Capítulo III - La familia Tongana editar

En el extenso y abierto ángulo que se forma de la unión del Palora con el Pastaza, y al Sur de aquél, moraba la tribu, o más bien, corta familia Tongana. Componíase del jefe, de más de setenta años y cabeza tan cana, que a esta causa, además de su propio nombre, le llamaban el Viejo de la cabeza de nieve; de Pona, su esposa, que mostraba más edad de la que tenía; de sus dos hijos y sus mujeres, dos niños, hijos de éstos, y la joven Cumandá, nombre que significaba patillo blanco, la cual, no obstante su belleza, permanecía soltera.

Decíase que eran de sangre zápara y últimas reliquias de los Chirapas, antiguos habitantes de las orillas del Llucin, casi exterminados en un asalto nocturno de la tribu Guamboya, numerosa y feroz. Záparas eran, en efecto, las esposas de los dos jóvenes. Tongana, viejo de pocas palabras y ceño adusto, se distinguía por su odio implacable a la raza europea. Se había propuesto no salir jamás del rincón de la tierra que escogió para su morada, por no tener ocasión de encontrarse con un blanco, y prohibió a sus hijos hasta los escasos viajes que hacían a la reducción de Andoas para cambiar cera y pita con algunas herramientas, desde que supo el arribo de un nuevo misionero, que no por serlo dejaba de pertenecer a la raza detestada. Pona era una buena mujer, y había llegado a adquirir fama de hechicera con motivo de ciertas supersticiones a que se abandonaba con frecuencia. Afirmábase tal nota, causa de hondo respeto para los indios, con ver que llevaba siempre al cuello una pequeña bolsa de piel de ardilla, en la que guardaba con extremo cuidado y entre cortezas de oloroso chaquino y exquisita vainilla, un amuleto, al cual atribuía maravillosas virtudes. Advertíanse en esta familia algunos vestigios de creencias y prácticas cristianas, a pesar de que el viejo se había propuesto borrarlas como cosas que venían de los blancos; pero tal cual idea del Dios muerto en la cruz, de la Virgen madre, de la inmortalidad del alma, de la remuneración y el castigo eternos, se hallaba confundida con un vago dualismo, con los genios buenos de las selvas, el terrible mungía, la eternidad simbolizada en el país de las almas, y otras fantásticas creaciones de la ardiente pero rústica imaginativa de los hijos del desierto.

Las casas de los tonganas eran semejantes, con cortas diferencias, a las de todos los salvajes; postes de huayacán o de helecho incorruptible, paredes de guadúa partida y amarrada con fuertes cuerdas de corteza de sapán, y techos cubiertos de bijao o de chambira. En lo interior no había trofeos arrebatados al enemigo en los combates, sino pocas armas de guerra, muchas de cacería, e instrumentos de pescar. En contorno se alzaba un robusto muro de lozanos plátanos; a corta distancia estaban las chacras de yucas, patatas, maíz, y hasta algunas matas de caña de azúcar; unas pocas gallinas en el estrecho patio, y un leal perro, completaban el cuadro de aquel fragmento de población escondido en el bosque. Hermoso cuadro, por cierto, a pesar de la adustez del curaca Tongana y de los defectos inherentes a la vida salvaje: había paz, armonía entre todos los miembros de la familia, confianza mutua e interés de todos por cada uno y de cada uno por todos. La obediencia al anciano había pasado de necesidad a ser virtud, y ya nada pesaba. La dulce inocencia de los niños perfumaba el hogar, y las gracias de Cumandá eran tales, que pudieran llenar de encanto hasta el cubil de un león.

El tipo de Cumandá era de todo en todo diverso del de sus hermanos, y su belleza superior a cuantas bellezas habían producido las tribus del Oriente. Predominaba en su limpia tez la pálida blancura del marfil, y cuando el pudor acudía a perfeccionar sus atractivos, brillaban sus rosas con suave tinte, cual puestas tras delgada muselina; su cabellera, aunque negra, difería, por lo sedeño y ondeado, de las sueltas crenchas de las hijas del desierto; en el airoso cuerpo competía ventajosamente con ellas, a quienes tantas veces, y con razón, se ha comparado con las palmeras de su patria; sus ojos, de color de nube oscura, poseían una expresión indescifrable, conjunto de dulzura y arrogancia, timidez y fuego, amor y desdén; los labios tenían movimientos y sonrisas en perfecta armonía con las miradas, y el corazón correspondía a los ojos y los labios; era toda ella sencillez y vivacidad, candor y vehemencia, dulzura de amor apasionado y acritud de orgullo; era toda alma y toda corazón, alma noble, pero inculta; corazón de origen cristiano en pecho salvaje, y desarrollado al aire libre en la soledad. Su voz era dulce y armoniosa como la de un ave enamorada; sus palabras corrían con cierta soltura y desembarazo, semejante a las ondas de un arroyo en lecho de grama. Educada según las libérrimas costumbres de su raza, que tiene por inestimables prendas la robustez y actividad del cuerpo y el varonil temple del ánimo hasta en la mujer, aprendió desde muy niña a burlarse de las olas, y la primera vez que sus padres la vieron atravesar el Palora a flor de agua, como una hoja de mosqueta impelida por el viento, dieron gritos de entusiasmo y la llamaron Cumandá. Otras veces, cuando ya más crecida, se la admiró manejando el remo con tanta destreza, que competía con sus hermanos, los vencía y avergonzaba; y en no pocas ocasiones se igualó con ellos en el ejercicio del arco. Era, en fin, el amor y encanto de sus padres y de toda la familia. Decíala Tongana contemplándola con aire bondadoso:

-Cumandá, no tienes otro defecto que parecerte un poco a los blancos; ¡oh! a veces tengo tentaciones de aborrecerte como a ellos; pero no puedo, porque al cabo eres mi hija y me tienes hechizado.

Habíase hecho la joven amiga del retiro y la soledad, y gustaba de errar largas horas entre la sombra de la selva, dada a pensamientos inocentes, sintiendo quizás la necesidad de una pasión que ocupase su pecho, mas sin saber todavía qué cosa fuese amor; o bien se entretenía a la margen del río contemplando el juego de los pececillos que, dueños de sí mismos, como ella, rompían las dormidas aguas en distintas direcciones, o saltaban, se zambullían, volvían a mostrarse en la superficie y se perseguían unos a otros, luciendo a los rayos del sol las brillantes escamas de plata y oro. A veces les tiraba plátano y yuca picados, y de verlos disputarse la sabrosa golosina, se llenaba de infantil contento y batía las palmas.

Pero repentinamente Cumandá empezó a ponerse algo taciturna; iba desapareciendo su alegría como desaparece al calor del sol la frescura que a la azucena prestó el rocío. Extendiose sobre su lindo semblante la sombra de suave melancolía que torna más linda a la virgen visitada por el primer amor. No advirtieron el cambio ni los padres ni ninguno de la familia, y si lo notaron, no hicieron alto en él; ¿qué tenían que maliciar ni temer en esas soledades? Y sin embargo, no podía ser otra la causa de aquel estado del ánimo de Cumandá, revelado en su rostro y porte, que el que acabamos de indicar. Del amor y sus efectos no está libre el corazón de una salvaje. ¡Qué decimos! pues no sólo no lo está, sino que exento de toda influencia social, de todo arte, de todo lo que no emana inmediatamente de la naturaleza, se presta a que sin obstáculo ninguno eche hondas raíces en él, y crezca, y se desarrolle y se vuelva gigante la planta de la pasión amorosa.

La hija de Tongana está, pues, enamorada; ¿de quién? Este misterio trataremos de descubrir, aun antes que lo trasluzcan en su tribu, siguiéndola en sus excursiones solitarias por las márgenes del Palora.