De Dafne y Apolo, fábula

​De Dafne y Apolo, fábula​ de Francisco de Quevedo



Delante del Sol venía
Corriendo Dafne, doncella
De extremada gallardía,
Y en ir delante tan bella,
Nueva Aurora parecía.


Cansado más de cansalla
Que de cansarse a sí Febo,
A la amorosa batalla
Quiso dar principio nuevo,
Para mejor alcanzalla.


Mas viéndola tan cruel,
Dio mil gritos doloridos,
Contento el amante fiel
De que alcancen sus oídos
Las voces, ya que no él.


Mas envidioso de ver
Que han de gozar gloria nueva
Las palabras en su ser,
Con el viento que las lleva
Quiso parejas correr.


Pero su padre, celoso,
En su curso cristalino
Tras ella corrió furioso,
Y en medio de su camino
Los atajó sonoroso.


El Sol corre por seguilla,
Por huir corre la estrella;
Corre el llanto por no vella,
Corre el aire por oílla,
Y el río por socorrella.


Atrás los deja arrogante,
Y a su enamorado más,
Que ya, por llevar triunfante
Su honestidad adelante,
A todos los deja atrás.


Mas viendo su movimiento,
Dio las razones que canto,
Con dolor y sin aliento,
Primero al correr del llanto
Y luego al volar del viento:


«Di, ¿por qué mi dolor creces
Huyendo tanto de mí
En la muerte que me ofreces?
Si el Sol y luz aborreces,
Huye tú misma de ti.


»No corras más, Dafne fiera,
Que en verte huir furiosa
De mí, que alumbro la Esfera,
Si no fueras tan hermosa,
Por la noche te tuviera.


»Ojos que en esa beldad
Alumbráis con luces bellas
Su rostro y su crueldad,
Pues que Sois los dos estrellas,
Al Sol que os mira, mirad.


»¡En mi triste padecer
Y en mi encendido querer,
Dafne bella, no sé cómo
Con tantas flechas de plomo
Puedes tan veloz correr!


»Ya todo mi bien perdí;
Ya se acabaron mis bienes;
Pues hoy corriendo tras ti,
Aun mi corazón, que tienes,
Alas te da contra mí.»


A su oreja esta razón,
Y a sus vestidos su mano,
Y de Dafne la oración,
A Júpiter soberano
Llegaron a una sazón.


Sus plantas en sola una
De lauro se convirtieron;
Los dos brazos le crecieron,
Quejándose a la Fortuna
Con el ruido que hicieron.


Escondióse en la corteza
La nieve del pecho helado,
Y la flor de su belleza
Dejó en la flor un traslado
Que al lauro presta riqueza.


De la rubia cabellera
Que floreció tantos mayos,
Antes que se convirtiera,
Hebras tomó el Sol por rayos,
Con que hoy alumbra la esfera.


Con mil abrazos ardientes,
Ciñó el tronco el Sol, y luego,
Con las memorias presentes,
Los rayos de luz y fuego
Desató en amargas fuentes.


Con un honesto temblor,
Por rehusar sus abrazos,
Se quejó de su rigor,
Y aun quiso inclinar los brazos,
Por estorbarlos mejor.


El aire desenvolvía
Sus hojas, y no hallando
Las hebras que ver solía,
Tristemente murmurando
Entre las ramas corría.


El río, que esto miró,
Movido a piedad y llanto,
Con sus lágrimas creció,
Y a besar el pie llegó
Del árbol divino y santo.


Y viendo caso tan tierno,
Digno de renombre eterno,
La reservó en aquel llano,
De sus rayos el Verano,
Y de su hielo el Invierno.


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