De Cartago a Sagunto/XVIII
XVIII
Al instante me puse al habla con los soldados que consideraba como mi familia política y militar. Entre los oficiales reconocí a un joven Teniente, sobrino de don Romualdo Palacios, el cual me dijo que las divisiones de Letona y Martínez Campos estaban ya cerca de Portugalete, pues las líneas carlistas habían sido forzadas y el enemigo, poniendo pies en polvorosa, dejaba libre el camino de Bilbao. Descansamos algunas horas en Avellaneda, y al salir de madrugada con el mismo Regimiento, vi el suelo, a un lado y otro del camino, sembrado de cadáveres. A las cuatro horas de marcha oí de nuevo fuego lejano. Dijéronme que hacia Galdames de Suso se estaban batiendo todavía. Encontramos tropas que creo eran de la retaguardia de Martínez Campos. Muchos hombres se ocupaban en enterrar muertos. Era un espanto, un horror. ¿Y esto para qué? ¿Qué finalidad tenían aquellos cruentos combates, con sacrificio de tantas vidas generosas? Luego os diré, lectores de mi alma, las ideas que empezaron a bullir en mi mente al presenciar la pavorosa escena.
Entre los oficiales que dirigían los enterramientos encontré a Palazuelos, aquel Teniente que en Miranda facilitó mi viaje a Vitoria con la enfadosa Chilivistra. Abrazándome me dijo: «De Puerto Rico he pasado a Saboyanúmero 6, y aquí me tiene usted, en la División de Martínez Campos». Aquella misma tarde, pasado Abanto, Palazuelos y dos oficiales más, despachando juntos y aprisa un ligero tente-en-pie, me hicieron una descripción sintética de las bravas acciones que franquearon el paso hacia la ría de Bilbao. Contáronme la muerte de Andéchaga y el audaz movimiento del Marqués del Duero por la cumbre de Las Muñecas, que envolvió al enemigo atacándole de flanco hasta ponerle en dispersión presurosa.
Según el relato de aquellos amigos, las pérdidas nuestras habían sido dolorosas. Mucho más lo fueron las de los carlistas. Los cadáveres eran como jalones que marcaban el paso de la Historia en aquellos trágicos días... Amaneció el 1.º de Mayo, día feliz en concepto de los liberales. Colocado yo en un altozano próximo al lugar de Cabreces, viendo a nuestro Ejército en el término de aquella jornada truculenta, lancé al aire vago y a los vapores de la tierra ensangrentada pensamientos que si entonces tenían algo de profético, luego se resolvieron en una apreciación clara y justa de la hispana vida. Sin duda me inspiraba la Madre, cuyo aliento fecundo penetró en mi cerebro; sin duda la Madre augusta me sugirió después el criterio clarísimo con que, andando el tiempo, he podido juzgar los sucesos que entonces vi... Escribo estas líneas cuando el paso de los años y de provechosas experiencias me ha dado toda la claridad necesaria para iluminar el 2 de Mayo de 1874.
Ved aquí lo que pensaba y pienso: liberales y carlistas se desgarraron cruel y despiadadamente por dos ideales que luego han venido a ser uno solo. ¿Cabe mayor imbecilidad de una parte y otra? Los liberales derramaban a torrentes su sangre y la sangre enemiga sin sospechar que entronizaban lo mismo que querían combatir. Los carlistas se dejaban matar estoicamente, ignorando que sus ideas, derrotadas en aquella memorable fecha, reverdecerían luego con más fuerza de la que ellos, aun victoriosos, les hubieran dado.
El 2 de Mayo, la suerte me deparó el honor de acompañar al General Concha cuando en un vaporcito entró por la ría de Bilbao hasta llegar al casco de la ciudad, recién liberada de un sofocante asedio. No puedo describir el júbilo del vecindario. Era una locura, un delirio. Las aclamaciones abrasaban el aire, infundiendo en las almas el fuego de una nueva vida. Bilbao creía que inauguraba una era de grandeza nacional, de cultura, de emancipación del pensamiento, de todo cuanto podían dar de sí la pujanza mental y la nativa riqueza de aquel pueblo. Al recordar hoy los sublimes momentos de aquel día, ayes de gozo, alaridos de esperanza, me parece que oigo burlona carcajada del Destino. Sí, sí; porque la Restauración primero, la Regencia después, se dieron prisa a importar el jesuitismo y a fomentarlo hasta que se hiciera dueño de la heroica Villa. Con él vino la irrupción frailuna y monjil, gobernó el Papa, y las leyes teñidas de barniz democrático fueron y son una farsa irrisoria.
Los desdichados carlistas, que entonces lloraron su retirada, vinieron luego a instalarse sin rebozo en la ciudad opulenta, y a dar en ella carta de naturaleza a las ideas sombrías que no pudieron imponer con las armas. Pero si el hierro vizcaíno ha servido para forjar las cadenas que cercan la vida de un pueblo llamado a influir derechamente en la reconstrucción de España, también las almas oprimidas recibieron del acero la dureza y temple con que han de romper algún día el asedio moral que les ha puesto la barbarie... Hablando de esto no hace mucho, la excelsa Madre me dijo: «Tito del alma: aquellas peleas que viste el 74 fueron juego y travesuras de chicos mal criados».
Pasados los ruidosos alegrones del 2 y 3 de Mayo en la invicta Villa, me instalé en Portugalete, acomodándome en la propia casa donde se alojaban el Teniente Palazuelos y otros amigos de Saboya y Ciudad Rodrigo. En aquel período de descanso menudearon las comilonas en diferentes sitios próximos a la ría, pues ya se sabe que donde hay bilbaínos no pueden faltar las alegres cuchipandas campestres. En una de éstas me contaron (no respondo de la veracidad) que los Generales afectos a la dominación borbónica propusieron a Concha la proclamación del Príncipe Alfonso, como el mejor entretenimiento para pasar el rato. Mala cara puso el General en Jefe al oír tal despropósito, y aun se dijo que reprendió ásperamente a los que con tanta prisa querían atropellar los acontecimientos...
El 13 de Mayo, bien presente tengo la fecha, emprendimos la marcha... El General Concha, con noble ardimiento, quería llevar la guerra a lo que él llamaba el corazón del carlismo, Navarra... Acompañando a los de Saboyame puse en camino, montado en el trotón que me dio Dorregaray. Mi cabalgadura, con el largo descanso y los buenos piensos, iba tomando trazas de corcel brioso y era la envidia de mis amigos. Éstos, con graciosa burla, le pusieron el nombre de Babieca. Por la misma ruta que yo había traído fuimos con otros muchos Regimientos y Batallones hasta Valmaseda, donde pernoctamos. Al día siguiente recorríamos el Valle de Mena hasta Bercedo y Medina de Pomar.
No describiré los movimientos de la numerosa hueste que llevaba consigo don Manuel de la Concha... Sólo diré que de Medina de Pomar marchamos a Villasante y desde allí seguimos por el Valle de Tobalina, orilla izquierda del Ebro, en dirección de Sobrón. Interpretando mal el pensamiento de nuestro General pensé que nos llevaba a Miranda. Pero no fue así. Desde Puentelarrá fuimos a Salinas de Añana; allí supe que Concha, al frente de una división, había entrado en Orduña, donde impuso un fuerte tributo, volando después la fábrica de pólvora. El 18 de Mayo, se reunieron en Nanclares las diferentes fuerzas de aquel Ejército. El 19 estábamos todos en la capital de Álava.
En los cinco o seis días que pasé en Vitoria ocurrieron acontecimientos históricos de extraordinaria importancia, y me apresuro a referir el que estimo de mayor interés: mi repentino encuentro con la destornillada mujer a quien los Anales de Clíodieron el claro nombre de Chilivistra. Iba yo por la calle de la Zapatería, abstraído en vagos pensamientos, cuando un siseo que no podía confundir con ninguna otra expresión humana me obligó a detenerme. Era ella, ¡Dios!... Hacia mí vino presurosa, alargando los brazos como para estrecharme en ellos. ¿Qué había de hacer yo? Dejarme abrazar, dejarme besuquear, recibiendo en el rostro su saliva y sus lágrimas, y oír estas lastimeras voces entremezcladas de amargor y dulzura:
«¡Ay, Tito de mi vida, lo que habrás sufrido!... Cuéntame... ¿Has estado preso en el campo carlista?... Culpa mía fue tu desgracia... ¡Perdóname!... Muy mal me porté contigo, lo reconozco... ¡Ay; cuando te cuente yo mis infortunios verás a qué pruebas tan duras me ha sometido el Señor!... ¡Oh, qué dicha tenerte a mi lado!... Hace días que no ceso de pedir a la Virgen Santísima me conceda el favor inefable de recobrarte... La Virgen me ha oído... y aquí estás... aquí te tengo... Dime tú ahora: ¿has venido con ese Concha?...».
Los atropellados conceptos de Silvestra no tuvieron fin hasta que accedí a llevarla conmigo, colgada de mi brazo, por las calles curvas de la ciudad vieja. Observé en Chilivistra una desdichada transformación de la persona en lo tocante a la vestimenta y aliño del rostro. Venía mal trajeada, el cabello en desorden, ojerosa, revelando el descuido de las artes de tocador con que acicalar y componer solía su faz bella. Lo primero que me dijo al sosegar su ánimo fue que acababa de salir del convento de las Brígidas, donde había permanecido tres semanas en durísimos ejercicios espirituales, con toda la severidad de ayunos y mortificaciones y el sin fin de rezos que le fueron impuestos por su confesor. La causa de estos rigores me refirió en seguida con la tranquilidad propia de un alma cristiana. Había sufrido tan áspera penitencia para limpiar su alma de los pecados más graves a que nos induce la humana flaqueza.
«¡Ay, Tito adorado! -prosiguió parándose frente a los pórticos de la Colegiata de Santa María-. Entremos en la casa del Altísimo y en ella te contaré... Quiero que seas mi segundo confesor...».
En la cavidad obscura del templo, Silvestra me guiaba como lazarillo, pues mis ojos deslumbrados por la luz solar nada veían. Ella, como rata de iglesia, iba fácilmente de una parte a otra en el recinto tenebroso. Nos sentamos en un lustroso banco bajo el coro. En el fondo de la nave y en alguna capilla distinguí macilentas luces, que con el tintineo de campanillas me indicaron que había misa en algunos altares. Como Chilivistra había oído ya tres, puso más atención en mi persona que en el Santo Sacrificio.
«Te contaré mis ansias -me dijo con susurro-, sin ocultarte los horrendos pecados que me han traído a esta tribulación. Todo lo sabrás. No quiero tener secretos para mi Tito, que es bueno, indulgente, y sabe perdonar... Pues verás: estuve unos días en Durango, otros en Elanchove, donde me ocurrieron cosas que hoy tengo por secundarias y te las contaré después. Vamos a lo principal, vamos a lo gordo. De mi tierra me vine aquí, atraída por la amistad de mis parientes los Baraonas, y al mes de estar en Vitoria haciendo vida de recogimiento y devoción, conocí a un sujeto que dio en acosarme y perseguirme con requerimientos amorosos. En todas las casas conocidas, así los Romarates como los Trapinedos y los Prestameros, me lo encontraba. Es un hombre que ya pasó de la juventud y aún no está en la madurez de la vida, muy pulcro y atildado, de trato finísimo y palabra dulce y sonora, como nacido en el riñón de Castilla, Ávila, patria de Santa Teresa de Jesús».
-Y ese señor tan finústico -dije yo, poco interesado en aquella historia-, ¿será también místico y extático como su paisana?
-No te diré que sea místico -prosiguió Chilivistra-, pero de palabritas devotas y de lindas frases tocantes a la Santa Religión, y aun a la misma Teología, se valió el muy tuno para cortejarme... No te rías... El buen señor estaba desatinado por mi frialdad y resistencia. Me esperaba en la calle, y andando junto a mí, en voz baja me decía cosas... ¡Ay, Tito, qué cosas!... La verdad... tiene el hombre una imaginación, una labia, un modo de expresarse que... vamos... Yo, muerta de vergüenza, callaba y me ponía muy colorada... Una tarde me llevó a la Florida y nos internamos en los paseos más reservados.
-Vaya, mujer, acaba pronto. ¡Tantos rodeos para venir a parar en...!
-Si el hombre se hubiera mantenido en el terreno del amor puro, o como quien dice platónico, menos mal. Pero buscaba el melindre, quería llevarme a la deshonestidad, al desenfreno, a la impureza... Una noche, paseándonos por la Plaza, sentía yo mucha sed porque había comido bacalao asado... Llevome a una Cervecería para que refrescáramos... ¡Ay, perdóneme Dios el mal pensamiento!... Yo creo que aquel hombre me echó en la copa de cerveza una droga endiablada, incitativa ycalórica, que me trastornó por completo.
-En fin, que...
-Sí, hijo, sí... ¡Qué desgracia, ay!... Como él es viudo y vive solo, iba yo a su casa... De este desvarío, que fue sin duda obra del Enemigo Malo, resultó para mí el bochorno que puedes imaginarte... Todo el pueblo se enteró. Los Baraorias, los Trapinedos, los Prestameros, los Romarates... ¡ay!... me dieron de lado... Ahora que conoces mi mal, Tito mío, te diré lo que ha de causarte admiración y espanto. Aquel hombre que me arrastró al pecado con maleficio y artes corruptoras es... ¡asómbrate, Tito!... es el Administrador de Rentas de Vitoria.
Antes que compadecer a Chilivistra sentime inclinado a reírme de su simplicidad. Mi estupor subió de punto cuando me dijo, cambiando el tono patético por el que familiarmente usamos en los negocios: «Comprenderás que con Eulogio Mentirola, que así se llama el asaltador de mi virtud, hablé de tu Delegación Secreta, y más de una vez me dijo que tiene orden de pagar los libramientos y espera que tú vayas a cobrarlos. Ya lo sabes. Si quieres, yo te llevaré a su casa o a su oficina, identificaré tu persona y...».
Para mi sayo me dije: «Esta mujer está loca rematada y lo mejor que puedes hacer, Tito, es poner tierra por medio». Y en alta voz proseguí: «Pero tú, después que el confesor te sacó de ese oprobio y con la penitencia y los ejercicios espirituales en las Brígidas has restaurado tu pureza, ¿vuelves a caer en las garras del espíritu maligno?».
-¡Ay, hijo... si supieras! Él me persigue, me acosa, no me deja vivir... Anhelo ser buena y no puedo... Pero esto acabará, si tú quieres, Titín. Decídete: te presentas a Mentirola, cobras el primer libramiento y yo, aquí donde me ves, estoy dispuesta a ir contigo para tender el anzuelo a Dorregaray... Ya te dije que ése es el primero a quien debes enganchar... En Oñate le tienes: me consta.
Comprendiendo ya que la enajenación mental de la pobre Silvestra no tenía remedio, la compadecí de veras. Díjome que vivía con la familia del Capellán de las Brígidas y que a la mañana siguiente me visitaría en mi hospedaje, fonda de Pallares. Dicho y hecho: estaba yo vistiéndome cuando se metió en mi cuarto, y con lenguaje atropellado y febril, viva expresión de su demencia, repitió la enmarañada historia: el Administrador... el libramiento... los cincuenta mil duros... Oñate... Dorregaray...
Fingiendo pesadumbre le dije: «Hoy no puede ser. Dejémoslo para dentro de unos días. ¿No sabes lo que pasa? Tenemos interceptado el camino de Aránzazu y Oñate. Dorregaray, que ha sustituido a Elío en el mando en jefe del Ejército carlista, ocupa los altos de Arlabán. Hoy saldrán de aquí fuerzas considerables que manda Concha para batir a don Antonio si se atreve a bajar al llano». A esto añadí el socorrido embuste de que tenía que unirme inmediatamente al Cuartel General de Concha: Don Manuel me había llamado con urgencia, y tal y qué sé yo. De esta suerte logré despachar a la pobre mujer, cuyo desconcierto cerebral influía, sin darme cuenta de ello, en mi nada segura imaginación.
Oprimiendo los lomos de mi Babieca, salí con la columna del General Martínez Campos, una de las tres que mandó Concha al reconocimiento de Arlabán. Fuimos hacia Arriaga y Urrúnaga, que los carlistas abandonaron tras un ligero tiroteo. Echagüe se llegó por la izquierda hasta Ulibarri Gamboa. Por el centro, otra columna avanzó hasta Villarreal, al mando de no sé quién. Se vio claramente que Dorregaray no aceptaba la batalla, permaneciendo en las alturas con sus doce batallones. Al día siguiente, cuando regresábamos a Vitoria, hervían en mi pensamiento las consideraciones escépticas que desde la liberación de Bilbao formaban mi criterio sobre aquellas vesánicas campañas.
En las alturas de Arlabán teníamos a Dorregaray, que empezó su carrera en el absolutismo, y después de servir con gloria y provecho en el Ejército liberal, volvió a la liza bajo las banderas de don Carlos. En el llano de Álava, se agolpaban armados hasta los dientes los que compartieron con don Antonio las fatigas de la guerra de África y de las contiendas familiares del liberalismo. Habían sido amigos: lo serían siempre...
Con sutileza de imaginación introducíame yo en el cerebro del de arriba y de los de abajo, y encontraba la percepción de un solo ideal. ¿Qué querían, por qué peleaban? Debajo del emblema de la soberanía nacional en los unos y del absolutismo en el otro, latía sin duda este común pensamiento: establecer aquí un despotismo hipócrita y mansurrón que sometiera la familia hispana al gobierno del patriciado absorbente y caciquil. En esto habían de venir a parar las mareantes idas y venidas de los Ejércitos, que unas veces peleaban con saña y otras se detenían, como esquivando el venir a las manos.
Discurría yo, metido en las entendederas de aquellos hombres, que si por el momento no era lógico el acuerdo entre ellos, no tardaría el tiempo en dar realidad a mis maliciosas conjeturas. Concluirían por hacer paces, reconociéndose grados y honores como en los días de Vergara, y la pobre y asendereada España continuaría su desabrida Historia dedicándose a cambiar de pescuezo a pescuezo, en los diferentes perros, los mismos dorados collares.