Dafnis y Cloe
de Longo
traducción de Juan Valera
Libro III


Libro tercero

1. Cuando supieron los de Mitilene la expedición de las diez naves, y, por gente que venía del campo, los robos que habían hecho, no juzgaron decoroso sufrir tal afrenta de los de Metimna y resolvieron mover guerra contra ellos con toda rapidez. Levantaron, pues, tres mil infantes y quinientos caballos; y recelosos de la mar en la estación del invierno, los enviaron por tierra, al mando de su general Hipaso.

2. Este no estragó los campos ni robó ganado ni frutos y enseres de labranza, considerando más propios de bandido que de general tales actos, sino marchó derecho y pronto contra la ciudad de Metimna, esperando sorprenderla con las puertas sin custodia. Ya no distaba de la ciudad más de cien estadios, cuando se presentó un heraldo pidiendo treguas. Los metimneños habían averiguado por los cautivos que los de Mitilene nada sabían de lo ocurrido, y que eran gañanes y pastores los que habían maltratado a los jóvenes, por lo cual reconocían que se habían atrevido con más acritud que prudencia contra la vecina ciudad, y sólo deseaban devolver el botín, tratarse de amigos y comerciar como antes por mar y tierra. Hipaso, aunque tenía plenos poderes para negociar, envió al heraldo a Mitilene, y, acampado a diez estadios de Metimna, aguardó la resolución de sus conciudadanos. A los dos días vino el mensajero con orden de recibir la restitución y de volverse sin causar daño, porque al escoger entre la paz y la guerra, habían hallado la paz más útil.

3. Así terminó la guerra entre Mitilene y Metimna, con fin tan inesperado como el principio. Llegó el invierno, para Dafnis y Cloe más que la guerra crudo. De repente cayó mucha nieve: cubrió los caminos y encerró a los rústicos en sus chozas. Con ímpetu se despeñaban los torrentes; se helaba el agua; parecían muertos los árboles, y no se veía el suelo sino al borde de arroyos y manantiales. Nadie, pues, llevaba a pacer el ganado ni se asomaba a la puerta, sino todos encendían gran candela en el hogar, no bien cantaba el gallo, y ya hilaban lino, ya tejían pelo de cabra, ya tramaban lazos para cazar pájaros. Entonces era menester andar solícitos en dar paja a los bueyes en el tinao, fronda en el aprisco a las cabras y ovejas, y fabuco y bellotas a los cerdos en la pocilga.

4. Con esta forzosa permanencia dentro de casa, se holgaban los demás pastores y labriegos, porque descansaban algo de sus faenas, comían bien y dormían a pierna tendida. Así es que el invierno se les antojaba más dulce que el verano, que el otoño y hasta que la misma primavera. Pero Dafnis y Cloe, retrayendo a la memoria los pasados deleites; cómo se besaban, cómo se abrazaban y cómo merendaban juntos, se pasaban las noches muy afligidos y sin dormir, ansiosos de que volviese la primavera, que era para ellos volver de la muerte a la vida. Cuando por dicha topaban con el zurrón en que habían llevado la merienda, o veían el cantarillo en que habían bebido, o la zampoña, presente amoroso, abandonada ahora, la pena de ambos se acrecentaba. Con fervor pedían a las Ninfas y a Pan que los librase de tantos males, dejando que ellos y su ganado salieran a tomar el sol; pero a par que pedían, buscaban medio de verse. Cloe andaba con terribles vacilaciones y sin saber qué hacer, porque no se apartaba de la que tenía por madre, aprendiendo a cardar lana y a manejar el huso y escuchándola hablar de casamiento; pero Dafnis, con mayor libertad y más ladino también que la muchacha, inventó esta treta para verla.

5. Delante de la vivienda de Dryas, contra la propia pared, había dos grandes arrayanes y una mata de hiedra, tan cerca de los arrayanes el uno del otro, que la hiedra que crecía en medio los ceñía, enredando en ambos sus hojas y largos tallos a modo de parra, y formando gruta de tupida verdura. Por dentro colgaban, como racimos en la vid, muchos y gruesos corimbos. Acudía, pues, allí multitud de pájaros invernizos: mirlos, tordos, palomas zuritas y torcaces, y otros que comen granos de hiedra a falta de mejor alimento. So color de cazar estos pájaros, Dafnis salió de su casa con el zurrón lleno de bollos de miel, y llevando asimismo, para que le dieran más crédito, lazos y liga. Su habitación distaba de la de Cloe cerca de diez estadios, pero la nieve, no bien endurecida, hubiera hecho trabajoso el camino, si no fuese que para Amor todo es llano: fuego, agua y nieve de Escitia.

6. Dafnis, pues, se plantó de una carrera a la puerta de Dryas; sacudió la nieve de los pies, tendió lazos, colocó largas varillas untadas con liga, y se puso en acecho de los pájaros y también de Cloe. En cuanto a los pájaros, acudieron muchos y quedaron presos. No corta tarea tuvo Dafnis en cogerlos, matarlos y desplumarlos. Pero nadie salía de la casa, ni hombre ni mujer, ni gallo ni gallina. Todos, sin duda, estaban dentro, sentados al amor de la lumbre. Dafnis vacilaba; temía haber salido a pájaros con malos auspicios, y no se atrevía, no obstante, a imaginar un pretexto para entrar en la casa, cavilando dónde hallar el más plausible. «Pediré candela. -¿Cómo es eso? ¿No tienes a nadie más cerca a quien pedirla?- Pediré pan. -Tu zurrón está bien provisto-. -Diré que me falta vino. Ha poco que hiciste la vendimia-. -Un lobo me persigue-. -¿Dónde están las huellas de ese lobo?-. -Vine a cazar pájaros-. -Pues vete, ya que los has cazado-. -Quiero ver a Cloe-. -No es fácil declarar esto al padre y a la madre de la muchacha. Más vale callarse. No hay cosa que no excite las sospechas. Me iré. Veré a Cloe esta primavera. No consienten los hados, a lo que barrunto, que yo la vea en invierno.» Así discurría para sí, y recogiendo lo que había cazado, se disponía a partir, cuando, por misericordia de Amor, ocurrió lo que sigue:

7. Estaban -a la mesa Dryas y su familia. Se distribuía la carne, se repartía el pan y el jarro se llenaba de vino, en ocasión de que uno de los perros del ganado, aprovechándose del descuido de los dueños, cogió un pedazo de carne y huyó con él fuera de casa. Irritado Dryas, tanto más que la carne robada era su ración, agarra un palo y corre tras el rastro del perro, como otro perro. En esta persecución, pasa cerca de la hiedra y los arrayanes; ve a Dafnis, que se echaba ya al hombro su presa, resuelto a irse; olvida al punto carne y perro, y exclamando en alta voz: «¡Salud! ¡Oh, hijo mío!», le abraza, le besa, le toma de la mano y le hace que entre en su morada. Poco faltó para que, al verse Dafnis y Cloe, no cayesen ambos al suelo. Procuraron, no obstante, tenerse firmes; se saludaron y se volvieron a besar, y esto casi fue arrimo para no caer ambos.

8. Después que logró Dafnis, contra su esperanza, ver y besar a Cloe, se sentó junto al hogar; puso sobre la mesa las palomas y los mirlos que traía al hombro, y contó que, harto de encierro casero, había salido a coger pájaros, y de qué modo había cogido, ya con lazo, ya con liga, los que venían a picar en la hiedra y en los arrayanes. Los allí presentes alabaron mucho su habilidad y le convidaron a comer de lo que el perro había dejado. Cloe, por orden de sus padres, le escanció la bebida, y con alegre rostro sirvió a los otros primero, y a Dafnis el último, fingiéndose muy enojada de que, habiendo él venido hasta allí, iba a irse sin verla. A pesar del enojo, Cloe, antes de presentar el vaso a Dafnis, bebió un poco, y le dio lo demás. Dafnis, aunque sediento, bebió con lentitud para que durase más y fuese mayor su deleite.

9. Limpia ya la mesa de pan y de carne, y aún sentados a ella, le preguntaron por Mirtale y Lamón, y los declararon felices de tener en su vejez tal apoyo; encomio de que gustó Dafnis en extremo por escucharle Cloe. Rogáronle después que se quedase allí hasta el día siguiente, porque tenían que hacer un sacrificio a Baco, y Dafnis, de puro contento, por poco los adora como si fuesen el dios. A escape sacó de su zurrón cuanto bollo de miel en él traía, y dio a guisar para la cena los pájaros que había cazado. Se llenó de nuevo el jarro de vino; se atizó y encandiló el fuego, y, apenas llegó la noche, se pusieron otra vez a la mesa, donde se divirtieron contando cuentos y entonando canciones, hasta que los ganó el sueño y se fueron a dormir, Cloe con su madre, y Dafnis, con Dryas. Cloe se complació con la idea de volver a ver por la mañana a Dafnis y Dafnis, lleno de satisfacción de dormir con el padre de Cloe, le abrazó y besó muchas veces, soñando que a Cloe abrazaba y besaba.

10. Al amanecer era el frío atroz, y el viento del Norte todo lo helaba. De pie ya la gente, sacrificó a Baco un borrego añal; encendió lumbre y preparó el almuerzo. Mientras Napé amasaba el pan y Dryas guisaba el borrego, Dafnis y Cloe, estando de vagar, salieron de la casa bajo los arrayanes y la hiedra, y, tendiendo lazos otra vez y poniendo liga, pillaron multitud de pájaros. Durante la caza fue aquello un no cesar de besarse, entreverando los besos con pláticas, también sabrosas. -Por ti vine, Cloe-. -Lo sé, Dafnis-. -Por ti mato estos mirlos sin ventura. ¿En qué aprecio me tienes? ¿Te acordaste siempre de mí?-. -¡No me había de acordar! Así me quieran bien las Ninfas, por quienes juré en la gruta, adonde concurriremos apenas se derrita la nieve-. -Pero cuánta hay, ¡oh, Cloe! Yo temo derretirme antes que ella-. -Anímate, Dafnis, el sol calienta ya mucho-. -Ojalá que ardiese con la viva llama en que arde mi corazón-. -Me burlas con lisonjas y luego me engañarás-. -Nunca; por las cabras, por las que quisiste que te lo jurase.

11. Así charlaban, respondiendo Cloe a Dafnis como un eco, cuando los llamó Napé, y ellos entraron con más abundante caza que la víspera. Hicieron luego una libación a Baco, y comieron coronados de hiedra. Llegó, por último, la hora, y no sin cantar antes alegres himnos en loor del dios, despidieron a Dafnis, llenando su zurrón de carne y de pan. Devolviéronle, además, los tordos y las palomas, para que se regalasen comiéndolos Lamón y Mirtale, ya que ellos cazarían más en cuanto durase el invierno y no faltase hiedra para añagaza. Dafnis, al irse, besó primero a los padres, y a Cloe la última, a fin de guardar en toda su pureza el dejo del beso. En adelante volvió Dafnis por allí no pocas veces, valiéndose de otras artimañas, de modo que el invierno no se pasó del todo mal.

12. Apenas renació la primavera, se derritió la nieve, se descubrió el suelo y la hierba retoñó, salieron todos los zagales a apacentar sus ganados, y antes que todos Dafnis y Cloe, como siervos que eran del pastor más poderoso. Lo primero fue correr a la gruta de las Ninfas, luego a Pan y al pino, y, por último, bajo la encina, donde se sentaron, mirando pacer y besándose. Buscaron flores para coronar a las Ninfas, y aunque las flores apenas empezaban a entreabrirse, acariciadas por el céfiro y reanimadas por el sol, hallaron narcisos, violetas, corregüelas y otras vernales primicias. Con estas flores coronaron las imágenes e hicieron ante ellas libaciones de la nueva leche de sus ovejas y sus cabras. Tocaron también la flauta como para competir con los ruiseñores, quienes respondían de entre la enramada, expresando poco a poco el nombre de Itys, cual si tratasen de recordar el canto después de tan largo silencio.

13. Por dondequiera balaba el ganado; los corderillos ya retozaban, ya se inclinaban bajo las madres para chupar el pezón de la ubre, y los moruecos perseguían a las ovejas que aún no habían tenido cría, y cada uno cubría la suya. Las cabras eran también perseguidas por los machos con más lascivos saltos, y los machos reñían por ellas, y cada cual tenía sus cabras, y cuidaba de que no viniera otro y a hurto las gozase. Tales escenas, cuya vista hubiera remozado y enardecido a los helados viejos, enardecían más a estos mozos, llenos de fervor y de brío. Y anhelando hallar, desde hacía tiempo, el fin del Amor, lo que oían los abrasaba, lo que veían los amartelaba, y todo los inducía a buscar algo de más rico y satisfactorio que el beso y el abrazo. Buscábalo singularmente Dafnis, quien por el reposo casero y holganza del invierno estaba rijoso y lucio, y con el beso se emberrenchinaba, y con el abrazo se alborotaba, y al ejecutar las cosas, era ya más curioso y atrevido.

14. Pedía, pues, a Cloe que se prestase a cuanto él quisiera, y que lo de acostarse juntos desnudos fuese por más tiempo que antes, ya que esto era lo que faltaba hacer bien de cuanto les enseñó Filetas, como único remedio para calmar el amor. Cloe le preguntó qué imaginaba él que habría más allá del beso, del abrazo, y hasta del acostarse juntos, y qué resolvía hacer si volvían a la yacija desnudos ambos. -Lo que hacen los moruecos con las ovejas, y con las cabras los machos, contestó él-. -Mira cómo, después de la obra, ni las ovejas huyen ni los carneros se cansan en perseguirlas, sino que pacen quietos y juntos, como satisfechos de un común deleite. Dulce, a lo que entiendo, es la obra, y vence lo amargo de amor-. -¿No reparaste, repuso Cloe, que las ovejas y los carneros, las cabras y sus machos, hacen esas cosas de pie, saltando ellos encima y sosteniéndolos ellas? ¿Para qué, pues, he de tenderme contigo desnuda? ¿No está el ganado más vestido que yo con su pelo y con su lana? Dafnis no pudo menos de convenir en que sí era. Tendiose, no obstante, al lado de Cloe y meditó largo rato, sin atinar con el modo de calmar la vehemencia de su deseo. Hizo después que ella se alzara, y la abrazó por detrás, imitando a los carneritos; pero con esto nada logró, quedando más confuso y echándose a llorar al ver que para tales negocios era más rudo que las bestias.

15. Tenía Dafnis por vecino a un labrador propietario, llamado Cromis, sujeto ya de edad madura, quien había traído de la ciudad a una mujercita, linda, de pocos años, con gustos más delicados y más cuidadosa de su persona que las campesinas. Esta tal, que se llamaba Lycenia, con ver de diario a Dafnis cuando llevaba por la mañana las cabras al pasto, y cuando por la noche las recogía a la majada, entró en codicia de tomarle por amante, engatusándole con regalillos y tan acechona anduvo, que consiguió hablar con él a solas, y le dio una flauta, un panal de miel y un zurrón de piel de venado si bien se avergonzó y vaciló en declararse, conjeturando que él amaba a Cloe, al verle siempre tan empleado en servirla. Al principio, sólo presumió esta inclinación por risas y señas que sorprendió entre ambos; pero luego pretextó con Cromis que iba a visitar a una vecina que estaba de parto; los siguió una mañana; se recató entre zarzas, para que ellos no la viesen, y vio cuanto hicieron, y escuchó cuanto dijeron sin ocultársele siquiera el llanto de Dafnis. Compadecida entonces, creyó propicia la ocasión de hacer dos veces el bien, mostrando el camino de salvación a aquellos cuitadillos y logrando ella su gusto.

16. Con tal propósito, salió al día siguiente, como para ir a ver de nuevo a la partida, y se fue derecha a la encina donde Dafnis y Cloe se sentaban. Fingiéndose con primor toda consternada. «¡Sálvame -dijo-, oh, Dafnis! ¡Ay, infeliz de mí! ¡Un águila me ha robado el más hermoso de mis veinte gansos! Fatigada con tal peso, no he podido volar hasta lo alto de aquel peñón, donde anida, y se bajó con su presa a lo hondo del soto. Te lo ruego por Pan y las Ninfas: entra conmigo en la espesura; liberta mi ganso. Mira que no me atrevo a entrar sola, de puro medrosa. No dejes que se descabale mi manada. ¿Quién sabe si de paso no matarás el águila, y con eso ya no robará corderos y cabritos? Mientras, guardará Cloe ambos rebaños. Harto la conocen las cabras de verla siempre en tu compañía.»

17. Dafnis, sin prever nada de lo que iba a pasar, se levantó muy listo, empuñó su cayado y siguió a Lycenia. Llevósele ésta lejos de Cloe, a lo más intrincado y esquivo del soto, y allí le mandó que se sentase a su lado, cerca de una fuentecilla. «¡Oh, Dafnis -le dijo-, tú amas a Cloe! Anoche me lo revelaron las Ninfas. Se me aparecieron en sueño; me informaron de tus lágrimas de ayer, y me ordenaron que te salvase, enseñándote las obras de Amor, las cuales no estriban sólo en beso y en abrazo y en remedar a los carneros, sino en brincos y retozos más dulces, y cuyo deleite dura más. Así, pues, si quieres desechar el mal que te aflige, y conocer por experiencia los gustos que anhelas, entrégate a mi cuidado cual aprendiz sumiso, y yo, por gracia y merced de las Ninfas, seré tu maestra.»

18. Dafnis, sin refrenar su alegría, como cabrerillo cándido y rapaz enamorado, se arrodilló a los pies de Lycenia y le suplicó que cuanto antes le enseñase aquel oficio para ejercerle luego con Cloe. Y como si fuera algo de raro y revelado por el cielo lo que Lycenia le había de enseñar, prometió darle en pago un chivo, quesos frescos de nata y hasta la cabra misma. Halló Lycenia aquella liberalidad pastoril más sencilla y grata de lo que presumía, y empezó enseguida a instruir a Dafnis. Mandole que volviese a sentarse a la verita de ella; que le diese besos, tales y tantos como él solía dar; que mientras la besaba la abrazase, y por último, que se tendiese a la larga. Luego que se sentó, y que besó, y que se tendió, habiéndose cerciorado ella de que todo estaba alerta y en su punto, hizo que él se levantase de un lado, y se deslizó con suma destreza debajo de él, poniéndole en el camino por tanto tiempo buscado en balde. Después nada hubo fuera de lo que se usa. Naturaleza misma enseñó a Dafnis lo demás.

19. Terminada la lección amatoria, Dafnis, que guardaba su candor pastorial, quiso correr en busca de Cloe para hacer con ella lo que acababa de aprender, harto temeroso de que con la tardanza se le olvidase; pero Lycenia le contuvo diciendo: «Otra cosa te importa saber, ¡oh, Dafnis! A mí, como soy mujer, no me hiciste daño alguno, porque ya otro hombre me enseñó el oficio, y tomó mi doncellez en pago; pero Cloe, cuando luchare contigo esta lucha, gemirá, llorará y derramará sangre cual si estuviese herida. No por ello te asustes, sino cuando la persuadas a que se preste a todo, tráetela a este sitio, para que si grita, nadie la oiga; si llora, nadie la vea, y si derrama sangre, se lave en la fuente. No te olvides, por último, de que yo te he hecho hombre antes de Cloe.»

20. No bien Lycenia dio estos preceptos, se fue por otro lado del soto, como si buscase el ganso todavía. Dafnis, en tanto, con la preocupación de lo que había oído, cejó de su primer ímpetu, y no se atrevió a perturbar a Cloe sino con el beso y el abrazo, a fin de que no gritase como perseguida de enemigos, ni llorase como lastimada, ni como herida vertiese sangre, pues escarmentado él por los recientes lances de la guerra, tenía miedo de la sangre, y sólo de heridas imaginaba que saliese. Así fue que tomó la determinación de no deleitarse con ella sino en lo que tenía por costumbre; y, dejando el soto, volvió al lugar donde ella estaba sentada, tejiendo guirnaldas de violetas; le refirió que había arrancado de las garras mismas del águila el ganso de Lycenia, y la besó apretadamente como Lycenia le había besado en el deleite, ya que esto no pensaba que trajese peligro. Ella ajustó a la cabeza de él las guirnaldas de violetas, y le besó el cabello, a su ver más que las violetas precioso. Luego sacó del zurrón pan de higos y bollos, y se los dio a comer; y, conforme él comía, se lo quitaba ella de la boca y comía a su vez, como los pajarillos pequeñuelos comen del pico de la madre.

21. Mientras que comían, y más que comían se acariciaban, se descubrió una barca de pescadores, que bogaba no lejos de la costa. No hacía viento; la calma era completa, y era menester remar. Los pescadores remaban con grande empuje para llevar fresco el pescado a gentes ricas de la ciudad. Lo que suelen hacer los marineros para engañar o aliviar sus fatigas, lo hacían éstos también a par que remaban: uno de ellos llevaba la voz y entonaba un cantar marino, y los restantes, por marcados intervalos, unían en coro sus voces en consonancia con la del principal cantor. Cuando iban por alta mar, el canto se perdía en la extensión y se desvanecía en el aire; pero cuando doblaron la punta de un escollo y entraron en una ensenada profunda, en forma de media luna, se oyó mejor la música y sonó más claro en tierra el estribillo de los navegantes. En el fondo de aquella ensenada había una garganta o estrechura de cerros, donde se colaba el son como en un cañuto; luego, una voz imitadora lo repetía todo: ya repetía el ruido de los remos, ya repetía el cantar; y era cosa de gusto el oírlo, pues primero llegaba el son que venía directo de la mar, y el son que venía directo de la tierra llegaba más tarde.

22. Dafnis, que sabía lo que era aquello, sólo atendía a la mar; se embelesaba al ver la barca, que más volaba que corría, y procuraba retener algo de aquellos cantares para tocarles luego en su flauta. Pero Cloe, que hasta entonces no había oído eso que llaman eco, ya miraba hacia la mar para ver a los que cantaban, ya se volvía hacia el bosque buscando a los que respondían; y cuando pasó la barca y sobrevino silencio en la mar y en el valle, preguntó a Dafnis si más allá del escollo había otra mar, y otra nave que bogaba, y otros marineros que cantaban, y por qué ya callaban todos. Dafnis sonrió con dulzura; la besó con más dulce beso; ciñó a sus sienes la guirnalda de violetas, y empezó a contarle la fábula de Eco, no sin concertar antes que ella le diese diez besos más en pago de la enseñanza.

23. «Hay -dijo-, niña mía, muchas castas de Ninfas. Las hay de las praderas, de los bosques y de los lagos; todas bellas; músicas todas. Hija de Ninfa fue Eco; mortal, por serlo su padre; hermosa, cual de hermosa madre nacida. Las Ninfas la criaron. En tocar la flauta, en pulsar la lira y la cítara, y en toda clase de cantar, tuvo a las Musas por maestras. Así es que, cuando llegó a la flor de su mocedad, con las Ninfas danzaba y con las Musas cantaba; pero huía de todo varón, ya dios, ya hombre, por amor de la doncellez. Pan se enfureció contra ella, envidioso de su música y desdeñado de su hermosura, e infundió su furor en el alma de los pastores. Estos, como perros o lobos, la despedazaron mientras cantaba, y esparcieron por toda la tierra sus miembros llenos de armonía. Y la tierra los escondió en su seno por complacer a las Ninfas, y dispuso que conservasen la virtud de cantar. Las Musas, por último, decretaron que lo imitasen todo en la voz, como la doncella hizo cuando vivía: hombres, dioses, instrumentos y fieras; que imitasen, en suma, a Pan mismo cuando toca la flauta. Pan, apenas le oye, brinca y corre por las montañas, no ya porque ame a la Ninfa, sino anhelando averiguar quién es su discípulo oculto.» En premio de la historia, Cloe dio a Dafnis, no sólo diez, sino muchos más besos, y Eco casi la repitió, como para dar testimonio de que no era mentira.

24. El sol calentaba más cada día, porque había pasado la primavera y empezaba el verano. Los pasatiempos de ambos eran propios de la nueva estación. Él nadaba en los ríos, ella se bañaba en las fuentes; él tocaba la flauta a porfía con el viento que resonaba en los pinos, ella cantaba en competencia con los ruiseñores; ambos cogían saltamontes y parleras cigarras, formaban ramilletes de flores, sacudían los árboles o trepaban a ellos y se comían la fruta. Al cabo se acostaban desnudos en una piel de cabra. Pronto Cloe hubiera sido mujer si la sangre no aterrase a Dafnis, quien, receloso con frecuencia de no ser dueño de sí, impedía a Cloe que se desnudara. Pasmábase ella, si bien por vergüenza no preguntaba la causa.

25. En aquella estación se presentó para Cloe un enjambre de novios. De muchas partes acudían a Dryas, pidiéndosela por mujer; unos traían buenos presentes; otros los prometían mejores. Así fue que Napé, estimulada por las promesas, era de opinión de casar a Cloe cuanto antes, y no guardar por más tiempo a mozuela ya tan granada, la cual, el día menos pensado, perdería su doncellez en medio del campo y se casaría por manzanas y flores con un pastor cualquiera; que lo más conveniente sería hacerla pronto señora de su casa, aceptar los presentes y guardarlos para el hijo legítimo de ellos, que no hacía mucho les había nacido. Dryas se dejaba vencer a menudo de tales razones, ya que le ofrecían prendas de más valer que las que suelen ofrecerse por una pobre zagala; pero, pensando luego que la muchacha valía demasiado para casarse con un rústico, y que si hallaba un día a sus verdaderos padres, éstos los harían dichosos a todos, se resistía siempre a responder, y así iba dando largas al asunto, no sin aprovecharse mientras de no pocos presentes. Al saber estas cosas tuvo Cloe gran pesar, si bien se le ocultó a Dafnis por temor de afligirle. Viendo, no obstante, que él la importunaba con preguntas, y que ya estaba más triste de no saber nada de lo que pudiera estar de saberlo todo, se atrevió al fin a contárselo. Le habló de los novios, muchos y ricos; de las razones que daba Napé para apresurar la boda, y de que Dryas no mostraba oponerse, sino lo demoraba para las próximas vendimias.

26. Dafnis, con tales nuevas, estuvo a pique de perder el juicio; se echó por tierra, lloró y afirmó que él se moría si Cloe le faltaba, y no sólo él, sino también se morirían los carneros sin tal pastora. Después, reflexionándolo mejor, cobraba ánimo y resolvía hablar al padre de ella y ponerse en la lista de los pretendientes, esperando vencerlos. Sólo una cosa le sobresaltaba: que Lamón no era rico. Esto debilitaba mucho su esperanza. Decidiose, con todo, a pedir a Cloe, y ella convino en que lo hiciese. Nada al principio se atrevió a decir a Lamón; pero, confiando más en Mirtale, le descubrió su amor y le dijo que quería casarse con Cloe. Mirtale lo participó todo a Lamón por la noche. Este recibió con dureza la noticia, y regañó a su mujer porque quería casar con una hija de pastores a un muchacho que había de tener grandes riquezas, si no mentían las prendas halladas, y que a ellos, si venían a descubrirse los padres, los haría horros y dueños de mayores campos. Mirtale, temerosa de que Dafnis, por despecho amoroso, y perdida toda esperanza de boda, osara darse muerte, alegó otros motivos menos importantes que los que había dado Lamón. «Somos pobres -le dijo-, hijo mío, y necesitamos novia que más bien traiga algo que no que se lo lleve. Ellos son ricos, pero quieren novios ricos. Ve, no obstante; convence a Cloe, y haz que Cloe convenza a su padre, a fin de que no pidan mucho y te la den. Ella te ama, y sin duda gustará más de acostarse con un buen mozo pobre que no con un jimio rico.»

27. No esperaba Mirtale que Dryas diese nunca su consentimiento, disponiendo, como disponía, de más ricos novios, que le ofrecían buenos presentes. Dafnis no tenía que argüir contra lo dicho por su madre; pero se afligió mucho, e hizo lo que suelen hacer los enamorados pobres; lloró, y pidió auxilio a las Ninfas. Ellas volvieron a aparecérsele por la noche, mientras dormía, en la propia forma que la primera vez, y la mayor le dijo: «A otro dios incumbe tratar de tu boda con Cloe. Nosotras te daremos con qué ablandar Dryas. La nave de los mancebos de Metimna, cuya amarra de mimbre se comieron tus cabras, se fue aquel día muy lejos de tierra, empujada por el viento: mas por la noche sopló viento contrario; alborotó la mar, y arrojó la nave contra unos altos peñascos. La nave pereció, y con ella cuanto encerraba, salvo una bolsa con tres mil dracmas, que con los restos de la nave trajo a la costa la onda, y está allí oculta entre algas, cerca de un delfín muerto, por lo cual nadie de los que pasan se han aproximado, huyendo del hedor de aquella podredumbre. Ve allí, toma la bolsa y dala. Así conviene, para acreditar, por lo pronto que no eres pobre. Ya vendrá tiempo en que seas rico.»

28. Dicho esto, desaparecieron las Ninfas en la noche. Cuando vino el día, se levantó Dafnis rebosando de gozo; llevó sus cabras al pasto con la mayor premura, y después de besar a Cloe y de adorar a las Ninfas, se fue hacia la mar, como si quisiera ser rociado por las olas. Allí, por la orilla y sobre la arena, vagaba en busca de los tres mil dracmas. No empleó largo tiempo ni fatiga en hallarlos. El delfín no olía bien, y su podredumbre le dio en las narices y le guió por el camino hasta llegar al sitio indicado. Ya en él, apartó las algas y descubrió la bolsa llena de dinero. La recogió, la guardó en el zurrón, y antes de irse, dio gracias por todo a las Ninfas y a la misma mar, pues, aunque cabrero, parecíale la mar más dulce que la tierra, desde que le ayudaba para conseguir casarse con Cloe.

29. Dueño de los tres mil dracmas, nada creía que le faltaba ya. Se consideraba, no sólo más pudiente que los labriegos de por allí, sino más rico que todos los hombres. Se fue al punto donde estaba Cloe; le contó el sueño; le mostró la bolsa; le rogó que estuviese a la mira del ganado durante su ausencia, y corrió con gran denuedo en busca de Dryas, a quien halló en la era, trillando trigo con su mujer Napé, y a quien dijo estas valerosas palabras: «Dame a Cloe por mujer. Yo sé tañer la zampoña con maestría, podar viñas y plantar árboles. Sé también arar la tierra y aventar la mies con el bieldo. En lo tocante a pastoreo, pregúntale a Cloe. Cincuenta cabras me entregaron, y ya tengo doble número. He criado también grandes y hermosos machos, cuando antes era menester llevar las cabras a que otros las padreasen. Soy muy mozo aún, vecino vuestro y de irreprensible conducta. Me crió una cabra, como a Cloe una oveja. Si en todo esto me aventajo a los demás novios, en generosa largueza no he de quedarme tampoco atrás. Ellos te dan tal o cual cabra u oveja, o alguna yunta de bueyes con roña, o aechaduras de trigo para mantener unas cuantas gallinas. Yo, en cambio, te doy estas tres mil monedas. Pero no se lo digas a nadie, ni a mi padre Lamón.» Y al dar el dinero, abrazó y besó a Dryas.

30. Este y Napé, al recibir, sin esperarlo, tamaña suma, prometieron enseguida a Dafnis que le darían a Cloe y que tratarían de persuadir a Lamón. Dafnis se quedó con Napé, haciendo andar a los bueyes sobre la parva y desmenuzando espigas con el trillo, mientras que Dryas, después de guardar la bolsa y el dinero, se fue más que deprisa a ver a Lamón y a Mirtale, contra todo uso y costumbre, para pedirles al novio. Hallándose éstos midiendo cebada, que acababan de cribar, y lamentándose de que apenas habían cogido lo que sembraron. Dryas pensó consolarlos con asegurar que era general la mala cosecha, y luego pidió a Dafnis para marido de Cloe, diciendo que otros le daban mucho, pero que él prefería no tomar nada de Lamón y Mirtale, sino que se sentía inclinado a socorrerlos con su propia hacienda. «Además -añadió-, los chicos han crecido viéndose siempre; cuidando del hato se han encariñado de manera que no es fácil separarlos, y ya están ambos en edad de dormir juntos.» Estas y otras razones, no menos persuasivas, alegó Dryas, como quien había tomado tres mil dracmas para persuadirlos. Lamón no podía excusarse con la pobreza, porque los padres de la novia no le desdeñaban por pobre, ni con la poca edad de Dafnis, que era ya un garzón muy apuesto. La verdad no quería confesarla. No osaba decir con que consideraba a Dafnis mejor partido. Se calló, pues, por un rato, y al cabo respondió así:

31. «Noble es vuestro proceder al dar a los vecinos preferencia sobre los extraños, y al poner por cima de la riqueza a la pobreza honrada. Que Pan y las Ninfas os concedan en premio su amor. En cuanto a mí, no deseo menos que vosotros la boda. Loco estaría yo si no desease amistad y unión con vuestra familia, cuando me hallo tan cerca de la vejez y necesita brazos y auxilio para mis faenas. De Cloe no hay más que pedir: linda zagala en la flor de su edad, y buena como pocas. Lo malo es que yo soy siervo, y de nada dispongo. Debo, pues, informar a mi amo para que dé su permiso. Diferamos la boda para el otoño. Para entonces dicen los que llegan de la ciudad que vendrá el amo por aquí. Para entonces serán marido y mujer; ámense entretanto como hermanos. Entiende con todo, ¡oh Dryas, que vas a tener un yerno que vale más que nosotros.» Dicho esto, le besó y le ofreció de beber, porque estaban ya en todo el fervor del mediodía, y le acompañó un buen trecho de camino, con mil atenciones y muestras de afecto.

32. No oyó en balde Dryas las últimas palabras de Lamón, y mientras caminaba iba cavilando así sobre quién sería Dafnis: «Le crió una cabra, cual si por él velasen los dioses. Es hermoso, y en nada se parece a ese vejete chato y a esa mujerzuela pelona. Se proporcionó tres mil dracmas, y no hay zagal que logre reunir otros tantos piruétanos. ¿Le expondría alguien como a Cloe? ¿Le encontraría Lamón como yo la encontré, con prendas parecidas y a propósito para un futuro reconocimiento? ¡Oh venerado Pan y Ninfas muy amadas, permitid que así sea! Tal vez, si él descubre a sus padres, logrará que Cloe sea también reconocida por los suyos.» Así iba Dryas discurriendo y soñando hasta que llegó a la era, donde esperaba Dafnis, ansioso de oír las nuevas que traía. Diole ánimo, llamándole yerno; le prometió que las bodas se celebrarían en el otoño, y le estrechó la mano en señal de que Cloe no sería de otro, sino suya.

33. Más veloz que el pensamiento, sin comer ni beber, corrió Dafnis en busca de Cloe. Estaba ella ordeñando y haciendo quesos, y él le anunció la buena nueva. De allí en adelante la besaba, sin recatarse, como a su futura; compartía sus afanes; recogía la leche en colodras; apretaba los quesos en zarzos, y ponía a mamar bajo las madres a cabritillos y corderos. Después de cumplir bien con su oficio, los dos se bañaban, comían, bebían e iban a coger fruta en sazón. Había entonces grande abundancia de ella, por ser el momento más feraz del verano: manzanas a manta, peras, acerolas y membrillos. Fruta había caída por el suelo: otra, pendiente aún en el árbol; la caída, más olorosa; más lozana y fresca a la vista la que de las ramas colgaba. Esta relucía como el oro; aquélla embriagaba con su olor como el vino. Entre los frutales se veía uno, tan esquilmado ya, que no tenía ni fruta ni hoja. Desnudas estaban todas sus ramas. Una manzana sola pendía aún en la cima, grande, hermosa, y venciendo a las demás en fragancia. Quizá quien hizo el esquilmo no se atrevió a subir tan alto para cogerla; quizá la dejó por descuido; quizá la bella manzana se guardaba allí para un pastor enamorado.

34. Apenas la vio Dafnis, quiso subir a alcanzarla. Cloe se opuso, pero él no hizo caso; y desatendida ella, se fue con enojo donde estaba el rebaño. Dafnis, en tanto, subió a alcanzar la manzana; se la trajo a Cloe, y le dijo para quitarle el enojo: «Esta manzana, ¡oh virgen!, es creación de las Horas divinas; árbol fecundo le dio sustento; el sol la maduró y sazonó; nos la conserva la Fortuna. Ciego y necio hubiera sido yo si no la hubiera visto y si la hubiera dejado para que, o bien viniese a caer por la tierra, la pisoteasen las reses y la envenenasen los reptiles, o bien permaneciese en la cumbre hasta que el tiempo la acabara, sin más fin que admiración estéril. Venus recibió una manzana en premio de su hermosura. Toma tú ésta por galardón de igual victoria. Ambas sois bellas, y de condición semejante son vuestros jueces, pastor él y yo cabrero.» Esto dijo, y le echó la manzana en el regazo. No bien se acercó, le besó ella. Él no se arrepintió de la audacia de haber subido tan alto por un beso más rico que la manzana de oro.