Capítulo V - La mujer de Putifar editar

De pésimo humor se levantó aquel día la ilustre Duquesa de Alcuna.

Lo mismo fue penetrar el sol al través de los cristales de las recién abiertas ventanas, iluminando con su áureo rayo la ideal figura, conjunto armónico de mármol, ágata y oro, que sobre las níveas batistas reposaba, que oírse su irritada voz que amonestaba duramente a la doncella francesa que la escuchaba en pie y correctamente vestida de negro con blanquísimo y bordado delantal.

Así que se vio sentada en el lecho, cubierta hasta la cintura por la colcha azul que dibujaba las morbideces de su cuerpo, prestándole el suave encanto de las cosas veladas, tornando sus líneas más bellas aún bajo aquel cendal azul como un jirón de cielo, medio desnudo el busto entre las muselinas y encajes de la camisa que, abierta y arrugada por la pasada noche, resultaba insuficiente velo para tales tesoros, y con la gran bandeja de plata sosteniendo el desayuno al lado, mandó a la sirviente, que, sea dicho de paso, era bastante agraciada, abriese de par en par los cristales y descorriese las cortinas, a fin de dejar paso franco a la brisa primaveral que llegaba henchida con los mil aromas del jardín; y como no creyese bien cumplidas sus órdenes por haber quedado un store más corrido que otro, volvió a quejarse amargamente de las criadas en general, y de la suya en particular. ¡Qué poco cuidadosas! ¡Qué manos! ¡Todo mal siempre! ¡Para primores, una rusa que la sirvió en Paris! ¡Aquella Vasilska sí que hacia bien las cosas! ¡Si hubiese sabido español...! Luego abrió cuatro o cinco cartas que en la bandeja había, y salvo un convite a comer para la Embajada inglesa, los demás los arrojó a tierra con profundo desprecio. ¡Para cartitas estaba ella! Sin embargo, aquel mal humor no admiró a la francesa, que, paciente, aguantaba a pie firme tales tormentas con la habilidad para sortearlas propia de las mujeres de su país, a trueque de no perder su destino en una de las casas donde más ventajas se disfrutaban en Madrid.

Hacía ya tiempo que el humor de Julia venía siendo bastante malo; pero su costumbre del mundo la hacía disimularlo delante de los extraños, y guardaba toda su hiel para desahogarla en su casa. Examinemos los motivos.

Pues, señor: ella, que nunca había querido a nadie, ni a su padre, ni a su madre, ni a su marido, ni a sus amantes, estaba enamorada. No se crea que su pasión la espantaba desde el punto de vista moral: muy avezada estaba ella a tales atentados para que la importase tan poca cosa. Lo peor del caso era que empezaba a temer no sería su amor correspondido jamás; no ciertamente porque dejase de poner de su parte cuanto la era posible, no porque el objeto de sus ansias diese a entender claramente que no la quería, sino porque veía con espanto que él no se enteraba y que sus ternezas eran atribuidas al más puro amor fraternal, y sus libertades a inocentes confianzas. La verdad es que el ser en quien con pecaminosas miras fijó sus ojos, a pesar de llevar viviendo una temporada entre ellos, poseía un desconocimiento absoluto del mundo en general, y de aquella sociedad en particular; y como ignorase hasta la existencia de los falseados sentimientos que originan grandes vergüenzas, que rara vez acaban en lo trágico y sí, en cambio, con frecuencia en lo ridículo, no podía darse cuenta de su capricho.

Digámoslo de una vez: el objeto de él era Ignacio.

Efectivamente; desde su llegada a la corte, aquella gastada naturaleza de mujer olfateó en él la savia nueva y vigorosa; en su sangre, la energía sana creada por el puro oxígeno de la montaña y por las salitrosas emanaciones del mar, sangre aún no viciada por el ambiente malsano de las ciudades, sintiendo la necesidad de poseerle, ansiando rejuvenecerse y revivir a su contacto. Pareciola desde luego fácil su empresa, y emprendió su conquista más lenta de lo que fuera de apetecer, por causa de la inocencia del muchacho. Apenas empezada, se presentó ocasión de hacerle contraer aquel ventajoso enlace. Apareció en medio de la obcecación de su capricho la prosaica materialista. Casándole con su prima, no sólo le tendría más cerca, sino que siendo ella, como era, rica, evitaría la desagradable y posible eventualidad de cualquier desembolso...

La prontitud con que aceptó la boda (ya sabemos fue motivada por una verdadera pasión) hizo el efecto de un jarro de agua fría arrojado sobre las ilusiones de Julia, que por un momento le creyó igual a todos los que le rodeaban y habían rodeado siempre; sin embargo, según al transcurrir el tiempo pudo observar el cariño y respeto que a su mujer demostraba, renació su entusiasmo, que acabó por convertirse, a medida que observaba su indiferencia, en insensata ansiedad de verle rendido a sus plantas. No se crea por eso que ella comprendía la verdadera causa; lo indudable era que su sensibilidad, más delicada o más enferma que la de los demás, barruntaba algo de la grandeza de alma de nuestro protagonista, aunque sin llegar a definir en lo que consistía tal grandeza. Empezaba a perder las esperanzas, y no dispuesta a dejarse vencer por primera vez en su vida, preparábase a dar la batalla decisiva, jugándose el todo por el todo, obedeciendo el ir demorándola a la espera de una ocasión propicia que no acababa de llegar. A estas múltiples causas era debido el endiablado humor de la eximia señora.

Levantose del mullido lecho, vistiose un elegante peinador de rosada muselina, y después de vagar por la alcoba, colose en el boudoir, y sin saber cómo, se halló sentada ante la mesita de escribir con la pluma en la mano y una hoja de papel gris -en uno de cuyos extremos campeaban las armas de la muy ilustre casa de Alcuna, cobijadas por el rojo manto de los grandes de España y rematadas por la ducal corona- ante los ojos. Dejó correr la pluma mirando vagamente al papel, y sin enterarse casi de los términos que en elegantes y rasgadas letras quedaban fijos en su tersa superficie.

Al volver a leerlos, terminada la carta, admirose de su contenido. No decía nada de particular. Una sencilla invitación a comer, en términos usuales. Tal era la costumbre de aquel escribir frívolo, en que los conceptos ocultaban, en vez de expresar, los pensamientos.

¡Parecía imposible!

Cuando su cabeza ardía, pasando las ideas por su cerebro con la vertiginosa rapidez de un cinematógrafo, produciéndola un vértigo que amenazaba dar al traste con su firme razón; cuando su corazón latía en el pecho hasta hacerla daño, y las palabras llenas de pasión salían de su garganta, tropezando en la infranqueable barrera de sus labios, había tenido el valor preciso para escribir aquella carta llena de amigable indiferencia. ¡Parecía imposible! Amar con loca pasión exenta de todo espiritual consuelo; no ser amada; vivir en constante contemplación del hombre querido, prodigando todos los tesoros de ternura a otra mujer; sentir en su ser terribles tempestades, en su pecho rugidos de hiena y en sus manos garras de leona ansiosas de matar, y callar y sonreír... ¡Parecía imposible! Y sin embargo no lo era, porque en ella su orgullo y su vanidad estaban sobre todo, sobre el alma, sobre el corazón y hasta por cima de sus vicios.

Leyó la carta, y al ver que, a pesar del estado de sobreexcitación de su ánimo, había conservado su verdadero ser, hasta el punto de que nada extraño, nada anómalo dejase entrever las tempestades que la agitaban, cogió con indiferencia un sobre para encerrarla.

Asaltola una idea. ¡Ah! ¡Sí, sí! ¿Qué duda cabía? Aquellas líneas habían sido una inspiración divina (no hay que echar en olvido que la habían educado bien, muy bien, para que fuese muy devota y tuviera mucha fe). Tal vez la ocasión de su triunfo era llegada.

Llamó al timbre, y dirigiéndose a la doncella que se presentó:

-Pregunte al señor Duque si come alguien aquí hoy ordenó.

Esperó impaciente, palpitándola el corazón con más violencia de la que fuera de creer en tan fría dama.

-Que no come nadie y que agradecerá a la señora que cenen temprano, pues tiene que ir al Ateneo antes del baile- fue la respuesta.

-Diga usted a Braulio que lleve esta carta.

Respiró satisfecha.

-¡Quién sabe! -pensó al recibir media hora más tarde la respuesta de Ignacio aceptando la invitación para sí y excusando a su mujer con la enfermedad que padecía-. Todos los hechos en la vida se realizan en virtud de una serie de casualidades que producen las más extrañas consecuencias. ¡Cuántas veces han fallado aquellos planes cuya realización rodeose de las mayores precauciones y cuyos resultados estaban calculados de antemano, produciéndose en cambio las mismas consecuencias por caminos jamás sospechados. (Aquí ya no pensó en la Providencia. ¡Bah! ¡No tenía la Providencia otra cosa que hacer!)

¿Quién sabe? Eulalia, mala. Su marido, el noble Duque de Alcuna, teniendo que ir al Ateneo, sin duda para contribuir al bien de la Humanidad con alguna sabia y profunda divagación sobre el duelo y las cuestiones de honor. (El honor y el deber eran su fuerte, al menos en lo teórico. Que no lo eran en lo práctico, dirán algunos espíritus encogidos y pusilánimes. ¡Tontería! Aparte de que tan importante punto está aún por dilucidar, hay que tener en cuenta que para los seres realmente superiores la teoría lo es todo, la práctica, nada. ¿Acaso, atareados en dar leyes a la Humanidad, va a quedarles tiempo para acatarlas?) Y ella sola con Ignacio. Tal vez eran aquellas las casualidades que, unidas a la maña que no dejaría de darse, realizarían sus deseos.

Ya tranquila, invirtió el resto del día en hacer su vida acostumbrada. Almorzó de excelente humor, recibió con desusada amabilidad a un pegajoso pariente que acostumbraba a amenizar los postres con latas mayores de lo regular para obtener el apoyo de tan encumbrados e influyentes primos en su pretensión a un destino de doce mil reales, salió luego en descubierto coche, hizo algunas visitas, dio más tarde dos o tres vueltas por la Castellana saludando a diestro y siniestro, y a eso de las seis y cuarto, media hora antes de lo acostumbrado, penetró indolentemente, sentada en el coche, hasta el pie de la monumental escalera de blanco mármol del hotel, palacio o como quiera llamarse, que ya hemos dicho habitaba en una de las mejores calles del barrio de Salamanca.

Así que se vio en su alcoba, y después de iluminarla profusamente dando vuelta a todas las llaves eléctricas que halló a su paso, tocó el timbre, a cuyo llamamiento acudió presurosa la francesa. Dio sus órdenes. Se vestiría con el traje rosa llegado la víspera de París. En la cabeza, la corona de rosas venida con él; pero para la comida sólo se arreglaría el peinado. Comería de bata. Mientras salió la doncella a obedecer su mandato, pasó al saloncito, y una vez en aquella pieza, llena de un fuerte olor a rosas, empezó a introducir ligeras modificaciones en el orden de los muebles. Por ejemplo: arrastró una pequeña butaca hasta colocarla a los pies de la meridiana; echó un chal rosa sobre este mueble; quitó la lámpara que a su cabecera estaba sobre una mesilla, colocando en su lugar un gran búcaro lleno de olorosas flores; cerró herméticamente las ventanas, dejando caer sobre ellas las grandes cortinas de seda y encajes; encendió la mecha impregnada de espíritu de vino de un antiguo pebetero que empezó a esparcir enérgico perfume de violeta, y no contenta con esto, fue apagando todas las luces hasta dejar tan sólo tres lámparas veladas por pantallas de rosados matices. Después entró en su alcoba, cerró la puerta tras sí, dio orden de que cuando llegase el convidado le hiciesen pasar al despacho, en vez de al salón, como siempre, y empezó prolijamente su toilette.

Realmente era grande su arte. Ved con qué magistral habilidad realza las mil perfecciones que la pródiga Naturaleza puso en ella. Mirad, por ejemplo, qué brillo adquieren sus pupilas al contacto de las violáceas ojeras que traza el lápiz, cómo resalta la tersa blancura de su frente junto al carmín que colorea sus mejillas y con violencia tiñe sus labios haciendo brillar el blanquísimo esmalte de sus dientes pequeños e iguales. Da una ligera capa de blanquete al escote, se contempla satisfecha en su fiel amigo el espejo, y sonríe. Ahora vamos con el pelo.

Sus manos juegan con las doradas madejas, cual si hallase un voluptuoso placer en sumergirlas en aquel áureo baño, y a sus impulsos la enorme mata toma caprichosas formas.

No, así no. Así tampoco. Ahora está bien. Digamos la verdad: bien, no; ideal. Nada más artístico puede darse que aquellas seis bandas de rizados cabellos que descienden rodeando la bella cabeza de un nimbo de fuego y van a acabar sobre la nuca en un grueso moño en que se mezcla el pelo con hilos de perlas sosteniéndose con dos agujas de brillantes.

Hay que confesarlo. Esa mujer tiene el sentimiento estético de lo bello. Coloca con supremo arte, ligeramente ladeada, la corona de pálidas rosas, en que los brillantes figuran las gotas de rocío.

¡Qué bella está!

Se pone en pie. Vístese la bata, cuya negra gasa cae en pliegues que por su elegancia recuerdan las griegas vestiduras de algunas estatuas que yacen en los Museos, y cuya vista nos torna melancólicos haciéndonos soñar con la elegancia de las heteras de la vieja Atenas. Abre una caja, saca de ella pequeña borla llena de polvos de color cobrizo, y espolvorea su cabellera que fulgura herida por las eléctricas bujías. Esa es la luz que faltaba a aquella cabeza para ser la de una diosa.

Vamos ahora al despacho. Ignacio espera.

Sí. Ignacio esperaba, cruzando la estancia en todas direcciones, contemplando cuadros que se sabía de memoria, estudiando fotografías de personas que le tenían sin cuidado, y fijando a cada momento los ojos (donde se leía el deseo de que el tiempo volase) en el soberbio reloj de chimenea. ¡Maldito convite! ¿Para qué lo habría aceptado?

Se hallaba en un estado de ánimo que, si no temiéramos quebrarnos de puro sutiles, calificaríamos de fluctuante entre la melancolía y el mal humor. De melancolía tenía mucho, porque sin darse cuenta echaba de menos un amor fuerte matizado de sana alegría, no bastando a su ser perfectamente equilibrado aquella enfermiza ternura de Eulalia, entristeciéndole a cada momento con extemporáneas muestras de cariño, consistentes en echarse a llorar sobre su pecho sin motivo alguno, sentir piedad por cualquier desdicha ajena, recordándola en las peores ocasiones, aguando la alegría de los demás, y otras mil cosas por el estilo que atribuía al delicado estado, pero que así y todo extendían sombrío reflejo de amargura a cuantas cosas la rodeaban. Además, su naturaleza, hecha a la salubre vida del campo, sentía una vaga opresión que él no definía, pero que no por eso dejaba de ejercer perniciosa influencia en su ser moral.

De mal humor, la dosis era aún mayor que de tristeza, y la verdad es que no le faltaban motivos. Pues, señor: sin saber cómo ni por qué, aquel día que su mujer amaneció de relativo buen humor, desde la hora en que él recibió la malhadada carta, pareció ser víctima de un cambio violentísimo; y ella, que empezó la jornada asaz expansiva, fue presa del invencible sueño que la acometía siempre que él entraba en el cuarto, obligándola a volverle la espalda; y si trataba de distraerla con preguntas, a contestar con monosílabos, que pronunciaba en voz tan estridente que le crispaba los nervios. Preocupado con esto pasó el día, llegando la hora en que tuvo que partir sin haber podido obtener cambio alguno favorable.

Aún pensaba en ello cuando entró Julia. Quedó deslumbrado. La había visto muchas veces guapa; tanto, jamás. Experimentó la admiración que sentiría ante una bella obra de arte. La miró con el encanto con que vería el más grandioso espectáculo de la Naturaleza su alma de artista, como había visto la puesta del sol hundiéndose en el mar desde su casa de Igueldo. Contemplola como en una grandiosa catedral contemplaría la imagen de una Virgen de sobrenatural hermosura, rodeada de luces y flores al través de una nube de incienso que suavizara sus contornos. Sintió admiración, encanto, entusiasmo, pasión de artista, pero no amor. Ni se le pasó por la cabeza. ¿Amarla? ¡Imposible! La mujer del que cuando más solo se hallaba le recibió como a hermano, era sagrada para él. Podía inspirarle veneración, cariño, respetuosa ternura; pero amor, jamás. Y en tal caso hubiera sido doble infamia. Ella había sido la que, sustituyendo a su madre, arregló aquella boda que él creía base de su dicha. ¡Cuán lejos estaba, desgraciadamente, de la triste realidad!

Entró el Duque, amable y sonriente, pero sin perder aquel empaque de suficiencia que ni aun en la intimidad de la vida le abandonaba. Deslizose la comida lánguida, sin la acostumbrada animación que daba fama a la casa. Ignacio pensaba en su mujer: era cada vez mayor la inquietud que su extraño estado de ánimo le producía. El Duque, mientras comía con buen apetito, repetía mentalmente, para que no se le olvidasen, algunas sentencias llenas de profundidad (aprendidas aquella tarde en una revista italiana) que pensaba improvisar en su discurso. En cuanto a ella, sentía insensata ansiedad de que el tiempo volase. Sus mejillas ardían, sus ojos echaban chispas; tenía los nervios en tensión, tirantes como las cuerdas de una guitarra, y su boca se secaba, teniendo que llevarse a cada momento el vaso a los labios. Reía sin motivo, con carcajadas metálicas; no cesaba de dar órdenes en todo el transcurso de la comida, impacientándose por la menor tardanza o descuido en su cumplimiento.

Acabada la cena, partió el Duque. Ignacio quiso seguir su ejemplo, pero impidióselo ella, suplicando:

-No; tú quédate un rato, aunque no sea más que hasta la hora de vestirme.

¿Cómo negarse? Se quedó. Pasaron al severo despacho, y allí, sentados en grandes butacas, habló ella con nerviosa volubilidad de mil cosas diversas, sin obtener más que mediana atención de parte de su interlocutor.

Hacía calor, y por los balcones, abiertos de par en par, entraba tenue brisa. Cerrolos Eulalia, sentándose de nuevo, y volvió a su charla. De pronto dijo: «Tengo frío.» Alzó él los ojos y fijolos con extrañeza en su rostro. Al ver cómo ardía y el extraño brillo de sus pupilas, sintió vaga opresión.

-¿Estás mala? -preguntó.

-No. Sólo un poco de frío. Vamos a mi cuarto, estaremos mejor.

Al entrar allí, al encontrarse envuelto en los tenues resplandores de la luz rosada, al aspirar el embalsamado aroma de rosas y violetas que llenaba aquel cuarto, le hirió una vaga sensación voluptuosa. Sentose en la butaca que su hermosa prima arrastrara hasta la cabecera de la chaise-longue, y la miró.

¡De veras que estaba guapa! Se había casi cubierto con el chal rosa y apoyado la linda cabeza en un almohadón del mismo color. Con los movimientos para adoptar aquella cómoda postura, se había desabrochado la bata, resaltando entre las negras gasas uno de sus pechos, macizo, blanco, marmóreo y admirablemente moldeado, que se hinchaba con tenues palpitaciones en aquel instante. Sus manos largas y blancas, manos de rafaélica madona, caían con dejadez a lo largo de sus piernas, sujetando con su peso las vestiduras que marcaban las incitantes formas de aquel divino cuerpo.

Una inexplicable sensación invadía a nuestro héroe; una ligera sospecha empezaba a acometerle. ¿Estaría aquella mujer enamorada de él? ¡Imposible! Y aunque así fuera, ¿qué hacer? Huir era ridículo, y además, aunque lo hubiese intentado, carecía de fuerzas. Una dulcísima languidez se apoderaba de él, y su ser moral parecía dormido.

La sirena habló y habló de amor, pero de amor en general; si lo hubiese hecho en particular, sería espantar la presa. Su voz dulcísima, ligeramente velada como una antigua melodía, tomaba armoniosas inflexiones de ternura, en que casi se adivinaban los tenues gemidos del llanto de un amor sin esperanzas, cuyos últimos gorjeos van a morir allá, en la bruma azul de un horizonte de lejanas ilusiones. Después contó una historia. Una historia de amor. «¡Oh, cómo amó aquella mujer! ¡Cómo quiso la desdichada, que se consumió en la llama eterna, viendo pasar a su lado al hombre amado sin que se fijase en ella! ¡Cuánto sufrió!»

Al narrar tan triste historia se había ido incorporando hasta quedar sentada. El desnudo pecho palpitaba y los ojos estaban llenos de lágrimas que titilaban en sus pupilas de reflejos cerúleos. Él escuchaba embelesado, loco de voluptuosidad, sintiendo un desesperado anhelo de estrechar entre sus brazos a la mujer que debía ser sagrada para él. Le zumbaban los oídos; toda su sangre le subía a la cabeza, cegándole, y su sien palpitaba, produciéndole una impresión de doloroso aturdimiento. De pronto sintió aquel rostro junto al suyo, y aquella ideal cabeza se posó en su hombro. Una voz musical y tenue como el murmullo de la brisa al cruzar por entre los bosquecillos de laureles murmuró a su oído, con palabras armónicas y apagadas como notas de celeste violonchelo: «Ella, la pobre enamorada que sufre y llora, soy yo, que te adoro»; y unos labios ardientes como brasas rozaron su mejilla. Sin darse casi cuenta Ignacio, sus brazos se movieron para cerrarse tras aquel apetitoso cuerpo que se le ofrecía, y sus labios buscaron ansiosos la roja boca para devolver el beso. Hizo su ser moral un violentísimo esfuerzo y se puso en pie. Acababa de ver la rígida figura de su padre, tendido en el ataúd, envuelto en el blanco manto de los calatravos, semejante a la estatua del deber, y la adorada imagen de su madre muriendo en medio del esplendor de un día de sol. Ambas con tristeza le miraban. ¿No hemos dado nuestra vida para hacerte bueno? -parecían preguntar-. ¡Sí, sí! La vida entera para fundir todas sus virtudes y donárselas. ¡Pobres muertos! Allá, junto al trono de Dios -en quien con ardiente fe creía-, habrían gemido de dolor al verle próximo a caer. Su virtud, su honradez, su bondad, ¿iban a deshacerse al primer ataque? ¿No amaba a su mujer? ¿No quería y respetaba a su primo?

Con la pena del pecador creyente, arrepentido y sintiendo la ansiedad de llorar, pensó: «¡Soy un malvado!» ¡Engañar a su mujer, a quien adoraba! ¡Deshonrar al Duque, haciendo objeto de ludibrio a aquel hombre pundonoroso y caballero, fuerte en cuestiones de honor, a quien una mancha en su honra bastaría a matar de dolor y de vergüenza, todo por satisfacer el instinto brutal de la naturaleza, que nada respeta ni ante nadie se detiene!

Con un esfuerzo que exigía el desarrollo de todo el poder moral que sobre sí mismo ejercía, se dirigió a la salida diciendo con voz angustiosa: «Voy por los periódicos; en seguida vuelvo...», seguro de que si se quedaba carecería de fuerzas para vencerse. Cerca ya de la puerta sintió sobre su cuello la ardiente respiración de la hermosa: «¿Me rechazas? ¿Me rechazas?»

Respondió sin volverse, haciendo titánicos esfuerzos para dominarse: «No; sino que tú, comprendiendo la inconveniencia de tal broma, la dejas ya.» La voz de ella tomó inflexiones de apasionada ternura.

-¿Dejarte? ¡Ingrato! ¡Si te adoro...! -Y unos brazos mórbidos, de piel suave como el terciopelo, se enlazaron a su cuello. No pudo resistir más y besó aquel anillo, con un beso que más parecía un mordisco.

Vio ante sí marcarse clara, en la nube de sangre que velaba su vista, la imagen de su mujer llevando en su seno al hijo que había de ser heredero de las virtudes de su padre, a su primo siendo la mofa del mundo, y, en último término, perdiéndose en la bruma de su pensamiento, Dios, mirándole airado, dispuesto a castigar, y ante él, de rodillas, sus padres suplicantes.

Hizo un movimiento de nerviosa violencia, que rompió el anillo, y al verse libre abrió la puerta y escapó, bajando a saltos la escalera, medio loco de deseos, de espanto y de ansiedad, pero triunfante su conciencia.

Cuando quedó sola Eulalia, experimentó un deseo loco de correr tras él, de retenerle, de estrecharle entre sus brazos por un momento olvidolo todo. Su nombre, el mundo en que habitaba y lo que a sí misma se debía, y su mano se posó en la puerta con intención de abrirla. Pudo, sin embargo, más en ella el orgullo y el frío cálculo que sus desatadas pasiones, y abriendo el balcón se asomó a él.

Era una noche hermosísima; en el cielo, de un azul intenso, brillaban multitud de estrellas. La luna en su cuarto menguante esparcía una luz argentina que reflejaba en las verdes copas de los árboles haciéndolas blanquear. Una suave brisa traía los perfumados aromas de los próximos jardines. En la calle, casi desierta, sólo se veía un portal iluminado; ante él, y sentadas en sillas bajas, tres o cuatro mujeres charlaban, mientras los chicos jugaban medio desnudos en el arroyo. -¿De qué hablarán?- pensó un momento con esa atención con que nos fijamos en cualquier hecho trivial en momentos importantes de la vida. Sintió la trepidación de un tranvía, lo vio pasar radiante de luz, cortando la negra obscuridad de la calle de Serrano, que volvió a quedar silenciosa y sumida en las tinieblas.

Una serie de preguntas acudió a su imaginación.

¿Por qué la habría rechazado? ¿A qué motivo obedecía aquella huida?

Todas las causas más absurdas y vergonzosas pasaron por su mente. Todas menos la verdadera. ¡Parecía imposible! ¡Tan hermosa, tan seductora, tan llena de bellezas!

Y no era porque no le gustase; aquel beso que aún la quemaba los brazos probaba lo contrario.

Volvió a entrar dejando el balcón abierto; iluminó la estancia, y después de dar algunos pasos sin dirección fija, fue a sentarse ante la misma mesa de escribir que despertara aquella mañana sus frustradas esperanzas.

Hizo su pensamiento algunas piruetas volviendo a lo que tanto la preocupaba. De pronto una idea vaga la asaltó. ¿Ignoraría aquel hombre realmente su vergüenza? ¿Estaría enamorado de su mujer? Aquello la pareció tan absurdo, dado su modo de sentir y de pensar, que estuvo a punto de rechazarlo; pero ¿no era ella un alma complicada que se preciaba de comprender las cosas más extrañas? Y como aquella adivinación la halagase, la aceptó.

Según aquel orden de ideas se apoderaba de su mente, disminuía su amor, aumentaba su orgullo, sus instintos de venganza y su despecho se acrecentaban.

¡Qué gran idea se la había ocurrido! De fijo otra inspiración divina. Porque una se hubiera frustrado, ¿iba a dejar de creer en ellas?

Cogió una blanca hoja de papel, y sin molestarse en disimular su letra, escribió: «¡Imbécil!» Puso en aquella palabra su alma entera, con toda su vanidad herida y su vengativo rencor. Siguió luego: «Crees que tu mujer te adora, y no hace más que reírse de ti. Eres el desprecio de todos por tu infame papel de tapadera. Todo el mundo sabe que te casaste por dinero y que tu mujer te la pegó, pues aun antes de casarse estuvo liada con Pepe Arnal. El hijo que va a tener es suyo.»

Cerró la carta y rio, rio con risa nerviosa... donde un buen observador hallase dolor tal vez.

Después tocó el timbre. -Que mañana temprano lleven esta carta -dijo al criado que se presentó a su llamamiento. Y luego añadió: -A Enriqueta que me lleve el vestido al tocador. ¡Ah!, que salga el coche.

Se puso en pie, y como si contestase a un reproche de su conciencia, murmuró: «Él lo ha querido. ¡Hubiera podido ser feliz!» Y entró en su alcoba a concluir la toilette.