XX

A las voces de Tordesillas acudieron los que estaban más próximos. El cuerpo del General en Jefe cayó en tierra. Tal fue la consternación y el espanto de los primeros espectadores de la terrible escena, que todos quedaron un momento mudos. Los ayudantes de Concha, creyendo que aún vivía el caudillo, le desabrocharon el impermeable y levita, haciendo saltar botones y rasgando ojales. Nada vieron que no indicase la seguridad de una muerte instantánea. Pronto se formó un grupo espeso en el cual nadie osaba determinar cosa alguna. ¿Qué pensar, qué decir, qué hacer...?

Por fin, entre los ayudantes y Tordesillas discurrieron lo único práctico en trance tan fatídico. Ante todo urgía apartar de allí el cadáver. Con gran trabajo, por la pesadumbre del recio cuerpo exánime, colocaron éste sobre un caballo y sigilosamente fue conducido al pueblo de Abárzuza, evitando que las tropas pudieran darse cuenta de la catástrofe. La triste caravana, fatal término y desenlace de un acto militar que debió ser glorioso, deslizábase furtiva por los campos como una decepción horrenda, o una burla del Destino que quiere sustraerse a la mirada humana, y aun a los ojos de la Historia. La media luz crepuscular, alumbrando este paso solemne y medroso, daba a la escena la intensa melancolía de las grandezas caídas súbitamente en los abismos de la nada.

El primer Jefe que se presentó en Abárzuza fue el General Echagüe, que enterado del desastre tomó el mando del Ejército a pesar de hallarse muy enfermo. No olvidaré nunca la cara del Conde del Serrallo cuando vio el cadáver de su amigo y maestro. El dolor concentrado y mudo no tuvo jamás expresión más fiel que la que le dieron aquellas facciones duras, angulosas, de soldado curtido en cien combates. La primera determinación de Echagüe fue convocar Consejo de Generales y Brigadieres. Se reunieron sin demora los que estaban más cerca de Abárzuza: Beaumont, Burriel, Reyes, Blanco, Bargés y el Coronel de Artillería señor Echaluce. Por unanimidad acordose la retirada del Ejército a Tafalla para el amanecer del siguiente día. Y al cabo se circularon órdenes a fin de que el movimiento se realizase aquella misma noche.

Las tropas se pusieron en marcha. El desfile de las de la derecha fue protegido por las del centro. Las de la izquierda mantuviéronse en sus posiciones hasta que desfilaron todas las demás. El cadáver del Marqués del Duero fue colocado con misterio sigiloso en un furgón de Artillería, y los heridos quedaron en Abárzuza confiados a la humanidad del enemigo. Como el éxito de la operación dependía del tiempo que se ganase y de que los carlistas no advirtieran la retirada, se apresuró ésta todo lo posible y se tomaron minuciosas precauciones. Determinose prohibir a los vecinos de los pueblos por donde había de pasar la tropa el encender luz ni fuego en las casas; se advirtió a todo el Ejército que nadie podía fumar, del General en Jefe para abajo; se conminó con penas severísimas al que imprudentemente produjera el menor ruido. De este modo, bajo la protección del silencio y de las sombras, realizose el prodigio de que antes de amanecer hubiera desfilado ya la muchedumbre armada, incluso la Artillería y los convoyes, por delante de las posiciones de Villatuerta, sin que los realistas sospechasen siquiera lo que ocurría en el campo liberal.

Ya era día claro y nos aproximábamos a Oteiza cuando los carlistas se dieron cuenta del fúnebre desfile. Tarde conoció el enemigo su engaño, y fue inútil cuanto intentó para molestar a nuestras tropas. Las columnas delanteras donde iba el furgón mortuorio avivaron el paso. Las de retaguardia, combinadas con las fuerzas de Rosell y de Reyes, tomaron posiciones y contuvieron el tardío movimiento de los soldados de Dorregaray, retirándose después por escalones con el orden más perfecto. No se perdió ni un hombre, ni un fusil, ni un cañón, ni una acémila, ni un carro del convoy: la retirada dispuesta por Echagüe en Abárzuza fue una brillante aunque triste página militar. En las encarnizadas acciones del día 27, las bajas del Ejército de Concha habían sido: 121 oficiales y 1.300 individuos de tropa fuera de combate, más 268 extraviados y prisioneros.

Seguimos a buen andar, bordeando los montes de Baigorri; hicimos una corta parada en Larraga para tomar alimento; y dejando a la derecha los altos de Val de Ferrer, a media tarde llegamos a Tafalla, donde tuve el descanso que mis asendereados huesos imperiosamente reclamaban. Mi oficioso espolique me buscó cerca de la plaza un alojamiento muy aceptable. Allí platiqué con mis amigos, comentando cada cual según su entender las bravas refriegas y el inmenso desastre que mató en flor las hermosas esperanzas del Ejército liberal. Enaltecieron todos el saber estratégico, la genial maestría y la bravura del héroe muerto que trajimos en mísero furgón, ocultándolo como si fuera un robo que se había hecho a la Fatalidad.

Entre los oficiales que conmigo formaban corro alrededor de una mesa, bebiendo y fumando, había un Teniente de Infantería muy desahogado, sobrino según creo de una persona de alta significación en la política, el cual, colmando de alabanzas la figura militar del Marqués del Duero, aseguró (sabiéndolo de buena tinta) que el primer acto de éste al entrar en Estella, si a entrar llegara, hubiera sido proclamar Rey de España al Príncipe Alfonso. La irrespetuosa manifestación de aquel jovenzuelo llevó nuestro coloquio al vértigo de las disputas políticas, y se oyeron las opiniones más peregrinas, diferentes en estilo y criterio, flemáticas unas, ardientes las otras. Queriendo yo poner término a la controversia dije estas palabras: «Caballeros; no pierdan el tiempo discutiendo lo que pudo pasar y no ha pasado... Descuiden que todo se andará. Lo que hizo Concha lo harán otros, y estas peleas horribles acabarán poniéndose todos de acuerdo para llegar a un feliz arreglito, cuya finalidad será que nos gobierne el Nuncio».

Antes de entregarme al descanso fui al Ayuntamiento, a punto de las diez, deseoso de presenciar las primeras honras que se tributaron al grande hombre muerto, reuniendo en un solo acto el esplendor militar y la escasa pompa religiosa que en aquel pueblo pudo ostentarse. Arreglado y compuesto el cadáver, sin que desaparecieran las huellas de una muerte gloriosa en el campo de batalla, le colocaron en un ataúd decoroso. Paños negros y blandones encendidos completaban el triste cuadro. Las facciones del héroe apenas habían sufrido alteración. Ignoro si hubo o no embalsamamiento. Permanecía tal como le vi en el instante de caer del caballo: el ceño fruncido, apretados los labios cual si aún durase el dolor de la herida que le mató, el corto bigote rígido, la frente surcada de arrugas. Por un momento creí yo adivinar dentro de aquel cráneo la visión de su postrer arranque frustrado, y el agotamiento de su voluntad al expirar el día.

Bien dijo el que dijo que tras de las pisadas duras de la tragedia suele ir el blando paso de la comedia. Así lo quiere la complejidad tumultuosa de nuestra vida, y yo lo confirmé aquella noche con el descomunal contraste que voy a referiros. Hallábame en mí cuarto con El Sargentico y a meterme en la cama me disponía, cuando sonaron golpecitos en la puerta. Fugaz presagio cruzó por mi cerebro. El sonido seco de la madera me delataba los nudillos de una persona conocida. ¿Sería Chilivistra?... Sí, sí; era ella, ¡Dios!... Apenas pronuncié yo el adelante, abriose la puerta y penetró de rondón la señora mística y destornillada. Venía bien arregladita, con el hábito de los Dolores. En su bello rostro notábase, fresco y reciente, un discreto aliño de colorete y polvos.

«Pero mujer, ¿qué es esto? -exclamé indicándole un sillón cojitranco-. ¿Qué buscas, qué quieres, cómo has venido aquí?». Y ella, serena y flemática, me contestó: «Desde lejos he seguido tus pasos, sabiendo día por día y hora por hora dónde estabas. Razón tuve de tu alojamiento en cuanto llegamos aquí, a eso de las diez. En esta misma posada buscamos albergue. Tú no te enteraste porque habías ido al Ayuntamiento a ver el cadáver del pobrecito Concha».

-Según eso, no has venido sola -exclamé yo, aterrado ante la idea de habérmelas con el elegante caballero, Administrador de Rentas de Vitoria.

-Solita hubiera venido -afirmó Silvestra-, sin más compañía que mi anhelo de verte. Pero traigo conmigo dos personas respetables que, compadecidas de mis infortunios, no han querido separarse de mí en todo el viaje, y me seguirán, según dicen, hasta donde yo vaya. Una de estas buenas almas es el Capellán de las Brígidas. La otra, una señora mayor con quien hice conocimiento en el trayecto de Vitoria a La Guardia. Es dama muy principal, de finísimo trato y mucho saber. Conversamos, intimamos y nos hicimos muy amigas.

Oyendo a la voluntariosa mujer me maravillaba de los enredos e imaginarias historias que se traía. Mi estupefacción llegó al colmo cuando me dijo, para darme pormenores de sus compañeros de viaje: «El Capellán de monjas, para que te enteres, es el padre Carapucheta, que como recordarás, estaba de Rector en el Oratorio del Olivar. La dama es una matrona de regia estirpe... No te rías... que a ti te conoce mucho y te llama su muñeco. Su nombre es... ¿no lo adivinas?... Doña Mariana».

Este nombre retumbó en mi cerebro como el eco de un cañonazo... Se nublaron mis ojos, no sabía lo que me pasaba. «Tú -dije a Silvestra, poniendo mis manos trémulas junto a su rostro-, o padeces un mal que te sugiere los absurdos más desatinados, o posees una imaginación que deja tamañitos a todos los inventores de fábulas, a todos los poetas del mundo. Si esa Doña Mariana no es engendro de tu caletre enfermizo, quiero verla ahora mismo. Pronto, pronto».

Grave y serena se levantó Chilivistra, y cogiéndome la mano, me dijo: «Pues ven a verla. Bien cerca la tienes. Dos puertas más allá, en este mismo pasillo. Ven, Tito, ven».

Momentos después, mis ojos, asustados de su propia visión, distinguieron la imagen o la persona de Mariclío en una estancia mal alumbrada, anchurosa, con las paredes cubiertas de viejos cuadros al óleo ennegrecidos por el tiempo. En un sofá de dos cabeceras y respaldo de crines, modelo antiquísimo que sólo se ve ya en alguna fonda de pueblo, estaba la excelsa Madre, apoyada en una de las cabeceras, en actitud de tristeza y cansancio. Adelanteme hacia ella con timidez y respeto...

Las primeras palabras articuladas por sus labios augustos determinaron súbitamente en mí la transformación de lo interno y lo externo, de todo cuanto yo llevaba en mi espíritu y de lo que mis sentidos podían apreciar. La estancia creció desmesuradamente, la figura olímpica se agigantaba, y su voz llegó a mis oídos como lejana música. Mi turbación no me permitió retener el justo sentido de aquella música. Creo que me dijo: «Lo que has visto de esta guerra estúpida yo también lo vi... La Fatalidad, ley que viene de muy alto, impidió al gran soldado dar un golpe decisivo... No creas que puedan concluir estas luchas de otro modo que por conciertos y cambalaches como los de Vergara... Tu pobre España gemirá, por largos años, bajo la pesadumbre del despotismo que llaman ilustrado, enfermedad obscura y honda, con la cual los pueblos viven muriendo... y se mueven, gritan y discursean, atacados de lo que llaman epilepsia larvada... Debajo de esta dolencia se esconde la mortal tuberculosis...». Si tales no fueron sus expresiones textuales, no creo equivocarme respecto al sentido de ellas.

Desde que oí a la Señora subió de punto el desvarío de mis pensamientos. Se me olvidó el nombre del pueblo donde me encontraba. «¿Pero dónde estás, Tito?» -me pregunté... Vi a Chilivistra arrastrando por los polvorosos ladrillos de la inmensa habitación la cola negra de un vestido como los que usan las damas en la Corte. Me senté a distancia de la Madre en una banqueta de nogal lustroso. Creí advertir que el sofá de antiguo modelo no estaba próximo a la pared, y que por aquel hueco discurrían las figuras descendidas de los cuadros viejos, tomando las negras apariencias de Doña Gramáticay Doña Caligrafía.

Transcurrió un lapso de tiempo, que ignoro si fue de minutos o de horas. Silvestra se llegó a mí, diciéndome: «Quiero que conozcas a mi segundo acompañante, el bendito Capellán padre Carapucheta». Ausentose un momento, y reapareció trayendo de la mano a un sujeto esmirriado y larguirucho, vestido de luenga sotana. ¡Dios, Jehová, Lucifer! El hombre que hacía reverencias frente a mí era el mismísimo Ido del Sagrario. «¿Pero es usted don José?» -dije o creí decir yo. Y él, dilatando su boca en larga sonrisa, habló en su habitual estilo: «Francamente, naturalmente, señor don Tito, no podía venir a estas tierras sin disfrazarme... Sabrá Vuecencia que al llevar a mi hija Rosita, el mes pasado, a la feria de Huete, que es el pueblo de Nicanora, me fue robada en Fuentidueña de Tajo por la partida carlista que manda el cabecilla Santés. Desesperado salí a recuperarla. Dijéronme que su raptor se la llevó a Navarra, y aquí me han dicho que ahora podré encontrarla en tierras de Guadalajara o de Cuenca. Ayúdeme usía en mi empresa y Dios le dará el Reino de los Cielos».

Al oír estos desatinos, me llevé las manos a la cabeza creyendo que de ella se me escapaba la razón y todo el sentido de la realidad. Salí de la estancia como alma que lleva el diablo, gritando: «¡Favor, socorro!...». Dando tropezones y metiéndome en diferentes cuartos llegué por fin al mío, donde me encontré frente a un hombre escueto, con chaleco de pana y zorongo. Cogiéndole de los brazos le zarandeé mientras le decía: «¿Qué hace usted aquí?... ¿Quién es usted?... ¿Dónde estoy?».

Turbado me contestó el buen hombre: «Señor, ¿qué le pasa? Soy El Sargentico. ¿No me conoce ya?... De aquí salió usted despierto y vuelve dormido».