De Cartago a Sagunto/XII
XII
Yo también me reí viéndola con el atrezo y decorado de las hechiceras de comedia de magia. «Esto, en verdad -me dijo-, no es para tomarlo a guasa, porque gano el dinero a espuertas... Ya puedes retirarte por el foro: es la hora que he fijado para la entrada del público... Mi parroquia es la Humanidad que, como sabes, fue siempre tonta de remate». Respondile que haría mutis inmediatamente, pues mi visita no tenía más objeto que ver a Fructuoso Manrique. ¿Estaba o no estaba en casa? Me indicóGraziella una puerta cercana, diciendo: «Por ahí pasas a mi alcoba, y de ésta a otro aposento donde encontrarás a Manriquito tumbado en un sofá de Vitoria. Ha pasado toda la noche fuera y está rendido de cansancio. Él también desea mucho verte. Ya te dirá...».
Momentos después había logrado despertar a Fructuoso, y platicábamos de diversas cosas interesantes. Lo primero que me dijo fue que había pasado la noche con Montero, en el domicilio de éste, y que ambos estaban inquietos. Sentían cerca de sí el acecho policíaco como fugitivos del Cantón. Se tranquilizó al saber mi amistad con un inspector de la secreta, Serafín de San José, a quien yo había colocado tiempo atrás de guardia de Orden Público. Aquella misma tarde procuraría verle, seguro de tener a dicho individuo a nuestra completa devoción... El coloquio fue rodando por modo natural hacia los incidentes que precedieron a la caída de Cartagena en poder de los Centralistas. A este propósito, me refirió Manrique lo que a la letra copio:
«La defección del castillo de Atalaya, que está, como recordarás, en un monte que domina el Arsenal, fue el principio del fin. Guarnecían aquella posición fuerzas de Iberia y de Movilizados. A estos últimos los mandaba un tal Joaquín Pagán, El Enlosador, y a los primeros un teniente llamado Ibarra. Según me dijo Cárceles, al Gobernador de la fortaleza le ofrecieron los Centralistas diez mil duros. De esto no puedo dar fe. Lo indubitable es que Ibarra y El Enlosador estaban en el ajo. Lo es también que un paisano, vecino de Quitapellejos, se presentó en el Cuartel general de López Domínguez con el cuento de que los de Atalaya se hallaban muertos de fatiga y de hambre, y que acaso se rendirían si se les aseguraba que no serían fusilados. Contestó el General en Jefe que concedería indulto a los paisanos, que a los militares los pondría a disposición del Gobierno, y a los confinados los encerraría de nuevo en el Presidio. Exceptuaba de la gracia de indulto a todos los que pertenecieran o hubieran pertenecido a las llamadas Juntas Supremas del Cantón».
-Por algo que me dijo Montero, la rendición fue inmediata.
-No, no: espérate un poco. El 9 de Enero hubo un fuego vivísimo entre los Centralistas y la Plaza. Sólo Atalaya permaneció inactivo y no fue tampoco hostilizado... El día 10, el Coronel Sánchez Mira y el Brigadier Carmona celebraron una conferencia con los jefes del castillo de Atalaya. A las ocho de la noche se reunían en una casa de campo situada entre la fortaleza y las avanzadas del Ejército sitiador, y poco después estaba concertada la entrega del castillo para las once y media de aquella misma noche, no pidiendo los que se rendían más que el indultoy algún socorro en metálico.
Al llegar a este punto, oímos ruidillo de disputa en la puerta de la casa. Creyendo escuchar una voz conocida corrí a satisfacer mi curiosidad, y cuál no sería mi sorpresa al encararme con Celestina Tirado que, actuando de portera en la consulta de quiromancia, trataba de poner orden en el numeroso público, y alinearlo para formar cola. No se hizo de nuevas al verme, y con su habitual socarronería me dijo: «Si el caballero Tito viene también a que le adivinen, póngase en la cola... Hay señoras principales en la consulta».
-No haré cola, señora doña Celestina -le dije muy quedamente-, si usted me da razón de las damas ilustres que están dentro. Oigo aquí unas vocecitas que... o yo estoy loco o son de personas que conozco muy bien.
Cautelosa y discreta me llevó la Tirado a las habitaciones interiores, dejándome donde podía curiosear a mi sabor. Por una pequeña abertura de la puerta del consultorio mágico vi a Delfina Gay y a Chilivistra, que aguardaban el oráculo del cuervo y el búho, y el manejo de cartomancias que la pícara Graziella se traía. Visto esto, me volví de puntillas junto a Fructuoso, el cual prosiguió su relato de esta manera:
«El castillo de Atalaya se rindió, y fue inútil la arriesgada tentativa de Gálvez para recuperarlo. Como nota cómica de aquel indigno pasteleo te contaré que el Gobernador de la fortaleza vendida a López Domínguez, cuando le preguntó éste qué deseaba además del indulto y de los pocos miles de reales con que había gratificado su infame traición, contestó que deseaba le nombraran... ¿qué dirás?... ¡Administrador del Matadero de Cartagena!
»Sigo mi cuento: al anochecer del 11 de Enero se presentó al General en Jefe de los Centralistas una Comisión de la Cruz Roja, pidiéndole la suspensión de hostilidades, y asegurándole que si era generoso con los vencidos tal vez se conseguiría la capitulación de la Plaza. López Domínguez contestó ofreciendo indulto para los que se rindieran. De esta gracia quedaban exceptuados todos los individuos de la Junta Soberana, sin perjuicio de recomendarlos a la benevolencia del Gobierno.
»Dio de plazo el General hasta las doce del siguiente día para la entrega de Cartagena, ordenando a su Artillería suspender el fuego. Luego se prorrogó el armisticio hasta las ocho de la mañana del 13. Volvieron los de la Cruz Roja, con unos individuos que se atribuían la representación del Ejército y de los Voluntarios Cantonales. Presentaron a López Domínguez unas bases de Capitulación, que el General rechazó indignado. Siguieron los tratos hasta primeras horas del día 13. López Domínguez dijo que la Plaza tenía forzosamente que rendirse a discreción, y que si se obstinaba en lo contrario la tomaría por asalto, haciendo un duro escarmiento en los que intentasen una resistencia inútil.
»La fiereza que en la mañana del 13 se manifestó en la Junta Soberana y en todos los defensores de la idea cantonal, se fue trocando en resignación estoica. Algunos querían rendirse, distinguiéndose en esta actitud los militares; otros proponían furiosos seguir el ejemplo de Numancia y Sagunto. Por sostener la no rendición hubo algún conato de asesinar a Gálvez, y sus amigos tuvieron que llevarle casi a la fuerza a bordo de la Numancia».
-No se puede negar -observé yo- que López Domínguez ha sabido hacerse superior a la menguada fuerza de que disponía, y que sirvió lealmente a la infantil, inestable República.
-Es verdad -afirmó Fructuoso-. Sigamos y acabemos. Llego al momento más dramático y bello del Cantón Murciano, tan infantil e inestable como la República Nacional de la que intentó desprenderse. La Junta Soberana de Cartagena, los jefes de Voluntarios Cantonales y muchos de éstos, además de los penados, no queriendo aceptar un perdón que jamás solicitaran, resolvieron abandonar la Plaza con sus mujeres e hijos, embarcándose en la Numancia. Eran en total unos mil quinientos. Confieso que no tuve valor para compartir la suerte de los que se lanzaron con arrojo temerario al inmenso riesgo de la salida.
»Fuera esperaba la escuadra Centralista, compuesta de cinco fragatas, entre ellas dos blindadas y otros barcos de guerra. Con los ojos llenos de lágrimas me despedí de Manolo Cárceles, Gálvez, Contreras y demás amigos, confundiendo en mis expresiones el sentimiento de mi cobardía y el dolor de ver partir a tanta gente animosa que ponía la honra sobre la vida y la expatriación sobre la libertad... A las cuatro y media de la tarde, mientras entraban en Cartagena parte de las tropas sitiadoras y el General López Pintos se posesionaba del castillo de San Julián, abandonado por su guarnición, levó anclas la nave intrépida que consignó la última página del Cantón Cartaginés. Desdicha fue para éste que su postrer aliento sea el más interesante y hermoso en la Historia de aquella turbulenta República».
-Me han contado que en la boca del puerto embarrancó la fragata.
-Tocó ligeramente en el fondo con la proa; pero dio máquina atrás, y con auxilio de un vapor se franqueó prontamente, saliendo mar afuera. Desde el Empalmador Grande presencié la salida, imponente, grandiosa, en medio de las aclamaciones de los que iban a bordo y del griterío de los que quedábamos en tierra... ¡Viva el Cantón! ¡Viva Cartagena! ¡Antes morir luchando que capitular!... Claramente divisé el fez rojo del Comodoro Colau, que sobre el puente gobernaba el buque en la descomunal hazaña de la escapatoria.
»Al pasar de Escombreras, vieron los de la Numancia la escuadra Centralista formada en línea para cerrarle el paso. ¡Momento tan bello que rayaba en lo sublime! Los barcos de Chicarro rompieron un fuego horroroso contra la fugitiva... Colau dio avante toda máquina, y viró rápidamente pasando como un rayo por entre la Carmen y la Zaragoza, contra las cuales disparó sus dos andanadas. Instantes después, la Numancia, con veloz carrera, apagadas las luces, se perdió en el horizonte...
»Era la tarde fría, lluviosa y tristísima. El único consuelo de los que permanecimos en tierra fue considerar los palmos de narices con que se quedaron Chicarro y los suyos. Aún no habían vuelto de su asombro, cuando la fragata que realizó el éxodo de los Cantonales al África estaba ya en Orán.
»¡Adiós Cantón! ¡Adiós República ingenua y romántica, que a la Historia diste más amenidad que altos y fecundos ejemplos! Tu existencia duró seis meses y dos días...».
Un rato se nos fue en inciertos cálculos sobre lo que hubiera podido pasar en Orán a la llegada de la fragata. ¿Qué habría hecho el Gobierno francés con los cabecillas, qué con los presidiarios?... Divagando estábamos cuando llegó David Montero, en quien advertimos mayor recelo de los corchetes, que ya descaradamente le seguían los pasos. Para sosegar a mis amigos salí a la busca de mi fiel esbirro Serafín de San José, y no encontrándole en el Gobierno civil, me vi forzado a personarme en la tienda de su esposa doña Cabeza (Concepción Jerónima). Ya era yo sabedor de que se había restablecido felizmente la coyuntura matrimonial.
Mi entrada en la tienda fue un éxito ruidoso, que casi trascendió a la calle. Los dependientes me abrazaron, colmándome de felicitaciones, y al punto bajó la rozagante doña Cabeza Ventosa de San José, quien, al estrecharme ambas manos cariñosamente, se puso muy colorada de la retozona emoción que al verme sentía. De boca de ella oí también plácemes y albricias. Preguntando yo la razón de tales extremos, la tendera me dijo: «Ya nos enteró don Francisco Bringas de que la rendición de Cartagena no fue debida al cañoneo y artes guerreras de López Domínguez, sino a la diplomacia de don Tito, que tiene en la cabeza todo el talento de Dios». El dependiente principal agregó con petulancia: «Don Plácido Estupiñá supo de buena tinta, y así nos lo comunicó, que el General Pavía quiso hacerle a usted Ministro, pero que usted declinó esa honra con su habitual modestia. Yo digo que ello será en la primera crisis que haiga».
Como comprenderéis, lectores tan guasones como el que esto escribe, yo dejé correr la bola, y afectando mucha prisa manifesté a la señora la urgencia de hablar con su amante esposo. Por inmediatas referencias de ella me enteré de que Serafín se había reformado; parecía otro hombre, y al ascender a su actual posición su conducta y su porte eran de un perfecto caballero. En tono reservado me dijo la que fue tiempo atrás alivio de mis escaseces: «Como marido cumple, pero es tan Juan Lanas como siempre».
En esto entró el ínclito San José; nos abrazamos, prodigándonos recíprocas expresiones de cariño. Subimos al entresuelo, y reunidos los tres, platicamos sobre el asunto que motivaba mi visita. Total, que Serafín se prestó a ir conmigo a la calle de San Leonardo para devolver la calma a mis amigos los emigrados de Cartagena.
«Ya sé -me dijo por el camino el complaciente policía-, ya sé que el Gobierno le ha nombrado a usted Delegado Secreto con el fin de trabajar la rendición de los carlistas, que nos están haciendo la santísima. Me consta que el Zabala pone a disposición de usted trescientos mil duros que ha de emplear paulativamente, según se tercie, en el soborno de los cabecillas que se quieran vender, y para mí que todos morderán el queso. No hay hombre que pueda igualarse a usted en este fregado por su talento macho, su agudeza y el meneo de los palillos en el juego de convencer a la gente, por la buena cuando no por la mala. Como verá, estoy bien enterado: seis millones de reales y manos libres para contratar paces con los carlistas, como lo hizo tan limpiamente con los Cantonales, mediante conquibus. No ignoro tampoco que de aquí a Julio tiene usted que dar por finiquita esta comisión. Seis meses y cincuenta mil duros cada mes. ¿No es eso?».
A mi regocijada clientela no le ocultaré que también dejé correr esta bola, a pesar de su descomunal magnitud. Cuando Serafín me propuso que le llevara de auxiliar o secretario, le dije que ya pensaría en ello, y tal y qué sé yo; pero que mayormente necesitaba un buen tesorero y contador, muy experto en la Partida Doble. Pronto llegamos al eminente piso de la calle de San Leonardo, y presentado Serafín a Fructuoso y a Montero, quedamos acordes en la manera de asegurar a mis amigos su omnímoda libertad en la Corte de las Españas. Retirose el bueno de San José, diciéndome que estaba impaciente por tomar aquel mismo día una provechosa lección de Partida Doble. David se fue a ver al armero Calixto Peñuela para que le diese más trabajo, y Manrique salió en requerimiento de sus antiguos camaradas, con idea de ser admitido en la redacción de algún periódico mientras conseguía volver por los trámites de costumbre al servicio de Telégrafos.
Quedeme solo con la hechicera y su ayudanta. Terminada la hora de audiencia, presencié el recuento que hicieron de las ganancias de aquel día. Luego las vi comer en el propio local donde tenían su consultorio de adivinaciones. Apagaron las velas, sentáronse ambas a la turquesca, el cuervo por un lado, el búho por otro, y con buen apetito aplicáronse a devorar un oloroso guiso de carne y patatas y otros condumios que les servía una criada algo gibosa, sin que faltaran las ricas uvas de cuelga y el confortante Valdepeñas.
Celestina Tirado, que vestía falda y pañuelo al estilo gitano, me contó que los dineros heredados del cura don Hilario se le habían ido entre los dedos, porque se metió a fiadora y la desplumaron bonitamente, dejándola por puertas. Desesperada y sin arrimo se acogió a la sabia Graziella, con quien se apañaba muy bien para hacer juntas el oficio de brujas, granjería de mucho provecho en los reinos de España, según ella había probado y visto por sus ojos más de una vez.
Graciella, sin abandonar su traje moruno, se había recostado en la alfombra después de la comida para fumar un cigarrillo, acariciando el suave plumaje del búho, y en esta postura me dijo: «Más que de Brujería debemos hablar de Ocultismo, que es ciencia flamante, muy bonita, y yo sé de ella más que saben de Teología y Derecho Romano los doctores de Salamanca. Por dominar esa ciencia heme dado buenos atracones de lengua caldea, pues habéis de saber que de los caldeos y egipcios ha venido esta divina monserga. Yo le digo a Celestina que no necesitamos untarnos para salir por esos aires montadas en escobas y llegarnos pian pianino al cerro Zugarramurdi, donde nos espera el Gran Cabróncon toda su Corte de rabo y pezuña. Ésos son cuentos viejos que ya están mandados recoger. Yo me voy de aquí a los antípodas, o un poquito más allá si quiero, con sólo echar unas palabritas caldeas sobre el humo de un braserillo en que pongo a quemar la muela del juicio de un ahorcado que haya sido viudo tres veces y dos vértebras de una urraca muerta en estado de virginidad. Yo me desentiendo del Cabrío, que ya está jubilado por viejo, y me pongo debajo del patrocinio de Astarté, diosa de aquellos infiernos que sostienen buenas relaciones con la Humanidad».
-Pues aquí me tienes -dijo Celestina-, deseando meterme hasta las cachas en la devoción de esa diosa Trastera, y hoy empiezo a rezarle padrenuestros y avemarías para que me tome en su gracia.
La profesora de Ocultismo me dio a renglón seguido prueba magnánima de su confianza y del interés que se tomaba por mí. He aquí sus palabras: «Hoy han estado en la consulta dos señoras amigas tuyas. La Delfina quería cerciorarse de la fidelidad de un lindo coadjutor de San Sebastián, con quien cambió promesas de cariño místico y rigurosamente honesto. El dicho coadjutor se fue a Valladolid, donde al parecer se halla en coqueteos igualmente místicos, puros y honestos, con otra dama que allá tiene el negocio de ataúdes, según le han dicho a tu amiga en un anónimo. La señora que por el habla me pareció vizcaína está dislocada por ti, y anhela saber si puede contar con tu amor y tu lealtad en un largo viaje que emprender quiere contigo. Yo les hice un horóscopo con todas las de la ley, y ambas se fueron muy satisfechas. La tuya llevó la seguridad de que estás enamoradísimo de ella y de que la seguirás hasta el fin del mundo. La otra va dispuesta a cambiar de coadjutor, pues en Madrid tiene donde escoger». Último detalle de esta referencia fue que la vizcaína le había pagado en plata y Delfina Gay en calderilla.
Salí de aquella casa con mi espíritu en rotación vertiginosa. Bajando la escalera creí que brincaban delante de mí negros animalejos con saltos de batracio. Los peldaños vetustos de la casa de don Hilario gemían bajo mis pies articulando frases que no entendí: sin duda me hablaban en idioma caldeo. El fresco de la calle no despejó mi alocado entendimiento. Éste se escapaba de la realidad, lanzándose con avidez jubilosa a navegar por el insondable océano ultraterreno. Cerca ya de mi casa, me parecían vanas y mentirosas las imágenes de los transeúntes que mis ojos veían en derredor. Añadiré que aquel estado mental, sin duda de carácter patológico, me transportaba suavemente a las penumbras de un delicioso éxtasis. ¡Qué gusto mecerme en el vacío y subirme a las estrellas, después de dar un puntapié al sólido asiento de la razón!
Lo primero que hice al entrar en la vivienda patronil fue interrogar capciosamente a Chilivistra, para cerciorarme de su visita al sotabanco de las artes mágicas. ¡Grande sorpresa y mayor confusión mía! O la vizcaína disimulaba con extrema sutileza, o la sesión de Cartomancia y Brujería fue hechura quimérica de mis sentidos, sacados de su orden natural por el influjo hermético de aquellas mujeres diabólicas. Creció mi asombro cuando Silvestra me soltó estas despampanantes revelaciones: «No por cábalas y sortilegios, que son pecado mortal, sino por confidencias que acaba de hacer al señor Ido del Sagrario un noble caballero de la Italia o de Palerma, que se llama, bien recuerdo el nombre, don Jenaro Bocadeángel, sé que ha tenido usted amores con una bestia hermosa, que ahora está estudiando para señora fina y aristocrática. Daranle título de Duquesa de Mula».
Rompió después Chilivistra en un reír histérico. Yo me puse muy serio ante aquel brusco retroceso a la realidad... En el resto de la tarde y a prima noche, logré con artificios de lenguaje, mezclando a las patrañas la verdad, llevar el sosiego al ánimo de mi amiga. Sin jactancia os aseguro que tuve un éxito de los más grandes de mi vida enamoradiza y donjuanesca. La severidad de Chilivistra se descuajaba y desleía como un témpano de hielo rodeado de llamas... Sus resquemores contra Leonaquedaron reducidos a una infantil celera por aventuras retrospectivas en que ninguna parte tuvo el corazón de Proteo Liviano. Mi personalidad se creció a sus ojos, y echando el resto de mi táctica seductora, la dejé totalmente sumisa, tierna y acaramelada.
Aquella noche nos tuteamos por primera vez.
Y cuando nos entregábamos al descanso encadenó mi albedrío con un emplazamiento perentorio: «¿Vendrás resueltamente conmigo en el viaje que debo emprender para rescatar al hijo inocente del poder de un padre loco?».
Mi contestación fue categórica y rotunda: «Al fin del mundo iré contigo. No me arredran peligros ni distancias. Pasaremos si es preciso del mundo real al mundo quimérico, que es la región de la verdad eterna».