Capítulo VI - Años antes editar

Era un día del mes de diciembre de 1808. Fray Domingo de Orozco, dominicano que servía de cura de Andoas, hacía cosa de seis meses, lo pasó más retraído y triste que de costumbre, y un indiecito que le ayudaba a misa, aun llegó a decir que durante la que celebró esa mañana le había visto derramar lágrimas.

¡Infeliz religioso! llevaba en su corazón, escrita con caracteres indelebles, una terrible historia, cuyo aniversario caía dentro de pocos días.

Joven todavía, amó con delirio, amó como solamente en esa edad se ama, a la sobremanera linda y virtuosa Carmen N..., como él nativa de Riobamba. El matrimonio afianzó la pasión, y ésta produjo frutos dignos de un par tan selecto como simpático. El primogénito fue Carlos; seguíanse cinco niños más, bellos como unos amores, y por último una niña superior en belleza a todos sus hermanos, y a quien pusieron los padres, que en ella idolatraban, el dulce nombre de Julia.

D. José Domingo de Orozco poseía una hacienda al Sur de Riobamba, y el gusto o la necesidad le obligaban a pasar en ella con su familia largas temporadas.

Una mañana, en los últimos días de 1790, quiso D. José Domingo visitar a Carlos, de diez años de edad, que se hallaba en una escuela de la ciudad, y partió antes de la salida del sol. Limpio y espléndido estaba el cielo, y magnífico y gracioso el cuadro de la antigua Purubá, la noble cuna de los Duchicelas. Las dos cadenas de los Andes se abaten algún tanto y se alejan una de otra, como para dejar que los astros bañen sin estorbo con torrentes de luz la tierra en que otro tiempo tuvieron altares y numerosos adoradores. Cíñenla extensos nevados; al Noroeste el Chimborazo, de fama universal, levanta la frente al cielo y tiende las regias vestiduras, candidísimas y resplandecientes, sobre su inmenso trono de rocas; al Este el Tungurahua alza la cabeza desde la honda región en que descansa, y parece contemplar todavía los fantásticos jardines en que se recreaban los shiris; al Sudeste el despedazado Cápac-urcu simboliza eternamente la ruina del imperio, a cuyo trono ascendieron varios egregios hijos de Purahá. Cuando la luna llena se muestra sobre esos colosales picachos envueltos en perpetua nieve, y reverberan en ellos sus oleadas de pálida y encantadora luz, a par que se extienden por el espacio, hiriendo las nubes que parecen otras montañas blancas moviéndose majestuosas al impulso de las auras nocturnas; ¡oh! entonces el horizonte oriental de Riobamba no tiene rival en el mundo.

Pero no era menos encantador en la mañana en que Orozco salió de su hacienda con dirección a la ciudad; aunque no pudo gozarlo, pues llevaba el ánimo incapaz de gratas impresiones, y sí perturbado por una secreta inquietud. Carmen había sido presa de un mal sueño, estaba triste y hasta angustiosa, y se despidió de su marido abrazándole y llorando sin saber por qué. Su corazón sí lo sabía; mas ella no podía traducir el lenguaje del corazón que se llama presentimiento; lenguaje misterioso que expresa casi siempre una terrible verdad futura.

En ese mismo día aconteció el alzamiento de los indios de Guamote y Columbe, que se despeñaron en sangrientas atrocidades, conservadas hasta hoy con espanto en la memoria de nuestros pueblos.

Ya muy avanzada la tarde, llegó a Riobamba la noticia del suceso. Orozco que penetró al punto el peligro de su familia, montó a caballo y voló a su hacienda. La noche le sorprendió en medio camino. Un mozo que venía del lugar de la sublevación le dice que varias casas de campo se hallan ardiendo incendiadas por los indios, quienes además no han dejado un blanco a vida. Don José Domingo despedaza los ijares del caballo, que hace los postreros esfuerzos, pero que al empezar una cuesta cae muerto de fatiga. No importa: el temor de llegar tarde, el deseo de volar, la ansiedad, le prestan alas y corona la subida. Observa que se elevan al cielo, de distintas partes, espesas columnas de humo entre las que relumbran millares de chispas. Avanza un poco más; pónese al principio del declivio de una loma... ¡Qué horrible espectáculo! Todas las casas de la llanura inferior están envueltas en llamas. ¿Y la suya? ¡Dios santo! ¿y la suya? ¡Allí está, y arde también! Al ruido que hace el incendio se mezclan los feroces alaridos de los sublevados, y el ronco y pavoroso son del caracol que ha servido para convocarlos, y que ahora los anima a la venganza y al exterminio. Orozco, sin embargo, no teme la muerte que pueden darle los indios, y echa a correr; salva cercados, salta zanjas, atraviesa sementeras, y está en el linde de su hacienda, y al cabo, delante de la casa que acaba de ser consumida por las llamas. ¡Qué abandono! ¡qué silencio! Sólo se ven las últimas lenguas de fuego que se desprenden de entre las paredes ennegrecidas, y las brasas que las rodean. ¿Dónde está la gente de la hacienda? ¿dónde los indios enemigos? D. José Domingo grita desesperado; da vueltas en torno de la hoguera, llama a su esposa, a sus hijos, a sus criados, y nadie le responde. ¡Todos han huido o han muerto!...

Entretanto, los sublevados contemplan desde una altura la obra de su saña infernal, y repiten los gritos de salvaje alegría, las carcajadas y los juramentos contra la raza blanca que desearían barrer del suelo que fue de sus mayores. Orozco repite, asimismo, sus voces angustiosas:

-¡Carmen! ¡Carmen! ¡hijos! ¡hijos míos!

Y de este modo clamando torna a correr aquí y acullá sin saber qué hacer ni aun qué pensar. Ocúrresele un pensamiento, el de ir en pos de los indios, pues quizá tienen presa a su familia: ¿por qué han de haber matado a su Carmen, a su virtuosa Carmen, ni menos a sus inocentes hijos? Va a poner por obra su idea; da algunos pasos... Mas asoma al cabo una criada, temblando de pies a cabeza; está lela y muda: es la personificación del espanto.

-¿Mi familia? -balbuce Orozco, y ella nada contesta, y echa por todas partes miradas llenas de inquietud y terror-. ¿Mi Carmen? ¿mis hijos?... -Sigue el silencio de la mujer que le ve con ojos que le hielan el alma-. ¡Habla! ¡habla! ¿mi esposa? ¿los niños? ¿dónde están?...

Ella abre la boca, pero no puede articular palabra y, extendiendo la trémula mano, señala la hoguera que tienen delante. D. José Domingo sigue con la vista la dirección de la muda seña y exclama:

-¡¡Allí!!

-¡A...llí...! -repite apenas la criada, y el desdichado lanzando un ¡¡ay!! lastimero va a precipitarse en las brasas, pero un par de robustos brazos le contienen por detrás. El mayordomo había asomado y llegó a tiempo para impedir el horrible sacrificio. Más animado que la criada, trata, aunque en vano, de consolar a su amo que se retuerce vencido y desgarrado por la fuerza del dolor. De uno en uno van presentándose otros sirvientes y vecinos, y todos echan agua a los restos del incendio para apagarlos y poder buscar los cadáveres, si acaso no los han consumido del todo las llamas. Orozco, animado por la desesperación, trabaja como ninguno. A la aurora siguiente ya no es difícil apartar los escombros y las cenizas. De entre ellos sacan un tronco humano negro y deforme, medio envuelto en retazos de tela que el fuego no había quemado del todo. ¡Ese desfigurado cadáver fue la virtuosa y bella Carmen! Orozco se echa desesperado sobre él, le ajusta a su corazón y queda sin sentido. El paroxismo que le dura largo tiempo le evita mirar la conclusión de la escena en que se van desenterrando, de entre la ceniza y los carbones, humeantes todavía, los restos de los infelices niños. Casi los ha consumido el fuego; no se puede distinguir a ninguno. Julia, como la más tierna, ha sido devorada sin duda completamente por las llamas, y no ha quedado reliquia ninguna de su cuerpecito...

Con frecuencia hacían los indios estos levantamientos contra los de la raza conquistadora, y frecuentemente, asimismo, la culpa estaba de parte de los segundos, por lo inhumano de su proceder con los primeros. En 1790 la cobranza del diezmo de las hortalizas, antes no acostumbrada y por primera vez entonces dispuesta por el Gobierno, fue el pretexto que los indios de Guamote y Columbe tomaron para derramar el odio y venganza que no cabían en sus pechos, y acabar con cuantos españoles pudiesen haber a las manos.

D. José Domingo de Orozco, cierto, no era mal hombre; pero, no obstante, hacía cosas propias de muy malo. Esto parecerá inconcebible a quien no ha penetrado alguna vez en el corazón humano para admirarse de cuántas anomalías y absurdos es capaz. Arraigada profundamente, en europeos y criollos, la costumbre de tratar a los aborígenes como a gente destinada a la humillación, la esclavitud y los tormentos, los colonos de más buenas entrañas no creían faltar a los deberes de la caridad y de la civilización con oprimirlos y martirizarlos. ¡Ah! ¡y cuánto más duros e incurables son los males que proceden de un bueno engañado que los provenientes del perverso! Orozco, el buen Orozco, no estaba libre de la tacha de cruel tirano de los indios. Notábanse en él dos hombres de todo en todo opuestos: el excelente esposo y tierno padre, el honrado ciudadano y cumplido caballero, y hasta el piadoso católico, por una parte, y por otra el inhumano y casi feroz heredero de los instintos de Carvajal y Ampudia, figuras semidiabólicas en la historia de la conquista. Caracteres de esta laya eran comunes en la época de la colonia, y aun en días de vivos no escasean: el hombre bueno formado por los principios cristianos y por la tradición de la nobleza española, se halla contrariado y casi ofuscado por completo por el hombre malo, obra de las injustas ideas de la conquista, de sus crueldades y del hábito que se estableció entre los sojuzgadores de andar siempre vibrando el látigo sobre los vencidos, cargándoles de cadenas, arrebatándoles con la libertad los bienes de fortuna, y hollando y aniquilando cuanto en ellos quedaba de honor, virtud y hasta de afectos racionales. Si las razas blanca y mestiza han obtenido inmensos beneficios de la independencia, no así la indígena: para las primeras el sol de la libertad va ascendiendo al cenit, aunque frecuentemente oscurecido por negras nubes; para la última comienza apenas a rayar la aurora.

La venganza de los indios no podía, pues, dejar desadvertido a D. José Domingo en el memorado levantamiento; y como ella venda siempre los ojos de quienes la invocan, la atroz conspiración envolvió a los inocentes con los culpados y los hirió con la misma cuchilla: Carmen y sus hijos fueron, por tanto, sacrificados en las aras que debieron empaparse en la sangre de Orozco.

Muchos indios jornaleros de la hacienda de éste tomaron parte activa en el alzamiento, y entre todos se distinguió el joven Tubón, a quien movían las recientes desgracias y fieros ultrajes que sufriera de parte de su amo. Una corta falta del viejo padre de aquél fue castigada con numerosos azotes y muchos días de cepo; el hijo salió en su defensa, y tan buena acción le atrajo una pena no menos fuerte; la anciana madre lloró por el hijo y el esposo, y la recompensa de sus lágrimas fue abrirle las espaldas con el rebenque. Los tres juntamente quisieron dejar el servicio de amo tan cruel e injusto, y acudieron a la justicia civil, ante la cual se sinceró D. José Domingo, y apareció impecable como un ángel. No así los indios, que habían cometido el grave delito de quejarse contra el amo, el cual, para castigarlos, vendió a un obrajero la deuda que, por salarios adelantados habían contraído los Tubones. Quien en aquellos tiempos nombraba una hacienda de obraje, nombraba el infierno de los indios; y en este infierno fueron arrojados el viejo Tubón, su esposa e hijo. La pobre mujer sucumbió muy pronto a las fatigas de un trabajo a que no estaba acostumbrada y al espantoso mal trato de los capataces. El látigo, el perpetuo encierro y el hambre acabaron poco después con el anciano: un día le hallaron muerto con la cardadera en la mano. El hijo, que pudo resistir a beneficio de la corta edad, salió de su prisión a los muchos años, por convenio celebrado entre su antiguo amo y el dueño del obraje, y cargado, además de su primera deuda, con la del padre difunto; pero repleto también de odio mortal contra el blanco autor de sus infortunios y ansioso de vengarse. Dos meses después de vuelto al servicio de Orozco, la sublevación mentada le proporcionó coyuntura favorable para llevar a cima su mal pensamiento, y el nombre de Tubón figuró dignamente junto al de Lorenza Huamanay, la terrible conspiradora, nombre famoso en las tradiciones de nuestros pueblos.

Tubón, durante su largo cautiverio en el obraje, había podido trabar amorosas relaciones con una indiecilla, las cuales produjeron frutos; y cuando D. José Domingo necesitó nodriza para la linda Julia, le presentaron aquella muchacha, quien, huraña y displicente al principio, acabó por cobrar grande cariño a la niña. La noche fatal, cuyos horripilantes sucesos hemos recordado quiso huir la familia de Orozco; pero Tubón salvó a su querida, encerró a Carmen y sus hijos en un mismo cuarto, aseguró con la llave la puerta y prendió fuego a la casa. Vanos fueron los ruegos de la infeliz señora y el desesperado llanto de los niños: eran blancos y no podían librarse del odio de su verdugo; eran además prendas adoradas del amo detestadísimo. Cuando ya las llamas las rodeaban, los agudos alaridos del dolor y la desesperación provocaban la risa y los aplausos de los indios, ebrios de contento de ver cumplida su venganza. ¡Pobres dementes! ¡no reparaban cuán estéril debía ser su ferocidad para los suyos, y para sí mismos cuán fecunda en castigos proporcionados al negro crimen con que se manchaban!

Pocas horas después surgió de entre los sublevados la noticia de que gente armada, procedente de Riobamba, iba a caer sobre ellos, y atemorizados comenzaron a retirarse a las alturas vecinas, para facilitar la fuga en que ya pensaban. La falsa nueva, porque falso de todo punto fue que en esos momentos pensaran los desapercibidos riobambeños en debelar un alzamiento que se les pintaba con exagerados y funestísimos colores, sirvió para que D. José Domingo pudiera sin gran peligro acercarse al lugar de la catástrofe de su familia.

Sólo algunos días después, y cuando se conceptuaron fuertes los vecinos de la ciudad, engrosadas sus fuerzas con los auxilios de otros pueblos, persiguieron a los millares de indios que, hora tras hora, habían ido menguando de ánimo, bien que no de deseo de mayor venganza. Al fin, muchos de ellos vinieron a manos de la justicia, sin contar gran número que perecieron a las de los blancos, que en el despique no fueron menos crueles que los sublevados, ni desmintieron su instinto de opresores y tiranos. Tubón y Lorenza Huamanay fueron apresados entre otros cabecillas; muchísimos fugaron por distintas direcciones, metiéndose en las serranías y en las selvas; mas aquéllos pagaron en la horca su atentado. La feroz Huamanay, supersticiosa cuanto feroz, había sacado los ojos a un español y guardádolos en el cinto, creyendo tener en ellos un poderoso talismán; pero viéndose al pie del patíbulo, se los tiró con despecho a la cara del alguacil que mandaba la ejecución, diciéndole: «¡Tómalos! Pensé con esos ojos librarme de la muerte, y de nada me han servido».

Tubón se dejó colgar con rara serenidad, y a poco de haber columpiado en su lazo, en las contorsiones de la agonía, se rompió la cuerda y dio su cuerpo en tierra, que, junto con los demás cadáveres, fue recogido por unos parientes y llevado al cementerio.

La impresión que todos estos sucesos causaron, no solamente en los pueblos de Riobamba, sino en toda la Presidencia, vivió muchos años sin amortiguarse; mas si del alzamiento ningún provecho sacó la raza indígena, a los opresores tampoco les sirvió de lección saludable la venganza de los oprimidos. Otras sublevaciones hubo posteriormente que tuvieron el mismo remate: la horca; y los blancos no se cansaron de instigar a los indios a la venganza, para luego ahorcarlos...

Don José Domingo de Orozco, después de tan tristes acontecimientos, padeció una larga y peligrosa fiebre. Apenas convaleciente, hizo voto de retirarse del mundo, y tomó el hábito de Santo Domingo; pero no obstante el cambio de vida y el estado del ánima que vino en el convento, donde se entregó a completo misticismo, tuvo cuidado de hacer dar a Carlos, única prenda que le quedó del tesoro de su familia, educación esmerada, en la cual muchas veces entendió él mismo con laudable afán. No salió de los claustros cerca de dieciocho años, y en ellos y fuera de ellos era considerado con razón como el fraile más virtuoso de la época.

El pesar, que una vez pegado a las almas sensibles es cáncer incurable, y la continua penitencia le habían demacrado y cubierto de una palidez de muerto; los ralos cabellos que adornaban su cabeza sobre las sienes, eran hebras de plata. Había huido toda alegría de su corazón, y ni la más breve sonrisa animaba sus labios. La melancolía, a par de la santa resignación, se hallaba pintada en su semblante, y resaltaba, puede decirse, en toda su persona. El que permanecía una hora con él se contagiaba de tristeza, pero admiraba su santidad y bendecía su angelical mansedumbre. En medio de la gravedad de su carácter, de la austeridad de sus costumbres y de los místicos pensamientos que le dominaban tenía grabadas en su corazón y conservaba con singular cariño las memorias de otros tiempos y de los seres que más amó en el mundo, que casi adoró: ¡cómo olvidar jamás a su Carmen, a sus tiernos hijos, a su Julia, bella como una azucena y dulce como una paloma!...

En el silencio del claustro había recorrido el padre Orozco la historia de su vida; la fiscalizó conforme a las máximas evangélicas, y descubrió todo lo que había de verdadero en punto a la conducta que observaba con los infelices indios. «Eres culpable, le dijo la conciencia, y en cierta manera tú mismo fuiste la causa del exterminio de tu familia». ¡Tardío conocimiento de un mal sin remedio! Con todo, fray Domingo quiso aprovechar de él e indemnizar a los indios, en lo posible, el daño que les había causado; para esto pensaba que lo mejor sería consagrarse al servicio de las misiones.

El Provincial, que tales designios no ignoraba, puesto una vez de acuerdo con el Obispo, cuando se trataba designar a varios religiosos para curas de las antiguas reducciones del Oriente, señaló al padre Orozco para la de Andoas. Obedeció gustoso; dio gracias al Cielo que le concedía poner en práctica su excelente pensamiento; metió el breviario bajo del brazo, tomó el bordón del peregrino y partió.

Ya está en Andoas. Lo primero que intentó, y lo consiguió sin dificultad, fue captarse el cariño de los salvajes. En poquísimo tiempo estableció entre ellos la costumbre de obedecerle sin esfuerzo. La mansedumbre y dulzura con que los trataba les infundió amor, y la tristeza habitual de su genio le atraía el respeto común. Llamaba hijos a los jóvenes y hermanos a los viejos, y ninguno de ellos le conocía sino con el nombre de Padre Domingo; algunos salvajes aún no convertidos le daban el de Jefe de los cristianos. Su nombre del mundo, Orozco, había desaparecido: no quería que subsistiese allá donde para él no había mundo.