Daba el reloj las doce... y eran doce
Daba el reloj las doce... y eran doce golpes de azada en tierra... — ¡Mi hora! ...—grité. El silencio me respondió: —No temas; tú no verás caer la última gota que en la clepsidra tiembla. Dormirás muchas horas todavía sobre la orilla vieja, y encontrarás una mañana pura amarrada tu barca a otra ribera.