D.ª Leonor Izquierdo de Machado
Pocas veces con más razón que en la presente podremos decir que el dolor embarga nuestro ánimo y que es muy difícil que el entendimiento tenga la lucidez necesaria para reflejar sobre unas cuartillas la verdad y la intensidad de aquel.
Ha muerto la esposa amantísima de nuestro entrañable, del amigo del alma Don Antonio Machado.
Doña Leonor Izquierdo de Machado, tan joven, tan buena, tan bella, tan digna del hombre en cuyo corazón es todo generosidad y en cuyo cerebro dominan potentes destellos de inteligencia, ha muerto, y ¡parece mentira! ¡Pobre Leonor!
Es absurdo, en verdad querido Machado, incomprensible, cruel, pero la muerte es asi de atrabiliaria y de inconmovible.
Piense usted una vez más en aquellos profundos versos, saturados de ironía y de desprecio, de su hermano Manuel, poeta excelso como usted:
iQue la vida se tome la pena de matarme
ya que yo no me tomo la pena de vivir!
Pero no, la vida no es la que mata, aunque ella represente la pena de vivir, pena sobre todo en estas circunstancias de usted, en que se vé una juventud tronchada y toda una inmensidad de cariños y de ilusiones perdidos. ¿Por qué, Dios mío, ha de ser la vida tan amarga?
Su alma de poeta y de artista se estremeció profundamente ante la virtud y la belleza, y su lira repleta de epitalamios y su pecho rebosante de generosidad y de grandes afectos, dispuestos estuvieron un día llamado por usted el más feliz de su vida en la noche más triste, a una ofrenda santa que usted, amigo del alma, prolongará siempre, pero que una enfermedad traidora y tenaz ha convertido de una manera verdaderamente absurda en amarga tristeza y en desconsuelo, que cuando es tan intenso como el suyo, anonada y desespera.
Yo quiero que llore usted lo menos posible; juntos hemos llorado la desdicha y con nosotros la lloran cuantos conocen y estiman a usted y conocieron y estimaron a Leonor, ¡a Leonor que a pesar de todos los cariños, de todos los cuidados, de todos los sacrificios, de todos los medios imaginados por usted y los médicos, a todas horas para arrebatarla a la Parca, pudo ésta más que todos, y no fué posible hacerla sobrevivir a la enfermedad que minó su existencia poco a poco, sin nada que se pudiera oponer a su avance!
¿Por qué los hombres, en vez de matarse los unos a los otros, y de odiarse, no hemos de estudiar la manera de conservar la vida a los jóvenes? ¿Somos demasiado torpes, o demasiado pequeños?
Escribo estas cuartillas entre las miradas de los que conmigo velan el cadáver de la que fué (y ayer era todavía. Un siglo y un minuto de tiempo) su amadísima esposa.
¡Qué de consideraciones se agolpan a la imaginación ante un cadáver de una mujer joven y buena!
Lleva usted veinticuatro horas horribles, transido por el dolor y deshecho por el llanto. Junto a usted lloran también dos madres buenas, igualmente desconsoladas. Y de vez en vez, la mano angelical de una infantita que también llora por su hermana, limpia las lágrimas a su madre. Dentro del mismo dolor hay alguna nota de consuelo.
Todos los amigos de usted queremos llevarle una parte muy grande, primero en el dolor y después en el consuelo.
La redacción de EL PORVENIR, que tiene de antiguo para usted cariños muy sentidos, toma una parte sincerísima en su desgracia.
Yo que vivo cada vez más intensa, más concentrada la vida de mis afectos, quiero llevar una proporción, la más grande, aparte la de usted en su propia pena.
Y no su parte pedirán también otros muchos, y no pocos desde lejos. ¿No puede aliviarle a usted, esto un poco, querido Machado?
Fue usted todo para Leonor, en amor, en tiempo, en actividad y en esfuerzo, y ella que está donde están las almas limpias, y vírgenes como la suya, ha de bendecirle y enviarle alimentos para continuar esta lucha que la vida representa, casi siempre con penas, y pocas veces con satisfacciones.