Cuidando Diego Laínez

Nota: Esta transcripción respeta la ortografía original de la época.
II


uidando Diego Laínez
en la mengua de su casa,
fidalga, rica y antigua
antes que Íñigo Abarca;
y viendo que le fallescen
fuerzas para la venganza,
porque por sus luengos días
por sí no puede tomalla,
no puede dormir de noche,
nin gustar de las viandas,
ni alzar del suelo los ojos,
ni osar salir de su casa,
nin fablar con sus amigos,
antes les niega la fabla,
temiendo que les ofenda
el aliento de su infamia.
Estando, pues, combatiendo
con estas honrosas bascas,
para usar d’esta experiencia,
que no le salió contraria,

mandó llamar á sus hijos,
y sin decilles palabra,
les fué apretando uno á uno
las fidalgas tiernas palmas;
no para mirar en ellas
las quirománticas rayas,
que este fechicero abuso
no era nacido en España.
Mas prestando el honor fuerzas,
á pesar del tiempo y canas,
á la fría sangre y venas,
nervios y arterias heladas,
les apretó de manera
que dijeron:—Señor, basta
¿Qué intentas ó qué pretendes?
Suéltanos ya, que nos matas.—
Mas cuando llegó á Rodrigo,
casi muerta la esperanza
del fruto que pretendía,
que á do no piensan se halla,
encarnizados los ojos,
cual furiosa tigre hircana,
con mucha furia y denuedo
le dice aquestas palabras:
—Soltedes, padre, en mal hora,
soltedes en hora mala,
que á no ser padre, no hiciera
satisfacción de palabras;
antes con la mano mesma
vos sacara las entrañas,
faciendo lugar el dedo
en vez de puñal o daga.—
Llorando de gozo el viejo
dijo:—Fijo de mi alma,
tu enojo me desenoja,
y tu indignación me agrada.

Esos bríos, mi Rodrigo,
muéstralos en la demanda
de mi honor, que está perdido,
si en ti no se cobra y gana.—
Contóle su agravio, y dióle
su bendición y la espada
con que dió al Conde la muerte
y principio á sus fazañas.