Cuesta abajo (Leopoldo Alas)/Día 9 de enero de 18...
9 de enero.–Conoció mi madre que me aburría en nuestro querido retiro; y como abandonar el campo durante el verano ambos lo hubiéramos reputado solemne locura, pensó ella en el modo de procurarme alguna distracción que me arrancara, por horas a lo menos, al hastío de mi soledad y a los peligros que ella barruntaba en mis largas cavilaciones.
No había que pensar en los aldeanos de la vecindad, pues aunque yo en aquella época no creía del todo lo que decían los desengañados retóricos acerca de la falsedad del género bucólico, y no desesperaba por completo de encontrar a Flérida algún día, escondida, a la hora de la siesta, en la calor estiva, entre los laureles y zarzas de una selva, a la sombra; sin embargo, esta vaga esperanza no bastaba a cerrarme los ojos ante los desencantos diarios de la triste y prosaica realidad.
No acababan de parecer Galatea ni Flérida, y mi madre me llevó una tarde consigo a visitar a las de Pombal. Había de mi casa a la de estas señoritas media legua larga, y nos la anduvimos a pie, porque mi madre no conocía el cansancio. En casa, todos los días, subiendo y bajando, de la cocina al corral, de la sala al desván, se tragaba dos o tres leguas. Lo que ella no quería era montar en burro; y en coches no había que pensar tratándose de los caminos empinados y fragosos de aquella tierra. Doblamos una colina y bajamos a un valle hondo, estrecho; un pozo de verdura que yo desde lo alto había contemplado muchas veces en mis paseos melancólicos, pero al cual no había descendido nunca, por aquella pereza triste de mis soledades y por cierto miedo pueril a encontrarme por aquellas pomaradas y castañares de la vega con las de Pombal, dueñas del Castillo y de la casita blanca y verde que a mí, desde arriba, se me antojaba semejante a cierto templo griego que había visto pintado en un libro. No tanto me recordaba el templo por la sencilla forma, como por la situación que ocupaba a media ladera, entre follaje, en un montículo que parecía artificial, una imitación de las lomas vecinas hecha por los pastores. El Castillo no era más que un antiguo torreón edificado en lo más alto de un cerro, en un prado de yerba muy alta, heredad de la casería de Pombal.
–Si no fuese por las de Pombal, bajaría –me había yo dicho mil veces, contemplando desde lo alto las hermosas profundidades del valle angosto, que me atraían con el secreto de su misterio. En vano la razón me decía que allá abajo no habría más que cosas parecidas a las que ya veía y tocaba del lado de acá de la colina, en el valle nuestro, más grande y claro: una superstición dulce me inclinaba a imaginar, en aquellos parajes desconocidos para mí, novedades y atractivos de que los aldeanos que frecuentaban tales sitios no me hablaban porque ellos no los veían. Los nombres de la parroquia, barrios, lugares y cuetos y vericuetos del valle desconocido me eran familiares: trataba yo a muchos de los vecinos de aquel misterioso país; y, con todo, lo tenía por singular, lleno de sorpresas, de emociones nuevas para mí... si me determinaba a bajar. Pero estaban allí las de Pombal y no bajaba. ¿Por qué? Porque me daba vergüenza encontrarme con señoritas.
Además, si había algo penoso en aquel miedo a bajar, también el encanto del misterio y el temor de que éste desapareciese contribuían a dilatar mi resolución de entrar por aquellas arboledas adelante.
En vano el más sencillo raciocinio me demostraba fríamente que nada debía esperar ni temer de la excursión siempre aplazada: había en mí algo que mantenía la ilusión con sus mezclas de esperanza loca y de temores absurdos, algo instintivo, muy arraigado en el alma, y que debía de ser del mismo orden de energías que el apego a la vida que siguen mostrando la mayor parte de los pesimistas, que, sin quererlo ni creerlo, siguen naturalmente esperando algo de ella.
Pero mi madre cortó por lo sano. Yo no me decidía a descender al valle de Concienes, que así se llamaba, por miedo de encontrarme con las dueñas del Castillo, y mi madre resolvía de plano poniéndome sobre la cama la ropa nueva, el traje que acababa de enviarme el sastre de la ciudad, y una brillante camisola; todo con el fin de que me vistiera para ir a visitar a las de Pombal.
–Pero, madre, si yo no las conozco.
–Pero las conozco yo, hijo. Tu padre fue compañero de armas del suyo. Yo traté mucho a su tía y a ellas las tuve en brazos cuando eran chiquillas, es decir, tuve a la mayor, porque a la otra no la conozco tampoco: nació después que la familia se marchó de esta tierra. Y cuando volvieron ya huérfanas, no fui a verlas... por lo que ya sabes: porque yo lloraba lo mío, y el mundo entonces me importaba dos cominos.
Hice mal: fui egoísta: debí visitarlas, debí estrechar relaciones con las desgraciadas hijas del amigo de tu padre. Ello fue que no las estreché. Algunos años les he enviado cestas de fruta y tortas muy finas; pero nunca fui por allá.
–¿Y ellas? ¿Por qué no vienen ellas?
–¿Ellas? Es verdad. Podían haber venido ellas. Pero ya ves: los cumplidos. Yo era la que debía ir allá primero. No empezando yo... ellas no podían saber si quería o no tratarlas. Además, esto es lo que se usa. Las chicas no sé si serán así; pero lo que es la tía, que ya debe de estar chocha porque es muy vieja, tiene esto de los cumplidos por una religión. Es muy fina, muy buena; pero la etiqueta lo primero.
–Sí: además recuerdo haberte oído que tiene ciertos humos aristocráticos.
–No, humos no; no se puede decir humos. Es más bien una manía... que no ofende. Que se cree más que uno porque es parienta de una porción de condes y marqueses... vaya, eso es seguro. Pero no importa: ni se da tono, ni esas ideas le sirven para nada malo. Ella es la que paga la manía, porque con su aristocracia se pasa la vida como D. Quijote la noche de velar las armas.
Sí: así habló mi madre: esto último es casi textual. Los diálogos que a veces reproduciré aquí para darme a mí propio el placer de convertir en novela mi historia, no serán siempre muy aproximados. La verdad por lo que toca a la letra, ¡quién va a decirla! Pero esta conversación que estoy copiando no sólo es exacta por su espíritu, sino que, en gran parte, estoy seguro de que reproduce las palabras de mi madre.
¡Bendita sea su memoria! Aquel diálogo era solemne a pesar de las apariencias: por él entraba yo en la iniciación de mi destino. Ir o no ir a ver a las de Pombal: ésta era la cuestión. Iba a comenzar el noviciado de mi profesión. ¡Es tan natural, tan justo, que fuera mi madre quien me condujera a mi suerte!
Ella, tan ajena siempre a mis grados académicos, tan olvidada de mis sabidurías y borlas doctorales, de mis triunfos periodísticos; tan extraña a la vida de mis cavilaciones y empresas intelectuales, de las que jamás supo cosa mayor, si no así, en montón, que tenía un chico listo que padecía jaquecas y se levantaba muy tarde, por culpa de los pícaros libros y de las endiabladas filosofías; ella, que jamás leyó nada mío, que hubiera sido el último de los lectores... que no leen, filisteos y burgueses, de que tanto he abominado cuando imitaba a Heine y demás; ella, tan buena católica apostólica romana que cuando se trataba de discutir dogmas convertía el alma en un erizo; ella, el ángel que Dios me había puesto al lado de la cuna, era la que debía llevarme a casa de las de Pombal... para que Dios me repartiese el dolor y la dicha que me tocaban en el mundo.
Cuando mi madre, tomándome una mano, me hacía estrechar con ella la de aquella señorita a quien, presentándomela, llamó «la pequeña de Pombal, Elena», no sabía que sus palabras, al parecer insignificantes, vulgares, eran toda una frase sacramental; sí, de un sacramento humano, que consiste en pasar el corazón de una mano a otra en la vida, de un apoyo y un amor a otro amor y otro amparo. Mi madre, sin saberlo entonces ni ella, ni Elena, ni yo, me decía:
–Mira, hijo: hasta aquí hemos llegado. Yo soy tu madre, que te traje hasta aquí. Esta es tu esposa, que te llevará, si lo mereces, hasta la muerte.
¡Ay! ¡No lo merecí! La vida feliz es la que va de la mano de la madre a la mano de la esposa, y de la mano de la esposa a la del misterio de la sepultura. ¡Mi madre, mi Elena, las dos muertas! ¡Y ella, lo inesperado, lo imposible, Eva, muerta también!
(Se continuará)