III

Subime a Galeras para ver la función, que por las trazas había de ser imponente, aunque ninguna de las dos escuadras era digna de tal nombre, pues cada una contaba tan sólo con un barco de combate. En realidad, el duelo se entablaba entre la Numancia y la Vitoria. Los demás buques eran unas respetables potadas que no servían más que para hacer bulto. Ni con ayuda de los buenos catalejos del castillo pude ver gran cosa; pero como el cartero Sáez y algunos de los Voluntarios y soldados de la fortaleza tenían ojos de águila, con lo que ellos me contaron y lo poco que yo pude distinguir aderezo mi relato en la siguiente forma:

Eran las doce próximamente cuando la Numancia se separó más de una milla de sus inválidas compañeras, y a toda máquina se coló en medio de los barcos centralistas. Luchó sola contra los buques de Lobo, que la rodearon disparando sobre ella todos sus cañones. Mas era tal la pujanza de la fragata, cuyo nombre se inmortalizó en la guerra del Pacífico, que salió ilesa de aquella embestida temeraria. Hizo nutrido fuego con sus baterías de babor y estribor, y rompiendo el cerco viró con rapidez, sin cesar en sus disparos.

Llegaron después al combate las apreciables carracas Méndez Núñezy Tetuán, y la Vitoria dispuso sus garfios de abordaje intentando hacerse con la más próxima, que era la segunda. Ésta disparó sus andanadas con brío, causando algún estrago en la cubierta de la Vitoria, la cual, teniendo que acudir en auxilio de sus compañeras centralistas a las que seguía cañoneando la Numancia, no pudo realizar el abordaje ni hacer cosa de provecho. El vapor-goleta Cádiz izó bandera de parlamento cuando uno de sus tambores fue destrozado por los disparos de la Numancia. La Carmen y la Navas de Tolosa sufrieron bastantes averías, y como por nuestra parte la Tetuán y la Méndez Núñezhabían agotado sus escasas fuerzas, quedó concluso el combate poco después de las dos de la tarde. Los barcos cantonales pusieron proa a Cartago Espartaria, y Lobo se retiró mar afuera.

Se me olvidó decir, para terminar la descripción de aquel Lepanto en zapatillas, que a bordo de la Numancia iba el General Contreras, y en las demás naves del Cantón varios individuos de la Junta Soberana. Desde Galeras vi que al llegar al puerto los combatientes se les hacía un recibimiento loco, con gran algazara de vítores, aplausos y otras demostraciones, cual si volvieran de un Trafalgar al revés trayendo la cabeza de Nelson. Estos ruidos de la pasión local y del entusiasmo sectario son la música inevitable que ameniza nuestras civiles contiendas por un sí o por un no... Luego supe que los cantonales traían cinco muertos, entre ellos don Miguel Moya, vocal de la Junta Suprema o Soberana.

En el tiempo que estuve en el castillo de Galeras hice amistad con un hombre muy avispado, cuyos ojos suplieron a los míos en la visión del lejano combate. Su vista superaba a la de las gaviotas, y todo lo refería como si los objetos se acercasen hasta ponerse a tiro de fusil. El mismo me reveló con donosa franqueza, su condición de presidiario, diciéndome que la condena había sido por diez años, y que sólo le faltaban meses para cumplirla cuando el Cantón le puso en libertad. De las causas que motivaron su encierro no me dijo nada ni osé yo preguntarle. Era de buen talle y agradable presencia, uno de esos hombres de naturaleza tan peregrina que a los sesenta años conservan una dulce jovialidad y el contento de vivir. Sus canas se armonizaban con sus ojos azules de expresión bondadosa, y su palabra era fácil, serena y de perfecto casticismo en la dicción. David Montero, que así se nombraba, había ejercido antes de su delito la profesión de mecánico, dedicado casi exclusivamente a la compostura y arreglo de instrumentos de náutica. Tal era en el Departamento la fama de su habilidad, que tuvo siempre la tienda llena de sextantes, octantes, brújulas, barómetros aneroides, y no faltaban cronómetros, pues era también consumado relojero. Apurábanle sus clientes, y él, infatigable, a duras penas cumplía aumentando las horas de trabajo.

Cuando bajábamos del castillo, David me contó que al entrar en prisiones, otros mecánicos vinieron a suplirle, estableciéndose en Cartagena. Él, en tanto, logró con su buena conducta que el jefe del presidio le consintiera montar un reducido taller en las estancias altas del penal, con lo que alivió la pesadumbre del ocio y la tristeza, granjeándose algunos dineros para mejorar las condiciones materiales de su vida.

Al despedirnos en la Plaza de las Monjas ofreciome su casa, situada en lo más alto de la ciudad, no lejos de la vieja iglesia románica. Díjome que gustaba de vivir lo más cerca del cielo, pues con la libertad le habían entrado aficiones astronómicas. Prometí visitarle para conocer sus nuevos estudios... A poco de separarme de él para ir al Ayuntamiento encontré a Pepe el Empalmao, el cual me dijo que David Montero fue condenado por dar alevosa muerte a su manceba y a una guaja con quien la sorprendió en malos pasos.

El entusiasmo de Cartagena por el primer choque naval continuó con hervor creciente en los días sucesivos. El 14 de Octubre, la Junta Soberana acordó un plan de combate: luchar hasta vencer o quedarse sin un barco, según la espartana frase de la Gaceta del Cantón. En la mañana del 15 salió la escuadra en busca de los barcos de Lobo, que se hallaban a la vista. A retaguardia, en el famoso Despertador, iban el bíblico Roque Barcia y Manolo Cárceles, en representación de la Junta Suprema, para hacer cumplir las disposiciones estratégicas de ésta y resolver sobre cualquier incidencia que ocurriese en el curso de la batalla. Navegaban los buques de combate en correcta línea, y apenas divisaron los barcos centralistas éstos se pusieron en orden conveniente para afrontar la lucha.

Cuando ya estaban los adversarios a tiro de cañón adelantose la Tetuánrompiendo el fuego contra la bárbara Turquía, como dijo Alberto Araus. Apenas recibieron los primeros balazos, las naves centralistas viraron en redondo, poniendo rumbo al Sur en franca retirada. Los cantonales las persiguieron cerca de cuarenta millas hasta perderlas de vista, y regresaron a Cartagena, quedando roto el bloqueo por mar. No hay que decir que cuando entraron en el puerto los que se llamaban vencedores se repitieron las inevitables alharacas y la greguería jubilosa.

Al consignar que a bordo de las naves cantonales iba lo más granado y florido del personal revolucionario, debo decir y digo que el único hombre de mar y de guerra marítima que a mi parecer merecía ser recordado en la Historia era un tal Alberto Colau, contrabandista, hijo de Alicante y tan familiarizado con las aguas mediterráneas y con los peligros del navegar y del combatir, que entre toda la gente llegada de diversas partes a la República Cartagenera no se pudiera encontrar quien le igualase. Le conocí el mismo día 15, a poco de saltar en tierra, y quedé maravillado de su espléndida y arrogante facha. No era menester ciertamente el auxilio de la fantasía para ver en aquel hombre la resurrección del tipo del corsario que en los tiempos de la piratería heroica llenó los anales del mar Interno.

Descollaba Colau entre la muchedumbre por su robusta complexión y lucida estatura, por su curtido rostro y el mirar flamígero de sus ojos negros. Como el azabache eran también sus cabellos crespos, sus cejas pobladas y el bigotazo que perpetuaba la tradición de la moda turquesca. Coronaba su cráneo con el fez rojo, complemento, en cierto modo histórico, de la figura de aquel Barbarroja redivivo. Andando los días se vio un gorro colorado en el puente de la Numancia, de donde vino el atribuir a Contreras el uso de tal prenda. No; el fez no era de Contreras, sino de Colau, y éste, a juicio de un historiador psicólogo, la figura más saliente, pintoresca y castiza del Cantón Cartaginés.

La bravura pirática del arrogante aventurero se llama hoy contrabando, que viene a ser lo mismo con diferencias de tiempo y lugares. En sus faluchos de vela, Colau desafiaba las olas y la persecución de las escampavías del Resguardo. Cuando la astucia no le bastaba y era preciso emplear la violencia, no vacilaba en derramar sangre. Empezadas sus correrías en Gibraltar, se trasladó luego a Orán, donde obtuvo provecho mayor y campo de operaciones más extenso. De la costa argelina nos traía tabaco, licores, telas, quincalla y otras mercancías vigiladas por nuestros aduaneros. A los vistas de acá, unas veces les cerraba los ojos, y otras les rompía la cabeza. Con este ten con ten y un ardor infatigable, hizo Colau en poco tiempo una fortunita y vivía en Orán como un bajá, con su mujer y sus hijos, bien quisto de los franceses y de la colonia española. De él se contaba que nunca se le acercó un necesitado sin que al punto le socorriese, y en la misma Cartagena era el amparador de todas las personas o familias que, perseguidas por el Centralismo, se habían refugiado en la Plaza.

Con la fiereza del continente y rostro de Colau contrastaba la blandura de su trato en la vida social. Era cariñosísimo y a veces hasta pueril. Al estallar la revolución cartagenera se presentó en la Plaza ofreciendo sus servicios a la Junta Revolucionaria, que los aceptó en el acto dándole el mando de la fragata Tetuán, la cual manejó y gobernó desde el primer momento con la misma destreza que solía desplegar en el gobierno y mando de sus faluchos... Pasé una tarde con él y otros amigos en el café de la Marina, charlando de aventuras guerreras en el mar y en la costa. Colau nos refirió terribles episodios de su lucha contra las olas embravecidas en los duros Levantes, que mil veces le pusieron a dos dedos de caer en los profundos abismos. Nos contó también alijos que por su descomunal audacia parecían fabulosos, y peripecias trágicas de sus encontronazos con los aduaneros y demás patulea del Fisco.

A la gentil cortesía de Cárceles debimos aquella tarde el obsequio de jerez y pastelillos, y en la alegría del beber y del charlar suplicamos al contrabandista nos dijese el porqué ostentaba en el ojal de su chaqueta el botoncito rojo de la Legión de Honor. Con modestia ruda evadió Colau la respuesta, queriendo llevar a otros asuntos el vago coloquio. Pero Manolo Cárceles, tan indiscreto en aquel caso como amante de la verdad, nos refirió el hecho heroico que había motivado aquella distinción, empezando por decir que Francia no concede nunca tales honores más que al mérito indudable.

Horroroso temporal de Levante descargó una tarde sobre Orán, con furibundas rachas de viento y olas como montañas, que en pocos minutos destrozaron la escollera del nuevo puerto en construcción. En lo más duro de la borrasca presentose a la vista un trasatlántico francés, que traía de Marsella pasajeros de diferentes clases sociales, y entre ellos gran número de mujeres y niños... Muy apurado venía el barco por los accidentes de una tormentosa travesía, y al querer tomar puerto se le vio a punto de zozobrar, estrellándose contra las peñas o los bloques de la escollera destruida donde reventaban las olas. En el muelle estaba casi todo el vecindario de Orán, con ansiedad y espanto, pues muchas familias tenían seres queridos entre los pasajeros del vapor. Nadie osaba intentar el salvamento, que era poco menos que imposible en condiciones tan aterradoras.

De pronto apareció entre la multitud un hombre... Este hombre era Alberto Colau... que con fuerte y altanera voz dijo así: «¡Cobardes! Si no hay quien me siga yo iré solo a salvar los que pueda. Si alguno me acompaña, mejor». Cuatro o seis marineros se adelantaron, dispuestos a secundar al español en su hazaña. Metiéronse todos en una lancha grande, con vela y remos, y desafiaron impávidos el oleaje furioso. Al cabo de algunos ratos de indecible angustia realizó Colau el primer salvamento. En la segunda tentativa, que fue la más emocionante, se veía desde el muelle la lancha de Colau, a veces balanceándose en la cresta de una ola formidable, a veces precipitándose en la hondonada líquida... Por momentos desapareció...

Creyeron los angustiados espectadores que no volvería; pero volvió, ¡hurra!, trayendo unas señoras lívidas y unos niños llorosos, mojados todos hasta los huesos... Los marineros bogaban con sereno coraje; Colau, en pie, las melenas al aire, llevaba el timón, empuñando la caña con tal fuerza que no le superara el propio Neptuno... El tercer viaje fue más benigno. Las mismas olas parecían inclinarse respetuosas ante la intrepidez de aquellos hombres. Cuando terminó el salvamento y pisaron tierra todos los náufragos del vapor, se produjo una indescriptible escena sentimental: abrazos, besos, exclamaciones, llantos de alegría. Alberto Colau, desentendiéndose de las manifestaciones de cariño y gratitud, tomó con sereno continente el camino de su casa.

«Ahí le tenéis -dijo Cárceles al poner término a su relato-. Ahí tenéis al héroe, ostentando en su pecho la insignia de la Orden de Caballería más acreditada que existe en la Edad Moderna, recompensa de su esforzado ánimo y de su amor a la Humanidad».

-Caballero fui siempre y caballero soy -dijo Colau, contraviniendo discretamente su natural modestia-. La Orden del Contrabando pide arrojo temerario, paciencia en las adversidades, calma y tino cuando sean menester, liberalidad, sangre fría, prendas que entiendo yo son y han sido siempre la mejor gala y adorno del alma de los caballeros.