XIV

Cediendo a los apremios de Chilivistra, que mostraba impaciencia febril, partimos en el primer tren del día siguiente hacia Logroño y Miranda. Al pasar por Calahorra no olvidó Silvestra sus preces por los santos patronos Emeterio y Celedonio, martirizados en aquella ciudad, y cuyas cabezas fueron hasta Santander navegando por el Ebro, el Mediterráneo y el Océano, en un barco de piedra. En Logroño, acordándose mi amiga de la prisión de su marido, formuló mirando hacia el pueblo este femenil apóstrofe: «¡Ah, pillastre! Más quiero verte vivo que muerto; más atado que suelto por esos mundos, llevándote a mi pobre hijo. Pero espérate un poco que ya te cogeremos, tunante... Te compraríamos por cinco mil duros si no supiéramos que habías de jugártelos en seguida».

Antes de llegar a la estación de Haro, tuvimos una detención de tres horas largas en medio de la vía, sin que nadie supiera por qué. Los viajeros, que entre unos y otros coches discurrían, hablaron de rotura de máquina. Después se dijo que no llegaríamos a Miranda. Un señor que entró en nuestro departamento porque en el suyo había demasiada gente, nos contó que las tropas liberales habían desalojado de La Guardia a los carlistas. Aquel buen señor, regordete, comunicativo y al parecer de ideas avanzadas, dijo después: «Portugalete está en poder de los carlistas. Ya se sabe que don Carlos ha repartido recompensas por ese golpe de suerte: a Dorregaray le ha hecho Teniente General, y a Cástor Andéchaga Mariscal de Campo. ¡Bonito se está poniendo esto! A Bilbao lo tenemos cercado de carcundas. ¡Ay, mundo amargo, yo que tenía que ir allá para mis negocios!... ¿Van ustedes por casualidad a Vizcaya?». Contestele que no por casualidad, sino por obligaciones ineludibles, queríamos ir a Vitoria.

Nuestro desconocido acompañante, llevándose las manos a la cabeza, aseguró que no podría ser sin llevar un salvoconducto del Estado Mayor del malditoTreso, porque los carcas habían levantado la vía desde la Puebla de Arganzón a Nanclares. Repuso a esto Silvestra que si no había tren habría carros o borricos, y que de algún modo llegaríamos, pues nos era indispensable abocarnos con el Administrador de Rentas de la provincia de Álava... Echado un remiendo provisional a la locomotora, prosiguió el tren con marcha perezosa. Hacia las Conchas de Haro se plantó de nuevo como un cojo dolorido de sus débiles piernas. La segunda parada duró hasta el anochecer, y en ella tuvo tiempo el señor regordete para darnos noticia descriptiva y topográfica de la cruel guerra que asolaba el país.

No me detengo a referir los cuentos de aquel buen hombre porque me urge deciros que llegamos a Miranda del Ebro entrada ya la noche, hartos del tren y de su cojera insufrible. En la fonda de Guinea, donde nos albergamos, diéronnos pormenores de la toma de La Guardia. Aunque Moriones llevó consigo bastantes fuerzas para dominar la Rioja Alavesa, aún quedaba en Miranda crecido número de tropas liberales.

A la mañana siguiente, dejando a Chilivistra en el lecho con un leve ataque de anginas, salí a recorrer el pueblo con idea de encontrar entre la oficialidad de los Cuerpos allí estacionados algún amigo que me orientase en la correría fantástica que había emprendido, acompañando a una dolorida señora de buen palmito y un tantico alocada. Tan sólo encontré a un Teniente de Puerto Rico llamado Palazuelos, a quien traté mucho en Madrid, el cual me abrió ruta fácil hacia Vitoria con esta indicación: «Proporciónese usted un carro, amigo mío, y agréguese mañana a la impedimenta de mi batallón, que por orden de Moriones sale para la capital de Álava». Corrí a llevar esta feliz nueva a mi costilla postiza, y me la encontré metida en fervorosos rezos a San Blas abogado de los males de garganta (festividad del 3 de Febrero), con lo cual y unas gargaritas de zumo de limón pensaba curarse totalmente de su angina.

Por abreviar diré que San Blas y el zumo de limón triunfaron en la garganta de Chilivistra, y seguida al pie de la letra la indicación del amigo Palazuelos, al anochecer del 4 nos aposentábamos en la fonda de Quintanilla, en Vitoria... Atormentado por la idea de mi entrevista con el Administrador de Rentas, no pegué los ojos en toda la noche. Silvestra durmió a pierna suelta... En las primeras horas de la mañana me incitó a levantarme con fuertes voces, diciéndome: «Mientras yo me lavo y me arreglo, vete tú a presentar tu libramiento al Administrador de Hacienda... Despáchate, hombre, despáchate... Sacude la pereza. ¿Será preciso que te ayude a vestirte?... Si tuvieras mi genio ya estarías en la calle, atento a tu obligación... ¡Hala, hala, despabílate!... ¡Ay, qué pelmazo, Virgen Santa!... Me desesperas...

Objeté yo que nada adelantaría con ir antes de las horas de oficina. Pero ella, con ademán despótico y voces displicentes, me soltó esta rociada: «Vete pronto, que algún tiempo has de necesitar para saber dónde están esas oficinas. Coge tus papeles y no me vuelvas acá sin traerte el millón de reales».

No pasaré adelante sin daros detallada noticia del carácter complejo de aquella mujer, estudiado por mí a medida que iba observando sus diferentes facetas en el curso del trato íntimo. Era mimosa, blanda y flexible, cuando en ella dominaba el instinto marital, o sea la irresistible necesidad de aproximarse al hombre. Era ferozmente autoritaria, tozuda y de palabra muy agria, cuando imperaba en ella la soberbia. Su misticismo, o insana embriaguez de las devociones supersticiosas, prevalecía tan pronto como se le apagaba el ardor de las borracheras lúbricas.

En su conducta advertí una oscilación isócrona de péndulo: apenas se levantaba un palmo del lodo en que arrastraba su liviandad, emprendía rápido vuelo para subirse a una región de mentirosas estrellas, y de allí caía otra vez al fango. Del mismo modo, los arrebatos de su irritable amor propio alternaban en el curso diario de la vida con su mórbida humildad de fémina caprichosa. Había yo notado que durante semanas enteras comía vorazmente, sucediendo al buen apetito abstinencias de anacoreta. La conocí tierna y amante; la padecí poseída de celos absurdos y de locas envidias. En resumen; llegué a ver en ella una especie de relicario diabólico en el que estaban contenidos los siete pecados capitales.

Salí aquella mañana por las calles de Vitoria en estado de ánimo semejante al de Sancho Panza cuando Don Quijote le envió al Toboso con la carta para Dulcinea. Largo rato divagué movido por una extremada confusión y perplejidad. ¿Presentaría mis documentos al Administrador de Rentas? Sentado en un banco de la Plaza de la Constitución, por hacer tiempo saqué mis papeles, y examinándolos una y otra vez, fijándome en todos sus rasgos y primores de caligrafía, los diputé por buenos, absolutamente fidedignos. Con esta idea me fui como una flecha hacia el edificio donde me dijeron que radicaban el Gobierno civil y la Administración de Hacienda. Pero al llegar a la puerta me sentí detenido por una mano que llamaré invisible y misteriosa. Así son todas las manos que en casos tales atajan a los personajes de novela, lanzados a veloz carrera por un fuerte impulso del corazón. Supersticioso miedo invadió mi alma. Oí la risilla de un diablo maleante y jovial, que a mi parecer salió de las oficinas armado de látigo, más bien zorro para sacudir muebles...

Me retiré, invocando a Mariclío para que de aquella horrible turbación me sacase. Pero por más que la llamé con el pensamiento, y aun con la voz, la Madre augusta no vino en mi auxilio. Decidí al cabo volverme a la fonda, después de dar vueltas y más vueltas por las calles circulares de la parte vieja de la ciudad, sin otro objeto que justificar, con una prudente tardanza, el plan concebido para dar el pego a Chilivistra... Encontré a ésta ya vestida con su hábito negro de los Dolores, en el cual brillaba el emblema de plata: un corazón atravesado por siete lindas espaditas. Advirtiendo en Silvestra el temblor de labio, signo infalible del punto culminante de su soberbia, me anticipé a su interrogación diciéndole con afectada serenidad: «Pues verás, mujer, lo que me ha pasado». Y ella, con seca voz airada, balbució estas palabras: «Acaba pronto, majadero... ¿Traes el millón?».

Me senté risueño, simulando cansancio para desarrollar mi plan dialéctico, que fui exponiendo poco a poco en esta forma: «Espérate un poco... Verás... Déjame tomar aliento... El señor Administrador es un caballero amabilísimo, pero...». Interrumpiome Silvestra con estas frases cortadas, que tartajosas salían de sus labios: «Amabilísimo, sí... Será un maula... como tú... un perezoso... Te habrá mandado que vuelvas... Esa gentuza de oficina siempre tiene en la boca el vuelva usted... ¿Y cuándo?... ¿Esta tarde?».

-Esta tarde no... Pero no te sofoques, no te precipites. Siéntate y hablaremos -dije yo, viéndola correr y dar vueltas como una pantera enjaulada-. Estas cosas no pueden resolverse de momento. Hay casos excepcionales. Verás. El señor Administrador, que, lo repito, es hombre muy fino, me ha mandado volver dentro de unos días... Ten calma... Sin precisar cuántos días... Es que ha tenido que dar a las tropas de Moriones la paga de Noviembre y parte de la de Diciembre. Ponte en su caso, mujer. Ayer hizo el arqueo, y sólo tiene en Caja diez mil duros.

-¿Y por qué no te los ha dado ese bergante?

-Eres una pólvora. Espérate. Los diez mil duros están en calderilla. ¿Cómo quieres que...?

Largo tiempo invertí en desfogar el encendido temperamento de aquella hembra, que se ponía insufrible cuando le soplaba el viento de la soberbia. Dos medios había para domarla: o apurar mis facultades parlamentarias, con refuerzo de halagos y carantoñas, o coger una estaca y convencerla con razones contundentes. Este sistema radical no lo había empleado nunca. Preferí en aquella ocasión el método de la verbosidad dulzona, y a la media hora de aplicarlo ya estaba la señora como un guante. Díjome que después de almorzar haría sus visitas a las familias de Vitoria con quienes tenía conocimiento y amistad. Los Baraonas eran los primeros a quienes pensaba visitar, porque con ellos uníanla estrechos lazos de parentesco. Después se vería con los Trapinedos, Prestameros y Romarates. De todas estas familias, que eran fieles fanáticas del Dios, Patria y Rey, esperaba obtener salvoconductos para penetrar sin riesgo en el campo carlista. Cuando comíamos me dijo que, por decoro y honestidad, no era prudente que yo figurase como su acompañante. Pareciome muy sensata esta precaución y le manifesté que si sus amistades y parentela le pagaban la visita, yo me ocultaría discretamente.

Al disponer por la noche nuestra partida en dirección a Durango, itinerario marcado por la terca vizcaína, ésta se rebelaba contra la idea de dejar en Vitoria los diez mil duros, y en su desvarío llegó a proponerme que cargáramos con la calderilla, aunque para ello tuviéramos que alquilar cuantos carros fueran menester. Con nuevo gasto de saliva la disuadí de aquel disparate, asegurándole que con mis libramientos en regla bastaba para reducir a los cabecillas más inaccesibles al soborno.

En un mal carricoche, que alquilamos pagándolo muy bien, partimos de madrugada por el camino real de Peña de Amboto y Ochandiano. Invertimos casi todo el día en llegar a este último pueblo por entorpecimientos de la carretera y por los sobresaltos que nos causaron algunas partidas volantes, de las que logramos zafarnos gracias a los salvoconductos de que se pertrechó en Vitoria la tozuda señora que me llevaba de rodrigón o escudero.

En las agrias cuestas de la divisoria tuvimos que aplicar a nuestro desvencijado carruaje la tracción de una pareja de bueyes. En otras partes del camino, los deterioros causados por el temporal de lluvias nos obligaron a recorrer a pie largos trayectos. Estos desavíos, y el hambre que nos extenuaba por habérsenos olvidado la canasta de provisiones, moviéronnos a guarecernos en la posada de Ochandiano para comer tranquilamente y pasar la noche. Gozosos entramos a disfrutar del abrigo de aquella casa, donde además de comodidades tuvimos agasajo y cariño. La patrona, que era una mujer fresca, guapa y de gigantescas hechuras, nos trató desde el primer momento con afabilidad campechana. Apenas cruzados los primeros saludos entre la dueña del parador y Chilivistra, lanzáronse ambas a parlotear alegremente en lengua vasca, dejándome casi a obscuras de cuanto decían.

La cena fue sabrosa, animada y familiar, sentándonos juntos en la misma mesa la patrona con dos hijos suyos de corta edad, Silvestra, dos hombrachos de boina blanca con insignias, de Teniente el uno de Capitán el otro, y un servidor de ustedes. La posadera, cuyo asiento estaba frontero al mío, blasonaba de persona cortés, dirigiéndome frases en castellano macarrónico para indemnizarme del tedio que me producía el asistir en silencio a una conversación en vascuence. «Esta señora -me dijo mi dama- se llama Polonia Zuazu y es sobrina carnal de nuestro amigo el cura Choribiqueta. Según ella, estás aburrido porque hablamos una lengua que no entiendes, y yo le digo que no debemos hablar castellano para que te acostumbres al son del habla nuestra y vayas aprendiéndola».

No refiero pormenores de aquella cena ni del franco regocijo que en ella reinó, porque anhelo pasar rápidamente a otro pasaje más interesante. Encendida la vela hospederil en candelero de cobre, Polonia nos guió a la habitación que nos destinaba. Apenas encerrados en ella, vi que mi compañera frente a mí se engallaba con ojos fulgurantes, y el temblor de labio inseparable de sus accesos de ira. Absorto quedé al oír este absurdo despropósito:

«Ya he sentido... bien segura estoy... que por debajo de la mesa... le pisabas el pie a Polonia... No lo niegues: tengo yo mucho pesquis para estas cosas... Y ella, la muy puerca, se dejaba caer pisándote a ti... Es claro como el agua... No se me han escapado tampoco las miraditas que cruzabais ella y tú».

Grave y firme rechacé la indigna suposición de Silvestra. Pero ella, más enfoguetada en su imaginaria celera, prosiguió de este modo, agriando la voz y sacudiendo mi brazo:

«La gran bribona me dijo que eres muy guapo... Creerás tú que yo no entiendo de estas cosas... Claro: como soy santita no sé nada del mundo... Te equivocas, sinvergüenza... Yo sé muy bien que las gigantonas gustan de los enanitos... y los chiquitines de las marimachos... Puedes irte con ella... No temas nada... El marido está lejos: sirve como tambor mayor en el 6.º de Navarra».

De toda mi serenidad y paciencia tuve que valerme para refrenar la cólera. Cuantos argumentos me sugería la razón no bastaban para desvanecer el ridículo supuesto de aquella hembra desconcertada. Llegué a pensar que todo era invención caprichosa, histérica, para mortificarme. Por fin, con rotunda frase corté la disputa. Ordené a Silvestra que se acostara, y le dije que yo haría lo mismo, aplazando la cuestión para el día siguiente. Por fortuna teníamos camas separadas. Chilivistrase desnudó aprisa, esparciendo su ropa por el cuarto, y se metió en el lecho. Yo también me acosté.

Pero no pude disfrutar ni un momento de calma porque la furiosa mujer me atormentó con fingidos lloriqueos, y con estos lastimeros reproches: «Podías hacerte cargo, hombre desvanecido y sin seso, de que por culpa tuya estoy yo en pecado mortal. Esto es tan verdad como Dios es mi padre. Yo vivía en santa ignorancia de ciertos desvaríos, y tú has venido con seducciones infernales a manchar mi conciencia. ¡Ay Virgen mía! ¿Quién me había de decir que yo pasaría del estado angélico al estado de condenación por las artes de este pillete vicioso, sin ley ni Dios?».

Callado escuchaba yo tales desatinos, y mordiendo la sábana para no disparatarme en denuestos contra Silvestra, me decía: «A esta loquinaria le rompo yo un hueso antes que amanezca, y si logro contenerme, mañana la dejo plantada, aquí o donde me parezca mejor». Furiosa Chilivistra porque yo no quería contestar a sus invectivas, me tiró una bota que vino a dar en mi frente. Más benigno que ella, contesté a su disparo tirándole una almohada. No acabó aquí el bombardeo. Viendo caer sobre mí la otra bota de ella, le arrojé yo las dos mías, a lo que contestó la plaza enemiga lanzándome un vaso de agua que tenía en la mesa de noche.

Ya no pude aguantar más. Me levanté. Vistiéndome con calma vi que Silvestra se volvía de cara a la pared y se arrebujaba en las sábanas, como para prevenirse contra el vapuleo que merecía.