstantes formaron coros tan acordes, tan llenos de majestad, que me encantaron; y cuando por las ventanillas del buque distinguía el hervor de las olas de oro que cortaba la proa, y cuando en los intervalos del canto se oia el respirar esforzado de la máquina titánica, domadora de las aguas: en algo de vago y de infinito, tendía sus alas el espíritu, sintiéndose como enaltecido y purificado por la manifestación del Hacedor Supremo en aquel desierto, en que como algas leves flotaban nuestras vidas en la inmensidad del Océano.

Después de los coros, pusiéronse los circunstantes en pie y el sacerdote hizo una invocación sublime, que conmovió profundamente.

Terminada la ceremonia, unas damas pasearon sobre cubierta, otras se refugiaron al salón, y yo, acurrucado en mi camarote, de pié y haciendo que una tablilla puesta sobre el colchón fungiese de mesa, improvisé... versos: ....


El amor irreflexivo de padre me hizo enseñar mis versitos, y cátenme vdes. en posesión de la más molesta, perjudicial y engorrosa para mí, de todas las reputaciones: la reputación de poeta. A ella debo que mis estudios más sesudos se hayan graduado de quimeras; de ello ha tomado pié la maledicencia para pintarme como un sér insustancial y soñador; por ella cualquier quídam me hace objeto de sus sátiras y soy el tema obligado de todas las detracciones y calumnias. Ella me hace la mina inagotable de las gracejadas de todos los necios, y el objeto predilecto para los desahogos de los pedantes y malvados.

Yo tengo aversión al título de poeta, entre otras cosas, porque no lo merezco: doy todos mis laureles por una gota de olvido de mi manía.

Pero no hubo remedio. Joaquín Alcalde y yo fuimos los poetas del buque; en menos que canta un gallo, se nos volvieron todas nuestras compañeras de viaje, literatas y sentimentales, llovieron álbums y aquello fue una gloria.

A persona tan circunspecta y retraída como Francisco Gómez del Palacio, le asediaban pidiéndole traducciones de nuestros versos, y este buen amigo pegaba el grito al cielo por la tarea que le imponían nuestra facundia y los deberes de urbanidad.

La fiebre poética se apoderó hasta del sexo fiero, y no faltó bigotudo que se hiciera conducir á mi presencia con su intérprete, diciéndome que cuánto podía bajarle en el precio de una pequeña cantidad de versos de tristeza y de amor.

Pero tal circunstancia estableció la confianza, menudeaban las confidencias, se hacia comunicativa la alegría y era de escucharse un palomo coreado por las lindas hijas de Guillermo Penn y de Washington, con sus medias lenguas.

La aurora del 25 de Enero nos saludó anunciándonos nuestro pronto arribo al puerto de California. El buque tenia más aseo y estaba más engalanado que de costumbre; los chinos, desde las tres de la mañana, habían hecho maniobrar sus bombas, y chorros y cataratas de agua habían dejado la embarcación como un espejo.

En todos los cuartos se hacían líos y se preparaban los objetos pertenecientes a cada individuo para su fácil trasporte, corrían los niños vestidos de lujo, por corredores, escaleras y cubierta, salieron a luz canarios, guacamayas y perritos falderos, y damas y galanes, guapos como para asistir a un baile, esperaban con sus sacos, bastones, paraguas y sombrillas al lado, el deseado momento del desembarco.

Solo el grupo de mexicanos, asaz tristes y derrotados, veían aquel que para los demás era término, como principio de desdichas y como confinación, algunos al destierro y acaso a la miseria. La navegación había sido un paseo, sin una sombra de peligro; el capitán se había hecho acreedor á nuestra sincera estimación y gratitud.

El mar estaba terso y reluciente con el sol, como un inmenso lago de acero y oro fundidos; comenzamos á percibir buques en todas direcciones, ya cruzando arrogantes por en medio de las aguas, ya en tragin perpétuo, cercanos a la costa. A los primeros se interrogaba con la vista: ¿cuál es tu rumbo? ¿qué destino te prepara el cielo? á los segundos se les veía como de casa, como la servidumbre de la entrada de los palacios, con la que se quiere uno informar de las costumbres de los amos y de las poridades de familia.

Los veteranos del mar, los conocedores de las costas, iban nombrando las rocas y designando los accidentes del terreno.... La bulla crecia, la tripulación de nuestro buque coronaba la cubierta y los corredores vestida de gala, viéndose en los balaustrados del exterior como orlas de rostros humanos, sorbetes y sombrillas de todos colores.

De un grupo de buques que parecía venir a nosotros se desprendió el práctico, sonaron los pitos de los vapores, como el relincho de dos caballos que se reconocen.

En semicírculo inmenso fueron desplegándose las rocas, los árboles y las alturas de la bahía. Por el centro del pórtico que parece formar al descubrirse, sobre olas de nácar y de llama, se distinguían bosques de mástiles, entre los que negreaban las chimeneas de los vapores, arrojando torrentes de humo blanco y negro que subía vago y se tendía dorándose con el sol. Cordajes y banderas de todas hechuras y colores, formaban redes en los aires, y surcando las aguas, se agitaban embarcaciones de todos tamaños con sus velas hinchadas y sus remeros alegres.

Forman gigantescos peñones como inmenso pórtico á la entrada de aquel mar interior que se llama la bahía de San Francisco, una de las más grandes y más bellas del mundo.

La bahía de San Francisco tiene grandiosidad sin ejemplo, porque es realmente una cadena de bahías, eslabonadas por las peculiaridades de un terreno cuyos accidentes forman una sucesión de prodigios.

El puerto es propiamente la Puerta de oro del Pacífico; dilatadas costas se extienden a sus lados, forman un estrecho promontorio de rocas, que parecen penetrar en las nubes, y enormes peñascos le forman pórtico y la decoran.

Islas, fuertes y montañas, forman el cañón de su entrada, y al extenderse como que aparta la tierra empujándola y se dilata diez y ocho leguas. Los bordes de esta inmensa bahía, tranquila y de limpias aguas, están decorados en uno y otro margen por pueblos, fábricas, molinos y estancias circuidas de árboles y por sementeras risueñas que casi tocan las olas.

Cuando uno cree que se terminó la bahía porque se tocaron sus confines, se interna y se percibe una isla que como que la limita; pero al trasponerse la isla, ve abrirse y dilatarse el panorama magnífico de la bahía de San Pablo, encerrada entre fertilísimas tierras, ceñida de árboles gigantes y circundada también de habitaciones de campo, que blanquean entre los trigales y al través de los sombríos emparrados. Ebria de tanta hermosura se quiere como reposar la vista, y entonces ve como partidas las montañas y que se precipitan a su espalda en ese cañón profundo, los ríos de San Joaquín y del Sacramento, trayendo en su corriente parvadas de embarcaciones que penetran por esa sucesión de bahías y se extienden y como que juegan en las aguas hasta dispersarse en la gran bahía, como una legión de aves acuáticas.

Y cuando se ven como perdidas en aquella inmensidad tres mil y más embarcaciones de todos los países, entonces parece trivial el cálculo de que aquellas bahías pueden encerrar la marina de todo el universo.

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Nota: Algunos acentos han sido modernizados